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De la «polis» a la «posmodernidad»

La caverna de las ideas

JOSÉ CARLOS SOMOZA

Alfaguara, Madrid, 432 págs.

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Heracles Pontor (lease Hércules Poirot, si se prefiere) es un descifrador de enigmas (léase investigador de crímenes) en la «polis» ateniense en la época de Platón. Al comenzar la novela, investiga la muerte del joven Trámaco ocurrida en circunstancias misteriosas. Le acompaña en su investigación un filósofo procedente de la Academia ateniense llamado Diágoras. Si Diágoras se refugia en el mundo de las Ideas para interpretar la vida (y la muerte) de Trámaco, HP prefiere los métodos deductivos más propios de Aristóteles que del maestro de la Academia. Los dos filósofos diálogan así en boca de sus seguidores y la «polis» ateniense revive con este diálogo su época de máximo esplendor.

Pero oscuros nubarrones se ciernen ya sobre este momento cumbre de la historia de la Hélade. El autor introduce a un nuevo personaje en su narración que le hace a Heracles una portentosa revelación: «Te juro, Heracles, que fuera de Atenas hay un mundo. Y es infinito». Lo que Crantor le dice a Heracles es que, más allá de las fronteras de las «polis» griegas, comienza el mundo de los pueblos bárbaros. Lo que no le dice es que esta barbarie ha penetrado ya en la misma Atenas, contaminando y corrompiendo a su juventud, y que los cimientos mismos de la «polis», en el momento álgido de su historia están siendo ya socavados por las doctrinas de distintas sectas que proclaman la regresión del hombre a su estado animal, donde prevalecerá el Instinto frente al éxtasis de la Idea o la fuerza de la Razón.

Pero el autor –nueva Penélope– teje y a la vez desteje esta hermosa fábula de la «polis» griega, al advertirnos que el texto, que supuestamente está traduciendo de un original griego, tiene una segunda lectura. Una lectura perfectamente prevista por los autores clásicos mediante el recurso a lo que ellos llamaban «eidesis»: «La eidesis es una técnica literaria inventada por los escritores griegos antiguos para transmitir claves o mensajes secretos en sus obras. Consiste en repetir metáforas o palabras que, aisladas por un lector perspicaz, formen una idea o un mensaje independiente del texto original». Es decir, dentro del texto –o historia– que el lector está leyendo se esconde una segunda historia que el autor-traductor –por medio de notas a pie de página-se encargará de advertir al lector.

Dentro del texto de la primera historia –la investigación criminal de Heracles Pontor en la Atenas de Platón-se encuentra agazapada una segunda historia, la de los doce trabajos de Hércules que se corresponden a los doce capítulos en los que se divide la narración. Se trata, naturalmente, de dos historias paralelas ya que la descomunal lucha contra la naturaleza y la barbarie –los trabajos– del semidiós griego será, en definitiva, la misma a la que acabará enfrentándose el investigador ateniense. La «eidesis» proporciona al lector perspicaz la solución al enigma desde las primeras páginas de la historia, anticipando así en muchos siglos algunos recursos de la novela negra de nuestros días.

Pero a media traducción el autor-traductor advierte que hay en el texto griego una segunda «eidesis» mucho mas inquietante que la primera porque se refiere a él mismo: «Estoy en el texto, Helena», le confiesa el autor-traductor a una amiga: «No sé cómo ni por qué, pero soy yo». En el texto griego que está traduciendo comienza a aparecer su propia imagen primero en la estatua de un traductor que cincela un escultor griego y después en múltiples referencias a su persona. A partir de este momento el traductor quedará irremisiblemente atrapado en el texto que él mismo está traduciendo hasta convertirse en personaje de la obra, ente de ficción en lugar de la persona de carne y hueso que había creído ser. Es el mismo «salto» –sólo que a la inversa– que había dado Augusto Pérez al visitar a su autor, Miguel de Unamuno, en su casa de Salamanca. Si a principios de siglo la modernidad –Pirandello, Unamuno– consistía justamente en borrar o desdibujar los límites que hasta entonces separaban la realidad de la ficción, la conciencia posmoderna constata desolada que ya no hay límites que borrar, que ya todos formamos parte de un mismo texto.

Según Platón, un texto literario para alcanzar la plena sabiduría, debe tener cinco elementos o niveles de percepción. El más elemental es el nombre de una cosa y el segundo su definición. El tercer nivel es la imagen de la cosa que debe surgir en el texto de forma totalmente independiente a su definición racional. La «eidesis» que antes hemos comentado respondería a este tercer nivel porque ofrece imágenes «desvinculadas» de su definición racional. El cuarto nivel sería el de la discusión intelectual del texto que precisaría de una voz «fuera del texto» que lo fuera interpretando (en este caso, el traductor y sus notas a pie de página). El quinto elemento o nivel de percepción sería el más platónico, el de la Idea en sí misma, el de la reducción del texto a una sola Idea que se haría presente en el texto. Es el acceso –casi teológico– a ese «quinto nivel» que propugnaba Platón lo que el autor de esta obra en último término cuestiona. Es decir, nunca ninguna obra podrá reducirse a una sola Idea o si se prefiere, nunca una obra podrá convertirse en Idea de sí misma. La polisemia sería justamente el elemento esencial del discurso literario.

En su novela La caverna de las ideas José Carlos Somoza nos traslada en un viaje de ida y vuelta, desde la «polis» de Platón hasta la «posmodernidad» en la que estamos instalados, o, si el lector lo prefiere, desde el principio de nuestra civilización hasta su final, porque algo tiene de «final» la época que estamos viviendo… Más aún, nos demuestra que para conocer este final debemos irremisiblemente remontarnos a nuestro «principio», porque en nuestro principio griego estaban ya contenidas todas las claves de esta hecatombe final que es la posmodernidad. Es justamente cuando Platón comienza a explorar las infinitas posibilidades del «logos» cuando nace eso que hemos dado en llamar civilización occidental. Y esta civilización entrará ya en su crisis definitiva en nuestro tiempo, a principios del siglo pasado. Si la modernidad se iniciaba con lo que muy bien podríamos llamar «la angustia del texto» (tal como hemos señalado en la Niebla de Unamuno), la posmodernidad sería la constatación del ser humano definitivamente atrapado en la telaraña del texto que él mismo ha ido creando. Somoza esboza así en su novela el principio y el fin de nuestra propia civilización, la razón de ser de nuestra grandeza y de nuestra propia miseria o quizás lo inseparablemente unida que la una está de la otra… Hacía tiempo que no leía una novela tan bella.

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Ficha técnica

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