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Birling: Una nota sobre las crisis económicas actuales

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Nunca, en economía, la muy repetida admonición de John Donne había presentado resonancias tan claras: cuando redoblan las campanas por cualquiera, en cualquier parte del mundo, redoblan por ti también; lo que, traducido al ámbito económico, vendría a ser: cualquier desajuste económico, en cualquier latitud, nos afecta a todos. Es la esencia de la globalización. Aunque la integración se observe en la mayor parte de los mer- cados, la unificación casi total sólo se ha producido en los mercados financieros, por mor de la libertad de movimientos de capital aceptada por los países OCDE y muchos países emergentes, y del enorme poder de la informática actual. Por eso las crisis modernas son, ante todo, crisis financieras. Y tales crisis estallan porque los agentes principales de esos mercados –los inversores institucionales– desplazan, en caso de duda, enormes volúmenes de capital de unos activos, los considerados dudosos, a otros, los juzgados seguros, lo que convierte la duda en pánico y genera desplomes de cotizaciones, primero, y caídas de renta y empleo en los países afectados, después. Las turbulencias financieras dan paso, por tanto, a situaciones recesivas. La frecuencia y alcance de estas crisis hacen temer que, un día, dejen de ser amplias para ser totales o sistémicas. Especialmente desde que la desencadenada en 1998 pero con raíces muy anteriores –la denominada crisis «asiática»– pusiera de relieve lo difícil de su tratamiento. Porque esa gran tormenta que se abatió sobre el sudeste asiático y cuarteó la economía de los países de más rápido crecimiento –Corea del Sur, HonkKong, Indonesia, Malasia y Tailandia fundamentalmente– se extendió a Rusia y a varias de las grandes economías sudamericanas. Un trayecto crítico que resalta, precisamente, la integración de los mercados financieros y pone de manifiesto un rasgo muy simple: que las crisis no conocen fronteras y no pueden ser denominadas por el espacio geográfico en que aparecen: son amenazas que se ciernen sobre todas las economías. El presente trabajo trata de esclarecer la actual configuración de la economía mundial y de desvelar el mecanismo de las crisis, sin pretender aportar soluciones radicales, porque no las hay, pero sin dejar de recalcar una contradicción a veces olvidada: las tormentas financieras resultan de la aparición de desequilibrios básicos que ponen de manifiesto la imposibilidad de hacer compatibles la libertad de movimientos de capital, los tipos de cambio fijos y la política monetaria independiente.

En algunos países madereros existe un deporte que se practica del siguiente modo: en el remanso de un río, los participantes se suben a troncos de árbol de similares características y tratan de mantenerse sobre ellos, procurando contrarrestar el giro del tronco en el agua. Quien más aguanta es el ganador pero su habilidad ha de ser creciente porque la caída de los demás contendientes agita las aguas del remanso y hace más precario su equilibrio.

La economía mundial se asemeja en la actualidad a ese juego. Los participantes son las distintas economías que procuran seguir de pie –mantener sus ritmos de crecimiento– apoyándose sobre un tronco resbaladizo y giratorio –el gran mercado financiero mundial– que, a su vez, flota sobre unas aguas comunes –las formadas por la sustancial intercomunicación de las economías–. Quienes más aguantan son los que mejor mantienen los ritmos de crecimiento pero la caída de cada participante aumenta la dificultad de seguir creciendo porque la intercomunicación de las economías –las aguas comunes– transmite impulsos desequilibradores en múltiples direcciones.

No siempre ha sido así, como ilustra cualquier repaso a nuestro siglo. Hasta la Segunda Guerra Mundial los gobiernos de los distintos países, y en especial de los más industrializados, no atribuían importancia primordial al ritmo de crecimiento; no existía un mercado financiero único y mundial y, antes bien, las regulaciones de todo tipo segregaban los diferentes mercados; con el paso del tiempo, la intercomunicación de las economías, a través de su sector real, fue reduciéndose hasta quedar, en los años treinta, reducida a su mínima expresión. Al término de la Segunda Guerra Mundial, y bajo la influencia de las ideas keynesianas, de un lado, y de la visión norteamericana, del otro, el enfoque de los grandes problemas económicos se modificó considerablemente: el crecimiento pasó a ser el objetivo principal de la política económica, por entender que el nivel de empleo dependía, precisamente, del ritmo de expansión de las economías; la reducción primero, y eliminación después, de las barreras al comercio y los pagos se consideraron requisitos importantes para facilitar el crecimiento generalizado. Con todo, las barreras entre distintas economías permanecieron durante largo tiempo, más o menos disimuladas, porque, por lo general, los beneficios de la intercomunicación son difusos, sus costes muy concretos y notables sus reverberaciones políticas. Dos grandes saltos técnicos, cuyo influjo determinante empezó a percibirse al comienzo de los años ochenta, iban a cambiar el panorama económico internacional: la mejora, cuantitativa y cualitativa, de los transportes y de las comunicaciones, y los grandes avances informáticos. Y un mundo mucho más cercano, físicamente, de comunicaciones instantáneas y con mercados más transparentes es un mundo que termina por abatir las barreras de separación, por importantes que sean las fuerzas contrarias.

Ahora bien, aunque los mercados de bienes y servicios (distintos de los financieros) posean, hoy, una capilaridad intensa, la unificación total sólo se ha producido en los mercados financieros, absolutamente integrados en el caso de los países OCDE y determinados países emergentes; en esa gran área puede afirmarse que el mercado es único, puesto que los flujos financieros transfronterizos no tropiezan con obstáculo alguno. Era lógico, además, que la integración plena se produjera en esos mercados, dado que el dinero es una mercancía homogénea –representada, en su mayor parte, por apuntes contables– y que las transacciones sobre activos financieros se llevan a cabo de forma casi instantánea gracias a la informática moderna: comprar o vender divisas o títulos, de un lado a otro del planeta, requiere, en la mayoría de las ocasiones, menos de cinco minutos, gracias a la capacidad operativa del sistema financiero mundial.

Esa unificación financiera presenta ventajas notables: el ahorro puede moverse con mucha más rapidez de un país a otro, lo que facilita la inversión; la financiación de los flujos comerciales resulta mucho más sencilla, lo que sin duda ha hecho crecer los intercambios entre países; y la eficiencia del propio mercado financiero ha aumentado notablemente puesto que la proliferación de productos y técnicas de gestión permite mejorar rentabilidades y dispersar riesgos. De ahí que las transacciones financieras internacionales hayan alcanzado un enorme volumen, cincuenta veces superior, aproximadamente, al valor de las transacciones físicas. Pero un mercado sin barreras y de transacciones muy rápidas es, también, un veloz transmisor de problemas o, dicho de otra forma, un propagador de crisis. Razón por la cual, las grandes convulsiones económicas se inician con tormentas financieras que desencadenan, con un cierto desfase, perturbaciones reales.

¿Cómo se gesta una crisis financiera? Las crisis surgen de la desconfianza y se desencadenan a través de los cambios de posición de los inversores institucionales y de los ataques especulativos. Aunque en los mercados financieros actúen millones de participantes, son pocos los que pueden alterar, sustancialmente, los precios de los diferentes activos y esos pocos son los inversores institucionales: básicamente los grandes fondos de inversión y de pensiones y las reservas técnicas de las compañías de seguros. Sólo en el área OCDE, el patrimonio gestionado por esas instituciones viene a suponer unos 25 billones de dólares, cifra no muy inferior al producto total mundial, lo que permite comprender las alteraciones que, en los mercados financieros, se producen cuando esos inversores modifican, aceleradamente, la composición de sus carteras. En circunstancias normales, cuando la combinación rentabilidad-riesgo de los distintos activos no difiere sustancialmente de unos mercados a otros, las tomas de posición de los inversores institucionales –venta de unos activos y compras de otros– tendrán, sobre las cotizaciones, un efecto limitado; en circunstancias precisas, cuando determinados activos o monedas presentan un riesgo inusitado –pueden perder valor rápidamente– la inversión institucional recompondrá sus carteras para huir de esos riesgos y su acción conjunta –el arrastre es inmediato porque, ante la duda, los gestores correspondientes tomarán todos el mismo camino, guiados por lo que se denomina el «instinto de rebaño»– alterará, notablemente, los precios de activos y divisas. Pero, además, en los momentos críticos, los movimientos especulativos de muchos participantes, deseosos de obtener beneficios por la variación rápida de los precios, acentuarán la descomposición de los mercados afectados. Los mecanismos especulativos son múltiples y complicados pero sus efectos pueden comprenderse bastante bien si partimos de una transacción básica: la de adoptar una posición corta en un activo o, lo que es igual,vender un activo que aún no se posee. Si se cierra la venta, a una semana, de una moneda o un título que no se tiene y, en esos días, la moneda o el título se deprecian con rapidez, se podrán obtener importantes beneficios comprándolos al contado, a precio muy inferior, el día en que haya que entregarlos. Para lo cual el especulador procurará que proliferen los rumores y las opiniones que den por sentado que la depreciación va a producirse: el aluvión de noticias negativas acelerará las ventas y la caída de los precios y aumentará sus beneficios. Por supuesto si la depreciación no se produce, el especulador sufrirá graves quebrantos.

Y aún hay más: la tormenta, iniciada en un país, tenderá a internacionalizarse porque muchos activos cotizan en varios mercados, porque las pérdidas sufridas en un mercado tenderán a compensarse con las plusvalías derivadas de las ventas en otros –razones ambas que explican por qué las Bolsas se mueven con similar compás– y porque las dudas sembradas por los primeros impactos de la crisis provocarán una huida general hacia la calidad, hacia los activos –títulos o monedas– considerados más seguros.

Los primeros efectos de ese tipo de crisis son, por descontado, de índole financiera. Las paridades de las monedas se alterarán, depreciándose aquellas en las que estén denominados los activos de los que se huye, lo que dará lugar, en muchos casos, a pérdidas aceleradas de reservas, a devaluaciones discretas y a elevaciones muy rápidas de los tipos de interés a corto plazo, al intentar los gobiernos correspondientes cortar la sangría de capitales. La capitalización de muchas Bolsas, y no sólo las de los países más directamente afectados, sufrirá recortes sustanciales, al producirse la recomposición de las grandes carteras y la huida hacia la calidad: en el ápice de la última crisis, meses de julio y agosto de 1998, las pérdidas experimentadas por las principales Bolsas del mundo alcanzaron los cuatro billones de dólares. Muchos intermediarios financieros, y especialmente los asentados en los países directamente afectados por la crisis, pueden encontrarse en situaciones extremas en la medida en que parte de su activo quede perjudicado y sus líneas de financiación exteriores hayan quedado cortadas. Por lo menos durante un cierto tiempo, y hasta que se avizore algún tipo de solución, la inversión exterior se interrumpirá.

Pero los mecanismos financieros no están desconectados de la producción real, la de bienes y servicios (no financieros); al contrario, constituyen su envoltura y su principal palanca de apoyo. Lo cual significa que los efectos reales no tardan, tampoco, en advertirse. En las empresas de los países críticos, los problemas se multiplicarán por diferentes vías: encontrar financiación no resultará fácil y, en todo caso, el capital será mucho más caro, a causa de la elevación de los tipos de interés; y encontrar mercados para sus productos tampoco resultará tarea sencilla porque la caída de las Bolsas habrá disparado los efectos riqueza (las familias, ante la reducción de su patrimonio, recortarán sus gastos) y contraído la demanda de consumo; más aún, pueden haber experimentado quebrantos de tesorería que tengan especial impacto sobre su balance. Se producirán, por tanto, cierres de empresas o reestructuraciones de plantilla, en un intento de mantener su viabilidad. Las economías familiares, acosadas muchas de ellas por los efectos riqueza, se encontrarán, además, con menores rentas, al reducirse la actividad económica y el nivel de empleo, lo que supondrá menor capacidad de consumo. Por su parte, los gobiernos correspondientes deberán hacer frente a un descenso de la actividad económica que, además de complicar enormemente el cumplimiento de sus compromisos presupuestarios, elevará la tasa de desempleo.

Como ya hemos señalado, las crisis no tienen fronteras, no se detienen en los límites geográficos de los países en donde se han desencadenado; los cruzan, sin que se sepa muy bien hasta dónde llegarán sus efectos. El sistema financiero internacional será el primero en recibir los impactos porque la relación entre los intermediarios financieros de todo el mundo es muy intensa –la mayor parte de las transacciones financieras son operaciones interbancarias– lo que hará que las ondas de la crisis alcancen los parajes más insospechados. Más tarde se observará el desplazamiento de la crisis a través de los flujos de comercio e inversión directa. En la medida en que la economía de los países más afectados se aplane, sus importaciones disminuirán y, puesto que las importaciones de unos países son las exportaciones de otros, la demanda global de estos últimos se contraerá, en mayor o menor medida, y su ritmo de crecimiento también se reducirá. La inversión directa en países críticos resultará mucho menos rentable, en muchos casos, lo que también afectará a la renta de los países inversores.

En consecuencia, las crisis actuales, de origen financiero, tienden a ser generales y a mostrar un largo e impreciso radio de acción; crisis que dejan, tras de sí, un panorama de recesión, desempleo e inestabilidad inquietante que puede servir de caldo de cultivo para hacer estallar la tormenta siguiente.

Una aproximación superficial al tema que nos ocupa podría llegar a una conclusión simple: si las crisis se desencadenan por la conjunción de economías que pretenden crecer a toda costa, de la libertad de movimientos de capital y de mercados reales muy integrados, ¿por qué no modificar algunas de esas características para evitar así la propagación de perturbaciones? La solución resulta fácil de imaginar y casi imposible de aplicar.

Los gobiernos de todos los países del mundo desean que el ritmo de crecimiento de sus economías sea alto porque, de esa manera, la renta y el empleo crecen también. Más aún, el crecimiento oscurece momentáneamente los problemas y logra que las políticas económicas desequilibrantes –déficit públicos crecientes, elevadas inflaciones, déficit exteriores alarmantes– tarden en corregirse porque se teme el efecto que la corrección pueda producir sobre el crecimiento. Ningún gobierno va a renunciar al objetivo de crecimiento rápido, a menos que advierta que los desequilibrios han cercenado ya el ritmo de expansión y, para entonces, es muy posible que la crisis haya estallado ya. Y, por otro lado, y pese a las experiencias recientes, todavía la idea de que el mejor excipiente del crecimiento es la estabilidad macroeconómica no se ha convertido en el dintel de cualquier política económica. Ni siquiera en la Unión Monetaria Europea, en donde el objetivo de estabilidad se afirma sobre cualquier otro, han callado las voces que propugnan atención especial al crecimiento a cualquier precio. Es, pues, difícil pensar que, a escala mundial, la estabilidad macroeconómica, que presupone consolidación fiscal, inflación reducida y equilibrio exterior, vaya a imperar sobre el objetivo de crecimiento.

La libertad de movimientos de capital, que hace que los mercados financieros nacionales formen parte de un único mercado mundial, constituye el gran acelerador de las crisis pero no parece fácil pensar en compartimentarlo; ni siquiera en limitarlo. ¿Puede darse un acuerdo generalizado que nacionalice, de nuevo, los mercados? Y, dando por sentado que tal posibilidad no existe, ¿qué países van a salirse de ese mercado mundial, que es el que permite acceder al capital con facilidad extrema? Porque, no se olvide, impedir la libertad de movimientos de capital significa renunciar a atraerlo. En tiempos de crisis aparece siempre una vieja propuesta: hay que penalizar los movimientos especulativos de capital a corto, los que encierran mayor potencial desequilibrador. Lo cual es cierto porque el capital que se mueve con mayor rapidez es el que persigue los beneficios del río revuelto; lo que ya no es tan cierto es que pueda disociarse del resto. En un mercado de transacciones continuas y semiautomáticas, ¿cómo distinguir las especulativas de las de cobertura, con ánimo de obstaculizar aquéllas y facilitar éstas? Algunos partidarios de penalizar los movimientos a corto proponen que se establezca un impuesto sobre todas las transacciones en divisas, un impuesto leve –de hasta 10 puntos básicos– que desincentive las operaciones especulativas sin encarecer sustancialmente las que no lo son. Ahora bien, es dudoso que ese mínimo impuesto elimine los movimientos especulativos, en un clima de turbulencia cambiaria, y es muy probable que un impuesto mayor trabe la capacidad operativa de los mercados financieros.

Con toda probabilidad, pues, utilizar cualquier expediente antiespeculativo permanente equivaldría a bloquear la mayor parte de los movimientos de capital y, por tanto, a salirse del ámbito liberado con todas sus consecuencias. La gradual intercomunicación de los mercados de bienes y servicios no es efecto de la visión liberal ni resultado de un error generalizado. Esos mercados se han abierto, unos más y otros menos, porque la experiencia ha demostrado que el comercio internacional facilita la expansión de las economías y beneficia a todos. No facilita de igual manera la expansión de todas las economías ni sus frutos se reparten equitativamente –las dos razones que han mantenido viva la polémica entre los partidarios de la protección y los del librecambio– pero el fracaso repetido de los ensayos de desarrollo hacia dentro han terminado por convencer a todos, o a casi todos, de que, aunque los beneficios sean desiguales, los perjuicios derivados de la autarquía, en sus diferentes variantes, resultan, a la larga, insoportables. En suma, aislar los mercados de bienes y servicios, para capear las crisis actuales, equivaldría a romper el vaso para no tener que derramar el líquido.

Los años noventa han sido pródigos en crisis financieras y hasta se podría afirmar que el mundo, en la década que ahora termina, ha vivido inmerso en una crisis o procurando que los rescoldos de una no prendieran las llamas de la siguiente. En 1992-93, el Sistema Monetario Europeo se cuarteó violentamente, al no poderse mantener las paridades acordadas y, tras un largo período de turbulencias cambiarias, hubo que desnaturalizarlo para que las nuevas bandas de fluctuación, mucho más amplias, aligerasen los compromisos de todos los gobiernos; en 1994, y como resultado de los problemas mexicanos, una nueva crisis cambiaria que afectó, inicialmente, al dólar (el efecto Tequila) se extendió por el mundo; los primeros síntomas de lo que luego se ha dado en denominar «crisis asiática» se producen en 1997, con la devaluación del baht tailandés, una devaluación que aumentaría la desconfianza en muchos de los países de la zona y que produciría, por contagio, ataques a las monedas de Malasia, Indonesia y Corea del Sur; sin que las turbulencias del sudeste asiático se hubieran resuelto, turbulencias potenciadas por la larga recesión japonesa, las tensiones se desplazaron hacia Rusia y Brasil. Hacia Rusia porque, desde la desaparición del modelo soviético, su economía no ha dado nunca síntomas de consistencia alguna y sí muestras continuadas de una gestión, pública y privada, en la que los oscuros intereses personales han prevalecido sobre los generales. En el verano de 1998 su crisis alcanzó tales extremos que el rublo se desplomó y el pago de la deuda exterior se interrumpió. Pese a los esfuerzos estabilizadores del gobierno brasileño, que se traducían en restricciones monetarias y fiscales de notable intensidad, y pese a las ayudas exteriores, el real se dejó flotar en enero de 1999. Desde entonces, y hasta este otoño de 1999, las grandes turbulencias no han vuelto a repetirse.

Anticipar y contener las crisis financieras actuales es tarea harto complicado porque no es fácil prever la reacción de los agentes económicos básicos, los inversores institucionales, porque la cuenta de capital es extremadamente vulnerable y porque nunca se sabe bien hasta dónde llegará el contagio.

Es cierto que las crisis nacen de la desconfianza en monedas o activos pero también es cierto que la desconfianza inicial puede verse compensada por el cambio de rumbo de la política económica, por declaraciones de los gobiernos o de los organismos internacionales o por noticias y opiniones de muy diversa índole; y, al revés, es posible que los signos iniciales de la desconfianza se vean reforzados por manifestaciones y juicios procedentes de foros internacionales o por nuevos acontecimientos, no necesariamente de carácter económico, que desencadenen la ola de pánico: las decisiones financieras, en un mundo globalizado, incorporan una serie de percepciones subjetivas que emborronan cualquier análisis.

Cuando existía, en muchos países, control de cambios –es decir, regulaciones que limitaban la entrada y salida de capitales– la cuenta de capital de la balanza de pagos (la cuenta financiera, en la terminología actual del FMI) recogía, en buena medida, contrapartidas de la cuenta corriente e inversiones directas; era, por tanto, un conjunto de transacciones mucho más estable. La libertad de movimientos de capital y el desarrollo de los mercados secundarios –aquellos en los que se negocian activos ya existentes– ha abierto las puertas de la cuenta de capital y, por tanto, la ha hecho mucho más inestable: no son el comercio y la inversión directa los que determinan su configuración sino las rentabilidades comparadas de los diferentes activos financieros y los riesgos a ellos asociados.

Las crisis financieras penetran profundamente en la economía afectada porque alcanzan a su centro nervioso por excelencia, el sistema financiero, precisamente el sector más internacionalizado; lo que hace que sus desperfectos puedan ser enormes y enorme también su capacidad de contagio.

En consecuencia, los estallidos de las crisis recientes –o de los múltiples nudos de cada crisis– han dado lugar a notables sorpresas y su tratamiento ha reproducido los tradicionales de los organismos internacionales: préstamos del FMI, ligados al cumplimiento de una serie de condiciones de dudosa exigencia, nuevas ayudas cuando se advierte que la crisis no se supera y múltiples declaraciones de los gobernantes de los países en cuestión y de los directivos de los organismos implicados asegurando que el problema está encarrilado y se solucionará a muy corto plazo. La turbulencia termina por aquietarse no tanto por las ayudas recibidas y las políticas adoptadas sino porque los grandes inversores internacionales han recompuesto sus carteras y porque las economías afectadas han entrado en recesión y saneado, por esa vía, parte de sus males.

De ahí que las soluciones arbitradas hasta el momento hayan hecho surgir tres grandes dudas, que son las que alientan las propuestas de reforma de la denominada arquitectura financiera internacional.

La primera de ellas se refiere al azar moral. La expresión, que procede del mundo del seguro, significa lo siguiente: si las decisiones que adoptan los sujetos económicos quedan suficientemente protegidas porque otros sujetos cubren muchos de los riesgos, las decisiones se adoptarán, en muchos casos, de forma imprudente. Si, para el caso que nos ocupa, los trastornos cambiarios y financieros de un país, debidos a políticas imprudentes del gobierno y de los intermediarios financieros, se solucionan a través de ayudas externas, ni uno ni otros corregirán, adecuadamente, sus comportamientos; es más, los prestamistas que aceptan riesgos extremos, por su elevada rentabilidad, tampoco modificarán su forma de actuar.

Ligado muy directamente a este problema surge la segunda de las dudas: en muchos casos, qué es lo que se está haciendo con la ayuda facilitada por los organismos internacionales, ¿resolver las dificultades de un país o permitir que los inversores privados recuperen su inversión? Tanto en México en 1995 como en Corea del Sur en 1997 como en Rusia en 1998, parte de la ayuda internacional se utilizó para devolver deuda a corto plazo, adquirida por inversores privados para beneficiarse de los muy elevados intereses que ofrecía. Por supuesto, no toda la ayuda oficial se ha utilizado de esa forma pero no parece lógico que el dinero público constituya la tabla de salvación de la inversión privada; en primer lugar porque su función primordial es permitir que el país afectado recupere sus equilibrios básicos y, en segundo término, porque acentúa el riesgo moral.

La tercera de las grandes dudas, y probablemente la de más calado, concierne al papel desempeñado por los organismos internacionales y, muy especialmente, por el Fondo Monetario Internacional. Desde tiempo atrás, pero muy especialmente desde la crisis asiática, el Fondo ha recibido un aluvión de críticas y han proliferado, hasta casi el infinito, las propuestas de reforma.

¿Por qué las críticas? Por múltiples razones: porque sus préstamos incluyen condiciones que, en muchos casos, no pueden cumplirse; porque esas condiciones no tienen en cuenta las singularidades del país prestatario; porque, en los casos en que se cumplen, los efectos primeros suelen acentuar la crisis en lugar de suavizarla; porque actúa cuando los problemas han estallado y no muestra, por tanto, capacidad alguna de anticipación… En suma, y a modo de resumen, porque actúa tarde y mal.

¿En qué consisten las propuestas de reforma? También en este campo reina la variedad. Para algunos de sus críticos el Fondo debería limitarse a asesorar a los gobiernos sobre cómo superar la crisis y, todo lo más, podría conceder préstamos a corto plazo de carácter homeopático; para otros sólo debería acometer operaciones de salvamento cuando existiese una razonable certeza de que la estabilización llegaría a buen fin; para otros su ayuda debería canalizarse a través de organizaciones regionales, del tipo Asean o Mercosur, más próximo a los problemas; para otros el propio Fondo debería correr con las consecuencias de sus errores; para otros, en fin, lo que habría que hacer es suprimirlo.

Ahora bien, y con independencia de las críticas vertidas sobre el tratamiento de las crisis financieras, vale la pena recordar que, en todas ellas, el tipo de cambio de la moneda del país o países afectados era fijo, por acuerdo o de hecho. Lo era en el caso de las monedas del Sistema Monetario Europeo; lo era en el caso del peso mexicano, de las monedas asiáticas, del rublo ruso o del real brasileño. En lo que atañe a las monedas europeas porque con ello se trataba de crear una zona de estabilidad monetaria que facilitase la plena integración de las economías y, respecto de las demás monedas, porque, de esa forma, se atraía el capital exterior, alérgico siempre a las depreciaciones. Ahora bien, mantener fijo el tipo de cambio, aceptar la libertad de movimientos de capital y practicar una política monetaria independiente configura lo que podemos denominar la «tríada incompatible»: tan pronto como los mercados financieros aprecien inconsistencias en la economía correspondiente –intensificación de los desequilibrios básicos, por ejemplo, o tipos de interés que no se corresponden con el tipo de cambio– el capital comenzará a huir del país y la crisis se desencadenará.

La pregunta obligada es por qué se mantiene esa tríada, y la respuesta es simple: porque cualquier gobierno desea disfrutar de todas las ventajas que la combinación ofrece. Con tipos de cambio fijos, el capital se atrae y el crecimiento de la economía se refuerza; y más aún si se acepta la libertad plena de movimientos de capital porque los inversores saben que pueden entrar y salir sin traba alguna y con extrema rapidez; con política monetaria independiente se puede suavizar el ciclo: si la economía se recalienta será posible aumentar los intereses para controlar la inflación y si se enfría cabrá la posibilidad de reducirlo para impulsar la demanda agregada. Antes o después, ya lo hemos dicho, la combinación resulta inviable y la tormenta estalla, obligando a los gobiernos a renunciar a alguno de los tres objetivos.

La gravedad de la última crisis, la denominada «asiática» –aunque no se circunscribió a una zona puesto que alcanzó a mercados muy distantes–, ha desencadenado la búsqueda de fórmulas que permitan prevenirlas, si es posible, y reducir sus impactos, si estallan. En general se trata de aumentar la transparencia de los sistemas financieros, de generalizar las reglas prudenciales y de modificar la actuación de los organismos internacionales, en especial del Fondo Monetario Internacional, para aumentar la eficacia de su ayuda. En la medida en que la transparencia de los sistemas financieros aumente, lo que supone más amplia información sobre la actividad de los intermediarios, se supone que algunas de las prácticas observadas podrán obviarse; por ejemplo, el excesivo endeudamiento de algunos de esos intermediarios o la acumulación de transacciones de muy elevado riesgo. Si, en todos los países, se siguen normas similares sobre provisión de riesgos, la fragilidad de muchos bancos disminuirá, lo que equivale a decir que aumentará su capacidad para contener los pánicos financieros. Si la ayuda internacional se hace más exigente, tanto en su concesión como en su devolución, es posible que el radio de acción de las crisis disminuya y que se acorte su duración. Pero, en todo caso, nos movemos mucho más en el reino de lo deseable que en el terreno de lo practicable. Por varias razones.

En primer lugar, porque no estamos hablando de un país sino de todos los países del mundo, lo que hace muy difícil que las reglas se puedan aprobar por todos y, sobre todo, que, llegado el momento, se respeten. No olvidemos que las normas que afectan a los sistemas financieros se imponen, en el espacio jurídico de cada país, porque existen organismos facultados para ello y respaldados por los poderes públicos. Hacer que la obligatoriedad se universalice no será nunca tarea sencilla.

En segundo lugar, porque la inversión institucional es, y seguirá siendo, muy volátil puesto que, por lo general, no busca la rentabilidad a largo plazo sino la mejor combinación rentabilidadriesgo a corto plazo. ¡Y qué decir de los movimientos especulativos!: su objetivo, como sabemos, es aprovechar las oportunidades que ofrecen las grietas de los mercados financieros, grietas que se ahondan con las crisis.

Finalmente, porque la ayuda internacional incorpora múltiples elementos políticos que difícilmente podrán eliminarse por mucho que cambien las reglas: el peso político de los países y su tamaño económico difieren, y esas diferencias singularizan los apoyos internacionales y los hacen muy distintos tanto en su tratamiento inicial como en su duración.

Probablemente, el temor a una crisis sistémica hará que se introduzcan algunas mejoras en la prevención y tratamiento de las tormentas financieras pero la probabilidad de que estallen seguirá planeando sobre la economía mundial. El Birling –así se denomina, en Canadá, a una de las variantes del deporte sobre troncos en el agua– seguirá jugándose, a escala mundial, en los años venideros.

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