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Después de Babel: Barcelona

La aventura del tocador de señoras

EDUARDO MENDOZA

Seix-Barral, Barcelona, 352 págs.

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Entiendo que la publicación de esta novela es el primer homenaje que se rinde a Enrique Jardiel Poncela en el año centenario de su nacimiento, suceso que tuvo lugar el día 15 de octubre de 1901 en una casa de la madrileña calle de Augusto Figueroa. Pero debo añadir que Eduardo Mendoza ya se lo ha venido rindiendo al gran Jardiel –a lo mejor hasta sin saberlo– desde que publicó Elmisterio de la cripta embrujada (1979) y El laberinto de las aceitunas (1982), y conste que sólo hablo de libros suyos que he leído: el homenaje tal vez sea mucho mayor de lo que aquí anoto. Y a quien crea que quiero lucirme con una boutade, le bastará leer, o releer, las desopilantes Siete novísimas aventuras de Sherlock Holmes (también publicadas por el propio Enrique Jardiel Poncela bajo el título Los treinta y ocho asesinatos y medio del castillo de Hull) para darse cuenta de que hablo completamente en serio.

Sin embargo, quede bien claro antes de seguir, que no estoy postulando que Eduardo Mendoza copie a Jardiel, ni que lo imite. Sencillamente se mete por la brecha abierta por él y a partir de ahí discurre a su aire. Y a pesar del mucho nonsense (¿o será noseny, tratándose de un catalán?), a pesar del mucho fuego de artificio verbal, por detrás y por debajo de su prosa se recorta la silueta de una sociedad, se articula de modo tácito una crítica histórica y sociológica. Nada semejante podría afirmarse de ninguna novela de Enrique Jardiel Poncela, con la posible excepción de su desencantada Tournée de Dios, y aun así con muchísima cautela. Dicho sea de paso, ya alguien debe haberlo señalado –pero por si no, lo señalo aquí–: la «Advertencia importantísima (que no hace falta leer)» con que se abre esa novela, es un claro ancestro del «Tablero de Dirección» que inaugura Rayuela. Cortázar, sí, un atento lector de Jardiel.

Hechas estas dos aclaraciones, vaya por delante que La aventura del tocador de señoras es una novela asimismo desopilante y que demuestra «de modo irrefutable», vamos a decirlo con palabras de su autor, «que el agua de un río nunca pasa dos veces por el mismo punto, salvo en el Llobregat» (pág. 31). Asistimos en ella, como en las otras dos novelas de esta ya casi saga –vide supra–, a idéntica suspensión y sustitución total de la llamada realidad real, la del día a día, por el sencillo procedimiento de su caricatura, su parodia y su desbarajuste. Con la notable consecuencia de que a veces es imposible distinguir la una de la otra. Hay un personaje identificado como «el alcalde de Barcelona», en plena campaña electoral, que es la mejor prueba del método. He aquí una cita suya: «La campaña electoral, huelga decirlo, va viento en popa: según las encuestas, si consigo que aumente un poco la abstención, saldré elegido con el voto de mi mujer y el mío» (pág. 223). Conozco personalmente a un personaje público que se le parece como si fuese su hermano gemelo y lo he tenido presente durante toda la lectura, como piedra de toque de su fiabilidad: sacó sobresaliente.

Creo que es pertinente traer aquí a colación unas palabras, sabias como suyas, de George Steiner en Despuésde Babel: «El lenguaje es el instrumento privilegiado gracias al cual el hombre se niega a aceptar el mundo tal y como es. Sin ese rechazo, si el espíritu abandonara esa creación incesante de anti-mundos, […] nos veríamos condenados a girar eternamente alrededor de la rueda de molino del tiempo presente. La realidad sería (para usar, tergiversándola, la frase de Wittgenstein) "todos los hechos tal y como son" y nada más. El hombre tiene la facultad, la necesidad de contradecir, de desdecir el mundo, de imaginarlo y hablarlo de otro modo». Esto es lo que hace Eduardo Mendoza: y mediante la construcción de un mundo en apariencia paralelo, desvela «los hechos tal y como son».

Contar el argumento de su novela es, en este caso, una tarea no imposible pero sí contraria a la ética más elemental que debiera respetar cualquier crítico. Porque todo es «argumento» en La aventura del tocador de señoras, de tal manera que su explicitación ocuparía casi tantas páginas como el propio relato y le restarían a su lectura uno de los mayores placeres que nos depara: la sorpresa continua ante la invención de episodios y la urdimbre de la acción. Tan sólo dejaría en pie –aunque no sería poco– la descacharrante prosa de la que hace gala Mendoza, con un virtuosismo que, en ocasiones, recuerda los más lúcidos epigramas de Groucho Marx: «Las relaciones conyugales son complicadas, sobre todo entre marido y mujer» (pág. 147). Valga éste como botón de muestra.

Confieso que el Eduardo Mendoza que más me gusta es el de La verdad sobre el caso Savolta y el de un libro suyo casi secreto y ninguneado en su bibliografía oficial: NuevaYork (Destino, 1986). Pero también me es forzoso (y gozoso) confesar que con los libros de su otra tesitura, y en especial con esta Aventuradel tocador de señoras, lo pasé requetebién.

Leerlos me retrotrajo a los días en que me desvirgaba como lector, en que descubría el puro placer de la lectura. Por eso mismo no le acepto a su protagonista y narrador el jocoso argumento de que echa mano cuando dice no haber visto nunca, «ni siquiera en los más críticos bretes, […] pasar ante mí mi vida entera como si fuera una película, lo que siempre es un alivio, porque bastante malo es de por sí morirse para encima morirse viendo cine español» (págs. 329-330).

No se hace justicia Mendoza, o bien escribió las líneas precedentes guiñándonos un ojo: fishing for compliments (a la caza de cumplidos), que dicen los anglosajones. Ojalá pudiera uno morirse viendo semejante cine español como esta novela de Mendoza. Aunque no sé, no sé: leí alguna vez que una de las muertes más dolorosas es la que produce un ataque de risa.

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Ficha técnica

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