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«Ha ganao el equipo colorao». Las elecciones en Estados Unidos

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UNA DERROTA CON POCOS PALIATIVOS

El pasado día 2 de noviembre, primer martes después del primer lunes de noviembre, cuando como manda la ley se celebran cada cuatro años las elecciones presidenciales estadounidenses, Bush les amargó la cena a unos cuantos. Cuando las cadenas de televisión abrieron con mucha cautela sus noticieros electorales –no fueran a repetirse los errores de atribución de votos electorales del año 2000–, informaron a sus espectadores de que el presidente había invitado a diversos representantes de los medios a seguir el desarrollo del escrutinio en la Casa Blanca, junto a él y algunos miembros de su familia. Que los periodistas pudiesen ver en vivo y en directo su eventual derrota era un gran riesgo. Más cuanto que los primeros sondeos a pie de urna apuntaban a una ventaja de su oponente, el demócrata John Kerry.

Había que tener mucha confianza en sí mismo para arriesgarse a dar ese paso, pero muchos se maliciaron que la cosa no auguraba nada bueno para Kerry y menos aún cuando hacia la medianoche el peón de brega de Bush, Karen Hughes, aparecía ante las cámaras para anunciar con sonrisa de madre prefecta que, según los sondeos independientes del partido, Ohio y sus veinte votos electorales estaban en su cuenta, lo que con los recién conseguidos en la Florida redondeaba su triunfo. Los demócratas se resistieron a aceptar la evidencia y John Edwards, el candidato a la vicepresidencia, decía hacia la madrugada que era necesario esperar a que se contasen todos los votos de Ohio. Pero no había vuelta de hoja, porque la ventaja del presidente en ese Estado seguía creciendo; así que a las once de la mañana del día 3 John Kerry aceptaba la derrota.

Que el presidente sabe correr riesgos es evidente. Anunció al mundo, sin esperar confirmación de los inspectores de Naciones Unidas, que el Irak de Saddam Hussein contaba con armas de destrucción masiva y llevó a Estados Unidos a la guerra. Ha seguido insistiendo durante la campaña en que sus rebajas de impuestos eran la mejor forma de hacer crecer la economía a pesar de que, desde Hoover, es el único presidente que no ha visto aumentar el empleo durante su mandato. Se ha jactado de estar ganando la guerra contra los terroristas y el eje del Mal que les apoya, aunque en plena campaña un Bin Laden en excelente forma recordaba a los americanos que lo de Manhattan podía repetirse en cualquier momento. Cualquiera de esas cosas podía haberle costado la presidencia, como apuntaba el barómetro diario del Washington Post que, desde mediados de octubre, colocaba a los dos candidatos en un virtual empate. Pero Bush no se amilanaba, confortado como él dice por su fe y la justicia de su causa, aunque con el rabillo del ojo no perdía comba de lo que pasaba entre los votantes. Al final éstos han recompensado su audacia y han cambiado el panorama político de la nación.

¿Cómo y en qué ha cambiado? A primera vista, no parece que la elección lo haya alterado mucho. El mapa de los votos para el colegio electoral es prácticamente el mismo del año 2000. Los azules (en la iconografía electoral americana, los estados de mayoría demócrata en el colegio electoral) han ganado en la costa Oeste, en la región de los Grandes Lagos y en el Nordeste. El resto de la gran extensión americana es rojo o colorado –para que no se alboroten los revolucionarios irredentos–, es decir, republicano, desde Idaho hasta Florida. Sólo ha habido pequeños cambios que han hecho, si se quiere, al mapa aún más homogéneo. New Hampshire, un pequeño bastión rojo en Nueva Inglaterra ha votado azul como sus vecinos y lo mismo, al otro lado, ha sucedido con Nuevo México y Iowa. Pero se diría que son cambios de escasa relevancia.

Conviene, sin embargo, no fiarse de las apariencias. Las elecciones de 2004 han traído muchos cambios. El primero, un elevado número de votantes. En 2004 ha habido 120 millones de votos. El presidente ha sido reelegido con 59 millones, que representan un 51 por ciento, y ha obtenido 286 compromisarios en el colegio electoral, mientras que Kerry alcanzaba 55,4 millones de votos (48 por ciento) y 252 compromisarios. Ha sido la suya, sin duda, una derrota honorable pero no menos rotundaEn esta ocasión, los demócratas no pueden culpar de su derrota a Ralph Nader, el candidato radical cuyo dos por ciento de votos en Florida les costó la elección en 2000. En 2004, Nader ha obtenido en total 400.000 votos, menos de la sexta parte de los dos millones y medio de hace cuatro años, con un total del 0,34 por ciento del electorado. Su ridícula campaña electoral ha cosechado un merecido ridículo final. En esta ocasión era muy difícil convencer incluso a la franja lunática de los electores con lo de que no había diferencias reales entre los candidatos. .

Al final han votado quince millones más de americanos que en el año 2000 y el porcentaje de participación (59,6 por ciento) es el mayor desde la elección que enfrentó a Nixon con Humphrey en 1968Son cifras no oficiales aún, facilitadas el 4 de noviembre de 2004 por el Comité para el Estudio del Electorado Americano, un instituto privado de investigación. (Véase Brian Faler, «A Polling Sight: Record Turnout», The Washington Post, 5 de noviembre de 2004). . Son cifras de participación similares a las de otros países desarrollados, lo que obliga a cualificar el constructo social de que la sociedad estadounidense está profundamente despolitizada, como gustan decir Robert Putnam y otras gentes de bien. Por el contrario, antes parece que los estadounidenses sí se interesan por la política, aunque tan solo se sacudan su enorme pereza para ir a votar cuando hay en juego asuntos decisivos, como la guerra en Vietnam o, en el caso actual, la bondad de la política conservadora. Sobre esto último, las urnas no dejan lugar a dudas. La mayoría de los estadounidenses confían en que, en conjunto, los republicanos tienen mejores respuestas para los problemas del país. Hoy, a diferencia del año 2000, no es posible dudar de la legitimidad del presidente Bush, que ha superado a Kerry en tres millones y medio de votos y tres puntos porcentuales. No es una barrida como la reelección de Reagan en 1984, pero nada tiene que ver con el trágala que la mayoría conservadora del Tribunal Supremo impuso en 2000, así que hoy queda poco de las chapas (Rederrotemos a Bush ) que uno veía lucir a tantos participantes en el mitin Kerry-Clinton del pasado 25 de octubre en Filadelfia.

Las dos grandes coaliciones sociales que alimentan la política del país tampoco han variado de modo sustancial. Si es usted votante de Kerry se encontrará en una o varias de estas categorías: mujer (especialmente trabajadora); minoría étnica (con abrumadora mayoría en el caso de los negros); menor de treinta años; con ingresos inferiores a 50.000 dólares anuales; sindicalista; con pocos estudios o, por el contrario, con estudios de posgrado; con escaso interés por la religión; no casado; sin hijos; gay, lesbiana o bisexual; habitante de un medio urbano. Por el contrario, los votantes republicanos son hombres y mujeres blancas; casados con hijos; con ingresos superiores a los 50.000 dólares (en una escala que va subiendo progresivamente a medida que aumenta su renta); profundamente religiosos; con variedad de educación formal; y, desde luego, exurbanitas y heterosexuales.

Pero lo importante –y éste es el segundo rasgo a resaltar en estas elecciones– no es la estabilidad de las coaliciones sociales, sino las permutaciones producidas entre esos grupos de electores. Bush ha mejorado su posición en casi todos ellos. Le han votado un dos por ciento de hombres y un cinco por ciento de mujeres más que en el año 2000. Ha subido cuatro puntos entre los blancos, dos entre los negros, nueve entre los hispanos y tres entre los asiáticos. Ha aumentado sus votos entre quienes tienen poca educación formal, entre todos los grupos religiosos (con una subida de cinco puntos entre los católicos y seis entre los judíos) y entre quienes no tienen hijos. Ha ganado once puntos entre los habitantes de las ciudades. Solamente ha bajado su índice de penetración entre gays, lesbianas y bisexuales (menos dos por ciento), como parece lógico dada la actitud del presidente y su partido contra el matrimonio homosexual. Pero al cabo sólo un cuatro por ciento de los votantes se autoencuadra en esa categoría, así que su voto es escasamente relevanteDatos tomados de la página de CNN consultada el 5 de noviembre de 2004. Véase http://www.cnn.com/ELECTION/2004/pages/results/states/US/P/00/epolls.0.htm. . Otro dato significativo, aunque ya sea un viejo conocido–: los demócratas no han ganado un solo Estado del Sur o del Suroeste no costero.

Las encuestas poselectorales, por otra parte, han traído una sorpresa. De creer a los votantes, la elección no la ha definido la situación de la economía, ni la guerra de Irak, ni siquiera el terrorismo, que aparecían en todas las encuestas previas como los tres grandes problemas para los electores, sino los valores morales. Una mayoría plural de electores (22 por ciento) declaraba que ése era el asunto más importante y, entre ellos, cuatro de cada cinco votaron por Bush. Al día siguiente de las elecciones, conservadores y liberales coincidían en verlo como el rasgo más destacable de la elección. Para los conservadores alborozados era la prueba del nueve de su diagnóstico sobre la sociedad estadounidense. Los demócratas, lógicamente presos de la tribulación, lo consideraban un signo ominoso.

Uno no puede por menos de discrepar sobre este punto que, si se acepta a bote pronto, puede enturbiar la discusión poselectoral. Parece claro que para buena parte de los estadounidenses, su país sufre una crisis de valores morales, pero no lo es tanto que todos se pongan de acuerdo en lo que entra en esa cesta. Mientras que el resto de las opciones en la pregunta de marras (Cuál es la cuestión más importante en estas elecciones ) era una batería específica (impuestos, educación, Irak, terrorismo, economía y salud) de contenido relativamente preciso, «los valores morales», ha destacado uno de los responsables de esas encuestas, «son un cajón de sastre; […] tan ampliamente definido que arrastra a otros muchos [votantes aparte de los conservadores. JA]. Un quince por ciento de quienes declaran no ir a la iglesia y un doce por ciento de liberales la eligieron»Gary Langer, A «Question of Values», TheNew York Times, 6 de noviembre de 2004. Langer es el director de sondeos electorales de la cadena ABC y se opuso sin éxito a la inclusión de la categoría. . No se trata, pues, de quitar importancia al asunto, sino de colocarlo en sus términos precisos: parece difícil conciliar que los valores morales, entendidos al estilo conservador, hayan sido decisivos con que, al tiempo, un 55 por ciento de los votantes se declare a favor de que el aborto siga siendo legal o que un sesenta por ciento lo haga a favor de las uniones homosexuales (matrimoniales o civiles)Esta actitud a escala nacional parece contradictoria con la victoria abrumadora de las enmiendas contrarias al matrimonio entre homosexuales en los once Estados en que se plantearon referendos sobre el asunto. Esa cuenta incluye a Oregón, que ha sido y es un Estado de mayorías progresistas. Para entenderlo, conviene ver que hay una considerable distancia entre defender que el matrimonio haya de ser heterosexual (fin declarado de la enmienda constitucional propuesta, compartido por muchos estadounidenses no conservadores) y proscribir las uniones homosexuales. El 25 por ciento de estadounidenses está a favor del matrimonio entre homosexuales y el 37 por ciento a favor de que no sea reconocido legalmente. Pero hay un 35 por ciento que se declara a favor de reconocer las uniones civiles entre gentes del mismo sexo. Confrontados con la posibilidad de que se reconozca el matrimonio homosexual, seguramente muchos partidarios de esta última categoría han votado en contra, lo que no significa querer proscribir los derechos de los homosexuales. Por otra parte, si las uniones civiles incluyen cosas como el derecho a la adopción, a la sucesión patrimonial o a la percepción de beneficios sociales generados por alguno de los miembros de la pareja homosexual, disputar sobre si ha de llamárseles uniones civiles o matrimonios parece pecar de logomaquia. Pero como es una logomaquia cargada de simbolismo emocional, hablar de uniones en vez de matrimonio clamaría los miedos de muchos. Barney Frank, un congresista de Massachusetts que se declaró homosexual hace ya muchos años, piensa que hablar de matrimonio homosexual es un error táctico que puede crear muchos disgustos a quienes defienden los derechos de esta minoría. .

Pero esto no debería servir de consuelo a los demócratas, porque la cosa es bastante peor si se considera el cambio en la ideología política de los votantes. En el año 2000 el electorado se dividía en un 39 por ciento de demócratas, un 35 de republicanos y un 21 de liberales o progresistas. En 2004, las dos primeras categorías están empatadas al 37 por ciento, en tanto que la tercera se mantiene estable. En la elección anterior, los votantes se autodefinían en un 50 por ciento como moderados, pero su porcentaje ha bajado en ésta al 45, mientras que quienes se declaran conservadores han llegado al 34 por ciento desde el 29 del año 2000.

Este sí es un corrimiento digno de mención, en especial porque tiende a asegurar un duradero predominio republicano en el Congreso. Hasta cierto punto, la división entre Estados azules y colorados no refleja cabalmente la pigmentación del país. Si se observa la división por condados, el rojo se hace aún más predominante, mientras que el azul demócrata se limita a las franjas costeras y a las grandes áreas urbanas. Los presidentes pueden cambiar cada cuatro años, pero las actitudes que refleja esta demarcación son más permanentes. Los republicanos han subido su representación en la Cámara de Representantes (puede que hasta 235 congresistas, pues quedan aún tres escaños por atribuir) y en el Senado (han pasado de 51 a 55 senadores). En esta última cámara, el presidente se ha dado el gustazo de ver derrotado a Tom Daschle, el líder demócrata, que ha dirigido la desmayada oposición de su partido en los últimos años. Desde 1952 no se veía caer en una reelección a alguien que ocupase ese puesto. Pero no es el único récord batido. Mucho más importante: desde 1936 con Franklin Roosevelt, ningún presidente había sido reelegido con un aumento de los escaños de su partido en el Congreso.

El seísmo lo venían anunciando ya las elecciones al Congreso de 2002, pero muchos creyeron que la mala racha demócrata no era sino un bache temporal. Hoy sabemos que no y los demócratas van a tener que prepararse para una marcha por el desierto de Mojave en la que habrán de poner en cuestión muchas cosas. Posiblemente esto les cause tanta desazón como a sus simpatizantes europeos, pero los estados de ánimo son malos consejeros y no deben ocultar que, por un período previsiblemente largo, la iniciativa política ha pasado a manos republicanas. Así que conviene preguntarse cómo la han logrado y qué se supone que van a hacer con ella.
 

EL PAÍS INVISIBLE

No ha sido fácil para los republicanos llegar a este triunfo. Hoy es un lugar común recordar que fue Barry Goldwater, en 1964, quien puso los fundamentos para la transformación del partido y que hubieron de pasar dieciséis años hasta que Reagan llegase al poderHoy es también de rigor considerar la era Nixon como el último episodio del viejo republicanismo, elitista, liberal y amigo de soluciones centristas, finalmente desplazado desde 1980 por el populismo neorrepublicano de conservadores normativos y libertarios. . En esos años y en los siguientes, los republicanos llevaron a cabo un profundo cambio de piel. Junto a la renovación de su ideología, erigieron un complejo entramado institucional y organizativo que les ha dado notable ventaja. John Micklethwait y Adrian Wooldridge, dos periodistas de The Economist, concluyen su detallado análisis de la derecha estadounidense apuntando que hoy «claramente la derecha tiene el viento de la ideología en sus velas, como lo tuviera la izquierda en los sesenta»John Micklethwait y Adrian Wooldridge, The Right Nation. Conservative Power in America, Penguin Books, Nueva York, 2004, pág. 380. . El crecimiento demográfico desde los cincuenta se ha dado en las zonas conservadoras del país, el sur, suburbios y exurbios, en vez de en las ciudades demócratas y en el nordeste liberal. Esta oportunidad ha sabido aprovecharla bien el movimiento conservador para crear además un mercado propio.

Para ello, y así llegamos a la elección de 2004, los republicanos han empleado todo el arsenal de que disponen los expertos en mercadeo y en administración de empresas. El recurso a esas técnicas no es nuevo en política, pero sí lo es el uso de las más recientes y sofisticadas. El genio de Karl Rove, el niño prodigio que lo llama Bush desde que Rove tomara a cargo su campaña para gobernador de Tejas en 1994, consiste básicamente en haber hecho suyas las ideas sobre fragmentación y nichos de mercado. La sabiduría tradicional veía las elecciones como la lucha por el elector marginal. Quien sabía llegar a los independientes se alzaba con el santo y la limosna. Pero esa estrategia no impidió el declive de los fabricantes de coches de Detroit ante la competencia japonesa que, además de ser competitiva en precios, se tomaba muy en serio la fidelidad de los consumidores y la evolución de sus gustos.

Eso han hecho exactamente los republicanos: cuidar de su base y movilizarla. Rove se lamentaba tras el éxito cojo del año 2000 de que su partido había sido incapaz de llevar a las urnas a tres millones de votantes potenciales entre las filas evangélicas, y a ellos ha dedicado gran parte de sus energías durante los últimos cuatro años. «La operación republicana de movilización de los votantes empezó con una campaña de inscripción en las listas electoralesConviene recordar que el censo electoral estadounidense, por lo general, no es producto de la acción administrativa, sino de la decisión individual del votante, que ha de inscribirse en las listas correspondientes si quiere ejercer su derecho al voto. , en la que se habían asignado objetivos a cada Estado, cada condado y hasta cada colegio electoral. Se formaron hasta cuarenta diferentes grupos de afinidad, desde grupos de conservadores normativos hasta clubes deportivos, para llegar a los vecinos, a los feligreses de las iglesias, a los clubes sociales y a los compañeros de trabajo, creando así un creciente círculo de votantes republicanos. Las nuevas inscripciones en el censo electoral eran fotocopiadas antes de ser llevadas a las oficinas locales, creando una enorme central de datos utilizada por el partido para seguir el rastro –por nombre y dirección– de todos los votantes potenciales»Jeanne Cummings y Jackie Calmes, «In Final Showdown, Getting Voters to Go To the Polls Is Key», The Wall Street Journal, 1 de noviembre de 2004. . El día de la votación, los voluntarios les llamaban personalmente para preguntar si ya habían votado o si necesitaban ayuda para ir a hacerlo. Así que esta vez los tres millones de evangélicos perdidos pasaron por la vicaríaLa notable subida de votos republicanos en Florida no se debe a otra cosa. Bush ganó por un margen de 377.216 votos cuando en el año 2000 tuvo sólo 537 votos más. A pesar del aumento de votantes en el Estado, Kerry sólo obtuvo 16.391 más que Gore. (Véase The New York Times, «Making Gains in the Heart of Florida», 7 de noviembre de 2004), desmintiendo la idea recibida de que el aumento en la inscripción de votantes iba a favorecer a los demócratas. Historias similares pueden encontrarse en todo el país. y la Blitzkrieg republicana en el país invisible esa enorme tierra ignota para los turistas y la intelligentsia que va desde las Rocosas hasta los Apalaches ha cosechado un nuevo triunfo del equipo colorado.

Todo este movimiento ha sido facilitado, sin duda, por el estado anímico de muchos estadounidenses tras el 11-S. El miedo ha complementado admirablemente al mercadeo, pero sería un error atribuirle la victoria. Si controlamos ese factor, se verá que, pese a todo, los republicanos hubieran seguido llevando la iniciativa, aunque ésta hubiera sido indudablemente más cortaSi se excluye el terrorismo de la pregunta sobre el problema más importante, los electores que consideraban que lo fuesen los valores morales, la guerra en Irak y los impuestos hubieran votado mayoritariamente a Bush. .

Bush no ha tardado en explicar sus planes tras la reelección. Si durante la campaña se había concentrado en los asuntos de política internacional, insistiendo en la necesidad de claridad moral y determinación en la lucha contra el terrorismo, su primera conferencia de prensa tras la victoria la ocuparon, sobre todo, las iniciativas domésticas. Durante los próximos meses planea privatizar parcialmente la seguridad social y cambiar la legislación impositiva, un gambito lingüístico esto último para camuflar una drástica reducción de la progresividad fiscal o, incluso, la sustitución del impuesto sobre la renta por otro sobre el consumo.

Nada de esto augura que vayan a cumplirse en su segunda etapa los piadosos deseos formulados por algunos medios favorables a Kerry de que Bush restañe las divisiones que han aflorado en la sociedad estadounidense. A pesar de haberse presentado en 2000 como un unificador y no como un sembrador de división, a pesar de su escasa legitimidad de origen, el presidente se ha comportado en los últimos cuatro años con un partidismo excluyente y no parece que pueda cambiar de postura urgido, como lo está, por el fundamentalismo de su base«Confiamos en que el presidente no dejará que sus adversarios le interpreten el mandato de las urnas. Ya está en marcha un intento de descontar su victoria insistiendo en que Bush "se desplace hacia el centro", es decir, que abandone la agenda que los votantes acaban de revalidar», decía The Wall Street Journal en su primer editorial tras las elecciones ("The Bush Mandate", 4 de noviembre de 2004). A Arlen Specter, uno de los senadores de Pennsylvania, que se permitió apuntar que los futuros nombramientos para la Corte Suprema no deben recaer en adversarios del aborto, se le hizo rectificar de inmediato recordándole que su osadía podía costarle el puesto de presidente del Comité Senatorial para Asuntos Judiciales. y por el tiempo. La victoria, les decía Bush a un grupo de notables republicanos conocido como los Regentes, nos dará «como máximo un par de años, hasta las elecciones de 2006. Tenemos que movernos deprisa porque, después, no haré sino graznar como un pato cojo»Ron Suskind, «Without a Doubt», TheNew York Times Magazine, 17 de octubre de 2004. . Malos tiempos, pues, para pedir consenso, como seguramente se verá en la más que probable renovación de hasta cuatro puestos en la Corte Suprema. Una oportunidad semejante de dejar el poder judicial en manos de los conservadores por una generación no se presenta fácilmente y sus partidarios no le perdonarían al presidente que la desaprovechase.

Si el control republicano del ejecutivo y el legislativo asegura a corto plazo una navegación sin contratiempos, el horizonte no está por completo despejado. La sólida alianza forjada hasta ahora entre, por simplificar, republicanos libertarios (partidarios de dejar al Estado in puribus) y conservadores normativos (masivamente interesados en defender los valores morales tradicionales) puede hacer olvidar las fisuras estructurales que la recorren. Durante estos últimos cuatro años, los libertarios (con The Wall Street Journal a la cabeza) sólo han tenido una queja: que el presidente, de hecho, no ha reducido el papel del gobierno. Las subvenciones a la siderurgia y a los granjeros han sido otras tantas trabas al libre comercio; la propuesta liberalización de la inmigración, que facilita la entrada de mano de obra barata, ha sido pospuesta una y otra vez tras el 11-S; sobre todo, el gobierno y su partido han sido incapaces de frenar el gasto público. El resultado ha sido un déficit disparado y acelerado por la guerra en Irak sin que pueda esperarse que vaya a disminuir en el futuro inmediato.

Como ha señalado Niall Ferguson, un historiador británico no precisamente hostil a los conservadores, Estados Unidos es un imperio deudor y por eso, aunque no podamos precisar cuándo, «sí podemos saber que, como un gran terremoto, habrá de producirse una seria crisis fiscal»Niall Ferguson, Colossus. The Price ofAmerica's Empire, Penguin Books, Nueva York, 2004, pág. 276. . La metáfora tectónica, sin embargo, despista, porque no hay nada sobrehumano en ese proceso. La guerra de Irak ha sido una decisión presidencial que su base sigue aplaudiendo, como lo han sido el aumento de cobertura farmacéutica para los retirados, igualmente jaleada, y la reducción de impuestos, sobre la que ya hay más división de opiniones entre los republicanos. Hoy por hoy, el conservador temeroso de Dios puede estar muy preocupado de que sus niños no le vean una teta a Janet Jackson, como sucedió en la última Super Bowl, pero hay algo que, en el fondo de su corazón le preocupa aún más y es si va a poder pagar carrera a esos niños o tener una vejez decente mientras espera la llamada del Todopoderoso. Al igual que éste trata a todos sin acepción de personas, los esfuerzos por atajar el déficit fiscal golpean de forma pareja a todos los consumidores, lean o no la Biblia en sus ratos de ocio. Cuando lleguen los recortes fiscales no parece demasía predecir más tirantez entre las diferentes fracciones republicanas de la habida hasta la fecha. Pero, se dirá y no sin razón, que, mientras todo esto cuaja, los verdaderos problemas acuciantes los tienen otros. Por ejemplo, los demócratas.

PACIENCIA Y CAVILAR

John Kerry ha sido un candidato mucho mejor de lo que sus principios auspiciaban. Lo que nunca podrá ser es el votante demócrata medio. No es mujer, ni pertenece a una minoría étnica, ni está sindicado, tiene una educación esmerada, habla francés y gana bastante más de 50.000 dólares anuales. Podrán gustarle las Harley, las carreras Nascar, podrá cazar patos con rifle o haber luchado en Vietnam mientras otros se quedaban en casa; pero no, no es Johnny Sixpack ni Michael Moore. Es un patricio o, como dicen en Boston, es un brahmán. Más o menos lo mismo que George W. Bush, dirá el otro, pero eso no es cierto. Mientras que Kerry es un patricio satisfecho de su condición, Bush desprecia al patriciado. Cuando Kerry se baja de la Harley, el telespectador medio se malicia que a continuación se va a la ópera o a un restaurante de campanillas. Cuando ese mismo espectador ve a George Bush reparando cercas o desbrozando arbustos en su rancho de Crawford no mira al millonario disfrazado que es, sino a un tipo a quien, como a él, le resbalan las discusiones académicas, las artes o la buena literatura. Como esto no es un consultorio psicológico, renunciaremos a averiguar qué mecanismos redujeron a Bush Jr. a esa condición, pero su espontánea simpatía por lo plebeyo la ven como un puntazo un gran número de estadounidenses, incluyendo a muchos que votan demócrata. Había que ver el arrobo con que le miraba su gente en los mítines y los aplausos que acogían sus bromas como otras tantas chispas de carisma.

Kerry personifica la disonancia misma de su partido, un partido que recoge a muchos trabajadores, a la clase media baja, a los activistas de distintas minorías, a Paul Krugman y a Susan Sarandon. Si los republicanos tienen problemas estructurales, la casa de los demócratas lleva en ruinas desde Carter. El partido es una coalición de intereses contrapuestos que tiene muy difícil proponer políticas integradoras y, en consecuencia, ganar elecciones. «Hoy día, el liberalismo americano se ha fragmentado en dos: un conjunto de grupos de presión monotemáticos (sindicatos de profesores, activistas pro-aborto, etc.) y un incipiente movimiento izquierdista de protesta furioso con el avance del país de derechas. Ha dejado así de ser una filosofía de gobierno confiada en sí misma y capaz de elevarse por encima de los grupos de presión o la autocomplacencia de la izquierda enfurecida»John Micklethwait y Adrian Wooldridge, op. cit., pág. 383. . Clinton entendió muy bien esa lección, pero el partido sigue sin sacar las consecuencias.

La candidatura de Kerry, por todos los méritos del candidato, no remedió la situación. En realidad, ha sido más bien un pararrayos para las distintas corrientes de oposición a Bush que una propuesta articulada de gobierno. Que contaba con una buena base es indudable. Al cabo, el partido ha conseguido registrar a muchos votantes y Kerry ha obtenido 55,4 millones de votos, tres y medio más que Gore en el año 2000, pero los demócratas van a tener que cambiar no sólo la coreografía sino también la música de esta película.
Las primeras voces tras la derrota así lo pregonan, pero los síntomas no son alentadores. Ya han salido quienes creen que el error ha consistido en no escorar suficientemente hacia la izquierda al partido y en buscar una excesiva acomodación con los republicanos. «Los demócratas tienen que contrarrestar el populismo cultural en los asuntos clave con un genuino populismo económico»Thomas Frank, «Why They Won», TheNew York Times, 5 de noviembre de 2004. . Justamente lo que hizo Howard Dean, y ya sabemos qué pensaban de él los miembros de su partido, que no le dejaron ganar una sola primaria. Las consignas clasistas generan poco entusiasmo en una sociedad en la que la lucha de clases nunca ha tenido protagonismo.

La famosa pregunta sobre valores morales de las encuestas a pie de urna y el recuerdo de cómo Clinton se pegó a la rueda de los conservadores han generado propuestas para ceder terreno en asuntos religiosos o axiológicos. «Los demócratas tienen que poner más énfasis en dar la palabra al americano medio, a los centristas de las zonas rurales y los suburbios, a los aficionados a las pistolas, a los hispanohablantes, a los bebedores de cerveza, a quienes esgrimen con orgullo sus biblias»Nicholas Kristof, «Time to Get Religion», The New York Times, 6 de noviembre de 2004. . Posiblemente eso no sea otra cosa que un fervorín poselectoral; en cualquier caso, va descaminado. No se trata de parecerse cada vez más a los republicanos, sino de articular respuestas propias que puedan creer esa compleja mayoría de estadounidenses que decide las elecciones.

Para eso, los demócratas van a tener que apurar algunos cálices amargos. Por ejemplo, la renuncia a los programas de acción afirmativa y al multiculturalismo. Aunque se evite con gran cuidado mencionarlo, los programas de acción afirmativa son discriminatorios. No se trata de desvirtuar su oportunidad histórica. Cuando se adoptaron en los años sesenta muchos entendieron que no bastaba con decir a las mujeres y a los negros (tras ellos vendrían otras muchas categorías sociales pidiendo la misma ración de árnica) que iban a ser iguales que los hombres blancos de la noche a la mañana, porque sus oportunidades de conjunto eran notablemente inferiores, pero reiterar lo mismo cuarenta años después es tan escasamente lógico como seguir culpando al colonialismo de todos los males que aquejan hoy a África. En la actualidad se gradúan en la universidad más mujeres que hombres; dos tercios de las mujeres dicen no estar interesadas por el feminismo; existe una clase media negra; los hispanos tienen una profunda diversidad interna; y los asiáticos trepan con rapidez por la escala social. Al entramado de la acción afirmativa hay que ponerle fecha de caducidad (sea la que fuere –un año, una década, un siglo–, porque lo importante es el principio) tras de la cual volverá a regir la estricta igualdad ante la ley.

El multiculturalismo poco tiene que ver con la diversidad o los derechos individuales. Estados Unidos es una de las sociedades más diversas del mundo presente y posiblemente va a seguir siéndolo mientras millones de personas sueñen con vivir en ella. En Estados Unidos el respeto por las tradiciones reales o inventadas que desean mantener los individuos está sancionado por la ley y defendido por los tribunales. No existen, por ejemplo, prohibiciones de llevar el velo islámico y los distritos escolares se ven a menudo desbordados por la exigencia de que los niños no anglos puedan seguir parte de su educación en su propia lengua. No es a esto a lo que deberían renunciar los demócratas, sino a la mojigatería de que no es posible distinguir entre culturas, de que todas valen lo mismo. Esto último no es cierto en lo que se refiere a la ciencia y la tecnología, campos en los que la cultura occidental, ilustrada, capitalista, abierta, moderna o como quiera que se la llame se ha mostrado capaz de los mayores avances. Exigir a todas las escuelas, sean del color que fueren, que proporcionen información rigurosa y objetiva es imprescindible si de verdad se quiere que todos los niños y niñas sin distinción puedan competir en igualdad de condiciones.

Sea ello signo de superioridad o no, esa misma cultura occidental, ilustrada, capitalista, abierta, moderna o como quiera que se la llame, ha mostrado una notable capacidad de reconocer errores y de integrar en instituciones democráticas al mayor número de gentes que haya conocido la historia. Exigir respeto a esas instituciones, facilitar un conocimiento crítico de la historia y evaluar responsabilidades, costes y beneficios del pasado dista mucho de pensar que tó er mundo é güeno, señorito.

Si culturas e identidades son en realidad mónadas sin ventanas, todas ellas inconmensurables, ¿por qué habría de ser más razonable que Estados Unidos siga siendo una sociedad abierta que las recientes propuestas de Samuel Huntington para que se excluya de la definición de estadounidenses todo aquello que no sea anglo o arioSamuel Huntington, Who Are We? The Challenges to America's National Identity, Simon & Schuster, Nueva York, 2004.? Todo esto parece abstracción, pero tiene consecuencias políticas claras. ¿Han de renunciar los demócratas a su orgullo de ser americanos, a la satisfacción de pertenecer a una sociedad próspera, abierta y democrática porque también en ella se hayan cometido numerosas tropelías? ¿Han de callar que el terrorismo global actual ha brotado dentro del islam y no exigir a la mayoría de los musulmanes que no comparten ni sus objetivos ni sus métodos que sean los primeros en denunciarlo? ¿Han de abandonar la idea de integración en las instituciones de las minorías étnicas y culturales, es decir, de que las naciones poderosas se construyen con metas compartidas por mayorías crecientes y no creando archipiélagos de isletas independientes? ¿Han de ocultar que Estados Unidos tiene que desempeñar un papel determinante en el mundo y que la hegemonía requiere poder blando, sí, pero también fuerza eficaz y determinación para emplearla cuando sea necesario? Son sus vacilaciones sobre estos otros valores, los valores cívicos, las que han generado desconfianza en buena parte del electorado y las que han llevado al partido demócrata a la situación actual. Es hora de sacar las consecuencias.

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