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Avatares de la diosa Fortuna

LA DIOSA FORTUNA. METAMORFOSIS DE UNA METÁFORA POLÍTICA

José María González García

Premio Nacional de Ensayo 2007 Antonio Machado Libros, Madrid

494 pp.

22 €

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Este es un bello libro en el que confluyen muchas cosas: arte, literatura, filosofía, historia, sociología, ética. El nexo de unión lo proporcionan los avatares de una diosa que ya griegos y romanos reconocieron como tal y que, desde entonces, ha estado en boca de varones más graves (teólogos, moralistas, hombres de Estado) y más livianos (literatos, artistas, publicistas). Se trata de la diosa Fortuna: unas veces diosa siniestra y más bien lunar; otras, esplendorosa, diurna, dispensadora de los bienes sin cuento que rebosan de su cornucopia; las más, diosa caprichosa, inestable, nada fiable, pues suele quitar lo que da y no es seguro que devuelva lo que quita. Los romanos le dedicaban templos; no­so­tros, ya metidos en el siglo XXI, administraciones de lotería. Entre los unos y las otras media una historia multisecular, en cuyo transcurso la diosa destronada reaparece una y otra vez con ropajes algo distintos sobre un fondo de notable continuidad.

El libro de José María González se adentra en esa historia. No hay que buscar en él una historia completa de las sucesivas transformaciones de la metáfora de la fortuna, ni tampoco una enciclopedia que la agote en sus múltiples espacios y tiempos, aunque a veces en sus páginas se asoman pretensiones tan desmesuradas. Antes que nada, se trata de proporcionar una más modesta (aunque de por sí extensa) antología selectiva de sus avatares, cuyos hitos fundamentales, aparte de la Antigüedad greco-romana, se sitúan en tiempos del Renacimiento italiano, en los del muy barroco siglo XVII español de Gracián y Saavedra Fajardo y en los tiempos que corren desde principios del siglo XX hasta este incipiente siglo XXI.

La historia literaria de la diosa Fortuna arranca de la Teogonía de Hesíodo como Tyché, una de las hijas de Océano y Tetis. Diosa ligada a las incertidumbres e imprevisibilidades del mar, queda ligada también desde el principio a la suerte de las comunidades humanas, como divinidad defensora de la ciudad. Empieza entonces, al hilo de las historias que se le adjudican, su plasmación iconográfica. González García proporciona un rico catálogo de los distintos modos en que la fuerza divina concebida por los ciudadanos y sus poetas se representa en esculturas, pinturas y más tarde, tras la aparición de la imprenta, en los grabados que ilustran los libros y hacen visible lo que se piensa y dice. La iconografía que va sucediéndose a lo largo de los siglos introduce ricas variaciones sobre un fondo de continuidad. Los símbolos más recurrentes son la figura desnuda, y más bien impúdica, de una joven diosa con una rica melena al viento y cuyos pies reposan, inestables, sobre una o dos esferas; la rueda que en sus continuos giros ines­tabiliza los asuntos humanos; la vela que se hincha con los cambiantes vientos del mar y nos arrastra en direcciones que no podemos elegir; el árbol cuajado o la cornucopia rebosante de bienes y males que caen, sin ton ni son, sobre los humanos. También se cuentan y representan sus relaciones con otras divinidades: el padre Tiempo, imparable y siniestro; la Ocasión, cuyo sutil mechón juvenil los humanos son incapaces de agarrar; Némesis o la justicia que repone en su sitio las cosas que la diosa ha desbaratado; Mercurio y los intercambios mercantiles expuestos a los peligros del mar y los caminos; o Venus, la diosa del amor en que, a veces, la Fortuna se transforma.

A esa historia iconográfica corresponde una no menos rica historia literaria y filosófica que, arrancando de los autoconsuelos filosóficos del pobre Boecio y de la subliteratura juglaresca de los Carmina Burana, pasa por Petrarca, Boccaccio y Dante, alcanza el pleno Renacimiento y desemboca en la convulsa cultura barroca. Los autores que centran más la atención son, obviamente, Maquiavelo, Gracián y Saavedra Fajardo. Son ellos quienes mejor pusieron al orden del día las viejas reflexiones sobre la fortuna y quienes con mayor finura se aproximaron a desentrañar su relevancia en el campo de la nueva política del Estado.
No acaba ahí el recorrido del libro. La apuesta de González García es que los avatares de la fortuna no son cosa del pasado, sino centro de reflexión de la época que nos ha tocado vivir. Los dioses y sus jardines encantados han podido desvanecerse, pero los embates de la fortuna siguen vivos a pesar (o tal vez a causa) de las pretensiones de dominio absoluto de la técnica moderna. Para mostrarlo, se consideran los múltiples papeles de­sem­pe­ña­dos por ese tema en las reflexiones actuales sobre el cambio social (Beck), la justicia (Rawls), la ética (Nussbaum, Nagel, Williams), la racionalidad (Elster) o el abismo demoníaco del Holocausto (Levi, Kertész, Semprún).

El notable recorrido del libro queda así completado. Se trata de un desplazamiento guiado por una brújula. No es tan solo que en la selección de las figuras y los autores analizados haya un principio directivo, sino que además hay un problema de fondo que el autor aborda una y otra vez y que parece vertebrar los innumerables estudios concretos. Intentaré reconstruirlo. Como propone Martha Nussbaum, el problema de la fortuna no es otro que el de la relación entre lo que hacemos y lo que nos ocurre. La distancia entre lo que mueve nuestras intenciones en la acción y lo que la realidad acaba deparándonos es tan radical y constante a lo largo de la historia humana que lleva a que haya sido constante motivo de escándalo y tema de reflexión. Esa diferencia plantea ciertamente problemas de orden epistémico (¿cómo podemos alcanzar un conocimiento seguro que rompa el espinazo a la aparente incertidumbre del acontecer del mundo?), pero sobre todo plantea problemas prácticos. Pues, en efecto, si lo que nos ocurre poco tiene que ver, por lo menos aparentemente, con lo que, al actuar, nos proponemos, y así resulta que en el mundo domina una fortuna fuera de control, ¿para qué actuar? ¿No sería mejor mantenerse a resguardo, en la pura contemplación de la vanidad del mundo, o a la espera de que las cosas, por sí mismas, resulten amables? Y en el caso de que se apueste trágicamente por la vita activa, a pesar de las conspiraciones de la fortuna, ¿cómo conducirse? ¿De qué sirve lo que sobre el mundo conocemos y las técnicas con que lo afrontamos? ¿Podemos algo o algo nos puede siempre y nos manipula con sus astucias y providencias paradójicas y dolorosas? ¿Qué queda de nuestra dignidad cuando la suerte parece dominarlo todo y simplemente nos convertimos en cuerpos impotentes sometidos a su arbitrio? ¿Debemos atribuirnos lo que acaba ocurriendo? ¿Podemos atribuírselo a los demás? ¿Dónde queda la responsabilidad? Etcétera. Las preguntas podrían sucederse sin fin, pues muchas y de mucho peso son las que los problemas centrales de la fortuna suscitan.

A mi entender, estos son los problemas que vertebran el libro de González García. No siempre es aparente, pues a veces el autor parece distraerse en alguno de los meandros por los que transita guiado por una curiosidad detectivesca, siempre a la caza de las figuras y dichos de la fortuna. Pero cuando sitúa en su dinámica histórica los grandes hitos de la historia de la diosa, son estos sus problemas de fondo. Las respuestas para resolverlos son muchas, pero sólo algunas tienen la fuerza de un argumento que aguanta el desgaste del tiempo. González García no elabora una lista de ellas, pero sus análisis llevan a distinguir al menos cuatro fundamentales.

La primera respuesta es la de los grandes trágicos y, de manera ejemplar, la que dramatizaron Sófocles y Eurípides. Los versos de Las troyanas recogidos en el libro retratan esa solución (una solución que Shakespeare se encargará de repetir): «Estúpido el mortal que, prosperando, cree que su vida tiene sólidos apoyos; pues el curso de nuestra fortuna es el saltar atolondrado del demente, y nunca nadie es feliz para siempre» (Eurípides, citado en la página 328). No estamos tan sólo ante la enésima afirmación de la rueda de la fortuna, responsable de la precariedad de la felicidad humana, sino sobre todo ante el barrunto de que las cosas de este mundo no tienen otro sentido que el saltar atolondrado de un demente, es decir, son puro polvo de azar sin sentido o, todo lo más, el fruto de equilibrios inestables entre fuerzas cósmicas irracionales, caprichosas y envidiosas que juegan con nuestro destino. Al sabio no le queda sino la retirada: descreer del mundo, encerrarse en su virtud impotente y quedar a la espera de que su destino no sea el de Príamo o Hécuba al final de su larga existencia: espectadores de la destrucción de la ciudad, el asesinato de sus hijos y la violación de sus hijas.

La segunda respuesta es la cristiana. Nadie más literariamente cristiano y católico que Calderón de la Barca. El título de uno de sus autos sacramentales retrata cabalmente ese tipo de solución: «No hay más fortuna que Dios» (Calderón, citado en la página 160). El salto atolondrado del demente queda reconducido a los designios de una Providencia que parece jugar con la fortuna, pero que la tiene a su servicio. Ciertamente, el mundo le resulta a los humanos demasiado gran­de e incontrolable y, por ello, están abocados a cambios que los arrastran a su pesar. Los humanos son, en gran parte, ciegos que se mueven sin saber adónde van y que, desde luego, gozan de un control muy limitado sobre el mundo. Pero del subir y bajar de las cosas humanas no es responsable la materia irracional o el poder de fuerzas demoníacas, sino los planes de Dios. La impúdica diosa Fortuna, que tanto ha excitado a los humanos, es reducida a Providencia divina y, por lo tanto, es moralizada, racionalizada, teo­lo­gizada.

Hay una tercera solución que va de la mano del optimismo tecnológico de los modernos y se encarna en los innumerables doctores Pangloss que cantan los loores del mundo moderno. La fortuna no es sino espejismo, azar aparente que la racionalidad humana puede domar y que ha de resolverse, ya sea en un universo determinista y cerradamente predecible para un observador bien situado y atento, ya sea en uno sometible al ­cálcu­lo de probabilidades. La domesticación del azar es el sueño moderno. Su producto más típico es la conversión de la fortuna en hija de la ignorancia o entretenimiento de pobres que juegan a la lotería. No hay fortuna, sino riesgo, es decir, oportunidades que han de ser aprovechadas utilizando las técnicas adecuadas de evaluación, administración y prevención. La diosa de griegos y romanos desaparece, sin que detrás del escenario haya un alguien providente que mueva los hilos, sino sólo el mundo, sus leyes, sus regularidades.

Hay, por último, una cuarta solución: la de Maquiavelo y el ejército de sabios que han optado por un ­sutil punto intermedio. Según esta aproximación, el mundo es un conglomerado de fortuna y virtud, que no debe verse reducido a la una o la otra. Ambas son fuerzas agentes, de modo que, aunque haya que estar prevenido ante la sucesión atolondrada e impredecible de las cosas, ha de utilizarse también la mejor y más entrenada (racional, virtuosa, prudente, etc.) capacidad de acción para enfrentar, canalizar y eventualmente aprovechar los embates de la fortuna. Al final, como don Quijote, uno se reconocerá hijo de sus propias obras a pesar de actuar en un mundo sometido a los mil encantamientos y tretas de esa que el escudero Sancho llama «mujer borracha y antojadiza y, sobre todo, ciega» (Cervantes, citado en la página 492). La fortuna no niega o hace inútil la virtud, sino que proporciona oportunidades para ponerla a prueba y mostrarla.

De estas cuatro soluciones al problema de la fortuna, las tres primeras no convencen a González García. A su entender, no podemos situarnos ante el mundo como si fuéramos un impotente juguete en manos de poderes irracionales, pero tampoco creer que todo está en manos de una sabia Providencia, o que, en realidad, la fortuna es una apariencia que un conocimiento y una técnica superiores acabarán por disipar. Sólo la última solución, la propiamente humanista, le parece convincente, incluso en aquellas condiciones límite en que parece que sólo rige la más ciega de las suertes y no hay espacio alguno para la acción o la virtud humanas. Y así, recurriendo a la dura literatura del Holocausto, se afana en mostrar que el mismo Primo Levi, convertido tras meses de internamiento en un pedazo de carne que apenas guardaba recuerdo de su originaria humanidad, y reducido a puro juguete en manos de una suerte que en cualquier momento podía serle esquiva y destruirlo, disponía aun así de un resquicio para la acción, para la decisión, para la virtud, para los sentimientos puramente humanos, para mostrar la dignidad humana. La fortuna, en definitiva, en ningún caso reina soberana, aun cuando pueda ocupar un espacio muy amplio en nuestra experiencia.

Tal es la conclusión esperanzada de González García. No todos la compartirán, a pesar de la buena prensa de que gozan el optimismo histórico y su gemelo, ese humanismo que tan bien habla de nosotros. Este reseñista es más bien escéptico. Tras la experiencia de los campos de exterminio, y ya en el siglo de las biotecnologías, parece más bien que muchos son los espacios donde no es realista contar con la capacidad de acción de los humanos, ni atender a sus intenciones o exaltar su virtud. Esos espacios no son marginales, sino que se sitúan en el centro de lo que nos ocurre; marcan nuestro destino personal y colecti­vo. La cosa, por lo demás, no es nue­va. Surgimos evolutivamente de una improbable combinación de factores ambientales y, tras siglos de penurias, hambrunas y pestes, hemos conseguido crear potentísimas civilizaciones, pero seguimos, en lo decisivo, estando en manos de fuerzas y procesos que no comprendemos ni controlamos. Es más, como la literatura reciente sobre la sociedad de riesgo ha puesto de relieve, lo propio de la situación presente se resume en la paradoja de nuestro poder: a diferencia de nuestros ancestros, ahora podemos incidir poderosamente sobre la evolución de la vida, pero no sabemos si el ejercicio de ese poder va justamente en el sentido de la destrucción de no­so­tros mismos. La fortuna, esa joven, impúdica, caprichosa, de melena suelta y velos al viento que tan bien ha retratado González García, sigue siendo señora del mundo, por lo que, en mi opinión, por mucho que nos atraiga la comedieta de las virtudes humanas, parece más realista seguir atendiendo a las enseñanzas de la tragedia de los destinos: Sófocles y Eurípides son nuestros verdaderos contemporáneos. 

 

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