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Un gran empeño histórico y un desastre editorial

FELIPE II. LA BIOGRAFÍA DEFINITIVA

Geoffrey Parker

Planeta, Barcelona

Trad. de Victoria E. Gordo del Rey

1.383 pp. 39,50 €

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Pronto hará medio siglo desde que Geoffrey Parker contemplara por vez primera la letra de Felipe II. Y digo contemplar, y no ver, a tenor del encantamiento que el Rey Prudente parece haber echado desde entonces sobre el historiador inglés. Otros menesteres de su infatigable carrera oscurecen, sin embargo, en Wikipedia el señuelo que desde aquella fecha le ha guiado. Con todo, desde que en 1971 Parker puso fin a lo que un año más tarde iba a significar su irrupción en la historiografía sobre el Imperio hispano, la sombra de Flandes, y con él la del propio Felipe II, lo han perseguido, de una u otra manera, hasta hoy mismo. Aquel libro (The Army of Flanders and the Spanish Road, 1567-1659) versaba, en efecto, sobre la presencia del ejército español en los Países Bajos, sobre el camino –en sentido lato– que a trancas y a barrancas los mantenía unidos a España, y, en fin, sobre los aconteceres vividos entre el año de su eclosión sobre el teatro europeo de la guerra (1567) y su virtual liquidación como problema a mediados del siglo siguiente (1648). De los ochenta años que de forma canónica se imputan a dicho conflicto, treinta y uno corresponden al reinado de Felipe II, diez al de su hijo Felipe III y los restantes treinta y siete al de Felipe IV. No siendo, pues, el Rey Prudente su acompañante más asiduo, sí parece que, habiendo sido Felipe II principal fautor de aquel tinglado, su nombre ha quedado para siempre inculado a él, al igual que ha sucedido en otras muchas circunstancias del género. Parker quedaba así liado a Felipe II por más que hubiera pretendido evitarlo, lo que por voluntad propia tampoco sucedió; es más: recuerdo haberle escuchado presentarse a sí mismo en cierta ocasión como «admirador de Felipe II».

La pesquisa sobre aquellos hechos abrió ante el historiador inglés una panoplia de asuntos colaterales que contribuyen a explicar su trayectoria ulterior. Han ido compareciendo así en ella, de forma sucesiva, el interés por la llamada «revolución militar» coetánea; también el desarrollo de la propia revuelta holandesa entre aquel año de 1567 y su triunfo de facto ya en 1609; más tarde, el telón de fondo de la crisis general europea que se le superpuso (1598-1648), etcétera. Trufada con estos relatos, asoma una y otra vez Felipe II ya en forma de biografía tout court (1979), como responsable (político y militar) de la Gran Armada (1988), o, en fin, como diseñador de una gran estrategia en línea con otros no menos conspicuos hacedores de imperios (1998). Parker disfrutó entonces dando entrada a homólogos más o menos próximos del Rey Prudente: Julio César, Harry Truman, Winston S. Churchill, Carl von Clausewitz, Charles de Gaulle, Lyndon B. Johnson… landes se antoja por momentos un Vietnam. Tal querencia ha disminuido un tanto en esta ocasión.

Tras ello habría llegado la hora de reunir todo lo que de sí pueden dar un hombre y su tiempo. Y de este modo, en 2007, a sugerencia de su editora española, Parker se puso a la tarea. No estamos, pues, ante una traducción al uso, sino ante un encargo específico para el mercado hispano. Hasta donde mi conocimiento alcanza, no hay, a día de hoy, versión alguna en lengua distinta de ésta.

Un despliegue de casi mil cuatrocientas páginas no resulta fácil de componer. Es inevitable, por ejemplo, que la lectura de este Felipe II desprenda cierto aire de material déjà vu, pues no cabe duda de que el autor, como no podía ser de otra manera, ha venido agregando piedra sobre piedra a un discurso no concebido justamente para esta ocasión. La cita de El diablo cojuelo que abría el prefacio de su primer Felipe II lo hace también ahora. En ambas ocasiones la obra está dedicada a John Elliott. Respecto al texto en sí, Parker ha refundido, como he dicho, cuanto le ha sido posible de su inmenso caudal informativo, añadiéndole desde luego piezas inéditas. Se perciben estas últimas, por ejemplo, en la cantidad de datos nuevos relativos al entorno más inmediato del monarca: sus aficiones, su religiosidad, la vida familiar… Parker muestra aquí lo mucho que puede deparar la documentación más próxima a la persona real que, por fortuna, el conde-duque de Olivares decidió un día apartar para sí. También en cuestiones de radio mayor encontrará el lector sustanciales incrementos de patrimonio, como sucede a propósito del caso de Antonio Pérez o en el de don Carlos.

A diferencia del anterior Felipe II, más fragmentado, el autor ha organizado éste en cuatro grandes apartados cronológicos, intercalando tras el primero («El umbral del poder: 1527-1558») una cuña titulada «El rey y su mundo», en la que repasa los ámbitos más directamente personales del monarca («La mesa de Felipe II»,  El rey y su Dios», «El rey se divierte»). Luego continúa troceando los restantes cuarenta años del reinado de Felipe II en las tres partes que conducen a 1598. La muerte del rey sucede en la página 952; pero hasta la 1.383 todo sigue siendo toro… Parker regala un «Epílogo», dos «Apéndices», una «Cronología» y trescientas cincuenta páginas de aparato bibliográfico y documental que convierten a este Felipe II en una suerte de impagable vademécum filipista. Hay, pues, un relato de novecientas cincuenta páginas, y tras él un companion book acaso no menos valioso; hay, por decirlo de otra manera, una biografía de Felipe II y una gentil invitación a continuar, si cabe, cuestionándose sobre el personaje y su época. Y es que, por difícil que pueda parecer, quedan todavía lagunas, o zonas donde acaso la atención debiera haber sido mayor. Apunto una: los sucesos habidos en el último medio año de la vida del rey, en el que se producen acontecimientos tan trascendentales como la firma de la paz con Francia o la desmembración de los Países Bajos del cuerpo de la Monarquía. Es dudoso que ello pueda ventilarse en página y media.

Llamo también la atención sobre el epílogo, en especial sobre el apartado que lleva por título «Una herencia problemática», en el que Parker trata de responder a la incómoda pregunta sobre el «éxito o [el] fracaso» del reinado de Felipe II, cuestión que a Henry Kamen parece habérsele antojado «inútil». Estoy con el primero en que el balance puede y debe hacerse, lo mismo que en el hecho de no echar en saco roto lo que en aquellos años se pensó al respecto («Deberíamos hacer como ellos», propone Parker). Aunque la traducción no es precisamente un modelo de claridad, la cosa pudiera formularse más o menos así: «Los ministros más destacados de Felipe comenzaron a desesperarse de que su Monarquía había llegado a ser indefendible». Ilustrada con las palabras, mucho más finas, de don Cristóbal de Moura en 1596, vendría a ser: «Quanto más tomamos, más tenemos que defender y más nos dessean tomar». En el mismo año decía, por su parte, don Martín de Padilla, esponsable de las fuerzas navales de Felipe II: «No ay poder que baste a sustentar guerras continuas, y es así que al mayor monarca le ymporta más concluyr con brevedad las guerras». El tamaño del Imperio aparecía así como su mayor debilidad. Mayor y, por consiguiente, primera. Pero era inevitable. Los Estados propendían entonces al ensanche del territorio, de su particular Lebensraum, siendo los únicos límites que se reconocían a dicho proceso los representados por los poderes vecinos. En germen todavía una formulación teórica y diplomática del equilibrio europeo, quedarse atrás en la carrera podía significar, sin embargo, enfilar el camino de la tan temida pérdida de reputación, concepto basilar en las relaciones entre los Estados. El esquema quedaría, sin embargo, incompleto de no agregársele el vector confesional, religioso. Felipe no se movía sólo por el interés dinástico. Ni en él ni en sus sucesores podía tenerse por artificio su apelación a la defensa del catolicismo y a lo que éste significaba. Ello podía desviar, en cualquier caso, el foco de atención, con resultados que se demostraron funestos. En 1595, por ejemplo, el rey seguía impertérrito en su voluntad de «posponer todas las cosas al punto de la religión». Y en el mismo documento que manejo, a escasos días de que el Papa concediera el visado de entrada en la Iglesia católica al rey de Francia (bien conocido por sus previos bandazos confesionales), Felipe se mostraba por completo descolocado ante la eventualidad de que tal cosa pudiera suceder:

el otro caso contrario, con que tanto nos han amenazado, de admitir y absolver el Papa al de Bearne, no lo quiero presuponer porque no lo puedo creer ni esperar de Su Santidad, a lo menos sin grandes preparaciones que precediesen para asegurarse de él y assegurar el resto de la Christiandad, y a mí en particular por los yntereses de ella y los de mis reynos y estados. Y así en este punto no ay para qué gastar palabras ni tiempo por ahora, pues le ay, quanto más no se creyendo que se aya de venir a ello.

Más papista que el papa, el rey censura que pueda actuar no sólo en perjuicio propio, sino tambreién ajeno, erigiéndose así en guardián de las esencias católicas frente al mal uso que de su oficio pudiera hacer el pontífice. Uno tiene la sensación de que Felipe –y otros como él– se comportaban a la sazón como si el tiempo no hubiera erosionado la arquitectura ideológica en la que unos y otros habían sido criados. Su décalage mental afectaba incluso a la comprensión y aceptación del lenguaje político que circulaba por las cortes europeas. Para un buen número de católicos no era posible entrar a considerar la idea de un equilibrio europeo si uno de los platillos de la balanza no guardaba la deseable homogeneidad (católica, por supuesto).

Lo más peligroso de esta situación era, no obstante, su traslado al plano de la toma de decisiones: era fácil apuntar al objetivo equivocado. Y todavía más grave que algunos señalaran el error, a pesar de ser católicos. Don Juan de Silva, conde de Portoalegre, portugués como Moura, señalaba al respecto en 1597: «La reputación de un rey de España se puede mantener sin ganar a Londres, y no se puede conservar ni recuperar perdiendo a Lisboa en la forma que se perdió Cádiz»«Cartas do conde…», British Library, manuscritos, Add. 20.929, f. 104 v. . A un año de la muerte de Felipe II, don Juan temía que Lisboa fuera víctima de una segunda edición del asalto sufrido por Cádiz, poniendo al propio tiempo en solfa los remakes de la Armada a que por entonces se aplicaba su gobiernoEdward Tenace, «A Strategy of Reaction: The Armadas of 1596 and 1597 and the Spanish Struggle for European Hegemony», The English Historical Review, vol. 118, núm. 478 (septiembre de 2003), pp. 855-882. . El tiempo acabaría dándole la razón. Ni Felipe II ni su hijo pondrían jamás pie firme en Inglaterra. Con los ojos puestos en un objetivo inalcanzable, tanto el uno como el otro tampoco fueron capaces de prestar la debida atención al despliegue holandés e inglés por el Pacífico, que, de nuevo, sí preocupaba, y mucho, a don Juan de Silva. Él sí demostraba tener los ojos puestos donde era menester. El tiempo acabaría dándole la razón también en este particular.

Concluyo. Incluso sin el aditivo del mesianismo católico, la monarquía de Felipe II se habría visto a sí misma con recursos en principio suficientes para iniciar una carrera que cualquier otro Estado hubiera, en sus mismas condiciones, emprendido también. Es sintomático, sin embargo, que a su término se encontrara en guerra, y de forma simultánea, con tres formaciones políticas con las que cuarenta años antes se hallaba en paz (Francia, Inglaterra y las Provincias Unidas). No lo es menos que, en los tres casos, y de una forma u otra, la diferencia religiosa pesaba más que cualquier otra. El declive de la monarquía hispana que por entonces asomaba corría en paralelo con las trayectorias opuestas de Inglaterra y las Provincias Unidas. Éstas y aquélla se movían, no obstante, impulsadas por el mismo vector, a saber, la ampliación de su particular Lebensraum. A. J. P. Taylor expresó con estos términos el «inescapable dilemma» por el que transitaron tal clase de imperios: «Aunque el objetivo de erigirse en un gran poder consiste en ser capaz de acometer una gran guerra, el único modo de mantenerse como un gran poder es no emprenderla, o hacerlo a escala limitada»A. J. P. Taylor, The Origins of the Second World War, p. 15 (aunque la edición original es de 1961, mi cita se corresponde con la de Penguin de 1991).. A Felipe II le habría tocado entonces ser uno más de los que se toparon con el dilema.

Geoffrey Parker firmó la introducción de este Felipe II en Columbus, Ohio, el 13 de septiembre del año 2009. Se cumplían ese día cuatrocientos once años de la muerte del rey. Un año después, en septiembre de 2010, aquellas mil cuatrocientas páginas estaban listas para ser presentadas en sociedad. La premura no es buena consejera; y, en el caso que nos ocupa, el tránsito editorial sufrido –se verá que nunca mejor dicho– por el manuscrito lo ha convertido en un producto capaz de batir todos los récords o rankings de mala práctica en lo que se refiere a traducción, ortografía, sintaxis, etc. Confieso no haber tenido entre manos libro tan chapucero como éste. Mal favor se le ha hecho a Parker. Injusto trato. Tampoco merecemos los lectores el vapuleo que a cada trecho nos propinan los fautores del entuerto. Es difícil saber por dónde empezar el catálogo. ¿Acaso por las simples faltas de ortografía? Los acentos parecen haber sido lanzados por aspersión: aquí sobran, allá faltan: traté/trate; él/el; álter/ alter; éstas/estas; está/esta/ésta; dejo/dejó. Véase en la página 709, por dos veces, «ójala». Dios, salvo enérico, reclama mayúscula (y no se alegue doctrina reciente de la Real Academia Española porque, sencillamente, no es creíble): he recogido al menos ocho casos. «Ambas monarcas», referido a Felipe II e Isabel I (p. 597), constituye otra tropelía más. No «se sentí»: «se sentó» (p. 907); no «agosto»: «gasto» (p. 815). La ortografía inglesa juega malas pasadas: arrival no deviene en arrivada sino en arribada (p. 143).

Las traducciones constituyen otro epígrafe no menos vergonzoso. «Felipito pasó la infancia sin un padre» («without a father», p. 44); de la misma manera que «worst of all» será, en principio de frase, «Lo peor de todo» y no «Peor de todo» (p. 507). «Two others» (p. 1.013) no es «dos otros», sino «los otros dos». Hay, no obstante, perlas de mayor calado. Las expresiones inglesas «half sister» o «half brother» aluden, tal como certifica el Shorter Oxford Dictionary, a «A brother [o a una sister] by one parent only». Nuestro Diccionario de la Real Academia lo corrobora: «Hermanastro, tra: Hijo de uno de los dos consortes con respecto al hijo del otro» (en primera acepción). Como segunda admite, cierto es, «medio hermano». Pero admítase de igual modo que, tanto en el lenguaje común como en el histórico, a Margarita de Parma se la ve de uno u otro modo siendo «hermanastra» antes que «medio hermana»; este vocablo vence no obstante al primero –que también comparece– por goleada. Si hay «hijastros» (p. 432) y «madrastras» (p. 431), deberían también circular los hermanastros y las hermanastras. En la página 472, para terminar, aclarada la paternidad de Margarita, se concluye, sin embargo, llamándola «hermana».

¡Qué decir de la toponimia o de la antroponimia! Confieso no saber qué es más chocante, a saber, si la discutible adopción de un criterio o la oscilación caprichosa, por aspersión de nuevo. ¿Gravelinas o Gravelines? ¿Zelanda o Zelandia? ¿Mechelen o Malinas? ¿Vlissingen, Flesinga o Flushing? ¿Finale Ligure o Finale Liguria? ¿Harlem o Haarlem? (en la misma página) ¿La Rochela o La Rochelle? ¿Germanya, German´ya o Alemania? El uso común aconseja hablar de La Florida y no de Florida. Desiderius Erasmus (p. 37) pasa a Erasmo en la página 48. Bucephalus es más conocido entre nosotros por Bucéfalo, desliz que me permite maliciar que la traductora no se sabe el nombre del caballo de Alejandro Magno. Traducciones desafortunadas no faltan, llegando a lo incomprensible: «Don Juan y su ejército  reciente» (por aumentado); «De acuerdo con su costumbre, el rey no había revelado su inteligencia superior» (p. 544). «También instó [Alba] en que encargue la regencia a Espinosa»; «Alba sugirió que Felipe II debía llevar a todo su familia consigo». Los afectados en Nueva España por la quiebra de 1575 merecen algo más que la etiqueta de «tenderos» (p. 525). Felipe II revisó un largo memorial en el que el ayuntamiento de Madrid proponía la creación de calles «muy principal y vistoso». Me quedaré con las ganas de saber qué se encierra bajo «desí molas» (p. 655). O qué decía el original que, traducido (?), se convierte «no sin gran sospecha de bocado» (p. 396).

No todo es, sin embargo, imputable a la traductora. El revisor técnico (figura como tal Santiago Martínez Hernández) tampoco ha hecho sus deberes. Todavía no salgo de mi asombro tras haber leído en más de media docena de lugares la versión Consejo de Trublas por Council of Troubles, en referencia al Tribunal de los Tumultos erigido por Alba en los Países Bajos durante su gobierno. Intolerable. Y hay más. El Consejo Escogido (así, con mayúsculas) formado por Felipe II durante su estancia en  nglaterra (p. 127) no es otro que un «select council or council of state» (así, con minúscula) que la bibliografía sí reconoceDavid Loades, Mary Tudor. The Tragical History of the First Queen of England, The National Archives, Richmond, 2006, p. 145.. Nunca las remesas de dinero a Flandes pudieron llegar a un millón de ducados al mes (p. 580), como demuestra, por otra parte, la tabla incluida nueve páginas más adelante. Sigo sin encontrar explicación al sistemático uso del acento sobre una consonante como la y, por más que ésta, en la grafía del siglo XVI, se utilice como i latina. La tarea del revisor técnico debería asimismo permitir al lector enterarse de cuál era el sentido de la reivindicación de los españoles que en 1591 se echaron a las calles de Ávila y otras ciudades invocando la «constitución antigua» (p. 886). Una mala traducción y la ausencia de explicación hace que el esfuerzo fiscal de las ciudades de Castilla acabe volviendo a ellas («se devolverá», p. 590). Sancho de Ávila no es otro que Sancho Dávila (p. 726). Una pena. Una pena que, con todo, el lector deberá sufrir, pues no es recisamente Parker quien merece semejante trato.

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