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Años interesantes de un comunista Tory

Años interesantes. Una vida en el siglo XX

ERIC HOBSBAWN

Crítica, Barcelona, 412 págs.

Trad. de Juan Rabasseda-Gascón

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¿Tienen biografía los historiadores? La pregunta, nada banal, la formuló Miguel Artola en el homenaje a uno de ellos, Manuel Tuñón de Lara, que sin duda merecía una respuesta afirmativa. Lo importante, entonces, era poner de manifiesto que se trataba de un caso excepcional. Porque lo habitual es que la vida de un historiador, dejando de lado los avatares familiares, se limite a su carrera académica: es decir, que pueda contarse sólo con la mención a los maestros y los centros en los que estudió y el recordatorio de las investigaciones, las publicaciones y los puestos académicos que figuran en su currículo. Al menos, ésa ha sido la pauta desde el momento en que la historia se convirtió en una disciplina académica plenamente institucionalizada, y el profesional de la misma se transformó en un observador, más o menos neutral, de las vidas ajenas. De forma que sólo acontecimientos de especial gravedad que se escapan a la voluntad de los estudiosos (como la Segunda Guerra Mundial o, en el caso español, la Guerra Civil) han podido alterar el tranquilo paso del tiempo y provocar cambios sustanciales en sus biografías.

Afortunadamente, no todos los profesionales han vivido con la misma intensidad los efectos de la institucionalización de la historia. De hecho, algunos consiguieron disfrutar de «una vida propia», algo casi tan difícil de alcanzar como aquella «habitación propia» que reclamaba Virginia Woolf. Eric Hobsbawm fue, y a sus ochenta y seis años sigue siendo, uno de ellos. Lo fue, en primer lugar y de forma parecida a Tuñón, por su vinculación a la lucha política en el seno de la familia comunista. Pero hay además otras causas que ayudaron a que su vida no quedara encerrada en los muros de la academia. Baste señalar su pertenencia a una familia judía centroeuropea, con lo que eso significaba en el período de entreguerras, o su condición de estudiante en un par de países y más tarde de profesor itinerante en las principales instituciones académicas de dos continentes; y también sus amistades y actividades extra-académicas (en especial, el jazz), de las que da cumplida cuenta en este libro. Si a ello unimos la longevidad de un historiador nacido en el año de la Revolución rusa y aún activo a comienzos de la nueva centuria, el resultado es que esa «vida propia» se ha convertido en algo a lo que aspiraría todo profesional de la historia: en la biografía de un auténtico testigo del siglo XX; de un siglo que el propio Hobsbawm definió hace años como «el siglo corto», pero que ahora prefiere recordar como el «más extraordinario de la historia universal».

Es esa trayectoria la que recoge su última obra, un relato autobiográfico publicado en inglés hace un año y que en poco tiempo ha sido traducido a un buen número de idiomas. Por supuesto, la autobiografía de Hobsbawm no tiene mucho que ver con las memorias autojustificativas de los políticos y otros personajes conocidos, deseosos de dejar constancia de su paso por la escena pública; en buena medida porque quien la escribe ha sido un espectador, aunque fuera un espectador privilegiado, y no un actor de los acontecimientos importantes del siglo. Pero tampoco se corresponde con el género más privado de las confesiones, del que le aleja tanto el escaso interés por relatar los aspectos estrictamente personales de su biografía como el confesado deseo de no herir las sensibilidades de otras personas aún vivas.

¿A qué tipo, preguntará entonces el lector, se puede asimilar el libro? Aun sin ser experto en la evolución de la «narrativa del yo», quizá podría contestar colocándolo en un punto medio entre los que, a mi juicio, son los dos modelos del género, al menos en su versión moderna: la satisfecha exaltación de la propia trayectoria vital, que caracteriza al Goethe de Poesía y verdad , y el dolorido relato de errores y sufrimientos presente en los escritos autobiográficos de Rousseau. Del primero, Hobsbawm parece haber heredado aquello que más cuadra con su temperamento de historiador: la necesidad de reconstruir la propia biografía a la luz de los acontecimientos exteriores que han contribuido a configurarla; pero también se asemeja al modelo en la notable complacencia consigo mismo que le permite hablar sin mucho pudor de sus éxitos o definirse, ya en los años cincuenta, como «un astro en ascensión» en la comunidad de los historiadores marxistas. En cambio, del segundo podría proceder la sensación de fracaso, no profesional pero sí político, y una cierta incomodidad a la hora de hacerle frente, aun desde la actual posición de historiador «anciano y escéptico», como él mismo se define. En último extremo, entre los dos polos, la balanza se inclina más hacia el primero que hacia el segundo, por lo que acaba teniendo un mayor peso el reconocimiento del triunfo profesional que la aceptación del fracaso político.

LOS AÑOS DE FORMACIÓN

Dedicadas a la infancia y adolescencia del autor en Viena y Berlín durante los años de la primera posguerra, las primeras cien páginas son sin duda las más personales que Hobsbawm haya escrito nunca, aunque no resulten especialmente brillantes como reconstrucción literaria de un período convulso y que ha dado lugar a relatos mucho más atractivos. Baste recordar, para que salte a la vista la diferencia, la visión de esas mismas décadas que nos transmite Elias Canetti, quien por cierto compartió con Hobsbawm algunos rasgos vitales –la temprana muerte del padre, las aficiones literarias de la madre, el aprendizaje itinerante o la dependencia de una familia judía de comerciantes centroeuropeos–, e incluso manifestó gustos parecidos, en especial la admiración sin límites hacia Karl Kraus Los tres tomos de la Historia de una vida de Elias Canetti (La lengua salvada, Laantorcha al oído y El juego de ojos) acaban de ser reeditados en el volumen segundo de sus Obras completas (Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2003)..

Pero en nuestro caso el asunto no es la reconstrucción de una época –algo para lo que, se diga lo que se diga, los historiadores no están especialmente capacitados–, sino la justificación de un recorrido vital. Lo que a Hobsbawm le interesa es explicar cómo un huérfano judío, aunque de familia no practicante, recaló en la política, y más en concreto en una organización estudiantil, la Sozialistischer Schülerbund, que pronto acabaría vinculada al Partido Comunista. ¿Qué otra cosa podía hacer, viene a decirnos, en la atmósfera de crisis que se vivía en Berlín en vísperas de la llegada de Hitler al poder? «Vivíamos en el Titanic, y todo el mundo sabía que iba a chocar contra el iceberg. La única incertidumbre era qué iba a ocurrir cuando esto sucediera. ¿Quién traería un barco nuevo? Resultaba imposible mantenerse al margen de la política» (pág. 63). Una explicación en la que, por supuesto, es difícil no ver la mezcla entre los sentimientos del adolescente y la racionalización del historiador anciano que ha escrito en su Historia del sigloXX abundantes páginas sobre la «Era de las Catástrofes».

A la veta política se sumó pronto, aunque ya en Inglaterra, la inquietud intelectual, enfocada al menos en un primer momento hacia la literatura. O, más en concreto, hacia una determinada interpretación de la literatura que compartían ya entonces los otros historiadores marxistas de su generación. De lo que se trataba era de analizar los textos literarios y, en general, las creaciones artísticas, de acuerdo con el esquema marxista, que en su versión más simple puede reducirse a esta pregunta: «¿cómo se relaciona la superestructura con la base?». Desde aquí, el salto a la historia era casi inevitable; y una beca para estudiar en Cambridge, donde cayó bajo la influencia del historiador económico Michael M. Postan, lo convirtió en realidad.

Pero la historia, en la que Hobsbawm descolló pronto, primero como estudiante y tras la guerra como joven profesor, no le hizo olvidar su compromiso político. En 1936, «el Partido era, desde luego, mi pasión principal» (pág. 112), a pesar de que ya entonces tuvo que reconocer que las tareas de propaganda y organización a las que estaba obligado un comunista –y más quien aspirara como él a convertirse en un «revolucionario profesional»– no eran su fuerte. Debido precisamente a ese escaso interés por las actividades rutinarias propias de un militante, la actividad profesional acabó siendo el terreno en el que se concretó su compromiso político; y la Agrupación de Historiadores del Partido Comunista (a cuyas actividades, escasamente mencionadas en este libro, dedicó Hobsbawm hace años un conocido artículo Eric J. Hobsbawm, «El Grupo de historiadores del Partido Comunista», Historia Social , 25, 1996 (II), págs. 61-80. Todo ese número está dedicado a un homenaje a Hobsbawm, y representa por ello la mejor fuente en castellano para el conocimiento de su obra.), primero, y más tarde la revista Past and Present se convirtieron en los lugares de ejercicio del mismo.

EL HISTORIADOR MÁS CONOCIDO

Todo aquel que escriba sobre Hobsbawm acabará tropezando inevitablemente con algunos tópicos. Uno, ya mencionado pero sobre el que tendremos que volver, es su mantenida militancia comunista; otro, su afición por el jazz. Como confiesa nuestro personaje, la imagen que de él tiene la mayoría de los periodistas que lo han entrevistado es la de «un profesor al que le gusta el jazz y que permaneció en el Partido Comunista más tiempo que la mayoría» (pág. 204). Pero hay un tercer tópico que ha ido ganando en importancia en los últimos años: además de lo anterior, Hobsbawm es el historiador más conocido en el mundo. Dando por buena esa valoración, no estará de más preguntarse cuándo y cómo llegó a una posición tan privilegiada.

Curiosamente, la autobiografía dedica poco espacio al tema. De hecho, sólo un par de capítulos, menos atractivos por cierto que los dedicados a la militancia política, se refieren a su carrera profesional y a sus opiniones sobre la práctica historiográfica. De la carrera, lo más destacado es el éxito casi inmediato de sus obras, a partir de la primera, Rebeldes primitivos, publicada en 1959. Desde entonces y hasta la aparición de la Historia del siglo XX (1994), cada nuevo libro fue un paso más en el camino hacia el prestigio internacional, reflejado tanto en las múltiples traducciones como en los nombramientos como profesor de las más relevantes instituciones académicas.

Es verdad que ese ascenso tuvo que ver con los cambios en la disciplina que tuvieron lugar en las décadas centrales del siglo, cuando la escuela francesa de los Annales y los historiadores marxistas británicos se convirtieron en los principales promotores de la renovación historiográfica. O, en palabras de Hobsbawm, en los «modernizadores», enfrentados a la historiografía positivista tradicional: su defensa de «una historia de las estructuras y cambios de las sociedades y culturas» frente a la historia política, y del «análisis y la síntesis» frente a la narración, acabó con una clara victoria, al menos durante esas décadas (pág. 264). Ahora bien, el éxito personal de Hobsbawm en el seno de ese complejo grupo de innovadores requiere una explicación adicional. Sin duda, en él tuvo mucho que ver su habilidad expositiva y la limpieza y claridad de su estilo (del que da prueba la misma autobiografía que comentamos). También la amplitud de sus conocimientos, casi enciclopédicos, muy vinculada a otro de los rasgos característicos de su figura: el cosmopolitismo. A diferencia de muchos historiadores británicos, Hobsbawm es políglota y sus múltiples viajes le han permitido conocer directamente gran parte de los países que analiza en sus escritos.

Pero más allá de ello, los temas abordados en sus obras fueron decisivos a la hora de asentar y consolidar el prestigio de Eric Hobsbawm. La dedicación a las rebeldías campesinas, en Rebeldes primitivos (1959) o Bandidos (1969), ha llevado a alguno de sus colegas a definirlo como «el último romántico» Tony Judt, «The Last Romantic», TheNew York Review of Books , 20 de noviembre de 2003, págs. 43-45., olvidando que en esos libros –quizá los más atractivos para muchos lectores– lo que destaca es el contraste entre el primitivismo de las revueltas espontáneas de los milenaristas italianos, los anarquistas andaluces o los campesinos peruanos, y la mayor modernidad y madurez del proletariado organizado. En todo caso, ha sido la gran síntesis de la historia europea y mundial de los dos últimos siglos –recogida en La era de las revoluciones , La era del capitalismo , La era del imperio y La era delos extremos (que apareció en España con el mucho menos expresivo título de Historia del sigloXX )– lo que finalmente convirtió a su autor en el historiador más popular y traducido de nuestros días.

¿Significa eso que Hobsbawm es, como a veces se ha escrito, el historiador más «dotado» e importante del siglo XX ? Aun cuando no sea fácil establecer un ranking, habría que contestar a esa pregunta con algunas matizaciones. Por desconocido que resulte para los no profesionales, el historiador más innovador del último siglo fue, al menos en opinión de quien esto escribe, el cofundador de Annales, Lucien Febvre; el más brillante, y en este caso supongo que habrá mayor consenso, ha sido Edward P. Thompson; y el más influyente en el seno del gremio, al menos durante las décadas de apogeo de la historiografía francesa, Fernand Braudel. Lo que a Hobsbawm le toca es la mayor difusión e influjo entre el público culto; un éxito nada desdeñable, del que no sólo dan prueba las múltiples ediciones de sus obras, o todos los honores recibidos hasta ahora, sino también el uso generalizado de expresiones acuñadas por él, como «la invención de la tradición» o «el corto siglo XX».

LA OTRA CARA DE LA MONEDA

Por muchos que sean sus méritos, y la satisfacción con que Hobsbawm se refiere a ellos, la historia que nos cuenta en su autobiografía no deja de ser la historia de una derrota. De una derrota tanto colectiva –del movimiento comunista en su conjunto– como personal, aunque su protagonista se niegue a admitirla con todas sus consecuencias. Dicho en sus propios términos, se trata del fracaso de quien creyó a pies juntillas desde su más temprana juventud que la Revolución rusa de 1917 representaba «la esperanza del mundo», y aún no ha podido librarse del todo de esa ilusión. El mismo Hobsbawm reconoce esto último con notable sinceridad: «El sueño de la Revolución de Octubre permanece todavía en algún rincón de mi interior, como si se tratara de uno de esos textos que han sido borrados y que siguen esperando, perdidos en el disco duro de un ordenador, que algún experto los recupere. Lo he abandonado, mejor dicho, lo he rechazado, pero no he conseguido borrarlo» (pág. 62).

Lo malo es que en el terreno personal el fracaso no se refiere sólo al final de la historia, es decir, al hundimiento de la Unión Soviética. Más bien fue construido sobre una serie de fracasos parciales, tan abundantes como dolorosos. Desde su perspectiva actual, Hobsbawm aún se esfuerza por presentar toda su trayectoria como el fruto de la fidelidad con sus actitudes juveniles. Pero lo que no consigue explicar es cómo aquel joven, y más tarde el sesudo profesor de historia, aceptó las imposiciones de la Internacional Comunista y la disciplina de un partido cada vez más aislado y minoritario «Es fácil describir retrospectivamente cómo sentíamos y qué hacíamos como militantes del Partido cincuenta años atrás, pero explicarlo resulta mucho más difícil. No soy capaz de recrear la persona que fui. El paisaje de aquellos días permanece sepultado bajo los escombros de la historia universal» (Años interesantes, pág. 132).. No es fácil explicar, por ejemplo, los ataques contra los socialistas, definidos por la Tercera Internacional a comienzos de los años treinta como unos «socialfascistas» más peligrosos que los mismos nazis; una actitud sobre la que ahora no ahorra sus críticas («rayaba en la demencia política», «era absurda»), aunque a continuación tenga que reconocer que en su momento no fue en absoluto crítico ante ella (págs. 7273). Igual de difícil resulta entender por qué aceptó, lo mismo que sus camaradas, la nueva postura de Moscú tras el pacto germano-soviético, que supuso el abandono del antifascismo y dejó aislados a los comunistas, al menos hasta el momento de la invasión de la Unión Soviética por Hitler en 1941; o explicar cómo admitieron sin protestas la condena de Tito por Stalin, las purgas en la Unión Soviética y las democracias populares o la imposición de las concepciones estalinistas en las ciencias y la historiografía. En todos estos casos, el relato de Hobsbawm se limita a recordar lo que significaban para los comunistas, a diferencia de otras corrientes de la izquierda revolucionaria, la disciplina y el sometimiento a las decisiones que venían de arriba. «Nuestra vida era el Partido. Le dábamos todo lo que teníamos», «Hacíamos lo que nos mandaba», son sus explicaciones, con el añadido, eso sí, de que «a cambio obteníamos de él la seguridad de nuestra victoria y la experiencia de la fraternidad» (pág. 131).

Incluso cuando la seguridad en la victoria y la fraternidad entre los camaradas empezaron a hacer aguas, la postura de Hobsbawm no cambió sustancialmente. Ocurrió así en 1956, tras la denuncia por Jruschof de los crímenes de Stalin, seguida unos meses después por la invasión de Hungría por las tropas soviéticas. Mientras la mayoría de sus colegas abandonaron en ese momento el partido comunista, Eric Hobsbawm decidió permanecer en él, bien que disminuyendo la intensidad de su militancia hasta convertirse en un «simpatizante o compañero de viaje», como ahora afirma. Lo que no fue obstáculo para que siguiera asistiendo a reuniones partidarias o escribiendo en sus órganos de prensa: e incluso para que se vinculara, al menos en espíritu, al Partido Comunista italiano, más próximo a sus ideas que el británico.

En ese momento crucial, y en las reflexiones posteriores en torno a él, es donde mejor puede captarse el significado de la vinculación de Hobsbawm con el comunismo. Si no abandonó el partido, fue –al menos, según su relato– por una larga serie de razones. Unas muy personales, como la fidelidad a su propia trayectoria o el orgullo de demostrar que, aun siendo un comunista reconocido, podía alcanzar el éxito profesional al que aspiraba. Otras, en cambio, con una mayor carga ideológica: desde el recuerdo de los correligionarios que dieron la vida por la causa, o la esperanza aún no perdida en una revolución mundial, hasta el rechazo a mezclarse con aquellos de sus antiguos camaradas que de ex comunistas habían pasado a convertirse en anticomunistas.

De todas formas, de su propio relato puede extraerse otra razón aún más profunda, y sólo en parte reconocida. En el fondo, Hobsbawm no ha acabado de aceptar el fracaso de su sueño revolucionario, y de su encarnación en la Unión Soviética. Aún en los años ochenta, y a pesar de todos los errores, la Unión Soviética seguía siendo para él, si no la fuerza directora en la lucha por el socialismo, sí al menos el contrapeso necesario al poder estadounidense y a las ambiciones de los ricos, así como el paladín de la liberación de los pueblos oprimidos por el colonialismo occidental. De ahí que su desaparición aún le parezca un error histórico: «Quizás el mundo tenga que lamentar todavía que, ante la alternativa de socialismo o barbarie proclamada por Rosa Luxemburgo, su decisión fuera en contra del socialismo» (pág. 259).

Lo que más llama la atención en esta actitud es la escasa capacidad crítica hacia la «patria del socialismo». En algún pasaje de su libro Hobsbawm recuerda que, ya en los años cuarenta, la Unión Soviética no daba motivos para estar especialmente orgulloso; reconoce además haber vuelto «deprimido» de un viaje a Moscú que tuvo lugar en 1954. Pero lo que aparece con mayor insistencia en sus páginas es la fidelidad, pese a todo, al régimen soviético: de hecho, ni la falta de satisfacciones, ni la depresión, ni la decisión de no volver a la Unión Soviética tomada tras aquel viaje le hicieron sentirse «alterado políticamente» (pág. 190). La otra cara de esa fidelidad casi ciega, y nunca explicada del todo, es el notable desinterés –entonces y, lo que es peor, también ahora– hacia los sufrimientos de quienes vivieron de cerca la experiencia, en especial en el período estalinista. Como ha señalado Tony Judt en la reseña del libro en The New York Review of Books , en los términos utilizados por Hobsbawm para referirse al «discurso secreto» de Jruschof en el XX Congreso del PCUS –«the brutally ruthless denunciation of Stalin's misdeeds»– se encuentra la mejor y más cruda expresión de tal actitud: como bien se ve, es a la denuncia, y no a los misdeeds de Stalin, a la que van dirigidos los epítetos más duros Lamentablemente, la traducción española («la denuncia dura e implacable de los crímenes de Stalin», pág. 193) no se ajusta del todo al sentido de la frase en el original. En general, dicho sea de paso, la traducción es aceptable, aunque contenga algunos errores; pero habría hecho falta un esfuerzo suplementario para captar los matices y reflejar con mayor exactitud el estilo del autor, más elegante y claro de lo que el texto castellano deja entrever..

Muchos lectores, entre ellos quien esto escribe, estarán de acuerdo con las frases con las que Hobsbawm concluye su libro: «La injusticia social debe seguir siendo denunciada y combatida. El mundo no mejorará por sí solo». Ahora bien, la lucidez de esa afirmación no se compagina bien con la ceguera ante los sufrimientos del pasado. Para justificarla, el joven estudiante de Cambridge pudo en su día hacer suyos los versos de Bertolt Brecht: «Desgraciadamente, nosotros / que queríamos preparar el camino para la amabilidad / no pudimos ser amables». Pero el anciano historiador que aún se escuda en ellos (el poema de Brecht «habla a los comunistas de mi generación como ningún otro», pág. 135), y quienes como él buscan allí sus argumentos, harían bien en recordar otro poema, el estremecedor «Réquiem» escrito por Anna Ajmátova «en tiempos en que sólo los muertos sonreían / alegres por haber hallado al fin reposo». Un poema que debería servir como antídoto frente a los sueños ilusorios y las abstracciones, tan utópicas como crueles, que sirvieron para justificar esa falta de «amabilidad»: «Jamás busqué refugio bajo cielo extranjero, / ni amparo procuré bajo alas extrañas. / Junto a mi pueblo permanecí estos años, / donde la gente padeció su desdicha» Anna Ajmátova, Réquiem y otros escritos. Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2000, pág. 31. .

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