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De la resistencia a la transgresión

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“Creo que, en primer lugar, deberíamos ser hombres y, a continuación, súbditos. No es deseable cultivar el mismo respeto por la ley y por el bien. La única obligación que me incumbe es hacer el bien”. Se trata de una de las primeras frases del libro de Henry David Thoreau La desobediencia civil.
El contexto histórico de este libro es bien conocido. Son los Estados Unidos de la esclavitud y de la guerra en México, dos graves asuntos de Estado a los que Thoreau decidió oponerse pacíficamente, resistir. En 1948, quien está considerado como el primer ecologista, el naturalista, el inspirador de Gandhi y de Tolstói, el poeta y fabricante de lápices Henry David Thoreau argumentaba así su concepción de la democracia al final de su ensayo: “No habrá jamás un Estado realmente libre e ilustrado hasta que el Estado no reconozca el individuo como un poder superior e independiente, del que se derivan todo su propio poder y autoridad, y lo trate en consecuencia”. Y concretamente: “Si un solo hombre HONESTO, en este Estado de Massachusetts, al dejar de tener esclavos, se retirase realmente de esta colaboración, y fuera encerrado, por tanto, en la cárcel del condado, eso significaría la abolición de la esclavitud en Estados Unidos”.
¿Qué es lo que sucede hoy día? ¿Cuáles son los vínculos que puede, que debe mantener la democracia con la desobediencia civil, con la transgresión? Puede resultar interesante plantearse la cuestión porque un gran número de hechos, de acontecimientos realmente, invitan a pensar que desde hace una década se ha producido un renacimiento o recrudecimiento de esta forma de rebelión civil en buena parte de Occidente, o del mundo. Frente a aquellos que consideran que el voto es el ejercicio más fuerte de la democracia se levanta una respuesta multiforme, pero muy visible. Antes de nada, bajo un vocablo prácticamente asociado a la infancia, ¿qué es la “desobediencia”? Según la fórmula acuñada por John Rawls en su Teoría de la justicia, la desobediencia es “un acto público no violento, decidido en conciencia pero político, contrario a la ley y llevado a cabo con mucha frecuencia para conseguir un cambio en la ley o bien en la política del gobierno”.
Por circunscribirse a Europa, esta desobediencia estaría empezando a crear problemas, sobre todo desde la crisis económica de 2008. “Désobéissance Civile Belgique” defiende la desobediencia y un cierto activismo no violento contra lo que el grupo considera que son “injusticias”. Entre otras, “una injusta redistribución de las riquezas, la degradación del medio ambiente y de la condición humana”. En Moselle (Francia), el “Collectif des Désobéissants” organiza un curso de desobediencia civil sobre el tema de la eficacia que “requiere menos energía y es más eficaz. Por ejemplo, bastaría con un centenar de segadores voluntarios, muy activos, para arrancar una gran parte de las parcelas de maíz transgénico cultivadas en Francia”. Los “Déboulonneurs” de carteles no soportan el machaqueo publicitario en las calles de la capital y recientemente reivindicaron su vigesimonovena acción de embadurnamiento. Sorprendidos in fraganti, se arriesgan a que les impongan multas de setenta y cinco mil euros y hasta un año de cárcel.
Con ayuda del humor inglés, en Gran Bretaña la protesta se ha tornado en farsa. En el curso de las manifestaciones estudiantiles contra la fuerte subida de las tasas universitarias, los manifestantes la emprendieron con el Rolls del príncipe Carlos y su mujer. En Alemania, las manifestaciones contra el almacenamiento de desechos radioactivos o contra su transporte y la creación de un nuevo silo a tal efecto han movilizado a los estudiantes niños y adolescentes de Lüchow-Dannenberg, que han antepuesto el derecho de manifestación a la enseñanza obligatoria. Asimismo, la explotación de gas de esquisto en Québec tiene pocas posibilidades de ver la luz antes de los veinte años de moratorias exigidas por grupos de manifestantes.
Desobediencia o resistencia, en Francia, miembros de la Red Educación Sin Fronteras (RESF) protegen a los alumnos extranjeros amenazados con la expulsión; agentes de la Electricidad de Francia (EDF) se han negado recientemente a efectuar cortes de electricidad. Determinados funcionarios han rehusado participar con un silencio culpable en la impunidad de delitos como el racismo y la homofobia. Sus actos son, sin embargo, y en su mayor parte, contrarios a la ley, y quienes los cometen asumen plenamente las sanciones jurídicas que se derivan de ellos. Estos últimos meses, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha debido ejercer la defensa de funcionarios amenazados con sanciones. “Los actos de transgresión deben estar amparados por el derecho internacional”, ha escrito William Bourdon, presidente fundador de la asociación Sherpa, que no puede calificarse más que de avatar izquierdista de los años sesenta.
Todos los “desobedientes” no son únicamente simpáticos aguafiestas. Cuando, en 1991, estalló en Francia el caso de la sangre contaminada, un escándalo que dio a conocer el hecho de que el Centro Nacional de Transfusión Sanguínea (C.N.T.S.) había distribuido a hemofílicos productos sanguíneos, algunos de los cuales se hallaban contaminados por el virus del sida, haciendo caso omiso de las recomendaciones de seguridad, fueron inculpados varios ministros. El filósofo André Glucksmann, en La fisura del mundo (Barcelona, Anagrama, 1999), escribe que el escándalo “quizá se habría producido nunca si, cuando aún se estaba a tiempo, alguien hubiera desobedecido civilmente”. La medicina y sus poderes exorbitantes son hoy, exactamente igual que la política, la religión o la ciencia, objeto de vigilancia y protesta por parte de los ciudadanos. Cabe pensar qué habría podido pasar si algún miembro del personal de los laboratorios Servier hubiera revelado a tiempo los peligros conocidos del Médiator, que provocó más de quinientas muertes y alrededor de tres mil quinientas hospitalizaciones por lesiones cardíacas entre 1976 y 2009.
La guinda del pastel es probablemente Islandia, el más hermoso caso de desobediencia civil desde la última guerra mundial. El presidente islandés se negó a ratificar el acuerdo de devolución de la deuda a favor de los clientes fundamentalmente británicos y holandeses del banco Icesave, apoyándose en una petición de sesenta mil firmas de islandeses, esto es, un cuarto del electorado, en contra de un “acuerdo” imprudentemente firmado con la banca inglesa. Bajo la presión de las firmas, la primera ministra islandesa Johanna Sigurdardottir decidió organizar un referéndum sobre esta cuestión. Entretanto los islandeses habían elegido por sufragio directo una auténtica asamblea constituyente y, por 7.685 votos contra 5.285, el pueblo se pronunció de nuevo el 10 de abril para rechazar toda devolución de la deuda.
Y luego está el libro Indignez-vous (Indignaos), treinta páginas, millones de ejemplares vendidos, editado en países de todo el mundo, escrito por Stéphane Hessel, noventa y tres años, exembajador de Francia y, esto no es por casualidad, antiguo resistente, que ha sabido interpretar, evidentemente, el estado de espíritu de una época. “La herencia de la Resistencia –explica en él Hessel– es también saber desobedecer para preservar valores fundamentales”. “La Resistencia no pertenece al pasado”, escriben los “Ciudadanos resistentes de ayer y de hoy” (www.citoyens-resistants.fr). El espíritu de la Resistencia es uno de los componentes de esta amalgama de rebeldes irritados por un presente sobre el que tienen la sensación de que no pueden tener ninguna influencia, que se les escapa de las manos, y que se presenta bajo la máscara de la sumisión.
Thoreau había osado ensalzar las virtudes de las leyes “injustas” que obligan a cada uno a interrogarse sobre sí mismo, sobre su relación con la sociedad y sobre su relación con el Estado. “¿Vamos a contentarnos con respetarlas? ¿Seguiremos obedeciéndolas intentando modificarlas? ¿O las transgrediremos de inmediato? […] Si una ley, por su propia naturaleza, os obliga a cometer injusticias hacia otros, entonces os digo: conculcadla”.  Solo al actuar contra la ley negándose a pagar la tasa electoral, Thoreau se refería a su propia conciencia. Yendo más lejos, el psicoanalista humanista Erich Fromm, en De la desobediencia y otros ensayos, nos previene: “El hombre que no puede más que obedecer es un esclavo […]. La obediencia podría muy bien ser la causa del final de la historia humana”.
El contraejemplo paradigmático es, a buen seguro, el de la obediencia/desobediencia a las leyes y a las órdenes nazis. Durante el proceso a Adolf Eichmann en Jerusalén, uno de los jueces preguntó al acusado si no había tenido ningún conflicto de conciencia, a lo que aquel respondió: “Hacía falta renunciar a la conciencia porque no era posible regularla”. El juez preguntó a continuación: “Si se hubiera tenido más coraje civil, ¿habrían sucedido las cosas de otra manera?” Eichmann mostró entonces el alcance de su alienación y el de la sociedad que la produjo: “Por supuesto, siempre que el coraje civil se hubiera estructurado de forma jerárquica”, es decir, si se le hubiera dado una orden de desobedecer las órdenes. Si, en la barbarie del crimen nazi, Hannah Arendt vio la banalidad del mal, Elias Canetti, en su Masa y poder, habla con respecto a sí mismo de un “aguijón dejado por la orden” en la persona y a la que el acusado convierte en “la verdadera culpable”.
De hecho, la cuestión de la desobediencia civil se presenta en la actualidad a todos los niveles, desde la calle hasta las instancias del Estado, porque está claro que con un mínimo de rebelión contra una ley o una aplicación de la ley que nos parece injusta o abusiva, acusamos a las personas que la han escrito y votado, pero que son también nuestros representantes porque somos nosotros mismos quienes los hemos puesto donde están.
Al margen de toda toma de posición política o sentimental, cabe preguntarse: ¿qué democracia es una en la que los ciudadanos han perdido la confianza en los poderes legislativo y ejecutivo que ellos mismos han elegido? Una protesta, una revolución incluso, que se conciben muy bien bajo la dictadura, ¿poseen la misma autoridad en democracia? ¿No es la ciudad democrática un espacio político en el que “los destinatarios de las leyes son los autores de las mismas”? La práctica sistemática de la desobediencia civil, ¿no se arriesga a poner en cuestión el fundamento del pacto democrático que hace que cada uno se comprometa a obedecer las decisiones tomadas por la soberanía nacional?”, ha escrito en Libération Monique Canto Sperber, directora de la École Normale Supérieure. La filósofa reconoce, no obstante, un interés puntual en esta táctica de oposición: “Estos actos de desobediencia civil no suponen un ataque a los principios democráticos, sino que persiguen revelar un problema ignorado o crear un movimiento de opinión. En este sentido, desobedecer explícitamente pasa a ser una estrategia política que permite llamar la atención sobre un problema que, de lo contrario, permanecería inadvertido”.
“La cuestión de la desobediencia civil está íntimamente ligada al problema de la eficacia de la ley, a su legitimidad reconocida por el mayor número de personas”, ha escrito William Bourdon. “Esta identificación entre legalidad y legitimidad debe ser la ambición de aquellos que se supone que encarnan el interés general en una democracia”.
No hay duda de que el derecho a resistir forma parte de la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano. Martin Luther King, el otro gran apóstol de la resistencia a la injusticia de las leyes, en este caso las leyes racistas de los Estados del sur de Estados Unidos, reivindicaba “la obediencia a las leyes justas. Es una responsabilidad tanto moral como legal. Y, sin embargo, esta misma responsabilidad moral, la misma que aquella que ordena obedecer a la ley, nos obliga a desobedecer a las leyes injustas”.
De hecho, todos los acontecimientos de estos diez o veinte últimos años van en el sentido de un deterioro de la relación de confianza entre “la gente”, la sociedad civil y los gobernantes: que no han sabido prever la crisis económica, que han hecho poco para restablecer la necesaria justicia financiera, que parecen siempre más próximos a los poderes ligados al dinero que a los ligados al trabajo. Que han dejado de hacer gran cosa para reducir las crecientes desigualdades existentes en los países más desarrollados entre los más ricos y las rentas medianas y modestas. Que parecen inclinados a reproducir exactamente los mismos errores, que producirán sin duda a su vez los mismos efectos. “Tras la aparición de una democracia representativa, el destino de la colectividad está determinado por un pequeño grupo de personas […] un régimen oligárquico actual que se caracteriza por una extensión del poder de los actores económicos, banqueros y financieros. Y por un debilitamiento del poder relativo del Estado”, escribe el sociólogo Hervé Kempf en su libro L’oligarchie ça suffit, vive la démocratie.
Una tarea de la democracia futura será sin duda la de definir el equilibrio entre la legitimidad de una desobediencia que arroja una luz descarnada sobre un cierto autismo de nuestros gobiernos –lo que consiguen excelentemente actos como los mencionados más arriba– y el mantenimiento de una legitimidad política que permita la expresión de la diversidad de las opiniones y la denuncia de los extremismos. “Pienso desde hace mucho tiempo que si un día los métodos de destrucción cada vez más eficaces acaban por borrar nuestra especie del planeta, no será la crueldad la que será la causa de nuestra extinción, y menos aún, por supuesto, la indignación que despierta la crueldad, ni siquiera las represalias y la venganza que ella provoca, sino la docilidad, la ausencia de responsabilidad del hombre moderno, su aceptación vil y servil del menor decreto público”, afirma Georges Bernanos en La désobéissance civile. Respiration de la démocratie, la película de Louis Campana.
 

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