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Los Bush: una dinastía restaurada

American Dynasty: Aristocracy, Fortune and the Politics of Deceit in the House of Bush

KEVIN PHILLIPS

Viking Press, Nueva York

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En los años noventa, amplios sectores del partido republicano, soliviantado por los escándalos de la vida privada de Bill Clinton y su propensión a mentir para ocultarlos, intentaron forzar el impeachment presidencial, en una campaña que la hoy senadora Hillary Clinton no dudó en calificar de una «conspiración de la extrema derecha» contra su marido. Pero los demócratas, por lo general, cerraron filas en torno a uno de los presidentes más populares y exitosos de la historia de su partido. Con George W. Bush, por el contrario, está ocurriendo un fenómeno peculiar en la política norteamericana: las críticas más corrosivas contra su presidencia han provenido de su propio ámbito ideológico y, en los casos más sonados, de antiguos miembros de su administración.

El último ejemplo ha sido el libro Against all Enemies. Inside America's War on Terror (Nueva York, Free Press, 2004) de Richard Clarke, coordinador de políticas antiterroristas de Estados Unidos desde la administración de George Bush padre hasta enero de 2003. En el programa 60 Minutos de la CBS, al que fue invitado para hablar de su libro ante una audiencia potencial de dieciséis millones de espectadores, Clarke comentó: «La invasión de Irak fue comparable a que el presidente Franklin D. Roosevelt, después de Pearl Harbor, hubiera atacado a México en lugar de a Japón». En poco más de una semana, el libro de Clarke alcanzó cinco reimpresiones que han vendido medio millón de ejemplares.

La suya ha sido la última de una serie de defecciones republicanas del bando de Bush, tras la de Rand Beers, asesor del Consejo Nacional de Seguridad hasta la invasión de Irak y hoy coordinador de la campaña del candidato demócrata John Kerry, y la del ex secretario del Tesoro, Paul O'Neill. El libro del periodista del Wall Street Journal Ron Suskind, El precio de la lealtad, basado en entrevistas con O'Neill, ocupa desde hace varios meses los primeros puestos en la lista de libros de no-ficción más vendidos del The New York Times.

El último libro de Kevin Phillips –Una dinastía americana: aristocracia, riqueza y las políticas del engaño en la casa de Bush –, tercero en la lista del NYT desde su aparición el pasado enero, contiene muchas claves para entender ese goteo de deserciones: el público que buscan esos autores no son los demócratas, que no necesitan ser convencidos, sino los propios republicanos, a los que Phillips advierte del riesgo de hacer de su partido una organización al servicio de una gran familia política, «grande en poder, no en moralidad».

Asesor político de la administración de Richard Nixon y autor de varios títulos clásicos de la ciencia política y la sociología norteamericanas, Phillips no incurre en las críticas antisistema de Noam Chomsky o en el sarcasmo del cineasta Michael Moore, pero por ello mismo su alegato contra los Bush es más convincente. Para Phillips, la «dinastización» de la política y la economía de Estados Unidos tiene una evidencia empírica: desde 1979, el 1% del vértice de la pirámide demográfica del país ha duplicado con creces el porcentaje que absorbe de la renta nacional, mientras el 0,01% superior lo ha multiplicado por seis.

Su minuciosa y documentada investigación sobre el clan Bush se remonta hasta los orígenes de la fortuna familiar, establecidos por George Herbert Walker y Samuel Prescott Bush, los bisabuelos del actual presidente, que pusieron sus cimientos en las últimas décadas del siglo XIX invirtiendo en la emergente industria petrolera y en las fábricas de armamento surgidas de la Guerra de Secesión. Desde entonces, la influencia política y económica de la dinastía Bush-Walker se extiende ininterrumpidamente a lo largo de cuatro generaciones en tres siglos distintos entre los pilares del poder de la superpotencia: Wall Street, el Capitolio, la Casa Blanca, la industria petrolera de Texas, el aparato industrial-militar, los intereses geopolíticos de Estados Unidos en Oriente Próximo y sus servicios de seguridad e inteligencia.

En comparación, la historia de otras poderosas familias estadounidenses, como los Kennedy, los Taft, los Roosevelt o los Rockefeller, parecen episodios pasajeros y transitorios. Según Phillips, los padres fundadores, que diseñaron las instituciones de una república que evitara los riesgos de la sucesión hereditaria en el poder, se habrían sorprendido de esa insólita derivación del sistema político estadounidense. Y no cree que sea casual que las biografías autorizadas de los miembros del clan Bush-Walker destaquen su descendencia directa de los reyes Plantagenet y Tudor. En ciertos círculos republicanos se habla hoy incluso de las próximas candidaturas presidenciales de «Jeb» Bush, hoy gobernador de Florida, y de su hijo, George P. Bush.

Su libro es un amplio fresco de esa saga familiar, digna de la Italia del Renacimiento de los Medici, los Borgia y Maquiavelo, cuya «cultura del secreto, del engaño y la manipulación» provee las claves necesarias para entender los motivos –e incluso las técnicas de gobierno– del actual presidente. «El capitalismo de círculos cerrados y concéntricos –escribe– se convirtió en el sello económico de la familia […]. Los Bush no han producido ni académicos, ni científicos, filántropos o artistas, sólo políticos y empresarios especializados en explotar sus conexiones familiares».

Un episodio del libro es bastante ilustrativo de ese rasgo: en 1993, Neil y Marvin Bush, los hermanos menores del actual presidente, acompañaron a su padre en un viaje a Kuwait con motivo de su condecoración por el emir Jabir al-Ahmad al-Sabah. Marvin Bush iba en representación de una compañía de armamento que buscaba vender equipos de seguridad al Ministerio de Defensa kuwaití. Por su parte, Neil Bush pretendía cerrar varios contratos con la compañía petrolera estatal aprovechando, según dijo, el «clima de hospitalidad» reinante hacia Estados Unidos tras la liberación del país.

No era la primera vez que la familia actuaba corporativamente. En 1990, los reguladores federales demandaron a Neil Bush por doscientos millones de dólares por la quiebra fraudulenta de Silverado Banking, una caja de ahorros con sede en Denver, Colorado, cuyo rescate costó a los contribuyentes mil millones de dólares. Neil fue acusado de «negligencia» por haber aprobado préstamos que nunca se llegaron a cobrar a dos de sus socios en la petrolera JNB Exploration. Al final, Neil pagó sólo una multa de 50.000 dólares; y los 250.000 dólares que costó su defensa fueron cubiertos por Thomas Ahsley, un amigo de su padre y director de una asociación que recaudaba fondos para las campañas del Partido Republicano.

Phillips describe así los negocios de la familia: «Bancos árabes vinculados a la CIA y asociados con cajas de ahorro de Florida que una vez lavaron dinero para la "contra" nicaragüense; docenas de pozos que nunca encontraron petróleo sostenidos gracias a los periódicos depósitos en efectivo de generosos donantes republicanos». Los intereses militares se superponen a los energéticos: entre 1990 y 1997, Estados Unidos suministró a los países del Golfo equipos militares por valor de 42.000 millones de dólares, la mayor y más costosa transferencia de armamento en la historia reciente por un solo proveedor.

A su vez, la industria petrolera de Texas está controlada por un reducido grupo de familias vinculadas por estrechos lazos financieros con otro pequeño grupo de familias saudíes, entre ellas los Bin Laden, propietarios de un imperio de la construcción en Arabia Saudí. Tras el primer atentado contra las Torres Gemelas, en 1991, se extendió la impresión de que la Casa Blanca impidió a los servicios de inteligencia investigar más a fondo a los extremistas islámicos para proteger a los saudíes. Pocos días después del 11-S, los miembros de la familia Bin Laden fueron rápidamente evacuados de Estados Unidos en un avión fletado ex profeso y devueltos a su país, donde quedaban fuera del alcance de los investigadores norteamericanos.

Esas relaciones opacas entre la industria petrolera y la administración Bush afectan también al vicepresidente Richard Cheney, hoy con un languidecente 35% de aprobación. Desde 1994, el Pentágono ha firmado 2.700 contratos con Kellogg Brown & Root (KBR), subsidiaria de Halliburton, la compañía que presidió Cheney entre 1995 y 2000. Actualmente, KBR mantiene el archipiélago de bases militares de Estados Unidos desde Bosnia a Kazajastán, incluidas la mayor construida desde Vietnam –Camp Bondsteel en Kosovo– y los campos de detención de Guantánamo.

Según el Center for Public Integrity (CIP) de Washington, casi el 60% de los contratistas en Afganistán e Irak tienen empleados que han trabajado en los principales organismos encargados de adjudicar los contratos: el ejecutivo federal, el Capitolio y la Agencia Internacional para el Desarrollo de Estados Unidos (USAID). Los diez principales contratistas de defensa en Irak y Afganistán son también los mayores donantes de campañas electorales estadounidenses, con donativos que suman los 49 millones de dólares desde 1990, con una diferencia de dos a uno a favor del Partido Republicano.

RAÍCES ANTIGUAS

La historia de Phillips transcurre desde la década de 1890 hasta la invasión de Panamá, la guerra del Golfo y la invasión de Irak: ninguna otra familia norteamericana, sostiene, ha ascendido con mayor nitidez el tiempo que, durante un siglo entero, aumentaban los principales enclaves del poder de Estados Unidos. Sólo en sus últimas dos generaciones se suman los años de George H. W. Bush al frente de la CIA, su papel como embajador ante la ONU, sus dos períodos como vicepresidente de Ronald Reagan, sus cuatro años en la Casa Blanca y los hasta ahora tres de su hijo.

Según Phillips, la elección de Bush en el 2000 traza un estrecho paralelismo histórico con las restauraciones dinásticas de los Estuardo tras la dictadura de Oliver Cromwell en Inglaterra y la de los Borbones franceses tras la Revolución y el imperio napoleónico. En Europa se hizo popular la sentencia de que Luis XVIII en Francia y Fernando VII en España «nada habían aprendido y nada habían perdonado». Phillips detecta esa misma carga de venganza en George W. Bush, al que acusa de emprender una segunda guerra en Irak para saldar las cuentas pendientes de la administración de su padre: «La restauración bebe de sus particulares fuentes psicológicas».

Phillips rastrea las raíces más antiguas de esas incestuosas relaciones entre política y economía en las estrechas conexiones financieras de Prescott Bush con los Thyssen, los Krupp y otras familias industriales alemanas que en los años treinta impulsaron el rearme del régimen nazi. Cuando en 1952 fue elegido senador de Connecticut, su trayectoria ya prefiguraba la carrera política de su hijo y su nieto, incluyendo su común pertenencia a la logia Skull and Bones, la elitista fraternidad secreta de la Universidad de Yale.

Con esas privilegiadas relaciones familiares, George H.W. Bush no lo tuvo difícil para progresar en la industria petrolera tejana, donde la mitad de sus socios provenía, como él, de las universidades de la Ivy League de la costa este. Su posterior carrera política como congresista por Houston y luego en Washington fue seguida, paso por paso, por el mayor de sus hijos.

Phillips aborda otros episodios decisivos de sus respectivas carreras políticas: el escándalo Irán-contra en el caso de George H.W. Bush, asegurando que agentes de la CIA negociaron con los ayatolás iraníes para retrasar la liberación de los diplomáticos norteamericanos rehenes en Teherán con el fin de anular las posibilidades de reelección de Carter y la operación encubierta para armar al régimen de Sadam Hussein a través de una red de conexiones financieras supervisadas por el entonces vicepresidente Bush.

En el caso de su hijo, Phillips denuncia el fraudulento recuento de votos en Florida, ayudado por su hermano Jeb y los ejércitos de abogados trasladados en los aviones corporativos de Enron y Halliburton.

No es extraño que The Economist haya calificado el libro como una teoría conspirativa. Pero, según Phillips, «la preocupación por no incurrir en una mentalidad conspirativa no debería inhibir investigaciones rigurosas que, con frecuencia, identifican tipos de conducta elitistas muy familiares para los economistas, politólogos y sociólogos». No es el único en creerlo. Sharon Bush, que está en proceso de divorcio con Neil Bush tras veintitrés años de matrimonio, visitó recientemente Nueva York para discutir con varios editores la idea de publicar un libro sobre su vida. Según su portavoz: «Sharon Bush ha sido testigo presencial de la evolución de la dinastía y de su lado más oscuro. Ella cree, y está preparada para contarlo en un libro, que la familia es en esencia una operación política». Sería el primer miembro de la familia en romper el estricto código de silencio y lealtad de los Bush.

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