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Iguales, pero desiguales

The XX Factor. How Working Women are Creating a New Society

Alison Wolf

Londres, Profile Books, 2013

464 pp. £15.99

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En ausencia de creencias religiosas, la reforma social brinda un propósito trascendente para aquellos que sienten que lo necesitan. Este es el motivo por el que no cesan nunca las campañas en pos de tales reformas en los Estados laicos democráticos; en cuanto se ha conseguido una reforma, se propone e inicia la campaña a favor de la siguiente, sin que se haya observado o juzgado aún el efecto de la primera. La reforma es un fin en sí mismo a falta de cualquier otro, un tipo diferente de religión, que es por lo que los reformistas raramente prestan atención a los posibles efectos perniciosos de sus propuestas o se paran a considerar la ley de las consecuencias no buscadas.

Uno de los méritos de este libro es que la autora reconoce las consecuencias menos felices de avances sociales a los que, en conjunto, se muestra favorable, fundamentalmente porque ella misma ha sido su beneficiaria. Su libro es un examen del reciente y súbito ascenso de la mujer a las capas más altas de la vida económica no sólo en Occidente, sino en el resto del mundo. Esto, defiende, ha tenido unos efectos profundos en la sociedad.

Hasta la década de 1960 había muy pocas mujeres que ocuparan puestos prominentes, ya fuera en la academia, la industria, el comercio, las finanzas o las profesiones liberales: y las pocas que había se habían visto obligadas a elegir entre familia y carrera, sacrificando la primera en beneficio de la segunda. La autora afirma con rotundidad que las mujeres de hoy en día, por contraste, no tienen ya que hacer semejante sacrificio y, además, en que pueden competir con los hombres sin ninguna desventaja por razón de su sexo. No se les cierra ningún campo (no menciona el deporte) y el supuesto techo de cristal, la invisible pero, sin embargo, sólida barrera a la conquista de las más altas cimas de la sociedad por parte de las mujeres, cuya existencia es objeto de tanta indignación feminista, ha quedado hecha añicos hace mucho tiempo. La autora rechaza la idea de que si la mitad de los puestos de privilegio no los ocupan mujeres, sólo cabe como única explicación posible la discriminación contra ellas, y acepta que podría haber otros motivos.

Pero la igualdad entre hombres y mujeres en las más altas esferas de la sociedad no significa necesariamente igualdad entre ellos en tramos inferiores de la escala, ni la igualdad sexual trae consigo necesariamente la satisfacción que se espera de ella. El hecho es que la existencia humana lleva aparejadas siempre sus aflicciones; y la otrora prominente noción feminista de «tenerlo todo», de poder hacer malabarismos para compatibilizar las numerosas exigencias de la vida  –tener carrera, familia y todas las demás cosas– sin ninguna frustración residual, fue siempre muy superficial. Una lectura de Rasselas, del Doctor Johnson, les habría hecho ver las cosas de manera correcta.

Riqueza y pobrezaAunque la autora se centra en las vidas de la quinta parte de la población femenina que está mejor educada y cuenta con los ingresos más altos (en ocasiones llega a sospecharse que no ha conocido realmente a ninguna del quintilo más bajo), establece numerosas comparaciones interesantes entre su modo de vida y el de los estratos inferiores de la población femenina. Por ejemplo, hay más mujeres que trabajan a jornada completa que las que están por debajo de ellas, y sus carreras se ven interrumpidas en menos ocasiones. Contraen matrimonio más tarde y tienen menos hijos, si es que llegan a tener alguno; es mucho menos probable que tengan hijos fuera del matrimonio que sus «hermanas» más pobres y se divorcian con menos frecuencia. Ni siquiera compensan esto teniendo más relaciones extraconyugales que aquellas que pertenecen a lo que, al menos en el mundo anglosajón, podrían llamarse las clases que tienen hijos ilegítimos. Lo cierto es que sus hábitos de matrimonio y reproducción se ajustan a los estándares del mundo cuando el matrimonio era para toda la vida y el divorcio era algo imposible o estaba mal visto. (Aunque no soy para nada un vejestorio, me acuerdo de cuando el divorcio era posible en Inglaterra únicamente en los supuestos de adulterio, abandono o crueldad, y se hablaba de él en voz muy baja como algo profundamente vergonzoso, casi como una prueba de perversión. Tras la muerte de mi madre me enteré de que había sopesado divorciarse de mi padre en los años cincuenta, y encontré entre sus papeles informes del detective privado que había contratado para demostrar su adulterio. El detective no encontró ninguna prueba que hubiera satisfecho a un tribunal de divorcios, por lo que mis padres siguieron casados. Todo esto hoy parecería completamente absurdo y diría incluso que a los miembros de una generación más joven les parecerá tan divertidamente extraño como las costumbres de los enterramientos de los antiguos egipcios.)

El hecho de que los estándares victorianos de propiedad en el comportamiento marital prevalezcan en el quintilo más alto reviste una profunda relevancia en la que no repara la autora. Al menos en las sociedades anglosajonas se encuentra un modelo completamente diferente en los quintilos inferiores, hasta tal punto que, en el más bajo de todos, el matrimonio y, por tanto, el nacimiento legítimo, es ahora algo virtualmente desconocido. La cuestión es por qué habría de ser esto así, ya que no siempre fue así.

Según la autora, la explicación es principalmente económica. El tipo de trabajos estables que habrían hecho que mereciera la pena casarse con un hombre del quintilo más bajo han desaparecido; la seguridad social significa que una mujer soltera con un hijo ya no tiene que depender de un hombre para sostenerla, y en algunos casos, gracias a las políticas fiscales y a la posibilidad de acceder a diversos subsidios, se encontraría en una posición menos ventajosa si lo hiciera. (En mi práctica médica en Inglaterra, cuando una madre soltera decía que quería ser «independiente», no se refería a ser independiente del Estado, sino del padre de su hijo o hija, una independencia que le permitía conseguir los subsidios estatales.) En estas circunstancias, el matrimonio sería una elección económicamente irracional.

Pero afirmar que la explicación del colapso del matrimonio es económica equivale a dar por sentadas, por un hecho inalterable, como la polaridad del campo magnético de la Tierra, las diversas disposiciones fiscales y legales que hicieron y que hacen que el matrimonio resulte algo irracional para quienes se encuentran en el quintilo más bajo, y algo no muy importante para al menos dos de los quintilos que están por encima. Sin embargo, las disposiciones fiscales y legales fueron a su vez el resultado del celo reformista, un celo que no emanó desde abajo sino, ¡vaya!, desde el quintilo más alto, es decir, del más educado.

Que el matrimonio ha tenido desde hace mucho tiempo sus enemigos, personas por lo general con una mentalidad utópica, no constituye ningún secreto. La autora cita a Germaine Greer, la enormemente privilegiada feminista australiana cuyo libro La mujer eunuco pasó por las universidades en los primeros años setenta como un cuchillo caliente por mantequilla:

La liberación de las mujeres, si abole la familia patriarcal, abolirá una necesaria subestructura del Estado autoritario, y una vez que deje de existir, lo que dijo Marx se hará realidad, se quiera o no se quiera, de modo que sigamos con ella.  

El hecho de que la familia estable podría servir a algún interés diferente del que favoreciera al puro poder masculino, por ejemplo como un sistema no estatal de protección social y apoyo a los niños, les pasó inadvertido, o fue deliberadamente ignorado por los radicales que quedaron fascinados por la visión utópica (e idiota) de Marx de la abolición de la división del trabajo, según la cual un hombre sería un mecánico de coches por la mañana y un lector de Esquilo por la tarde, etc., lo que él quisiera. Su visión de las relaciones humanas era de asociaciones libres entre hombres y mujeres basadas enteramente en el estado de los sentimientos del momento, libres de las ataduras de consideraciones tan artificiales como contrato, interés económico, convención, obligación social y muchas otras, cuya supresión daría lugar a la aparición de la verdadera personalidad humana, real en toda su belleza. Baste decir que he visto lo que sucede cuando todas esas consideraciones artificiales quedan eliminadas en las relaciones humanas, y el resultado está muy lejos de ser bonito.

El divorcio virtualmente libre vació de significado el contenido del matrimonio

Las reformas en el derecho de familia no fueron, por supuesto, tan radicales como habrían deseado las Greer de este mundo, pero fueron en su dirección y fueron profundas en sus efectos. Por ejemplo, el divorcio virtualmente libre vació el significado y el contenido del matrimonio, especialmente allí donde las consideraciones económicas ya habían dejado de desempeñar un papel a la hora de mantenerlo, y también había desaparecido su naturaleza religiosa y sacramental. Donde el divorcio resulta fácil, el matrimonio carece de sentido. Esto se tradujo en que las relaciones entre hombres y mujeres pasaron a ser ocasionales y pasajeras, rompiéndose tras la primera prueba u obstáculo, para inmenso detrimento y sufrimiento de los hijos a los que frecuentemente daban lugar: porque el deseo de tener hijos no se esfumó con el matrimonio, y al mismo tiempo el Estado había acudido en ayuda de las mujeres necesitadas para brindarles apoyo económico. En el quintilo inferior de la sociedad anglosajona, un hijo ilegítimo se convirtió para una mujer en la única esperanza de tener una relación humana duradera, aunque las desventajas de ser una madre soltera se ponían rápidamente de manifiesto. La personalidad del padre de su hijo ya había dejado de ser un asunto importante, ya que se suponía que abandonaría en cualquier caso tanto a la madre como al niño: el papel paterno desaparecía con el matrimonio y los padres pasaban a ser meros inseminadores.

Los horrores del matrimonio indisoluble fueron la especialidad de los reformistas, y eran, por supuesto, suficientemente reales: ¿qué habría sido, de hecho, de la literatura europea sin el matrimonio infeliz? Pero no se imaginaron los horrores de la abolición del matrimonio, aunque resultaban perfectamente imaginables para cualquier persona capaz de sumar dos y dos y provista de una concepción  realista de la naturaleza humana. Como de costumbre, los reformistas acentuaron lo positivo e ignoraron lo negativo.

Luego resultó que la misma clase que más había hecho campaña en pos de la reforma, el quintilo superior, fue la que menos atención prestó o menos provecho sacó de la reforma una vez implementada. Las razones de esto fueron dobles: en primer lugar, el matrimonio seguía siendo económicamente ventajoso para ellos y, en segundo, reconocieron que, en la práctica, un hogar estable, con dos padres, era lo mejor para sus hijos.

Como señala la profesora Wolf, los miembros de la elite que educa y está provista de educación se casan entre ellos. En contra de lo que pudieran haber predicho o afirmado creer en su momento las feministas, los hombres educados y con éxito económico no quieren casarse con mujeres dóciles, obedientes, ornamentales y pasivas que se limitarán a Kinder, Küche, Kirche (hijos, cocina, iglesia), sino más bien a mujeres como ellos, es decir, educadas y con éxito económico. Lo mismo puede predicarse de las mujeres educadas y con éxito económico: buscan hombres de su propia clase y condición. Quienes ganan mucho dinero contraen matrimonio con quienes ganan mucho dinero, para los que los costes económicos de la separación son considerables. Además, a la elite educativa y económica le preocupa extraordinariamente reproducirse, que es el motivo por el que se muestra deseosa de posponer el nacimiento de sus hijos y de hacer cualquier cosa para asegurarse de que ellos, sus hijos, inicien su periplo en la vida de la mejor manera posible, y «mejor» se define como aquello que les permitirá mantenerse como miembros de la elite, si es que no logran ascender aún más alto dentro de la escala social. Los padres reconocen que su separación entorpecería este objetivo, tanto por la creación de daños emocionales como por dificultar el pago de una educación de elite. En consecuencia, siguen juntos.

Comiendo en familia

No importa cuáles sean las opiniones políticas de los miembros de la elite –de izquierdas o de derechas, pro o antifamilia–, puesto que se comportan (estadísticamente) de la misma manera conservadora en relación con sus propios asuntos familiares. Sólo los superricos entre los ricos pueden permitirse comportarse de un modo diferente. Así, los políticos izquierdistas, que se oponen en teoría a los privilegios heredados, se aseguran de que sus hijos asistan a colegios de elite y se ocupan celosamente de sus fortunas privadas, que no compartirán con otros. Su maître à penser no es, en consecuencia, Marx, ni Trotski ni Gramsci ni Foucault, sino Marie Antoinette, que jugaba a ser pastora aunque volviendo siempre a ser reina. El ala izquierdista de la elite se pasa la vida jugando a ser pastores, por ejemplo proponiendo una educación igualitaria para las clases más humildes, al tiempo que preservan la educación elitista para ellos, asegurándose así de que las clases más humildes sigan siendo humildes. Adaptando ligeramente la famosa máxima de Marx, la consciencia no determina su ser, pero su ser determina ciertamente su hipocresía.

La profesora Wolf no saca esta conclusión de sus datos: soy yo quien lo ha hecho. Pero son muchas las conexiones interesantes que establece en su libro, por ejemplo la que existe entre el ascenso de las mujeres trabajadoras de éxito y el declive de las obras benéficas (de nuevo en los países anglosajones). Junto con muchas otras personas, yo había reparado en que la beneficencia en Gran Bretaña había pasado a estar desde hacía mucho tiempo no sólo cada vez más profesionalizada, sino que era dependiente del Gobierno para sus fondos; no había caído, sin embargo, en la cuenta de la conexión existente de esta evolución con el ascenso de la mujer trabajadora con salarios altos.

En la actualidad hay en Gran Bretaña organizaciones que se califican de benéficas y que reciben fondos públicos que utilizan con objeto de presionar al Gobierno a fin de que aumente el gasto: en otras palabras, el Gobierno, tras una cortina de humo de una actividad supuestamente caritativa, ejerce presión sobre sí mismo para aumentar sus propios poderes. Y una organización benéfica como la británica Oxfam no sólo obtiene la mayor parte de sus ingresos de la Unión Europea y del Gobierno británico, sino que gasta la mayor parte de su dinero en las nóminas de sus empleados, algunos con salarios muy elevados. Dudo que sea esto lo que tengan en mente la mayoría de los donantes privados de Oxfam cuando realizan sus donaciones; y la profesora Wolf cita a la presidenta de la Comisión de Beneficencia, el organismo que regula las organizaciones benéficas, que ha afirmado que antes de que la beneficencia se profesionalizara «olía aún a voluntariado», aunque la mayoría de la gente tendería a pensar que la naturaleza voluntaria de la beneficencia fue justamente la característica que la convertía en primer lugar en beneficencia.  La presidenta de la Comisión de Beneficencia, sin embargo, añadió que la profesionalización de la beneficencia animó a las mujeres a hacer carrera en su seno.

En un momento dado, por supuesto, las mujeres de las clases pudientes se dedicaron a realizar cantidades ingentes de trabajo de voluntariado, lo que equivale a decir auténticamente caritativo; pero desde que han pasado a tener ocupaciones muy bien remuneradas, entre las que se incluyen –irónicamente– organizaciones nominalmente benéficas, han dejado de hacerlo. Su lugar ha sido ocupado por profesionales. La profesora Wolf es una pensadora lo suficientemente sutil como para no proyectar las actitudes actuales a personas del pasado: no concluye que, debido a que las mujeres de hoy en día estarían insatisfechas con el trabajo voluntario que se esperaba de ellas en otro tiempo, las mujeres del pasado que sí lo hicieron se sentían profundamente insatisfechas con él. Y aunque reconoce que algunas personas creen que la beneficencia voluntaria es degradante para quienes la reciben, también reconoce que no puede parecer tan horrible en comparación con las humillaciones que la burocracia estatal inflige a aquellos que supuestamente tienen derecho a sus beneficios. El declive de la beneficencia es una de las consecuencias inesperadas, y lamentables, del ascenso de la mujer trabajadora, al menos de la mujer trabajadora de elite.

En las sociedades occidentales está extendiéndose la sensación de que muchos se han hecho ricos de forma deshonesta

La afirmación quizá más sorprendente y polémica del libro es que el ascenso de las mujeres a puestos de poder e influencia ha incrementado la desigualdad económica de la sociedad en su conjunto. Es posible que las mujeres sean ahora iguales a los hombres, pero no son iguales entre ellas. Esto es una consecuencia del emparejamiento entre iguales al que ya me he referido: mujeres de elite que se casan con hombres de elite y que siguen casadas con ellos, mientras que todas las demás se comportan de modo diferente; y esto sigifica a su vez que en la actualidad hay muchos hogares con dos ingresos muy elevados y al alza, mientras que en los niveles inferiores de la sociedad los ingresos no son sólo, en primer lugar, mucho más bajos, sino que, en el caso de las mujeres, son bajos e intermitentes: porque cuanto más se descienda en la escala social, más probable resulta que las mujeres trabajen sólo a tiempo parcial, y además en trabajos mal pagados. Existe, por tanto, una brecha enorme y cada vez mayor entre la cima y la base, una brecha que parece haberse vuelto congénita.

Creo que la autora exagera al referirse hasta qué punto ha crecido la desigualdad entre las mujeres. Afirma que, antes de que las mujeres pudiesen embarcarse en carreras propias y llegar a lo más alto de cualquier árbol, en realidad eran hermanas, unidas por una posición esencialmente similar. Este no era el punto de vista de Virginia Woolf, por ejemplo, un icono feminista, pero también una campeona mundial de la autocompasión. Creía que su sino, como hija de un padre rico y educado, era peor que el de la mujer de un minero o del obrero de una fábrica, por las que no sentía ninguna compasión, no digamos ya hermanamiento.

La importancia que se dé a la desigualdad depende de la filosofía política de cada uno. Si las personas están satisfechas con sus vidas, no importa si sus ingresos son comparativamente bajos o sus puestos son secundarios. (A mí no me importa, por ejemplo, que la diferencia proporcional entre mi riqueza y la de Warren Buffett sea mayor que la que hay entre la mía y una persona que vive de la seguridad social. Es suficiente para mis necesidades.) Pero allí donde florecen o pasan a generalizarse la envidia y el resentimiento, una disparidad en el nivel de riqueza pasa a revestirse de la mayor relevancia política.

También importa, creo, cómo se genera la riqueza. Existe, indudablemente, un sentimiento muy extendido en la mayoría de las sociedades occidentales de que una gran parte de la riqueza ha sido adquirida de forma deshonesta o es el resultado de la búsqueda de rentas en vez de ser una recompensa a la genuina creación de riqueza. Muy raramente se oye a nadie expresar un resentimiento hacia la ingente riqueza de Bill Gates, porque todo el mundo es consciente de que ha creado algo que nos ha beneficiado a todos; por contraste, son pocas las personas que tengan algo bueno que decir sobre los banqueros y los abogados mercantiles, que parecen haber creado un cártel parásito para ellos mismos, privatizando los beneficios y socializando las pérdidas.

Esta impresión no se verá reducida por este libro, ya que la mayoría de las mujeres de éxito que cita la autora parecen ser banqueras o abogadas. Y, a pesar de que disfrutan de un éxito admirable en sus distintos ámbitos, su actitud ante la vida no es algo que muchos lectores encontrarán atractivo. Parecen implacablemente obsesionadas con el éxito según la vara de medición del dinero, el poder y el nivel en la jerarquía, una actitud que transmiten a sus hijos, inculcándoles la competitividad a los cinco años, una edad a la que (creen) los niños deberían haber empezado ya a rellenar sus curricula vitae. Los niños no aprenden música porque la música alimente el ama, sino porque parece algo bueno a la hora de mandar una instancia para Harvard o Princeton, y no tenerla en el currículum supone una desventaja en comparación con un aspirante que sí la tenga. Esto es auténticamente horrible. 

¿Y para qué sirve, en fin de cuentas, toda esta competencia? La autora nos dice que los lectores del Financial Times son más ricos y cosmopolitas que los de cualquier otro periódico del mundo. Su suplemento en papel satinado del sábado se llama How to Spend It (Cómo gastarlo), un título tan asombrosamente vulgar que se basta casi por sí solo para empujarme a mí, un no igualitario empedernido, al bando de los radicales económicos.

Theodore Dalrymple nació en Londres en 1949. Fue durante muchos años médico en una cárcel y en un hospital urbano. Escribió una columna semanal durante catorce años en The Spectator y ha colaborado con numerosas publicaciones del mundo anglófono. Su libro más conocido es Life at the Bottom. The Worldview that Makes the Underclass, que se ha traducido recientemente al portugués en Brasil. Acaba de terminar las memorias de sus años de trabajo en la cárcel y está a punto de publicar una polémica contra la psicología titulada Admirable Evasions. How Psychology Makes Us Shallow.

Traducción de Luis Gago

Este artículo ha sido escrito
especialmente para Revista de Libros

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