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Kafka y sus ediciones

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¿Cuál fue el primer texto del legado de Kafka que se publicó después de su muerte?

Una buena pregunta para un concurso científico-literario, una pregunta difícil de responder y con la que se podría poner en aprietos incluso a buenos conocedores de la materia. Y justamente aquí se oculta una sorpresa que merece ser contada, un episodio cuya paradójica comicidad es tan característica de Kafka como si fuese una de sus propias fantasmagorías literarias. Ese primer texto por el que preguntamos apareció en la revista Weltbühne de Berlín, el 17 de julio de 1924, aproximadamente cinco semanas después de la muerte de Kafka, y dice literalmente lo que sigue:

«Queridísimo Max, mi último ruego: todo lo que se encuentre entre mis pertenencias (en las estanterías de libros, en el armario de la ropa, en el escritorio de casa y el de la oficina, o dondequiera que algo se haya podido ir a esconder, y tú lo descubras), ya sean diarios, manuscritos, cartas ajenas y propias, dibujos, etc., debe quemarse sin excepción y sin ser leído, así como también todo lo escrito y dibujado que poseas tú o posean otros, a quienes tendrás que pedírselo en mi nombre. Las cartas que no te quieran entregar tendrían por lo menos que comprometerse a quemarlas ellos mismos. Tuyo, Franz Kafka».

Se trata, pues, de un testamento, redactado en el otoño o el invierno de 1921. El editor Max Brod añadió un segundo texto, de más reciente data pero de contenido semejante, en el que se complementaba lo anterior diciendo que sólo La Condena, El fogonero, La metamorfosis, En la colonia penitenciaria y Un artista del hambre, así como el volumen Un médico rural, los únicos textos entregados a la imprenta por el propio Kafka, podían conservarse para la posteridad. Todo lo demás tenía que ser quemado, «sin excepción», «preferiblemente sin haber sido leído» y «lo más pronto posible».

El adjetivo «kafkiano» no existía aún, pero sin que los lectores lo pudiesen sospechar aquí tenían ya un buen botón de muestra del mismo: lo primero que se publicó era el mensaje de que nada debía publicarse. ¿Lo había dicho Kafka en serio?, ¿podía realmente creer que su amigo más íntimo y de tantos años, Max Brod, que siempre le estuvo insistiendo para que terminase sus obras y las publicase, que muchas veces hasta le arrancó los manuscritos de sus propias manos para salvarlos…, justo él iba a colaborar en semejante acto de autoinmolación? Ni por asomo.

Como se sabe, Brod no siguió las apodícticas instrucciones de Kafka, y la inmensa mayoría de los lectores y críticos le ha dado la razón. A su iniciativa solitaria debemos agradecer que muy pocos años después de la muerte de Kafka se perfilase ya, para cualquiera que supiese leer, la imagen de un nuevo «clásico». Pero Brod se encontró con un dilema. Únicamente una novela conseguida es la que vuelve de veras grande a un autor ante los ojos de sus lectores: ésta era (y es) una ley tan irracional como irrevocable del mercado literario, y es por ello que Brod, con motivo de la publicación de los testamentos, hizo el mayor hincapié en el hecho de que «la auténtica importancia de Franz Kafka, a quien hasta ahora con algún derecho se tenía por un especialista, un maestro del arte menor, reside en la gran forma épica, en la construcción y la armonía de conjunto de su obra artística en prosa». Por desgracia, sin embargo, Kafka no había terminado ni una sola de sus proyectadas novelas. Eran tres grandes fragmentos lo que Brod tenía en sus manos, y entendió que su labor como editor consistía en darles a aquellas ruinas de textos una forma que las hiciera viables como novelas.

Una vez, en broma, Brod había amenazado a Kafka con terminar él mismo El proceso si es que su amigo no se decidía a emprender esa tarea. En cierto sentido, la amenaza de Brod se convirtió en realidad. Pues no sólo de El proceso, sino también de El castillo y El ausente, preparó unas ediciones en las que hasta donde fue posible eliminó cualquier indicio que permitiera suponer su naturaleza fragmentaria. Asimismo, Brod se esforzó por ocultar a los lectores que se trataba de manuscritos completamente sin corregir, es decir, que en el fondo no eran sino esbozos. Brod unificó la ortografía y la puntuación, descartó los capítulos inconclusos, y en El proceso ni siquiera vaciló a la hora de intercambiar frases para dar la impresión de que un capítulo quedaba terminado. Y El desaparecido la publicó bajo un título inventado por él: América.

En honor de Brod hay que decir que como albacea del legado de Kafka tuvo que vérselas con circunstancias extraordinariamente adversas. El renombrado sello Kurt Wolff, la editorial de los expresionistas, que también se había hecho cargo de la obra de Kafka desde 1912, desapareció a fines de los años veinte a consecuencia de dificultades económicas.

Y cuando Brod pudo por fin proponer un plan de la obra completa de su amigo, ya no era posible publicar en Alemania los libros de un judío praguense. Por ello, merece todo respeto el que consiguiese poner al alcance de los lectores, hasta 1938, una gran parte del legado de Kafka: además de las tres novelas una considerable cantidad de narraciones inconclusas. Por supuesto, era demasiado tarde para que ello tuviese una amplia repercusión en el ámbito de la lengua alemana, pues la editorial de Salman Schocken, que se arriesgó a sacar las primeras Obras completas de Kafka, tuvo que cerrar muy pronto sus puertas, y Brod mismo debió huir de Praga antes de comenzar la segunda guerra mundial. Muy poco después, de Kafka sólo se acordaban aquí algunos lectores profesionales.

Entre tanto, en otros países, se había iniciado un boom duradero. Muy temprano se conoció el nombre de Kafka en inglés y en español: la edición española de La metamorfosis, en 1925, es la primera traducción de un texto de Kafka a un idioma universal. Pero fue sobre todo en los Estados Unidos donde los medios y las universidades desencadenaron un auténtico Circo Kafka, y la ambigüedad de su obra –que hoy nos resulta natural, mas entonces no fue captada por casi ningún crítico– atizó el fuego de los debates ideológicos, psicológicos, religiosos y (seudo) filosóficos en torno al autor. Todas las miradas estaban clavadas en el firmamento literario: había aparecido una supernova. El shock era tan persistente que a nadie se le ocurría preguntar si los textos editados por Brod provenían realmente, letra por letra, de Kafka. Todas las traducciones se hacían a partir de las versiones de Brod, nadie conocía los manuscritos originales. Y eso tuvo consecuencias. Porque la interpretación religioso-alegórica de Kafka, tan difundida en los años cuarenta, y cuyo más celoso propagandista era el propio Brod, hubiese tenido un eco menor si los lectores se hubieran podido convencer con sus propios ojos de que la obra de Kafka no es una colección de preciosas sentencias, sino más bien una gran construcción entre cuyos andamios el propio autor se equivocaba constantemente de camino.

Coincidiendo con la publicación de las Obras completas, comenzada por S. Fischer en Francfort a partir de 1950 (en edición autorizada por Schocken, que seguía poseyendo los derechos mundiales), se inició por fin también en Alemania la fama de Kafka. Esta edición, igualmente dirigida por Brod y que abarcaba once tomos, incluía, asimismo, diarios y cartas.

Así, a diferencia de los Estados Unidos, aparecía en el horizonte cultural, además de la obra, la figura del autor, y con ella el hecho de que Kafka no era un meteorito caído del cielo, sino un escritor ubicable en medio de un contexto biográfico, histórico e histórico-literario concreto. Con todo, en Alemania, donde justamente después de la guerra dominaba una idiosincrasia en contra de toda forma de crítica cronocontextual, no existía ninguna predisposición a enfrentarse con los aspectos ideológico e histórico de la obra de Kafka. La Germanística, autoconsciente de su culpa, y en cuyas filas seguía militando un número suficiente de ex compañeros de viaje del nazismo que garantizaban la continuidad del trabajo intelectual, se había retirado a los cuarteles de invierno de una crítica no comprometida, inmanente al texto. Su exigencia de concentrarse de una vez por todas en las cualidades idiomáticas y formales de Kafka, en vez de tratar de destilar un pretendido «sentido» basado en muestrarios de significación prefabricados, contenía una considerable cantidad de egoísmo científicopolítico. Pero paradójicamente, para los intelectuales que desde mucho tiempo atrás ya conocían esta obra, semejante exigencia supuso una especie de liberación.

Justamente en el país que casi había exterminado a la familia de Kafka, y en el que sus libros estuvieron prohibidos de facto, se alzaba la voz reclamando una base textual «correcta» y las ediciones hechas por Brod eran sometidas a una crítica agresiva. En cierta medida puede entenderse el enojo de Brod: nadie quería volver a oír hablar de las inmensas dificultades que hubo que superar antes de que un lector alemán tuviese la oportunidad de llegar a conocer la obra completa de Kafka. Pero era muy poco lo que Brod podía oponer a la artillería pesada filológica con que lo bombardeaban, por ejemplo, Fritz Martini y el editor de Hölderlin, Friedrich Beissner. Pues de un atento examen se deducía que él, Brod, había intervenido en los textos de Kafka siguiendo principios completamente vagos y no unitarios. En lo que se refiere a El proceso ni siquiera podía fundamentar las razones que le habían guiado al establecer la sucesión de los capítulos, y el fragmento de la obra primeriza Descripción de un combate lo había destilado a su leal saber y entender de dos distintas versiones de Kafka. Igualmente era sospechoso que Brod hubiese suprimido pasajes de los diarios, y ello no sólo, como él sostenía, para proteger la esfera privada de algunas personas: también fueron eliminadas «indecencias». Eso para no hablar de la edición tendenciosa de las Cartas a Milena, la cual, si bien debida a Willy Hass, contó con la bendición de Brod. Aquí casi podía hablarse de censura.

Así pues, algo había de cierto en la opinión bastante glacial, especialmente en los años cincuenta y sesenta, de que era mejor desistir de nuevos ensayos de interpretación hasta que por fin se contase con unos textos fundadamente fiables.

También las Cartas a Felice, publicadas en 1967 y que provocaron un nuevo shock, pusieron de relieve que en el caso de Kafka las más sencillas de las preguntas carecían de respuesta. Si era religioso o más bien agnóstico, si político o apolítico, si sus textos pertenecían a la literatura judía o a la universal, todas estas alternativas sonaban tanto más profesorales y estériles cuanto mejor se iba conociendo al Kafka «privado». Hasta 1980 hubo que esperar a que se pusiera en marcha una edición crítica como se exigía desde muchos lados. Apareció de nuevo en la editorial S. Fischer, pero se distinguía de todas las anteriores en que había sido elaborada por un gremio de experimentados científicos de la literatura, entre ellos Malcolm Pasley, el germanista de Oxford. Asimismo, el estado de las fuentes había mejorado en el ínterin de un modo decisivo. Si bien es cierto que tras la muerte de Max Brod, en 1968, siguen sin tener éxito todos los esfuerzos hechos para evaluar sistemáticamente su legado, también lo es que una parte considerable de los manuscritos de Kafka estaba ya en posesión de sus herederos, quienes a su vez la habían depositado en la Bodleian Library de Oxford. Otros manuscritos, como el de El proceso y Descripción de un combate, fueron adquiridos por particulares y puestos a disposición de los responsables de la edición crítica.

Para los lectores acostumbrados a las viejas publicaciones no resulta fácil el acercamiento a la edición crítica. Es algo así como encontrarse con alguien de carne y hueso y a quien sólo se conocía por un par de fotos. El aspecto es desconcertante porque no coincide en todo con lo que se esperaba encontrar. Las famosas Investigaciones de un perro y el cuento La madriguera son en realidad, como se sabe ahora, fragmentos sin título bautizados así por Brod. El breve texto El informe se llama en realidad Un comentario, y el grotesco fragmento narrativo que conocemos como El topo gigante fue titulado por Kafka, sencillamente, El maestro rural. También carecía de título el único esbozo dramático de Kafka: Brod lo bautizó como El vigilante de la cripta.

Es un poco desilusionante tener que buscar todos estos tesoros, hasta ahora tenidos por canónicos, en medio del total de las 1.100 páginas de los escritos y fragmentos que constituyen el legado. En esta edición aparecen impresos en la forma y en el orden que se encuentran dentro de los cuadernos usados por Kafka, y eso significa que algún texto clásico sólo se halla separado por una línea en blanco de alguno de los numerosos apuntes que constan de unas pocas palabras. Esta falta de claridad, rápidamente criticada por la prensa, es el precio que se paga a fin de que el lector pueda ver ahora todos estos ensayos en el contexto de su creación. Para poder llegar a degustarlos así considerándolo una ganancia, el lector tiene que despedirse de una vez por todas de la imagen de Kafka que fuera implementada por Brod. Tiene que aceptar lo que hasta ahora tan sólo sabía: que el clásico llamado Kafka no nos ha legado más que muy poca obra acabada, y muchísimo más en forma de escombros, y que fueron muchos más sus fracasos que sus triunfos.

El mismo efecto de una saludable desilusión conlleva el examen de las correcciones y las supresiones que esta edición crítica permite contemplar por primera vez. Pues en ellas se reconoce claramente que Kafka casi nunca predeterminaba de manera consciente una obra acabada, sino que se dejaba arrastrar por una corriente de asociaciones: podía indicarle la dirección, pero casi nunca la meta. Se descubren aquí sorprendentes fenómenos. No sólo pequeños lapsos freudianos como por ejemplo en La metamorfosis (donde en vez de «su última mirada [Blick] fue para su madre» se lee «su última carta [Brief]»), sino también la aparición de una nueva constelación de sentido a partir de un único plumazo. Un caso espectacular es la famosa primera frase de El proceso: «Alguien tenía que haber calumniado a Josef K. porque sin haber hecho nada malo una buena mañana fue detenido». Al consultar la edición crítica se descubre que lo primeramente escrito por Kafka era: «una buena mañana lo hicieron prisionero». Hacer prisionero a alguien es un acto bélico, la detención en cambio es un acto civil. Según eso, justamente esa forma de terrible normalidad aparente que le concede a El proceso su penetrante lógica, era algo que no estaba claro para el propio Kafka al escribir la primera frase de su libro.

Mientras tanto, las obras de Kafka se han publicado íntegramente en el marco de la edición crítica: siete volúmenes, cada uno de los cuales se complementa con otro de aparato científico. Correlativamente está apareciendo una nueva edición comentada de las cartas (ver Revista de Libros, n. o 23). Concluidos los trabajos del segundo tomo, que abarca hasta la primavera de 1914, podemos contar con su publicación en el 2001. Además está planeado editar en un volumen exprofeso los textos que tienen que ver con la actividad de Kafka como empleado de una compañía de seguros, entre ellos varios documentos que recién han sido accesibles tras la apertura de los archivos de Praga.

En términos generales puede decirse que esta edición se ha consolidado no sólo como fundamento para la investigación, sino que también cuenta como texto estándar, el cual, por medio de ediciones de bolsillo y antologías, y a precios reducidos, hace tiempo que se ha popularizado y hasta se puede conseguir en CD-ROM, incluyendo las variantes a los textos y los comentarios (Editorial Chadwyck Healy, Cambridge). Y además, también es evidente que sirve de fundamento para las nuevas traducciones, en especial al español y el inglésFranz Kafka. Obras completas. Edición dirigida por Jordi Jovet. Traducciones de Miguel Sáenz y Andrés Sánchez Pascual. Círculo de Lectores/Galaxia Gutenberg. Barcelona, 2000. Franz Kafka, The Castle. Trad. Mark Harman. Schocken Books. Nueva York, 1998. Franz Kafka. Process. Trad. Breon Mitchell. Schocken Books. Nueva York, 1998. , de tal manera que con un retraso de dos décadas llega a su término, en todo el mundo, la historia de la repercusión de las ediciones debidas a Brod.

Motivo bastante para estar contento, podría decirse. ¿Nos podemos dedicar por fin de nuevo a la obra, ahora que los trabajos previos acerca del texto se han concluido? Por desgracia no todos comparten esta opinión. En el año 1995, el público alemán se enteró, para su mayor sorpresa, de que con excepción de los pocos textos publicados en vida, Kafka no había dejado ninguna obra, sino «una colección de diversos y lindos esbozos literarios y textos ya acabados, una caja de caudales llena de anotaciones». Con estas palabras fundamentaba Roland Reuss, estudioso de la literatura y editor de Kleist, la necesidad de una nueva edición histórico-crítica de Kafka planeada por el sello Stroemfeld.

Dicha edición sólo sería pensable basándose en los facsímiles de los originales, porque sólo ellos le harían justicia al material existente. Al mismo tiempo Reuss criticaba duramente la edición de Fischer: según él se seguía hablando en ella de «novelas» aun cuando en el mejor de los casos se trataba de fragmentos, y se había vuelto a intervenir en los textos de Kafka porque los responsables suprimieron los que según su opinión eran «evidentes fallos» del autor, un criterio que no fue precisado debidamente. Cuan poco «respeto por el texto» mostraba la edición crítica se podía reconocer en el hecho de no haber asumido en ella los cuadernos de vocablos hebreos de Kafka. En este contexto, Reuss llegó incluso a atreverse a formular el reproche de un antisemitismo inconsciente.

Ni los herederos de Kafka ni el curador de la Bodleian Library, Malcolm Pasley, estuvieron especialmente inclinados a responder a estos rudos ataques de una manera deferente: le negaron a la editorial Stroemfeld el permiso para hacer facsímiles de los manuscritos. La editorial, por su parte, se defendió con un llamamiento público que fue firmado entre otros por Harold Bloom y Louis Begley. Y pasó lo que tenía que pasar: que lo que había empezado como una discusión sobre puntos y comas y géneros literarios, fue sublimado por los medios como una lucha desigual entre las editoriales Stroemfeld y Fischer: David contra Goliat.

Para tranquilidad general la disputa ha terminado entre tanto. No amistosamente, pero al menos con un armisticio. Los primeros tomos de la edición Stroemfeld, El proceso y Descripción de una lucha, fueron acogidos positivamente por la mayoría de los críticos, pero no como había esperado su editor, no como la única forma de presentación y que iba a dejar obsoletas a todas las anteriores ediciones de Kafka, sino más bien como un maravilloso artículo de lujo para amantes de la literatura y fetichistas de la escritura. Sobre todo causó sensación la edición facsímil de El proceso, en la que Reuss pudo llevar a cabo por primera vez y hasta las últimas consecuencias su filología purista.

Puesto que, como se sabe, Kafka no había fijado el orden de los capítulos, la editorial publicó cada uno de los legajos en un cuaderno de gran formato, metiendo luego los dieciséis cuadernos en un orden intencionadamente casual dentro de un estuche de cartón. Además se incluía en él un CD-ROM con el que se podía ampliar en la pantalla, hasta casi cualquier tamaño posible, la letra original de Kafka.

Resulta algo consolador que en unos tiempos en que las grandes casas editoriales, apremiadas por las expectativas de ganancia de sus capitalistas, tienden cada vez más a la producción en masa, haya un editor que se meta en un proyecto de una responsabilidad semejante. Tanto la edición crítica como los bellos facsímiles sobrevivirán ciertamente al estruendo de los tambores publicitarios y de las vanas polémicas. Un buen día poseeremos dos ediciones de Kafka trabajadas a conciencia. Y pronto también nuevas traducciones modernas en todos los idiomas del mundo. Entonces podremos finalmente volverlas a leer.

Traducción de Ricardo Bada.

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