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Trías sobre Trías

Ciudad sobre ciudad. Arte, religión y estética en el cambio de milenio

EUGENIO TRÍAS

Destino, Barcelona, 320 págs.

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En su último libro, por el momento, Eugenio Trías nos ofrece una visión bastante sistemática del conjunto de su previa producción filosófica, una obra ya bastante amplia e influyente, sobre la que han abundado las opiniones enfrentadas. Trías es generalmente reconocido como un autor de importancia que, sin embargo, no acaba de alcanzar la recepción que sin duda merece. Independientemente de las razones que se pudieran derivar de la condición deseablemente poco proclive a la mitomanía de los lectores de filosofía, la verdadera causa de la relativa desatención que provoca la obra de Trías (atención que, en cualquier caso, está bastante por encima de la que se presta a la mayoría de sus pares en edad y condición académica) reside en la extrañeza que puede provocar tanto la filosofía misma como la forma específica en que Trías la produce. Hoy se dan, a un tiempo, dos condiciones que militan en contra de una buena recepción académica de las ideas de Trías: la mayoría de los profesores, por un lado, se entregan a labores de especialista, esto es, hacen filosofía como si estuvieran haciendo ciencia, actúan conforme a los cánones de las revistas internacionales (y nacionales) de las respectivas especialidades (dicho de otro modo: escriben para mostrar sus lecturas y para que sus colegas les lean, cosa que tampoco pasa); y, en segundo lugar, quienes cultivan el ensayo suelen hacerlo de forma más interdisciplinar (por decirlo de algún modo), es decir, sin el rigor conceptual que cultiva Trías. Nuestro autor escribe como si fuera un filósofo y eso se suele llevar mal por quienes consideran que esa condición es excesivamente honorable para cualquier mortal, especialmente cuando sin duda lo es para ellos.

En la obra que comentamos, Trías nos describe su filosofía y ha escogido una metáfora que le cuadra bastante bien como título de este recorrido sinóptico. Al aludir a una ciudad que se sitúa sobre otra, Trías se coloca más allá de cualquier realismo al dar por sentado que aquello de lo que nos ocupamos es, precisamente, obra de nuestras manos. La ciudad existe ya por sí sola, sin embargo, y no es fácil de describir, porque su descripción implica la construcción de otra ciudad (de otro lenguaje) cuyo valor especial está en que sea capaz de hacernos comprender el sentido de la ciudad primera y la relación entre ambas. Este efecto podría complicarse hasta el sinsentido en una descripción de la sobreciudad, que es de lo que se trata en estas páginas. Trías, sin embargo, evita cuidadosamente el retruécano y se ayuda de consideraciones biográficas para explicar el decurso de su meditación. La ubicación en la que el filósofo se reconoce es clara: «cuando inicié mi itinerario de pensamiento, la filosofía parecía despeñarse ante la embestida de dos monstruos», el pensamiento analítico y positivista, por un lado, y las pretensiones desenmascaradoras de la Razón dialéctica por otro. Vino luego la tentación postmoderna que propenderá a confundir la filosofía con cualquier otro texto. Frente a esas formas de patinar sobre el mismo ladrillo, Trías sostiene que la filosofía es, todavía y siempre, una esperanza por cumplir que se sostiene en una forma específica de elaborar la forma argumental y el contenido temático de su discurso. La forma argumental permite distinguir las filosofías epigonales del pensamiento creador cuando la tarea del pensador responde adecuadamente a un desplazamiento conceptual que permite construir sobre piedras antes desechadas. El contenido temático es el ser mismo, el sentido, la razón, los misterios y el mundo.

Trías nos habla como un pensador que elabora una filosofía, una idea, que le va llevando por distintos derroteros (y en especial por la estética, la metafísica, la ética y la filosofía de la religión) a la formulación de una propuesta metafísica u ontológica más amplia y profunda que la que corresponde (y suele considerarse que basta) a un mero análisis de un determinado problema. Trías ve más y ve las cosas de distinta manera: los problemas lo llevan a pensar de otro modo, a insistir en una nueva categorización del mundo, la suya, a mostrar un hilo conductor que justifica su filosofía, a ver en los asuntos más comunes una silueta propia. Como escribió en el prólogo a La aventura filosófica, «cada filósofo tiene una sola idea. Es filósofo si llega a disponer de una idea». Como es bien sabido, la idea que Trías propone como clave de arco de su obra es la idea de límite. Como tantas veces pasa en la historia de la filosofía (piénsese en sustancia o en idea para recordarlo), los términos significan cosas muy otras en distintos autores. La idea de límite no es precisamente nueva en la jerga de los filósofos (al menos desde Locke), pero sí lo es el papel que le hace desempeñar Trías. Para empezar, Trías concibe el límite no de un modo negativo sino como un territorio fronterizo en el que es posible habitar (en el que de hecho estamos) y desde el que se vislumbra tanto el mundo como lo más arcano. A partir de esta opción topográfica, Trías propende a ser sistemático en un momento en que la gente no sabe muy bien para qué sirve serlo. Hay, pues, el riesgo de que las ideas de Trías no se valoren en lo que puedan valer, sino que se desestimen por considerar que cualquier filosofía que sea algo más que un texto pasajero está fuera de lugar.

Trías es bastante fiel a sí mismo y, pese a que se puedan advertir cambios en su estilo y en sus posiciones, viene desarrollando un pensamiento original desde sus comienzos (más influidos que ahora por las modas imperantes), un texto que se va abriendo temáticamente y que actualmente se anuncia con la voluntad de ocupar el espectro completo de las asignaciones filosóficas.

Nada menos que en La dispersión escribió que «la ciencia es el estupefaciente al uso […] hasta el día en que su mismo progreso permita poner en circulación un estupefaciente más poderoso». La filosofía de Trías es mucho más existencial que naturalista y ahí tiene uno de sus puntos débiles, al menos para cualquiera que se tome medianamente en serio la relevancia del conocimiento científico. Tiene razón Trías en protestar contra la ingenuidad de suponer que hay una naturaleza desnuda a nuestro alcance. «Una vez se ingresa en la cultura (por la puerta grande del lenguaje) queda la naturaleza abandonada. O mejor dicho: transmutada, trans-substanciada. El hombre, provisto de inteligencia lingüística, o de logos (término griego que tanto significaba "pensamiento" como "lenguaje"), ha dejado atrás la matriz física de la cual procede.» Y tiene también razón al reivindicar el valor de la emoción (espléndidos sus análisis del vértigo y la angustia) como camino que puede alzarnos hasta vislumbres que están vedados a la razón o al renegar de la insignificancia de los materialismos contemporáneos subrayando la necesidad de recuperar un «materialismo» de nuevo cuño, o la importancia de releer a Marx para hacerse cargo del mundo actual, del casino contemporáneo. Pero exagera, tal vez, al ver en la certeza de la muerte el origen de toda exactitud e incluso el origen de la inteligencia cuando llega a decir que «las matemáticas son ciencias exactas gracias a que se nos ha descubierto, a través de la conciencia de la muerte, el modelo mismo de toda certeza, evidencia y exactitud».

Si el problema del comienzo (y del método, la cuestión de la legitimidad) de la filosofía sigue siendo acuciante, está claro que a Trías no le dice gran cosa el auparse en la ciencia. La razón es para él la resultante de una peculiar dialéctica entre categorías y pasiones, una forma de reaccionar al inicial asombro y vértigo que produce nuestra existencia en el límite entre el ser y la muerte. Esa doble faz de la razón se dobla en una pasión que es también bifronte: el amorpasión mortífero por permanecer unido a la Matriz; y la voluntad de dominación que quiere ocupar el lugar reservado a un Sujeto Ausente. Es la consecuencia de nuestra posición existencial, que está marcada por un doble tránsito: el que nos conduce de la naturaleza (sin lenguaje) a un mundo (con algún sentido), y el que nos lleva al arcano de la muerte, ruina del sentido mundano.

Cree Trías, como Santayana y de modo matizadamente optimista, que las ideas mueven el mundo de forma lenta y discreta. Quien se dedique a ellas ha de asumir la condición eremítica, dejarse llevar por el pensar y por el genio de la propia lengua para escribir con originalidad, precisión y belleza, como sin duda lo hicieron Nietzsche y Platón, dos maestros lejanos a los que Trías aúna en un singular abrazo discipular. La obra de Trías abunda en hallazgos e incitaciones y por eso ha encontrado muy diversos lectores. Este libro es un recordatorio de que, venciendo las peores tendencias al ninguneo y al secuestro en la feria de la vanidad, debiéramos de considerar que Trías es ya parte importante de nuestra mejor filosofía y actuar en consecuencia.

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Ficha técnica

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