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Los límites del pensamiento político

La agonía del pensamiento político occidental

JOHN DUNN

Cambridge University Press, Cambridge, ed. española, 1996

Trad. de Carlos Martín y Carmen González

241 págs.

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Algunos libros comienzan a sufrir lo que ha venido siendo desde siempre una práctica habitual en las películas cinematográficas: el arbitrario cambio de título en la traducción española. Todos recordaremos cómo el conocido libro de Allan Bloom, The Closing of the American Mind se convirtió en su traducción al castellano en El cierre de la mente moderna. Hipóstasis que hubiera merecido alguna explicación. Algo similar cabe decir de este bonito libro de J. Dunn, que por arte de birlibirloque –¿hubo permiso del autor?– pasó de llamarse Western Political Thought in the Face of the Future a La agonía del pensamiento político occidental. Lo grave del caso es que, al dar este giro, los traductores parecieron querer resolver de un plumazo el sentido de la mayoría de las cuestiones que Dunn plantea en el libro. En definitiva, el conjunto de ensayos que allí se desarrollan no busca sino tratar de ofrecer una respuesta a la difícil pregunta de si la tradición de pensamiento político occidental puede seguir orientándonos de cara a los desafíos políticos futuros. Y creo que lo que realmente buscaba el autor era que cada lector resolviera estas cuestiones por sí mismo, y no que los traductores prejuzgaran su opinión. Puestos a ello, podían haber hecho un injerto con el título del libro de A. Bloom antes mencionado y llamarlo El cierre del pensamiento político occidental. El cambio de título se les podría haber perdonado si la traducción hubiera hecho justicia al pulido estilo del teórico inglés, uno de los más interesantes, sutiles y originales pensadores políticos contemporáneos. Pero resulta que la traducción, en clara oposición a lo que se hizo con el título, se pega en exceso al texto original, de estilo poco habitual en este tipo de literatura, y acaba resultando rígido y a veces incomprensibleUna explicación verosímil al cambio de título podría ser de índole puramente editorial, ya que existe una traducción al castellano anterior a la que nos ofrece Cambridge University Press, si bien se refiere a la primera edición del libro en 1979. Ésta sí es fiel al título original –La teoría política de Occidente ante el futuro– y está editada por el Fondo de Cultura Económica en México, 1981.. Si llamo la atención sobre estos puntos no es por puntillismo intelectual, sino por alertar sobre una de las plagas contemporáneas: la falta de esmero editorial para saber discriminar entre libros susceptibles de ser entregados a cualquier traductor profesional, y libros con «conciencia de estilo», que –como ocurre con los propios de la literatura– merecerían ser vertidos a nuestro idioma por personas que además de controlar la lengua foránea tuvieran una cierta sensibilidad literaria hacia la suya propia. Precisamente porque estos últimos no son precisamente abundantes en nuestras materias se hace aún más imperiosa si cabe la necesidad de introducir esta distinción.

Hechas estas observaciones iniciales, vayamos ya al contenido del libro. Como decía antes, el tema de fondo no es otro que el de someter a escrutinio la vigencia de las tradiciones teórico-políticas occidentales y, en particular, tratar de verificar hasta qué punto son algo más que «mitos desvencijados que emiten ruidos sin sentido en medio de una noche que ni pueden entender ni pueden alumbrar». Y Dunn confiesa que lo hace sobre todo para aclarar sus propias ideas sobre el tema. El planteamiento puede sorprender, porque hace tiempo ya que la teoría política ha dejado de ser una de las especialidades marginales de la ciencia política para convertirse en un área en continua expansión. Testigos de esta revitalización son la multiplicidad de nuevas revistas especializadas que han venido apareciendo en los últimos años, así como el imparable crecimiento de artículos con enfoque teórico en las revistas generales de ciencia política. Desde luego, como ha venido ocurriendo en otras épocas, la vitalidad de la teoría política en nuestros días se corresponde también con una politeia en crisis, con el correlativo debilitamiento de nuestra seguridad en los discursos políticos convencionales. Paradójicamente, y ésta es una justificada queja que eleva la clase política, nunca tanta teoría ha servido para tan poco en la práctica política cotidiana. Al menos, si nos detenemos a observar el contenido de los programas de los partidos establecidos o la aparente falta de ideas que embarga a nuestros políticos. Es difícil saber si ello obedece a la obsesión por convertir la política económica y fiscal –al discurso tecnocrático, en suma– en el centro del debate político interpartidista o, en el otro extremo, a la necesidad de recurrir a cuestiones poco susceptibles de someterse a una discusión racional, como son los neonacionalismos, el chauvinismo o la xenofobia.

Por otra parte, si nos ponemos en la piel de los supuestos expertos que han de aconsejar a los políticos en temas teóricos, ideológicos o de filosofía política en general, es comprensible que no sepan por dónde empezar. ¿Cómo abrirse paso entre tan extenso y heterogéneo cuerpo de teorías, estudios y análisis, cada cual más complejo y cabalístico? Aun suponiendo que fueran capaces de domar la abigarrada jerga, que ya es mucho suponer, ¿qué quedaría de tanta teoría una vez «traducida» a un lenguaje asimilable para el público o reconducida a programas de acción política «normal»? Algo similar ocurre cuando los politólogos empíricos tratan de formular o concretar en modelos algunas de las propuestas de teoría política. Aquí, como en casi todo, hay gradaciones y enormes diferencias entre unas y otras teorías en lo referente a su traducibilidad o potencial uso fuera de los discursos especializados. El problema para una teoría de la política, y en esto se diferencia de la teoría económica, por ejemplo, estriba en que para poder comprender su objeto ha de apoyarse necesariamente en una teoría más general de la sociedad, y no puede eludir las maneras del discurso filosófico. El objetivo de la teoría política es primordialmente hermenéutico, busca comprender la realidad política o, en su caso, pronunciarse normativamente sobre ella, y sólo subsidiariamente constituye una guía para la acción. No es de extrañar así, que cuando se mencionan los más relevantes teóricos de la política contemporáneos, no tengamos más remedio que nombrar a sociólogos o filósofos. Ni que –sobre todo a medida que nos acercamos a nuestra época– nuestros «clásicos» coincidan con los de las demás ciencias sociales o la filosofía. Teóricos «políticamente puros», como Maquiavelo, C. Schmitt o R. Dahl, son una rara avis en nuestro santoral de nombres consagrados. Creo que Dunn coincidiría con estas apreciaciones y por eso se plantea unos objetivos más modestos, como es la restricción de su análisis a las corrientes ideológicas, y no a la teoría política contemporánea en general. La limitación del objeto coincide también con la correlativa aplicación de un enfoque susceptible de ser seguido por lectores no especializados. Se escapa, pues, del agarrotamiento del discurso académico, que es sustituido por el ensayo, y es precisamente en la libertad y ligereza expositiva que éste permite donde se encuentra la mayor virtud de estas reflexiones.

Pero volvamos al tema de fondo. K. Deutsch había observado ya cómo las ideologías políticas son los mapas que permiten orientarnos en la política. El problema estriba en ver si siguen cumpliendo esta función, o –por parafrasear a Shakespeare– si no son más que cuentos narrados por ideólogos que hoy no significan nada. Preguntarnos por su vigencia reconstruyendo sus raíces es, pues, un ejercicio estimulante. Más aún si cabe, después del cambio del 89, tema al que Dunn dedica el último capítulo del libro, el añadido incorporado a la reedición de 1993. Hay así dos partes bien diferenciadas en el texto: por un lado, su recorrido por las distintas ideologías, redactado en su totalidad –y apenas revisado ahora– en su primera edición de 1979; y, por otro, la breve introducción a la nueva edición y la conclusión –¡de traducción pésima, peor aún que el resto del libro!– donde confronta su texto original a los cambios habidos en la situación política internacional después de la caída del «socialismo real».

Asombra que a pesar del tiempo transcurrido y las transformaciones habidas, Dunn siga manteniendo el mismo escepticismo sobre la verdadera utilidad de nuestras tradiciones de pensamiento. La mayor contradicción que este autor detectaba en los distintos sistemas de pensamiento político se puede concretar en el desfase existente entre los valores sostenidos por las principales ideologías, y sus posibilidades efectivas de realización. De ahí que vaya esparciendo el texto con afirmaciones como ésta relativa a la democracia: «Hoy, en política, democracia es el nombre de lo que no podemos tener, y sin embargo no podemos dejar de querer» (pág. 44). Si la democracia debe darse por satisfecha con un tímido reflejo de su ideal, el liberalismo, por su parte, mostraría graves dificultades para desarrollar una teoría moderna general y coherente. Hasta aquí de acuerdo, siempre y cuando, como hace Dunn, nos quedemos en el liberalismo de J. S. Mill. Pero ¿dónde está todo el debate académico actual sobre esta ideología, que empieza con Rawls y llega hasta el último Habermas? La referencia a Rawls, por ejemplo, se reduce en el libro a una nota a pie de página, bien es cierto que extensa, donde se limita a despachar la teoría señalando que «no ha resistido convincentemente la crítica». Otro tanto cabría decir del socialismo, que aun tomándose en serio, se reconduce casi exclusivamente a su crítica moral del capitalismo para despeñarlo después por el barranco de sus contradicciones internas; a saber, y principalmente, por su ciega credulidad en la combinación de socialismo y libertad a escala mundial. Cuando al fin accedemos a una ideología que parece que se ajusta a la realidad, como es el nacionalismo, queda descalificado –con el beneplácito de casi todos, supongo– por sus despreciables consecuencias prácticas. No en vano, el nacionalismo, que es presentado como «la vergüenza política más completa del siglo XX», combinaría un «núcleo racional y moral», la defensa dentro de las fronteras nacionales de los intereses sociales, culturales, económicos y políticos locales, a otro «inmoral», que radicaría en el intento por imponer esos mismos intereses «con daño directo a los intereses de otros». Parece entonces que, a pesar de su anterior denuncia, Dunn no puede dejar de reconocer la necesidad de mantener una permanente tensión entre norma y realidad para evitar un fácil acomodo a lo «factible». El problema no sería, pues, tanto de principio, cuanto de grado. Y creo que no es demasiado arriesgado aventurar que este autor se ubica en la difícil situación de denunciar, por un lado, la desmesura moral y la falta de realismo de las teorías filosófico-políticas actuales, mientras, por otro, se niega tozudamente a aceptar posicionamientos pragmáticos a lo Fukuyama, que se limitan a plegarse a lo posible. Una de las reiteradas y sorprendentes afirmaciones de Dunn a lo largo de todo el texto es, precisamente, su insistencia en la inherente vulnerabilidad del capitalismo, su permanente cuestionamiento de un supuesto «fin de la historia» liberal-democrático y capitalista. Siguiendo en esta misma línea, lo escandaloso de la situación actual de la teoría política sería sobre todo su renuncia al sentido común, a atreverse a contemplar la realidad con las suficientes dosis de realismo como para afrontar con éxito los desafíos del futuro. Esto explicaría que aquello que se ha suprimido del futuro humano «es toda forma de esperanza social y política razonable y relativamente concreta». Y ello en un momento dramático de inminente peligro de supervivencia del hábitat natural del hombre, de crecientes asimetrías entre el mundo desarrollado y el mundo en desarrollo, que exigen una reorganización en profundidad de nuestras sociedades y, obviamente, de nuestra forma de conceptuar lo que sea o deje de ser nuestro «bien común» como miembros de una sociedad ya plenamente mundializada. Es evidente que no podemos enfrentarnos al futuro con recetas que apenas supieron reconfortarnos en los momentos difíciles del pasado. Pero como buen escéptico con mala conciencia de serlo, Dunn no puede evitar reconocerle el mérito a la tradición occidental de pensamiento político de aportarnos al menos las suficientes dosis de prudencia como para evitar las irrelevantes rutinas de los políticos profesionales y colocarnos ante una realista delimitación de los problemas e intereses en juego.

Después de este reconfortante viaje intelectual hay dos ideas que emergen con suficiente claridad: la primera es que las ideologías tradicionales ya no nos ofrecen mapa alguno que sirva para orientarnos con seguridad por las nuevas avenidas de la historia; la segunda sería la afirmación de que aun así, a pesar de todo el cambio producido en la orografía de nuestro tiempo, cuanto mejor sea nuestro conocimiento de otros terrenos, tanto mejor equipados estaremos también para saber detectar nuevas vías de salida en un mundo afectado por eso que Habermas calificara como la «nueva impenetrabilidad». Aunque Dunn no lo diga con estas palabras, lo que se deduce claramente de tan quejosa actitud es la añoranza de una teoría en sentido enfático capaz de aportarnos los suficientes recursos intelectuales para hacer frente a los formidables desafíos del futuro. Seguramente habrá que esperar, como siempre, a que emprenda el vuelo al anochecer, quizá cuando ya sea demasiado tarde. Pero nos quedan los fragmentos de otros muchos anocheceres, que sí nos permiten hilvanar al menos un juicio político lo suficientemente diestro como para no desfallecer ante las nuevas adversidades.

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