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La ciudad de la ironía

París no se acaba nunca

ENRIQUE VILA-MATAS

Anagrama, Barcelona, 233 págs.

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Casi al final de París no se acaba nunca, Enrique Vila-Matas (Barcelona, 1948) saca a colación el viejo dicho: «La experiencia es como un peine para un calvo». Y nos dice que la experiencia «suena siempre horrible, pero en la época en la que uno es joven todavía suena peor». Es comprensible que al escritor veinteañero que sobrevivía en una buhardilla la palabra «experiencia» le diera alergia. Aquel Vila-Matas de cafés parisinos, que mata las tardes dominicales como puede, es, ahora, la voz de la madurez que peina los recuerdos y enmaraña verdades y mentiras.

Tras Bartleby y compañía y Elmal de Montano, sigue transitando en su última novela por un noman's land, sostenido por su autobiografía, las voces de los escritores que en el mundo han sido y la reflexión sobre el acto de escribir. En este caso, las figuras que lo acompañan en su viaje al centro del aprendizaje literario son Marguerite Duras y Ernest Hemingway. La primera le alquila la buhardilla y le desliza una cuartilla con la fórmula para escribir novelas, como si de un receta médica se tratara: «Problemas de estructura. Unidad y armonía. Trama e historia. El factor tiempo. Efectos textuales. Verosimilitud. Técnica narrativa. Personajes. Diálogo. Escenarios. Estilo. ¡¡¡Experiencia!!! Registro lingüístico…». Treinta años después de que se le desplomara el mundo al leer aquellas instrucciones en la rue Saint-Benoît, Vila-Matas dinamita todos esos protocolos con el potente artefacto de la ironía. Su París autobiográfico se adapta al que evocó Hemingway: «no se acaba nunca». Cada dato biográfico, cada anécdota, cada situación, cada personaje, cada escenario marida con la ficción: el resultado es un hipertexto que pone en duda la identidad literaria de su hacedor. «¿Soy conferencia o novela?», nos interpela con tono jocoso. A quienes disfrutamos con los escritores del «no» bartlebyanos y sentimos algún síntoma de Montano, nos trae al fresco si lo que cuenta Vila-Matas es veraz o verosímil. En este lustro memorable, su literatura tiene trazos de secta, de una secta arracimada en los últimos reductos de lo literario que resiste numantinamente el acoso de la amnesia cultural y las hordas mediáticas. En sus últimas novelas, Vila-Matas aparece en la foto más calvo, pero sabe lo que vale el peine de la experiencia.

Ordenado en 113 piezas, como arrondissements de la imaginación, el París juvenil de Vila-Matas no se acaba nunca porque su cartografía literaria no tiene fin. No hay planteamiento, nudo y desenlace, sino una manera de cotejar lo real y lo azaroso. Un cuento de Hemingway como «El gato bajo la lluvia» puede deparar interpretaciones múltiples. «No me gustan los relatos como historias comprensibles. Porque entender puede ser una condena. Y no entender, la puerta que se abre», colige Vila-Matas.

La visión del mundo que abona su dominio literario alumbra situaciones con aire de déjà vu que el escritor administra sabiamente. Cuando visita el despacho de Trotsky en la casa de Coyoacán donde Mercader le asestó el pioletazo, Vila-Matas observa que cada objeto es real y conserva la misma situación que en aquella jornada luctuosa. Pero, a la vez, no puede evitar que el despacho le recuerde al que aparece en la película de Losey. La tentación de lo ficticio retrocede cuando lo real atrae la vista del escritor: una mancha en la alfombra; la sangre de Trotsky «todavía no limpiada del todo o no oscurecida lo suficiente por el paso del tiempo». Mientras reflexiona sobre cómo se hace una novela, mientras se plantea si seguirá el camino de Mallarmé o Rimbaud, Vila-Matas va dosificando «hechos», como su participación en el rodaje de Tam-tam, una película underground poblada de travestis. Desde su impostura sexual, el travesti aporta un paradójico suplemento de feminidad que es imitado por las propias mujeres y da pistas al joven escritor para salir con bien en sus lances con el otro sexo: la simulación, nuevamente, como guía para enfrentarse a la realidad.

Una vez atrapados en la red textual de Vila-Matas resulta difícil no ser cómplices de su juego. Hemingway humilla a un arrogante Malraux en el Ritz tras la Liberación y en ese mismo recinto el narrador, que se parece a Hemingway, acaba peleándose con su mujer. Un exiliado que trafica con hachís se enfunda un chándal de boxeo y se presenta al narrador como el escritor americano. El narrador le entrevista. ¿Absurdo? Nada de eso: «La ficción siempre ha sido ficción y hay que creer en ella cuando aparece con gracia», sugiere Vila-Matas. Jean Marais se comporta como Cocteau y el Quasimodo de Victor Hugo anida en Notre Dame. Sterling Hayden-Johnny Guitar vive a orillas del Sena… Por gris que sea la realidad, el París de Vila-Matas no se acaba nunca. Aunque dentro de veinte años ya no quede nieve en el Kilimanjaro, el autor barcelonés coincide con Benjamín en que «nada debe ser considerado perdido para la historia». Tras echarle un pulso a Hemingway y tomarle el pulso a Duras, al joven novelista le cortan la luz: la realidad parisina vuelve a ser lluviosa y fría. Pero la fiesta de la ficción, no nos cabe duda, recomenzará.

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