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La palabra de los otros

LA CASA DE DOSTOIEVSKY

Jorge Edwards

Planeta, Barcelona

329 pp.

22 €

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Hay muchas formas de ingresar en una casa y dar cuenta minuciosa de los días y los hechos de sus moradores. Jorge Edwards prefiere dotar al lector de un guía autorizado, aunque sibilino, para recorrer el espacio mítico que titula su última novela, distinguida con el Premio de Narrativa Iberoamericana Planeta-Casa de América en su última edición.

Más guarida de monstruo que cobijo familiar, la casa en cuestión encarna el punto cero que implica todo inicio –todo relato, toda iniciación–, un corte arbitrario en el devenir temporal que abre, de par en par, un campo de posibilidades futuras. Desde los muros descascarillados de una vivienda en ruinas, figuración de la decadencia heredada por la juventud chilena a mediados del siglo XX, Edwards juega a reordenar «los escombros heterogéneos» que pueblan la habitación del protagonista para narrar con ellos las peripecias de una vida, las fantasías de una generación, el fin de una época.

Adepto a la crónica y sus circunloquios, Edwards desecha de entrada la coartada de la rememoración imparcial. Explicita, en cambio, el carácter constructivista y ficcional, mas no por ello falso, de la historia del Poeta, escritor imberbe pero con mayúscula, émulo extemporáneo de los poetas malditos, viajero entusiasta e inquilino de una suerte de Bateau-Lavoir transandino que reemplaza el Montmartre vanguardista de Picasso y compañía por un séquito fantasmático de voluntades artísticas que gira alrededor de la calle Huérfanos en Santiago de Chile durante la presidencia de González Videla.

La novela traza, desde sus primeras páginas, la topografía de un imaginario compartido: la ciudad de Santiago demarcada por los itinerarios y espacios de pertenencia de un grupo de jóvenes reunidos en torno a una pasión y a un apasionado: la poesía y el Poeta. El personaje innominado o, mejor incluso, que ha hecho del sustantivo común un nombre propio, es, a simple vista, el antihéroe principal de La casa de Dostoievsky, aquel cuya existencia y vaivenes seguiremos a lo largo del relato. Flanqueado con devoción por dos amigos de orígenes y destinos dispares, el Chico Adriazola y Eduardito Villaseca, el Poeta se desplaza por la capital chilena desplegando una ecología acorde con el afán rupturista y bohemio de la Generación del 50. El Parque Forestal y un puñado de cervecerías, clubes, librerías e instituciones varias son los puntos de encuentro privilegiados por los jóvenes que desean renovar, con programas diversos, las letras vernáculas del momento. Más que un campo intelectual consolidado, Edwards narra un mapa de afectos y predilecciones literarias que configura los «años ingenuos» de su propia juventud. Lejos de los ámbitos rurales y del criollismo de sus antecesores, los escritores aglutinados bajo la etiqueta acuñada por Enrique Lafourcade –José Donoso, Alfonso Echeverría y Claudio Giaconi, entre otros– actualizaron las formas narrativas locales; por su parte, los poetas –Enrique Lihn, Jorge Teillier, Armando Uribe Arce y Efraín Barquero, entre muchos más– se disputaron viejos y nuevos laureles. Como el mismo Edwards señaló en Adiós, poeta (1990) y refrenda en la novela, la posguerra marcó el «apogeo de una implacable guerrilla entre los poetas chilenos». El virulento combate entre los partidarios de Pablo Neruda, las huestes de Vicente Huidobro y los acólitos de Pablo de Rokha, popes de credos y biblias hostiles, no sólo procuraba establecer la piedra de toque de la versificación nacional, sino también el punto de apoyo y objeto ritual para un ulterior parricidio que propiciara la introducción de las nuevas camadas en el relato cultural del país. Lo que estaba en juego, de hecho, era el destino de la palabra misma: un diccionario, una retórica identitaria, una política de la lengua.

Los viajes del Poeta, sin embargo, no hacen hincapié sólo en la dimensión literaria del circuito urbano, pues enfatizan también un periplo cosmopolita que coincide con la vida de Edwards y el derrotero de su generación: Santiago, París, La Habana y, finalmente, de nuevo, Santiago. Estos espacios pregnantes, a veces estructurales y hasta estereotipados, comportan una esfera de sentimientos y de tópicos tradicionales que el autor no se priva de abordar: el origen y la preceptiva paterna, l’amour fou, la Revolución y la decepción, la dictadura y la escritura del fin. Los traslados del Poeta y sus respectivas estancias no tienen la misma consistencia narrativa. Valgan como ejemplo las páginas dedicadas a la década del sesenta parisiense, durante el boom y los fervores del barrio latino, que apenas logran mantener la atención del lector con las dificultades logísticas del deslucido amor del protagonista por su dantesca Teresa Beatriz. Más allá de las idas y vueltas de la pareja de amantes, es el desapego del narrador, su estilo aséptico, el que hace de esta línea argumental la menos lograda de la novela. Por otra parte, y ante la falta de densidad corporal en la prosa de Edwards, la ilegalidad del vínculo entre los personajes –la relación adúltera, asimétrica, prohibida– abona la apuesta central del texto y, como veremos más adelante, la poética subterránea de su autor: la construcción de una brecha marginal, un espacio propio pero compartido dentro de una zona céntrica.

La retahíla de nombres que atiborra la novela no es vana ni cándida. La enumeración es uno de los recursos que Edwards adopta a la hora de ensamblar el escenario magmático de los años cincuenta. Y lo hace con una maestría taimada que, mientras exhibe en apariencia una verdad incontrovertible, un relato sencillo, un discurso claro y distinto, esconde las operaciones estético-políticas que hacen de La casa de Dostoievsky una novela mucho más compleja de lo que simula su tono ligero. Como en toda serie, la enumeración de escritores, espacios y lecturas supone la coexistencia de múltiples criterios de selección que iluminan y resaltan algunos elementos en detrimento de otros, disponen sentidos y arman mundos. Edwards sabe que el concepto de «generación» carece de especificidad y es, por lo menos, inestable en términos teóricos. Es justamente ese saber el que le permite plantear un juego mixto, un cuadro de doble entrada: por un lado, mediante las listas y sus nombres, busca una imagen eficaz del entramado de sucesos, percepciones y anhelos epocales; por otro, multiplica sin cesar los disfraces del miembro honorario de La casa de Dostoievsky.

En otras palabras, el nombre del Poeta se silencia a fuerza de gritos. A diferencia de los lectores, los personajes de la novela, sus contemporáneos en la letra impresa, lo identifican sin inconvenientes y consolidan la continuidad de su personalidad. El narrador amnésico de Edwards, en cambio, mantiene la neutralidad ambigua de la mayúscula sin dejar de aludir a sus posibles nombres –Ernesto, Enrique, Armando, Heriberto, Eulalio–, a la vez que lo define como «nuestro poeta inexistente», o se pregunta si no será «un doble cuya versión original se [ha] extraviado» en los recovecos de aquella casa matriz. Recordemos aquí que, durante trescientas páginas, nadie lee al Poeta y todos hablan de él. Así como los nombres del Poeta se multiplican en el afán de ser muchos, de ser otros, a la zaga de Rimbaud –y la anómala edificación lo copia asumiendo rótulos distintos (la Casa de los Muertos, la Casa del Pintor Ronsard)–, la obra, el producto que lo habilita en su quehacer, se escamotea.

Si bien es cierto que el personaje principal está construido con el esqueleto real del poeta Enrique Lihn (1929-1988), coetáneo y compinche de Edwards, sabemos con creces que todo homenaje es una profanación, es decir, un modo de reapropiarse de (o de tornar disponible) un legado ajeno. Por lo pronto, los datos fácticos que puede relevar el lector informado sobre la figura del Poeta coinciden con la biografía de Lihn: las fechas de los viajes, el premio en Cuba, el título de su primer libro, los heterónimos, el encarcelamiento, la muerte de cáncer. La estética implícita del Poeta correspondería también a la innovación constante de Lihn, desde los poemas de La pieza oscura (1963) hasta la puesta performática de El Paseo Ahumada (1983), narrada sin demasiados afeites en la novela. Pero la operación de Edwards va más allá y mientras delinea, mediante un vacío fundante, las particularidades del huidizo Poeta, sobreimprime con el mismo gesto su propia silueta. No habrá que buscar, entonces, una única clave explicativa para este caso sin resolución posible, pero sí percibir que el Poeta es, en fin de cuentas, un palimpsesto de poetas y un modo de autofiguración del autor de La casa de Dostoievsky a través de los otros. Edwards sabe que no es necesario decir «yo» para narrar la propia historia. Que esta persona sea una máscara grata o repulsiva –de acuerdo con la etimología latina de la palabra–, que colocársela sea un acto legítimo o fraudulento, será sin duda objeto de debate, en el ámbito chileno, por parte de quienes se sientan usurpados, mal representados o, por qué no, vampirizados.

Para llevar adelante este relato sobre las discontinuidades de la identidad, La casa de Dostoievsky elige un narrador tan dubitativo como experto. Nunca se sabe, a ciencia cierta, qué sabe el narrador, ni qué omite con deliberación. Edwards modula las variantes de esta instancia narrativa con destreza y, sin marear al lector, la deja oscilar entre pronombres singulares y plurales para esbozar, al fin y al cabo, los contornos de una solitaria tercera persona –el Poeta– y un nosotros inclusivo –la Generación–. Al igual que este narrador partícipe y parcial, el lector debe seguir el rastro que dejan las versiones en pugna sobre la verdad de los sucesos referidos. La novela, por ende, propone un narrador que, en términos de Giorgio Agamben, no es, de forma cabal, ni un testis ni un superstes, ni un tercero que desempata la contienda con ínfulas salomónicas ni el superviviente que confía a ciegas en su vivencia personal para brindar el testimonio fiel de lo que vio. Una vez más, Edwards enuncia las preguntas que recorren su variada producción: ¿cómo narrar una experiencia? ¿De qué manera articular historia, biografía y ficción? ¿Puede el género novelístico reformular el canon poético? A diferencia de Los detectives salvajes (1998) de Roberto Bolaño, novela que para afrontar dichos interrogantes nos hacía escuchar un conjunto de voces encontradas, aquí no hay coros explícitos sino un discurso problemático cuya auctoritas está puesta en cuestión, cuando no su mismo contenido. La novela de Edwards demanda una escucha atenta a las modulaciones de esa voz constituida por un sinnúmero de rumores, por los restos de una experiencia colectiva. Se tratará, entonces, de aguzar el oído y escuchar el entusiasmo juvenil, el balbuceo y los dogmas, la charla infinita, la palabra de los otros. «Hoy no es demasiado difícil reconstruir la atmósfera de aquella conversación –afirma el narrador al respecto y yo subrayo–, […] pero no es tan fácil, en cambio, después de tantos años, de tantas décadas, recordar los temas precisos». En la tensión entre un verbo y el otro, en el intersticio abierto por esos límites, Edwards erige su proyección del período.

La novela, en suma, pone en correlación dos entidades tan imaginarias como reales y cuenta, mezclando pericia técnica con escenas de novelón, las tensiones entre una beligerante comunidad de pares –poéticos, sociales y políticos– y su ambivalente excepción, un hombre «ensimismado, distraído, ostentosamente ajeno a todo» que, por último, «decidió comprometerse en el momento peor, [el] más peligroso».
¿Y por qué la casa pertenece a Dostoievsky, y no a Baudelaire o a Vallejo? Quizá Dostoievsky aúne mejor que nadie, en su condición de antizarista, luego conservador, pero siempre idealista atormentado, dos componentes que fascinan a Edwards: la excentricidad y el despliegue subjetivo. Lo ruso de la novela reside, pues, no sólo en la predilección decimonónica por las lecturas adolescentes del Poeta, ni en las citas de Crimen y castigo desperdigadas en el texto, sino en la intensidad psicológica de esos personajes al filo del abismo que desbordan la obra del moscovita, parricida por antonomasia según papá Freud.

No sorprende entonces que reaparezcan en la novela esos maestros sin cátedra tan caros a Edwards. Son los extravagantes, los escritores secretos, los dandis, los provocadores: su tío abuelo Joaquín Edwards Bello –el inútil de la familia–, el legendario Juan Emar y, por supuesto, Heberto Padilla, el raro cuyo caso dividió para siempre las aguas de la izquierda latinoamericana, y a quien, nos recuerda el narrador, Emir Rodríguez Monegal describió como «un Stavroguin del trópico». El Poeta, desde ya, pertenece a esta estirpe ilustre y la decisión de relatar su vida impone un interrogante sobre la viabilidad y las características de semejante empresa: «¿Desde cuándo –nos pregunta el narrador– un personaje literario tan de los márgenes, una especie de vagabundo, casi un hippie […] podía contar con una biografía precisamente oficial?».

Es evidente que Edwards, a medio camino entre un aristócrata y un bohemio, un burgués asentado pero crítico de su genealogía, siempre se ha identificado con estos seres liminares y, como sostiene María del Pilar Vila, se ha permitido «a partir de su capital social, representarse como un desplazado, como un autoexiliado, como un outsider». El excéntrico, en efecto, es aquel que atraviesa espacios periféricos, que deambula por el centro sin patrimonio, el que resiste al margen y ahí se constituye. Siguiendo este modelo desde sus propios condicionamientos, Edwards ha hecho del destiempo el tiempo justo y de las posiciones intermedias un incómodo lugar de enunciación, como lo demuestran los dos libros que marcan, metonímicamente, su valor de uso en el campo literario hispanoparlante.

En abril de 1971, tras una estancia de cien días en Cuba, en calidad de funcionario del gobierno de Salvador Allende, y luego de tres horas y veinte minutos de una audiencia trasnochada y pedagógica con el mismísimo Fidel Castro, Edwards comienza la redacción de Persona non grata. Publicado en 1973, «ese libro, entonces, y todavía hoy, políticamente incorrecto, literariamente inconveniente y personalmente suicida», según lo definió el escritor Juan Jesús Armas Marcelo en 1998, selló la fama y el ostracismo de su autor. Criticado por la izquierda y por la derecha, el texto renovó las indagaciones sobre el poder político y sus vínculos con el discurso intelectual y la ficción, o, si se quiere, sobre la experiencia, sus mediaciones y la relativa autonomía de la praxis literaria. En esas páginas polémicas, Edwards construye la figura del diplomático como hermeneuta incauto: un animal político que, con sospechoso candor, prefiere reivindicarse, ante todo y ante todos, como escritor libertario, y acelera así su expulsión de la polis.

El 73 fue también el año del golpe militar en Chile y el de la muerte de Pablo Neruda, a quien Edwards dedica las memorias de Adiós, poeta (1990), reeditando el registro intimista y la exhibición pública del anterior escrito. Ambos libros son textos de crisis que conjugan el arte del retrato con el arte de la fuga. Edwards compone en ellos padres electivos cuyos mandatos e influencias cuestiona para crear, en segundo plano, su propio perfil. La referencia a estos hitos no es mera decoración bibliográfica. Por el contrario, los convoco como los convoca el autor en la novela. La casa de Dostoievsky es, de hecho, una reescritura de ambas obras (y éstas, quizá, los versos del Poeta que nunca llegamos a escuchar). En la memoria del lector subsiste una suerte de déjà-lu, una continuidad remozada con personajes, anécdotas y diálogos que ha leído en aquellos textos. Hay, por cierto, una compulsión a la repetición en Edwards, un regreso a las fuentes, a los episodios críticos que se inscriben en su obra. Presenciamos entonces, otra vez, el relato de la mujer que no leyó La amada inmóvil de Nervo pero sí vio su versión cinematográfica, contado con otros ropajes en Persona non grata, y asistimos a los estertores del Chico Adriazola, muerte calcada a la de Jorge Sanhueza, narrada en Adiós, poeta.

A través de la migración de material narrativo, Edwards no sólo vela los restos de la historia, sino que también la renueva en su misma repetición. Por consiguiente, pasa de «una novela política sin ficción», tal como caracterizó a Persona non grata, a una novela sobre la política de la ficción y el estatuto de la propia obra. Aquí escribir es reescribirse y reescribirse es estar vivo, producir «un excedente de perplejidad».

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