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Parábola del fraile o divertimentos sobre el islam

¿Europa musulmana o euroislam?

NEZAR AL SAYYAD (ed.), MANUEL CASTELLS (ed.)

Alianza, Madrid

Trad. de Pepa Linares

256 págs.

17,31 €

El islam plural

MARIA ÀNGELS ROQUE (ed.)

Icaria, Barcelona

421 págs.

20 €

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Es conocida la anécdota del fraile que, queriendo encubrir a un fugitivo sin mentir en sentido estricto, introdujo sus manos en las mangas del hábito y respondió a los perseguidores que le inquirían: «Por aquí no ha pasado». Me viene a las mientes esta historieta mientras leo diversas obras publicadas en nuestros días y dedicadas al islam, una religión que se ha puesto de moda por motivos lamentables: se comentan asuntos relacionados con el islam pero se eluden los puntos concretos en verdad conflictivos, porque de su análisis y disección saldrían de inmediato consecuencias que a toda costa se trata de esconder. Implicaría una relativización en el reparto de culpas –este género de autores es muy pródigo a la hora de culpabilizar a «Occidente»–, asumiendo la realidad de que en los matices reside la verdad de las cosas. De este modo, quienes viven de la relativización permanente del valor de las culturas (ya se sabe: todo es igual a todo) enuncian sus posiciones –y muestran sus objetivos, claro– desde la primera línea con un dogmatismo digno de Torquemada: «El hecho de la multiculturalidad en Europa es irreversible», dice Agustín Motilla (El islam plural, pág. 313) y tras este dogma irrenunciable (¿qué fenómeno social es irreversible por principio y desde el principio?) pasa a la onda contraria poniendo en tela de juicio «los supuestos principios de la civilización occidental, inducidos de la tradición cristiana y los postulados de la secularización […] supuestos valores europeos». Para el fundamentalismo multiculturalista no hay resquicio posible: nuestros valores son supuestos –aunque gracias a ellos disfruten, por ejemplo, de libertad de expresión–, en tanto el paraíso multicultural desciende del cielo; y respecto al funcionamiento mismo del islam y sus valores, ni lo uno ni lo otro, sencillamente ese tema no existe. Pero los derechos humanos, la libertad individual, la igualdad ante la ley y la sociedad de las personas son realidades bien concretas y, por cierto, de creación occidental, por poco que guste reconocerlo a los multiculturalistas, que envuelven en su pelmaza jerga de sociólogos y antropólogos la profundidad de sus vacíos: el mismo autor habla del «importante y rico patrimonio de los pueblos árabes instalados en la Península», sin percatarse siquiera del flaco favor que hace a sus aliados objetivos, los proclamadores fijos de la españolidad de los musulmanes de al-Andalus.

En El islam plural, la heterogeneidad de procedencias académicas o burocráticas (antropólogos, sociólogos, arabistas, islamistas más o menos encubiertos, politólogos, funcionarios de la Generalidad catalana, etc.), sin embargo, se allana no poco mediante una coincidencia más que amplia en la línea central de ataque (justificar a ultranza la entrada y crecimiento del islamismo en Europa), con algunas excepciones. Pero el grueso de los textos recopilados se mueve entre la militancia y la fingida neutralidad, pero activa en un solo sentido, que más que en hechos se apoya en declaraciones y condenas. Las colaboraciones más centradas en la realidad –no sé si por casualidad, de la mano de dos mujeres– abordan cuestiones bien crudas sistemáticamente eludidas por sus declarativos compañeros: son las de Caridad Ruiz de Almodóvar y Kalthoum Meziou acerca de la situación jurídica de la mujer y de las consecuencias que implica en la vida cotidiana y en el desarrollo como personas de las mujeres musulmanas. Sus conclusiones, no por esperadas son menos dramáticas, y podemos sostener que sólo este baño de realismo salva al libro, pues mientras los otros participantes se pierden por las sendas del victimismo, el destino manifiesto de la islamización de Europa y la hipertrofia del culturalismo, Kalthoum Meziou nos recuerda lo que realmente sucede a cientos de millones de mujeres: «En la práctica, el resultado es una situación dramática para las mujeres en el plano social y también para las relaciones familiares. El peso de esta dura carga se agrava hoy al existir elementos de comparación, ya que actualmente las mujeres saben, ven y constatan lo que sucede en los países vecinos y en el mundo entero».

Las características reales de la convivencia dentro de la sociedad islámica (que fundamentarían, o no, su respetabilidad), o con las otras comunidades humanas (que explicarían, al menos en parte, el rechazo que provocan los musulmanes) son obviados por esta gavilla de biempensantes. Así, Maria Àngels Roque, tras explicarnos las diferencias entre árabe y musulmán en términos de parvulario y de mostrar –como otros– sus desvelos por lograr un «islam catalán» (evidentemente muy distinto de un islam castellonense o zaragozano), denuncia «los tópicos más manidos» en las críticas a los musulmanes y a renglón seguido enarbola las cuatro mil palabras que en castellano derivan del árabe, «los topónimos que impregnan la memoria colectiva y muchos elementos culinarios»: éstos, al parecer, no son tópicos manidos. El Juan Vernet de toda la vida (rebautizado Joan) frivoliza a partir de excepciones sobre un asunto tan serio –y clave en la relación de los musulmanes con el resto de los seres humanos– como es el matrimonio, o la relación sexual y afectiva, de musulmanas con hombres que no lo sean, sin omitir a la dichosa e inevitable Wallada bint al-Mustakfi (siglo XI ), que todo arabista debe exhumar para probar, picaronamente, la libertad de las musulmanas de al-Andalus; aunque quizá lo más llamativo de su contribución sea su «por aquí no ha pasado» dedicado a Salman Rushdie («la fetua de Khomeini contra Rushdie es diferente de la que emitió el consejo de ulemas de El Cairo y de la de los de La Meca»), porque la diversidad de fetuas no aminora un ápice el riesgo de muerte del escritor, pero la existencia del islam plural queda bien sentada.

Dolores Bramón, angelicalmente, se apunta a las fantasías islámicas de la da'wa pacífica (la llamada voluntaria a hacerse musulmán) y señala que no puede hablarse de conquista en la Península porque hubo pocas batallas y sí rendiciones por capitulación, seguidas de libre aceptación del islam. Más adelante, la convivencia de los moriscos con los cristianos viejos en Cataluña (que quede claro: es otra manera de entender el mundo), incluso en tiempos de la expulsión, no presenta ningún indicio sólido de enfrentamientos, con lo que se cimentan bien los prístinos orígenes de Cataluña como foro de encuentro, diálogo multicultural, distancia implícita de la Castilla quemamoros, aunque tal paraíso de ensueño a veces lo enturbien los asaltos a juderías (1391) o textos como el del benedictino de Montserrat que en 1602 se dirige al duque de Lerma para que acabe de mala manera el conflicto con los moriscos: «que con aver sido tantas vezes perdonados y reconciliados con nosotros, siempre nos tienen un odio mortal». El título mismo del trabajo («El islam también forma parte del pasado catalán») ya trasluce un doctrinarismo de objetivo palmario: en Cataluña, por no haber, no hubo ni conquista musulmana y los hombres (y mujeres) de Cataluña, gozosamente, se adhirieron al islam por ósmosis perfecta. ¿Cuántas batallas campales se precisan para considerar conquista la invasión y ocupación sine die de un territorio? Se dan cuantos bandazos sean precisos, de párrafo a párrafo incluso, para vender la mercancía del momento, la muy correcta políticamente proclamación del carácter islámico de Cataluña. Se admite (pág. 71) que en 1496 la población mudéjar del principado era el 2% del total, bajando a menos del 1,5% en 1610, pero en la página siguiente la autora asegura muy convencida: «Por todo eso creo que se puede afirmar que una buena parte de los que ahora residimos en Cataluña tenemos antepasados que un día u otro fueron musulmanes». Pero como el camello no cabe por ese ojo de aguja, consciente Bramón de que falta la de arena, recoge velas: «Sin ningún intento de negar, y ni tan siquiera de minimizar, el fuerte componente occidental y cristiano que caracteriza a la sociedad catalana actual». A esto se llama coherencia.

Otros participantes en la obra cargan la mano en la culpabilización de Occidente para explicar el subdesarrollo económico y la falta de evolución política de las sociedades musulmanas, sin atisbo alguno de autocrítica ni de matización según momentos, lugares y potencias coloniales, lo cual contrasta vivamente con el perenne alarde declarativo (Antoni Segura, v.g.) de las diferencias culturales de unos a otros países islámicos, aunque tampoco se esboce nunca, ni en esquema, en qué consiste esa diversidad. La teoría de la conspiración permanente, el desconocimiento doloso y la mala intención continuada de los occidentales anima las páginas de varios de estos gurús de la sociología del islam, en la actualidad muy de moda (Mohammed Arkoun, Mohammed Talbi, Tariq Ramadan). Acusar a «Occidente» (así, en bloque, como si de este lado sí fuéramos todos iguales en todos los órdenes) de ignorar las verdaderas esencias del islam es una verdad menos que a medias, de victimismo táctico y con objetivos materiales muy concretos que no se declaran. No sólo es injusto porque los grados de información y conocimiento varían, ni por poder retrucar preguntando por las ideas que sobre el verdadero cristianismo, o europeísmo, o cultura occidental, existen en el mundo islámico.

Sin embargo, la pretensión más pintoresca es la esbozada por Tariq Ramadan y desarrollada en términos de retórica doctrinal por Azzam Tamimi: el pensamiento político occidental (y su consiguiente sistema democrático) le debe casi todo al islam medieval. Caso de ser cierta esa hipótesis (la filosofía griega, el derecho romano y el humanismo cristiano no existen, pues) –no sugerida como tal sino afirmada como certeza absoluta–, nadie explica por qué allá se esfumó en tanto en Europa florecía, proyectándose incluso sobre los mismos países musulmanes, en los cuales los islamistas rechazan semejantes alegrías de la razón, sustituida por la democracia islámica (Azzam Tamimi), que sin remisión nos retrotrae a otras democracias adjetivadas de infausto recuerdo (la orgánica, la popular). Con la mera mención del nombre de Averroes –y sólo con el nombre– cubren el expediente de fundamentar el dislate: desde luego omiten que hasta ese filósofo fue perseguido por librepensador y, sobre todo, que a partir del triunfo de la Sunna en los siglos IX X se cortó la posibilidad de evolución general del islam por vías más racionales. Todo vale.

Gran parte de lo señalado hasta ahora sirve también para ¿Europa musulmana o euroislam? , obra en que la enumeración de los agravios consabidos no cesa: Norte-Sur; ricos y pobres; militancia islámica como protesta social; asunto de Palestina; guerra de Bosnia, etc. A nuestro juicio, no es útil el recordatorio de esta acumulación de ofensas y agresiones próximas y lejanas, no ya por su relativa y discutible veracidad y exactitud según los casos, ni por poderse acumular otra pila de reproches parejos en sentido contrario (opresión de minorías cristianas y judías, guerras para extender el islam o, más cerca, exterminio de los armenios o matanzas masivas de serbios tanto en Bosnia como en Kosovo, papel despiadado de las propias oligarquías musulmanas dirigentes). No es útil por plantear la relación de los recién llegados a Europa con los habitantes del continente, primero como una reclamación reparadora por sucesos del pasado en los cuales no intervinimos, aunque no falten europeos, mucho más impregnados de la noción judeocristiana de pecado original de lo que piensan, dispuestos a llevar su complejo de culpa a extremos inaceptables, en especial al responsabilizarnos a todos de sus fantasmas. Pero, de modo básico, no es útil porque sustrae al análisis y la discusión los conflictos concretos que surgen en el encuentro de formas culturales muy distintas. En abstracto, eso no es achacable en exclusiva a nadie, pero en la práctica es necesario abordar cada área con sus manifestaciones concretas de enfrentamiento.

La egipcia Hala Mustafa, tras la obligada alusión retórica a Averroes y a la relación de agravios, concluye «¿Estamos ante una versión contemporánea de las cruzadas, de Andalucía [sic] y de las guerras balcánicas?». De modo que nos forzaría a una réplica pormenorizada de todos y cada uno de los casos citados, puntualizando y recordando cuantas circunstancias favorables –hasta desde su punto de vista– para los occidentales olvida de forma deliberada (previa invasión militar musulmana de Palestina o Hispania; intervención masiva de la OTAN contra Serbia en Bosnia y Kosovo; apoyo de la Unión Europea al pseudogobierno palestino, pese a su dudosa honradez; achacar a motivación religiosa el retraso de la entrada de Turquía en la Unión Europea, cuando se trata de un problema económico temido por Alemania; reducir a explotación y maltrato toda relación con inmigrantes musulmanes, como si no hubiera otras manifestaciones de aceptación y respeto, mayoritarias, y como si los casos de discriminación se dirigieran sólo y exclusivamente a los musulmanes por su religión y no por su capacidad económica: a recordar las vejaciones y abusos sufridos por tantos españoles, portugueses e italianos en Francia, por ejemplo, y no hace mucho). AlSayyad y Castells repiten una y otra vez la idea de la discriminación de los musulmanes en Europa como si fuese una verdad inmanente al orden del cosmos, lo cual explicaría hasta la actuación de algunos terroristas de al-Q'aeda. Espléndido.

Exageran al presentar en términos de inevitabilidad la islamización del continente europeo, o al invocar las «evidentes razones para la pertenencia de Turquía a la Unión Europea», si bien, luego, no citan ninguna de esas evidencias. Mientras se sobredimensiona el volumen y trascendencia de los por suerte muy minoritarios grupos xenófobos –e inanes en el plano institucional–, se niega la existencia de una identidad común europea («Europa es poco más que un cúmulo de identidades étnicas y nacionales»). Si no respondiera a movimientos tácticos, sería paradójico afirmar como algo saludable –y en nuestra opinión lo es– la diversidad de culturas en el islam (que no afecta a la unidad básica, no suelen añadir), en tanto si se trata de Europa, se discute hasta la mera existencia de una homogeneidad básica en la civilización europea. El objetivo es claro: si borramos el cristianismo de las raíces del continente y como elemento aglutinador del todo, arrumbamos el Derecho Romano en el desván de los recuerdos lejanos y colamos el matute (por inexacto y exagerado que sea) de nuestra deuda con «los árabes» (¿con cuáles «árabes»? Maticen, por favor) en la transmisión de la filosofía griega, el corolario es patente: esta res nullius cultural llamada Europa debe abrirse a cualquier penetración interesada y resuelta, dispuesta a saltarse cualquier escrúpulo; y puede llegar a afirmarse que «el multiculturalismo, o derecho a ser diferente y a crearse una cultura propia, es un derecho natural e inalienable de todos los individuos» (Kumar-Soysal), hipertrofiando de modo nada inocente los factores culturales de la vida por encima del carácter básico de persona. En cuanto suscitemos casos concretos se comprenderá que aquí lo que se está defendiendo es el derecho del grupo foráneo a imponerse sobre el individuo (por ejemplo, los matrimonios concertados de niñas púberes, la ablación, la imposición de la pañoleta islámica por parte de las familias, la persecución física de los musulmanes que apostaten de manera ostensible, la importación de instituciones, como la poligamia, que en Europa son delito (y con buen fundamento humano y legal), la prohibición, ya coercitiva en ciertos barrios, de hábitos normales, como el consumo de alcohol). No se defiende la libertad del ser humano sino el poder del grupo. Y de sus dirigentes, claro. Pero a través de contraposiciones falaces –como la de Paul Lubeck– se intenta reducir al absurdo de la simplificación el problema: «política de carácter multicultural, basada en el régimen de los derechos humanos, o la fortaleza europea ». Ahí es nada: los derechos humanos enfrentados a la cerrazón atrincherada que, sin embargo, ha permitido la entrada y afincamiento de quince millones de musulmanes. Y la cifra va en aumento.

La contraposición es tan desaforada que nos ahorra muchos comentarios, como nos los evitan las conclusiones, de veras estupendas, de algunos de estos multiculturalistas: «Las comunidades de inmigrantes, con una ecléctica mezcla de recursos a mano, cambiarán a las sociedades que habitan para mejor» (Kumar). ¿De qué habla este hombre, si lo que se está fomentando, empezando por él mismo, es el gueto, la separación de comunidades y, bajando a lo real, el derecho del padre a dirigir, o impedir, la boda de su hija? Porque aquí viene la objeción de fondo mayor a todo este género de obras: el desconocimiento adrede de los problemas de convivencia entre comunidades. No hablamos de culpas ni culpables sino de hechos muy extendidos. Marvin Harris lo dice muy claro: todo grupo que se automargina mediante la endogamia genera una correlativa e inevitable marginación por la comunidad mayoritaria. A nuestro juicio, esta es la clave de todo el conflicto a medio plazo, constituyendo los tabúes alimentarios el segundo foco de automarginación, sin que los aspectos estrictamente religiosos (participación, o no; creencias, etc.) tengan trascendencia apreciable entre una ciudadanía europea cuyo distanciamiento de la propia religión la induce a ser mucho más laxa con las ajenas. Por supuesto, no estamos propugnando la renuncia de los musulmanes a sus tabúes, pero deben asumir que eso no es precisamente una fuente de concordia. ¿Bastará para ellos y para los multiculturalistas rememorar el grave riesgo físico que, en numerosos países musulmanes, arrostra quien se atreva a comer en público durante el ayuno de ramadán? Felizmente, algunas voces de musulmanes residentes en Europa se alzan para formular una autocrítica imprescindible; así, el sirio Bassam Tibi, tal vez lo mejor de la obra, tras pronunciarse tanto contra la asimilación como contra el multiculturalismo, se declara partidario de la integración y advierte –con palabras que suscribimos–: «La solicitud de des-etnización de la identidad europea podría aplicarse igualmente a la identidad de los emigrantes. De otro modo, el cambio y la tolerancia irían sólo en una dirección».

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