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Al hilo de las celebraciones

HISTORIA Y CELEBRACIÓN. MÉXICO Y SUS CENTENARIOS

Mauricio Tenorio Trillo

Tusquets, Ciudad de México

250 pp.

11,50 €

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Cuando no se pierden en vanas controversias, las conmemoraciones ofrecen a los historiadores una sana oportunidad para la reflexión. La celebración en toda Latinoamérica del bicentenario de las independencias, la celebración en México del inicio de «la revolución de independencia» (1810) y de la «revolución mexicana» (1910) no deberían escapar a la regla, pero hasta ahora nadie ha ido tan lejos en la irreverente seriedad como Mauricio Tenorio Trillo, historiador mexicano y distinguido profesor titular en la Universidad de Chicago.

1810-2010, 1910-2010: el guión entre las fechas puede adoptar sentidos muy diferentes. No debemos contentarnos, dice Tenorio, con «conmemorar» sin más un momento, por más que haya sido una línea divisoria en la historia del país. Tampoco se trata de conmemorar la conmemoración, si uno piensa que en 1910, dos meses antes del inicio de «la revolución», México celebraba el primer centenario de la lucha por la independencia.

Después de presentar las XXVIII Leyes (suyas) de la historia (de la historiografía), el autor reflexiona sobre la irresistible obligación de celebrar, conmemorar y recordar, lo que no es lo mismo. El pasado nacional es un patrimonio –y en el caso de México el pasado internacional, continental, como afirma Tenorio en sus capítulos finales noveno y décimo sobre Guatemala y «Norteamérica y los límites de la imaginación histórica»– y el pasado de la humanidad toda también lo es. Patrimonio es «un bien de herencia que desciende, según las leyes, de padres y madres a sus hijos» (Émile Littré, Dictionnaire de la Langue Française). Hablamos de «patrimonio histórico», de «memoria histórica» como patrimonio, del «deber de memoria» y levantamos (o quitamos) monumentos según nuestras necesidades del momento. Por cierto, «monumento» viene del sustantivo latino monumentum, del verbo monere, que significa hacer pensar, recordar. Entonces, ¿la celebración como memoria del pasado y advertencia para el futuro? Cuando levantamos monumentos a la Independencia, a los Padres de la Patria, a los Héroes de la Revolución, cuando participamos en centenarios y bicentenarios, nosotros los historiadores funcionamos como ciudadanos, miembros de la ciudad, de la societas civilis, más que como estudiosos. De actuar como historiadores puros, venimos a perturbar el concierto memorioso de la celebración; lo dijo Ernest Renan hace mucho, y nos lo recuerda y demuestra oportunamente Mauricio Tenorio. Y es que cualquier comunidad humana necesita de una memoria viva, orgánica, que recuerde a sus miembros acontecimientos, personajes, creencias que permitan rituales constitutivos de nuestra famosa identidad. Se trata de anclar las sociedades humanas en el espacio y en el tiempo, en una cultura, de modo que la empresa conmemorativa no es ingenua sino intencional, premeditada y funcional. ¿Qué vamos a celebrar, qué vamos a recordar? ¿Qué celebraron y recordaron las generaciones anteriores y las presentes? Es lo que estudia de manera espléndidamente humorística el autor en el tercer capítulo, «Luces y centenario de la Revolución Mexicana: Teoría de los Focos». Revisa nuestra historia triunfalista desde la independencia, cuna de héroes al estilo Bolívar: cada generación tiene su héroe preferido y uno, Agustín de Iturbide, celebrado por Bolívar, se ha vuelto «El antihéroe» (capítulo 6) de la historia oficial, y sin embargo presente en ciertas memorias. Luego viene «La Reforma» (de 1856 en adelante), primera de nuestras guerras culturales que permite a los liberales victoriosos imponer su versión de la historia patria y, finalmente, la Revolución (1910-1940), que incluye muchas revoluciones en el espacio y el tiempo, y que precipita al infierno ideológico Porfirio Díaz, el hombre fuerte que dirigió México entre 1876 y 1910 y presidió el primer centenario de la independencia.

La Vulgata historiográfica que se impuso, el catecismo histórico triunfal que conocen hasta los que reniegan de él, justifican lo dicho por el autor: «Algo ha pasado, hoy por hoy la nación es un sentimiento más fuerte que el Estado y el derecho en México». A tal grado que el historiador que intenta, como Mauricio Tenorio, sembrar algunas dudas en cuanto a los héroes, se topa con dos tipos de reacciones entre su público mexicano de un barrio de Chicago: «Gracias, maestro, por bajar del pedestal a las estatuas, para volver más humanos a estos hombres»; mientras que otros dicen: «Mis maestros de primaria hicieron muy bien su trabajo, por favor, no toque a mis héroes».

«La historia patria no está esencialmente en lo contado, sino en la lucha por contar una u otra historia, siempre por la patria. Puede ser que, para quien aprende historia, la patria esté en lo que aprende; para quien escribe historia, la patria debe estar en poder discutirla y en nunca escribirla del todo, siempre reescribirla» (p. 154). Pero «la nación está aquí. ¿Adónde queremos llevarla hoy como historia y como unidad de convivencia? La historia y la patria son una forma de ceguera, también una forma de visión, irrenunciables. Los historiadores del siglo XXI seguirán tras la pregunta de siempre –¿por qué la historia?–, aunque tengan la certeza de que cualquier respuesta será provisional y simultáneamente la ruina de muchas interpretaciones y una solución pragmática para el presente. Acaso ya ahora puede decirse sin dejo de criminalidad: es el olvido tanto como la memoria nuestro laboratorio, el de los historiadores» (p. 155). A las sociedades con fundación revolucionaria, con mitos fundadores revolucionarios, les cuesta mucho trabajo escribir su historia, salvarse de la magia de los aniversarios, romper con el sentimiento de lealtad de los herederos del patrimonio. Al historiador le resulta muy difícil resistir a un pedido que no es puramente oficial sino también social, cuando corre el peligro de aparecer como contrarrevolucionario y antinacional. Intentar darles su lugar (¿cuál?) a Iturbide o a Porfirio Díaz provoca enseguida la movilización de los medios masivos de comunicación al grito de «¡Traidor!». No se nos pide investigación, no se nos pide solamente conmemoración, sino celebración litúrgica, exaltación ideológica. ¿Qué ha de hacer el historiador? Sembrar dudas, propone Mauricio Tenorio, pero con la conciencia clara de que la Nación y la Revolución son una memoria colectiva que los historiadores no controlamos, ni los políticos tampoco. La experiencia de la historia, la tragedia que vivieron los «revolucionados» después de 1810 y 1910 (la palabra la forjó el gran Luis González y González, que falleció en 2003), no coincide con la verbena popular ni con los discursos contemporáneos. La Historia tiene una cara de luz, la que celebramos, pero su otra cara –siniestra, sombría– no se presta a las festividades. Celebramos la Independencia y la Revolución, no podemos celebrar y, por tanto, no podemos recordar la guerra civil que las acompañó. Olvidamos que Polemos es el padre de la historia y que 1810 y 1910 inauguraron capítulos sangrientos y dolorosos, con el triunfo de la violencia, de la ambición, de la corrupción. Las celebraciones nacionales tienen que disimular esta ambivalencia fundamental.

Mauricio Tenorio nos recuerda que ni la revolución ni la independencia pueden considerarse como algo familiar, evidente, fácil de entender. Al contrario, el fenómeno resulta cada día más extraño y poca gente sabe para qué y para quienes se echan las campanas al vuelo y se queman los fuegos pirotécnicos cada 16 de septiembre (1810). El autor pregunta con audacia si se puede, si es lícito celebrar «los pasados» de México sin discutir a fondo sus posibles futuros: «Para mí la vaporosa luz de futuro que irradia nuestro presente es más importante como guía historiográfica que el presente inmediato que estamos viviendo. Ese foco imaginario es el que me preocupa que se funda, que apague la serie de luces que después de todo ha funcionado bien como conciencia histórica nacional. Cuando se enchufe una verdadera nueva serie veremos qué queda de nuestras luces historiográficas. Pero no es hoy ni serán, creo, las pompas de 2008 o de 2010 las que encenderán la luz radicalmente nueva de nuestro mirar histórico. El historiador es lampista, sabe de focos y de luces, pero sólo porque lo encandila la luminosidad prestada del pasado brillando por la energía del presente. Por eso, centenario y bicentenario: luces y esplendores, pero también, ceguera» (p. 79).

El autor demuestra, con sobrada razón, que mientras no abandonemos la idea de que la identidad es la base de la memoria, la cultura o la historia verdadera, no existirán las condiciones para la aparición de un nuevo horizonte historiográfico. «Pero hoy por hoy hay un patriota polizonte en el pensamiento sobre México» (p. 225). Sin pesimismo exagerado, pero con una extraordinaria lucidez, propone la organización de reflexiones colectivas sobre lo que de México tiene el mundo, y lo que México tiene y ha tenido de mundial durante más de cuatro siglos, una reflexión que permita crear no la conciencia patriótica recompuesta y adaptada a cien años más del heroísmo nacional, sino una que enseñe errores, infamias y los mecanismos, los motivos que han llevado en doscientos años a pensar la nación de una u otra manera.

Hubiera podido citar la carta pastoral colectiva publicada en 1921 por el episcopado mexicano «con motivo del centenario de la Independencia Nacional» (la independencia se proclamó y logró finalmente en 1821). Después de reconocer «la justicia que hubo para celebrar aquellas suntuosas fiestas que nos colocaron a una altura envidiable al recurrir el primer centenario en 1910. Lamentamos entonces el que de tales solemnidades se hubiera excluido a Dios, siendo así que Él, Árbitro soberano de los imperios y Autor de las sociedades como lo reconocieron los primeros insurgentes y lo adora la nación entera, tiene derecho al público homenaje de la nación. […] Mirando con ojos cristianos los funestos acontecimientos que precisamente desde 1910 se han venido verificando en nuestra Patria, ¿quién puede dudar que Dios ha querido enseñar a México que su camino iba errado y que su progreso carecía de sólido fundamento, pues que cuando su prosperidad más lo ilusionaba estaba en vísperas de disiparse?». Luego pasa a celebrar la «gloriosa y santa empresa de nuestra Independencia que don Agustín de Iturbide, nuestro libertador, cimentó en tres piedras fundamentales que él llamó tres garantías y dejó simbolizadas en nuestra Bandera Nacional: la Religión Católica, que era y es la de la Nación; la unión de todos los mexicanos y la independencia de la Patria». Tenorio califica a Iturbide como «un embarazoso cadáver que no cesa de dar patadas al subsuelo de la historia nacional» (p. 137). Habrá que ver la pastoral colectiva que publicará, sin duda, el episcopado mexicano con motivo del bicentenario de la independencia y del centenario para tomar la medida de los cambios generacionales en nuestras «visiones» del pasado.

En conclusión, un libro fabuloso, hilarante –lo que explica su inesperado éxito en ventas–, un libro de crítica, reflexión y construcción sobre el oficio de historiar en relación con la sociedad y sus rituales. Bruno H. Piché, al comentar el libro, concluía: «Sería genial que la nación estuviera hecha de historiadores, sobre todo si piensan, imaginan y escriben como Mauricio Tenorio Trillo» (Letras Libres, octubre de 2009, p. 78).

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