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La economía del arte

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Probablemente a la mayoría de los lectores les sorprenderá que la economía se ocupe de las artes, un asunto que se halla muy lejos de las cuestiones que habitualmente tratan los economistas. Los políticos, los periodistas, los amantes del arte y también el público en general consideran que el arte cae fuera del razonamiento y el cálculo económico. Por consiguiente, son sumamente escépticos en lo tocante al análisis económico de las artes. Pero la cultura y el arte están sometidos a restricciones, proporcionan utilidad a los consumidores y son por ello demandados y ofrecidos empleando recursos escasos. En este sentido, las actividades artísticas integran el ámbito de la ciencia económica.

La opinión pública sostiene dos puntos de vista distintos y francamente incoherentes acerca de la relación entre el arte y el dinero. Se supone que la negociación comercial destruye el arte y que el mercado sólo produce obras de mala calidad para complacer a las masas. Al mismo tiempo y con frecuencia las mismas personas defienden una opinión opuesta sobre la relación entre arte y dinero. Argumentan que el Estado tiene la obligación absoluta de apoyar financieramente las artes. El Estado debe conceder subsidios a teatros y museos y a otras instituciones artísticas para que puedan subsistir sin recurrir al mercado. Otra manifestación de una conexión positiva entre arte y dinero es la convicción de que las inversiones en arte rinden una muy elevada rentabilidad, en cualquier caso más elevada que las inversiones en activos financieros. Este enfoque ha sido reforzado por los altísimos precios pagados por algunas pinturas en subastas, como el Retrato del doctor Gachet de Van Gogh, vendido en 1990 por 82,5 millones de dólares. Sugestivamente, la crisis del mercado tras 1990 no afectó demasiado la convicción de que adquirir arte es indudablemente una buena inversión financiera. Independientemente del punto de vista que se adopte, se sigue en todo caso que dinero y arte están estrechamente vinculados. Esto ha sido subrayadado por economistas académicos desde hace mucho tiempo, pero «la economía del arte» o la «economía de la cultura» sólo recientemente se han convertido en disciplinas con un campo de acción propio.

La moderna economía del arte «nació» en 1966, con la publicación de Performing arts. The economic dilemma, de William Baumol (un conocido economista que al mismo tiempo es un artista) y William Bowen. Plantearon la idea de que las artes actuadas –la ópera, el teatro, el ballet y los conciertos– se hallan sujetas a costes continuamente crecientes. La razón, a su juicio, estriba en que la productividad de la actuación artística es más o menos constante, mientras que los salarios que han de pagarse a los artistas y personal allegado deberán aumentar a la misma tasa registrada por las retribuciones de todos los demás empleados. Estos costes continuamente crecientes no pueden ser sufragados por unos incrementos de precios correspondientes. Como consecuencia, las artes actuadas sólo pueden sobrevivir si los subsidios públicos aumentan sin cesar. Esta «enfermedad de los costes» de las artes actuadas, tal como fue denominada, fue modificada después a la luz de investigaciones ulteriores, pero señaló una importante característica económica de las actuaciones en vivo.

La economía del arte tal como existe hoy no se halla limitada a la relación entre cultura y economía. De forma más general, es una parte del análisis económico del comportamiento humano, que aplica el pensamiento económico a todo el ámbito social, incluidos el medio ambiente natural, la política (elección pública), el delito, la familia, la historia, el derecho y también el arte.

En los últimos años, la economía del arte ha experimentado un rápido desarrollo institucional. Actualmente hay economistas en todo el mundo que realizan investigaciones teóricas y empíricas sobre el tema. Han fundado una asociación profesional (Association for Cultural Economics International), y existen asimismo diversas publicaciones profesionales, siendo la más importante el Journal of Cultural Economics. En contraste con otras áreas de la economía, los investigadores dominantes son europeos, y no norteamericanos. Diversos libros brindan un panorama del campo de investigación. Uno de los primeros fue The economics of performing arts (1979), de David Throsby y Glenn Wither. El libro de Bruno S. Frey y Werner Pommerehne Muses and markets. Explorations in the economics of art (1989, traducido al italiano, alemán, francés, japonés y gallego: Musas e mercados. Exploracións na economía da arte), presenta un estudio más amplio de las relaciones entre el arte y la ciencia económica.

El ámbito de la economía del arte se ha vuelto tan extenso que es imposible dar cuenta ni siquiera de sus partes más importantes en un solo artículo periodístico. Con objeto de dar una idea sobre su contenido me limitaré, a modo de ilustración, a algunas observaciones sobre la vinculación entre arte y mercado, la renta de los artistas, la inversión en arte y el apoyo público a las artes. La mayoría de las personas cree que el mercado sólo satisface las preferencias de las masas. Esta es una idea radicalmente equivocada. El mercado es precisamente una institución que no provee para la mayoría, sino que lo que cuenta es la «disposición a pagar», que refleja la intensidad y no simplemente el aspecto cuantitativo de las preferencias. Por ello, un mercado puede satisfacer tanto las preferencias de una elite como las de la gente corriente.

Veamos dos casos extremos:
a) El mercado responde a los deseos de los expertos en arte que están dispuestos a pagar un precio muy elevado por un arte de alta calidad. Que esto es así se puede comprobar fácilmente en el mercado de libros, donde se publican amplias ediciones de libros sobre arte sumamente especializados (y por ende caros). No es en absoluto verdad que sólo se produzcan libros para gustos masivos: más bien lo cierto es lo contrario.
b) Al mismo tiempo el mercado es capaz de suministrar bienes artísticos para un vasto número de compradores. El que esto sea arte de mala calidad es una cuestión discutible. A veces lo es, pero el «arte popular» no ha sido aún reconocido por quienes se consideran los expertos. Un ejemplo es La flauta mágica de Mozart, que fue representada por vez primera en un teatro «popular» de ópera en un suburbio vienés, y que hoy es por supuesto considerada una de las mejores óperas jamás compuestas. Otra idea compartida por una amplia mayoría de la población es que los artistas son por regla general muy pobres y que resulta virtualmente imposible vivir cómodamente siendo un artista.

Para comprobar si esto es verdad en la práctica consideremos primero el ingreso medio de los artistas y después el ingreso de algunos artistas excepcionales. Para establecer la renta media de los artistas a través de un artista representativo es menester definir qué es un artista. Hay varias posibilidades: el tiempo dedicado a actividades artísticas, la proporción del ingreso obtenido mediante tales actividades, la reputación de artista entre el público o entre otros artistas, la «calidad» del arte producido en opinión de los expertos culturales, Economía 30 la participación en organizaciones artísticas, la educación profesional en tanto que artista y la autoevaluación subjetiva como artista. Por ejemplo, si una persona ha estudiado para cantante de ópera pero jamás consigue ser contratada como cantante en un teatro lírico o en cualquier otro lugar, entonces su renta derivada del arte es muy baja o incluso nula.

Uno de los estudios más detallados sobre los ingresos de los artistas fue llevado a cabo en Estados Unidos en 1979. Se considera artista a cualquiera que haya trabajado como tal en un período reciente de referencia. Las crudas cifras revelan que un artista así definido ganó 11.400 dólares por año en promedio, mientras que todos los demás miembros de la población ocupada ganaron como media 12.200 dólares. Los artistas tienen una renta algo inferior, pero la diferencia no es tan abultada como muchos habrían esperado. Si estas cifras de ingresos se corrigen por las diferencias en educación, sexo, raza, edad y ubicación regional, el «castigo» que pagan los artistas es de aproximadamente un 10% anual. Además, si se tiene en cuenta que en muchos casos los artistas requieren más tiempo para alcanzar una renta muy grande, la brecha resulta incluso menor. Cuando se considera el ingreso de toda una vida, los artistas ganan en promedio sólo un 3% menos que los demás receptores de rentas. Las cifras demuestran que eso de los «artistas hambrientos» es más un mito que una realidad.

Los datos sobre ingresos sólo revelan una parte de la posición material de los artistas. La renta varía acentuadamente entre los artistas individuales: algunos gozan de ingresos altos y otros tienen una renta muy reducida. Asimismo, la remuneración tiende a ser muy irregular, es decir, cuando se vende un cuadro se percibe una gran suma de dinero, pero pueden pasar meses antes de que sobrevenga un acontecimiento tan afortunado. La retribución también es irregular para los artistas que son contratados para actuaciones concretas o todo lo más durante una temporada, y esto es la regla más que la excepción.

Debe ser admitido también que los artistas afrontan un riesgo de paro particularmente elevado. En algunas profesiones artísticas, como la danza, el desempleo es rampante. Esto induce además a numerosas personas con preparación artística a abandonar su profesión por completo. Como resultado de todas estas vicisitudes, numerosos artistas son incapaces o al menos no están dispuestos a ganar un ingreso suficiente en su profesión definida estrictamente. Rectifican su renta especialmente merced a la enseñanza del arte o produciendo arte «comercial», que se vende pero no se ajusta a su visión de la ejecución artística. Hay que añadir de inmediato que esta situación es algo que afecta a muchísimas personas. Por ejemplo, son escasos los científicos que podrían lograr una renta suficiente sólo gracias a la investigación, y por eso están dispuestos naturalmente a trabajar en la docencia.

Veamos ahora los ingresos de algunos artistas sobresalientes. Empecemos con los pintores.

Cuando la gente piensa en la renta de los artistas, muchos tienen en mente a Gauguin y Van Gogh, que vivieron en condiciones económicas miserables. Varios cuadros de Van Gogh se vendieron por docenas de millones de dólares en los años ochenta, pero él mismo sólo pudo vender un cuadro en toda su vida. También es sabido que Gauguin tuvo que vivir pobremente para seguir su destino artístico.

Pero entre los artistas célebres, Gauguin y Van Gogh son la excepción y no la regla. Incluso cabría argumentar que su estilo económico de vida es tan bien recordado porque es muy diferente del de otros artistas encumbrados. Piénsese por ejemplo en Leonardo da Vinci y Miguel Ángel, considerablemente apreciados por los gobernantes de su tiempo, y que cobraron salarios respetables. Rafael y Ticiano también gozaron de rentas copiosas y llevaron una vida de grandes señores: Rafael poseía un palacio y Ticiano vivió como un rico noble y fue nombrado conde (comes palatinum) por el emperador Carlos V. Pero ¿no es el gran Rembrandt una excepción? Se sabe que llegó (casi) a la bancarrota. Pero su desgraciada evolución financiera no tuvo nada que ver con su ingreso en tanto que artista. En realidad ganó mucho dinero con sus pinturas, amasó una fortuna considerable, tenía una casa amplia y una colección de cuadros caros, y se casó con una mujer de familia patricia (Saskia van Uylenburgh). Si perdió vastas sumas fue porque invirtió en un negocio arriesgado: acciones de empresas navieras.

La estrecha correspondencia entre ser un pintor afamado y recibir copiosos ingresos es aún más pronunciada en nuestros días, entre otras razones por las mejores oportunidades económicas brindadas por ventajas colaterales como las reproducciones. Pablo Picasso, posiblemente el pintor más importante del siglo XX , dejó al morir en 1973 una fortuna equivalente a unos 220 millones de dólares de hoy. Era dueño de dos castillos, tres casas, activos financieros y una extraordinaria colección de arte. El patrimonio de Joseph Beuys fue estimado a su muerte, en 1986, en más de 40 millones de marcos alemanes.

Los escritores renombrados también se las han ingeniado para ganar un buen dinero. Shakespeare cobraba de tres fuentes: como actor, como dramaturgo y como propietario parcial de algunos teatros. Su renta le permitió comprar tierras y casas en Londres y Stratford, y su vida en lo económico fue muy confortable. Los dos principales escritores alemanes, Goethe y Schiller, tenían bastante dinero. Goethe era extremadamente astuto en la «explotación» de sus editores y recurrió incluso a las opciones cerradas: transmitía sus demandas de remuneración por una obra concreta en un sobre sellado, de manera que su editor se arriesgaba a perder los derechos de impresión si no ofertaba lo que Goethe esperaba cobrar –y Goethe era plenamente consciente de su posición como autor de bestsellers–. Goethe tenía la renta más alta de todos los contribuyentes de Weimar, con lo que vivió sin preocupaciones materiales. Es verdad que el joven Schiller fue pobre, pero una vez que llegó a ser conocido vivió cómodamente, aunque él siguió considerando que su existencia era proletaria, algo que sólo parece cierto en comparación con la de su amigo Goethe, que vivía mucho mejor.

Mucha gente tiende a asociar los ingresos de un escritor con el tipo de relatos que escribe. Un buen ejemplo es Charles Dickens, cuyo Oliver Twist era tan paupérrimo que tenía que dormir entre ataúdes. En claro contraste, el propio Dickens gozó de una renta abultada que le permitió tener una casa con sirvientes y caballos, y al morir dejó una apreciable fortuna. Los autores marxistas gustan especialmente de proyectar una imagen proletaria y pobre. En la realidad esto no tiene por qué ser así. Un autor famoso como Bertolt Brecht explotó su valor de mercado plenamente, y consiguió así un ingreso elevado.

En lo que hace a los músicos, todos recordarán Amadeus, la galardonada película de Milos Forman, en la que se ve a Mozart arrojado tras su muerte a la tumba de un indigente. El film muestra claramente cuán escaso era su dinero: todo el rato se ve obligado a buscar patrocinadores. En buena medida esta visión popular de la situación económica de Mozart es falsa, y revela lo que la perspectiva romántica del arte quiso ver, y no la realidad. Un examen atento de la vida de Mozart demuestra que ganó un ingreso aceptable, a saber, unas cuatro veces lo que ganaba el maestro de escuela mejor pagado. Sus tribulaciones financieras se debieron básicamente a que gastaba mucho dinero en juegos de azar, a los que era adicto. La renta de Mozart ciertamente no fue regular y se vio influida por las vueltas de la política y del ciclo económico, pero ciertamente pudo vivir bien con sus ingresos. Lo mismo vale para Beethoven, que dejó una cierta fortuna, lo que indica que no era un hombre pobre.

Se sabe también que los cantantes célebres ganan mucho dinero. El gran Caruso, por ejemplo, cobraba en su tiempo 200 millones de liras por actuación. Cuando murió, en 1921, dejó un patrimonio de unos 50.000 millones de liras. Es difícil saber lo que ganan hoy los cantantes famosos, porque la suma es muy cuantiosa. Existe un acuerdo internacional entre los teatros líricos que limita el salario del escalón superior de cantantes a unos 25.000 dólares por función, pero este monto es a menudo superado. Se dice que Luciano Pavarotti cobró medio millón de dólares por una actuación de una sola noche en el Hollywood Bowl, e incluso un millón de dólares por noche durante su gira mundial. No es ningún secreto que directores de orquesta como Karajan o Bernstein cosecharon sumas fabulosas tanto por sus actuaciones personales como por sus grabaciones en discos, televisión y vídeos.

El que los artistas que tienen una alta jerarquía desde la perspectiva de la historia artística son también, por regla general, muy bien pagados se debe al hecho de que el lado de la demanda del mercado está formado en parte por las mismas personas o por personas estrechamente relacionadas con ellas. La demanda del mercado no es una entidad abstracta sino que está formada por individuos cuya disposición a pagar por el producto de un artista se acentúa cuando dicho producto es considerado de alta calidad. Tan pronto como esa evaluación es compartida por bastantes personas, el precio de la actuación o la producción de un artista sube. La evaluación compartida es, por supuesto, algo también necesario para establecer una jerarquía histórica comúnmente aceptada de un artista.

Se sigue que el ingreso de un artista permanece bajo en tanto su importancia no sea reconocida. Esta es la razón por la cual pintores como Van Gogh o Gauguin vivieron tan miserablemente. Hay que agregar de inmediato que el sistema de evaluación alternativo, las academias oficiales de arte, tampoco reconocieron su grandeza artística. Si hubiesen vivido más tiempo habrían podido beneficiarse de su éxito artístico con rentas copiosas como sucedió con impresionistas tales como Renoir, Monet o Manet.

No es necesario subrayar que la afirmación opuesta es falsa. Naturalmente, no es cierto que los artistas que ganan mucho dinero sean también artistas «buenos» conforme al criterio de la historia del arte. Hay abundantes posibilidades de obtener dinero en el mercado, y el grueso de tales actividades no tiene nada que ver con el arte.

Mucha gente está convencida de que comprar obras de arte es una excelente inversión desde el punto de vista financiero. En tiempos recientes la mayoría de los bancos norteamericanos han apoyado esta opinión y han sostenido que la inversión en arte es superior a otras formas de inversión, por ejemplo en deuda pública. Es posible que se llegue a esta idea por la publicidad que han tenido las subastas de diversos cuadros expresionistas, en especial de Van Gogh.

El gráfico (de la página siguiente) ilustra el auge del mercado del arte al final de los años ochenta, animado por una burbuja especulativa en las acciones y los precios de los inmuebles en Japón. Pero el mercado del arte sufrió un colapso en 1991, Economía 33 cuando la burbuja japonesa explotó. Los precios internacionales del arte cayeron ese año en más del 40%. Desde entonces, el mercado del arte se ha estancado. Es verdad que algunos cuadros han sido vendidos a precios muy altos, pero el mercado de subastas artísticas no se ha recuperado y los precios pagados son en promedio muy inferiores a los de finales de la década de 1980. Algunos compradores han padecido intensas pérdidas financieras. La visión ingenua según la cual la inversión en arte asegura beneficios económicos no tiene base alguna. Resulta, pues, interesante observar este asunto con más cuidado. Razones de espacio me impiden presentar un panorama general de los numerosos estudios que se han realizado sobre el tema. Presentaré brevemente dos estudios representativos, uno referido a cuadros a lo largo de varios siglos, y otro referido a grabados modernos (o sea, «múltiples»). Ambos estudios consideran los precios establecidos en subastas, porque los precios entre compradores y vendedores particulares, o en los que participan negociantes de arte, no son públicos o no son fiables.

Se han analizado unas 1.200 transacciones de compraventa de cuadros a lo largo de un período de 350 años (Frey y Pommerehne, 1991; capítulo 7). La tasa de rendimiento real fue en promedio del 1,5% anual, tomando en cuenta las apreciables comisiones que deben pagar tanto los compradores como los vendedores. En comparación, la tasa de rendimiento real de las inversiones en activos financieros fue del 3%. Desde el punto de vista del puro beneficio financiero, entonces, la inversión en arte no es rentable y a largo plazo conlleva un coste de oportunidad financiero de aproximadamente un 1,5% anual. Además, las inversiones en arte afrontan un riesgo particularmente elevado: las pinturas pueden ser dañadas, robadas o falsificadas. Por añadidura, las variaciones en los precios son más profundas que en los mercados financieros: el rendimiento máximo registrado en el mercado del arte fue del 26% anual, y el mínimo del –19% anual. Según este estudio, y muchos otros han obtenido resultados similares para otros períodos y otras obras de arte, aquellos que busquen una pura ganancia financiera no deberían invertir en arte. Para aquellos que les gusta el arte y cosechan un beneficio psíquico por poseerlo y contemplarlo, la inversión en arte sigue teniendo sentido. Un análisis de 28.000 ventas de obras de arte que pueden ser reproducidas dio resultados similares. Los grabados de artistas modernos como Picasso, Chagall o Miró, durante un período en el que el mercado del arte estaba boyante, tuvieron una rentabilidad real del 1,5% anual, mientras que el rendimiento real de las letras del tesoro norteamericano fue del 2,1%, el de las obligaciones a largo plazo del 2,5%, y el de las acciones del 8,1%. El mercado de grabados fue otra vez menos lucrativo en términos financieros que formas de inversión alternativas. Y otra vez, en este caso, el riesgo que comportan los grabados es mayor que el de las inversiones financieras.

En mercados competitivos, la tasa de rendimiento real global (ajustada según el riesgo) de todas las inversiones es la misma. Si una inversión produjera mayores rendimientos, habría inversiones adicionales que serían atraídas hacia ella y el precio inducido aumentaría, con lo que sus rendimientos volverían a ser iguales a los de las otras inversiones. Desde este punto de vista, no es sorprendente que la inversión en arte tenga un menor rendimiento financiero que cualquier otra inversión. En la medida en que la inversión en arte genera un beneficio psíquico, el rendimiento financiero debe ser en equilibrio menor que el cosechado allí donde no existe un beneficio psíquico añadido de ese tipo. Esta afirmación debe ser matizada en lo referido a los mercados artísticos que existen en la realidad, porque ellos están afectados por muchos factores adicionales que no hemos considerado. En algunos países los mercados del arte no están abiertos y sufren abundantes restricciones (por ejemplo, algunas clases de arte no pueden ser exportadas, como en el caso de Italia). Además, los impuestos pueden afectar de distinta manera las diversas formas de inversión. A pesar de todo, después de todo lo dicho hasta aquí cabe concluir que por regla general invertir en arte no es financieramente rentable. Pero es una excelente forma de inversión para quienes aman el arte y derivan de su propiedad un beneficio psíquico sustancial: ¡los amantes del arte son perfectamente racionales también desde el punto de vista económico! Abordaré ahora la cuestión de si el gobierno debe intervenir para ayudar económicamente a las artes, y cómo debería hacerlo.

Algunos valores no tienen precio en el mercado. Muchas veces se ha afirmado que este «fallo del mercado» se aplica especialmente en el caso de las artes, y que la financiación del arte mediante transacciones de mercado ignora valores importantes atribuidos a las actividades artísticas: el valor de opción (los individuos aprecian el arte, no lo consumen en el presente pero quieren tenerlo disponible cuando deseen consumirlo); el valor de legado (puede que las generaciones actuales no se beneficien del arte pero aspiren a que las generaciones futuras tengan la posibilidad de hacerlo); el valor de prestigio (las instituciones artísticas célebres, como un teatro de la ópera o un museo, elevan el reconocimiento y la atención que se presta a una ciudad, una región o una nación); el valor educativo (el arte integra la educación fundamental de la población y contribuye a establecer un sentido de la identidad).

Pero los «fallos del mercado» no constituyen una razón suficiente para el apoyo público a las artes. Dichos fallos deben ser comparados con las distorsiones que se introducen cuando las autoridades intervienen en las artes. Puede que haya «fallos del Estado», por ejemplo, en los incentivos creados para que los oferentes de arte satisfagan a los burócratas que reparten el dinero y no se preocupen por la calidad artística ni por el beneficio de los consumidores de arte. El grueso de los economistas de la cultura están convencidos que existen razones sólidas para la intervención estatal. Sin embargo, lo que más les preocupa es la forma que dicha intervención debería adoptar. Las subvenciones directas son sólo una posibilidad, y no la mejor en muchos casos. Tiende a sustituir la demanda de los consumidores de arte por los valores defendidos por los políticos y los funcionarios públicos. Existen alternativas viales para apoyar el arte que respetan las preferencias culturales de los individuos.

Una manera de ayudar a la cultura en la que los gobiernos no intervienen directamente es la posibilidad de efectuar donaciones a las artes que sean deducibles de impuestos. Esto rebaja el coste para los donantes, sean personas particulares o empresas. Con un tipo impositivo marginal del 50%, el coste de la donación se reduce a la mitad. Cuando el tipo marginal máximo es del 70% (que rige para las personas de varios países), el coste de la donación se reduce al 30%. Aunque el poder político ya no afecta a la oferta de arte, el sistema de deducciones fiscales plantea una distorsión de otro tipo. Ahora los suministradores de arte tienen un incentivo para ajustar su oferta a los deseos de los donantes potenciales y para comprometer con frecuencia recursos sustanciales a la atracción de donantes.

El bono artístico constituye un sistema ingenioso que elude las distorsiones mencionadas y deja el poder de decidir la producción de arte en manos de los individuos. En este esquema cada ciudadano recibe anualmente un bono que puede ser entregado a la institución o actividad artística que más le guste. El consumidor obtiene así una rebaja en el precio y la institución receptora obtiene ayudas estatales en función del número de bonos que haya acumulado. La única decisión política es la selección de las instituciones culturales en donde pueden emplearse los bonos (por ejemplo, en la ópera pero no en el circo). Los bonos de arte presentan dos ventajas principales sobre las otras formas de ayuda:

1. Los oferentes de actividades culturales tienen un incentivo para producir un arte que complazca a los consumidores potenciales. Esto no quiere decir que se produzca un arte malo, como vimos antes. Más bien, motiva a los oferentes de arte para presentar programas culturales atractivos al menor coste posible. Con los bonos, la reducción de los costes y el incremento en los ingresos benefician directamente a los oferentes de arte. Esto no sucede así en un sistema de ayudas públicas directas, porque una bajada de costes o subida de ingresos significa que el subsidio se reduce como consecuencia de ello, es decir: tales circunstancias proporcionan un beneficio neto pequeño o nulo para el oferente de arte. Los estudios empíricos han demostrado que muchas instituciones artísticas, tales como teatros líricos, salas de teatro y museos, que se mantienen básicamente merced a transferencias públicas directas, se manejan de forma bastante ineficiente. Un cambio al sistema de bonos aportaría beneficios importantes a las artes porque impulsaría una producción más eficiente.

2. Una segunda ventaja de los bonos artísticos es que probablemente estimularían el interés por la cultura entre la población en general. Como han conseguido un «billete» (o al menos un descuento sustancioso) para asistir a una actividad cultural, están motivados a gastarlo con ese objetivo.

En este artículo me he propuesto demostrar que existe una conexión estrecha entre el arte, el dinero y la libertad, y que esta relación puede ser provechosamente analizada desde el punto de vista de la ciencia económica moderna. Sólo he podido discutir algunos aspectos. En cualquier caso, he podido demostrar que la «economía del arte» es capaz de aportar contribuciones que no son ni de lejos triviales. He sostenido que el mercado puede producir arte de alta calidad. Esto se ha reflejado en los ingresos de los artistas encumbrados, que son normalmente abultados. Debido a la rentabilidad psíquica de la posesión del arte, se ha probado empíricamente que la inversión en objetos culturales como pinturas o grabados tiene un rendimiento financiero inferior al de otras formas de inversión. Pero se ha subrayado que para aquellos que aprecien suficientemente el arte (o sea, que deriven un elevado beneficio psíquico de la posesión del arte), la inversión en obras de arte es perfectamente racional.

Este artículo procuró también probar que la economía de la cultura puede plantear ideas originales, en especial sobre la forma de ayudar a la cultura. Los bonos artísticos representan una vía completamente novedosa de apoyo público que respeta las preferencias culturales de los ciudadanos: reduce el coste de la producción artística, confiere a los oferentes de arte un incentivo para atender a las preferencias culturales individuales y conduce a un mayor compromiso de la población con las artes.

Traducción de Carlos Rodríguez Braun

BIBLIOGRAFÍA

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Ficha técnica

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