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¿Historia que constituye? Miguel Herrero de Miñón y los derechos históricos vascos

Derechos históricos y constitución

MIGUEL HERRERO DE MIÑÓN

Taurus, Madrid, 1997

344 págs.

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«Siempre se ha considerado el autogobierno como una proyección de los derechos humanos en vez de consecuencia de un derecho histórico y, por consiguiente, una libertad política así generalizada, permitiría y aun exigiría una organización autonómica de todo el territorio estatal, ajena a las específicas personalidades histórico-políticas, necesariamente diferentes y heterogéneas entre sí» M. Herrero de Miñón, Derechos Históricosy Constitución, Madrid, 1998, pág. 36. . Esta afirmación, asiduamente utilizada en la colección de ensayos que conforma la última incursión de Herrero de Miñón en el problema del derecho histórico, encierra dos proposiciones que constituyen la tesis central defendida por el autor y que se deduce de una clara opción de respuesta a los dos dilemas que plantea. En primer lugar, la contraposición entre dos concepciones del autogobierno: como manifestación de la libertad política o bien como algo enraizado en un derecho histórico. En segundo lugar, y como consecuencia de la disyunción anterior, la contraposición entre dos fórmulas de organización política: la generalización del régimen de autonomía en todo el territorio frente a la idea de autogobiernos «asimétricos» en función de la historia peculiar de algunos territorios.

Autogobierno como libertad política o autogobierno como historia constituyente, ésta sería más sintéticamente formulada la opción que presenta Herrero. Y él opta no sólo con claridad, sino sobre todo con la potencia intelectual de quien lleva años dedicados al estudio del derecho histórico y su presencia en los regímenes constitucionales contemporáneos. Con claridad, porque su libro –como sus artículos en la prensa diaria– está construido sobre un argumento que sostiene que la historia otorga, con todas sus consecuencias, identidad constitucional a los territorios. Con potencia intelectual, porque prescinde de toda la vulgata historiográfica nacionalista, para sostener su tesis sobre un ejercicio de comparación (sobre todo, no casualmente, con el desarrollo de los territorios austríacos) y de pura ingeniería constitucional.

De ahí que una consideración crítica de la tesis de Herrero precise también de doble entrada, historiográfica y política. La primera ya determina la segunda, dada la extrema confianza que el planteamiento político tiene en el argumento historiográfico: la historia constituye, porque dota de identidad política a los territorios. No tratamos de cualquier territorio, lo que también es ya argumento propiamente historiográfico, sino únicamente de aquellos en los que la historia tiene algo de constitucionalmente relevante, es decir, los territorios forales dotados de derechos históricos. Dada la tutela que el actual ordenamiento constitucional otorga a esta especie de derechos, se nos propone tomarnos en serio la disposición adicional primera de nuestra Constitución y reflexionar sobre su posible envergadura: ¿qué derechos protege aquí la Constitución? Y, sobre todo, ¿cómo identificarlos?

La tesis de Herrero al respecto entronca perfectamente con un constitucionalismo moderado que reclama para la historia una capacidad de determinación del ordenamiento, trasladándola como fundamento del autogobierno, que es seña de identidad básica también de nuestro sistema constitucional. Conectadas así ambas cosas, derechos históricos y autogobierno, la fuerza resultante apunta en una dirección que es inversamente proporcional a la voluntad ciudadana y directamente proporcional a la determinación ejercida al efecto por la historia. La autonomía vasca no traería así su causa esencialmente del refrendo ciudadano de la Constitución y del Estatuto de Autonomía de Gernika, sino de su soporte histórico de legitimidad. De hecho, sin forzar excesivamente la tesis, podría decirse que el Estatuto no es más que un accidente, una de las formas históricamente adoptadas por el autogobierno vasco. Su camaleónica naturaleza podría igualmente asimilarse a otros troncos: monarquía pseudo constitucional, federalismo asimétrico, confederación.

Creo, sin embargo, que el supuesto sobre el cual descansa todo el análisis de Herrero, a saber, la existencia de un derecho histórico vasco, es una hipótesis harto discutible. Discutible, no porque ese derecho no se pueda identificar como un corpus de normas definido, ni porque las instituciones vascas no se hayan preocupado nunca por él. A estas objeciones se podría responder que no se trata de textos positivos cuanto de tradiciones; de una cultura constitucional colectiva que informa de la capacidad de una continuidad para generar su propio gobierno. La duda es más de raíz: se sitúa en la existencia histórica de ese derecho que se denomina precisamente así. Más aún, habría que comenzar por cuestionar algo todavía previo: la existencia histórica del sujeto (Euskadi, Euskal Herria, País Vasco) al que se le reconocen derechos con capacidad para determinar el ordenamiento, precisamente por ser históricos.

El mismo mapa utilizado por Herrero como emblema de su libro aporta datos de notable interés. El original de 1852, que no es el reproducido en la cubierta del libro (aunque también éste tiene interés) identifica una «España foral» que reproduce, excepto los territorios vascófonos de Francia, el mismo mapa que la televisión vasca (ETB) utiliza para adoctrinar sobre geografía nacionalista: las tres provincias que forman Euskadi más Navarra. Pero el mapa es también texto, y reza así: «comprende estas cuatro provincias exentas o forales que conservan su régimen especial diferente del de las demás». Una cosa era la línea que delimitaba el espacio de la «España foral», otra bien distinta que conformaran cuerpo político. El régimen especial, el que diferenciaba y dotaba de identidad, no era en absoluto vasco, sino vizcaíno, alavés, guipuzcoano y navarro. Eran los corpora provinciales y no el corpus vasco quienes tenían entidad histórica; iura propria de cada uno de tales cuerpos políticos de provincia y no ius único vasco. De hecho, este último, en términos históricos, no existe. Es, como su sujeto Euskadi o Euskal Herria, una entelequia: cuerpo perfecto que únicamente adquiere forma histórica aparente si se asumen valores políticos nacionalistas. Más allá, únicamente ha existido por un argumento tan diametralmente opuesto a la idea de los derechos históricos como la voluntad políticamente creativa de los propios vascos.

De ahí que todo el argumento desplegado por Herrero deba salvar una falla notable, que no duda el autor en enfrentar. Conociendo bien la historia constitucional de los territorios vascos, el problema antes expuesto se le presenta: ¿derecho provincial o vasco? Si lo primero, no sirve ya para nada el resto del discurso, pues no tendrá utilidad de cara al desarrollo del autogobierno por la interposición de la Comunidad Autónoma. Si lo segundo, debe explicarse la transustanciación, cómo los iura propria devienen derecho histórico vasco. Una buena respuesta es la que utiliza este libro: mediante los procesos de configuración unitaria de las provincias vascas en el nuevo cuerpo político llamado Euskadi (1936 y 1979), se produce un trasvase de derechos «históricos» hacia el nuevo continente político, así ya unitario e identificable. Sin embargo, creo que aquí precisamente es donde más se tambalea el argumento en favor de unos derechos históricos vascos porque o bien Euskadi no es más que un cuerpo tutelar de derechos vizcaínos, guipuzcoanos o alaveses (como lo pudo ser la monarquía), o bien la transustanciación se ha llevado por delante la sustancia y no hay ya materia de la que tratar, por haberse eclipsado políticamente las provincias con el nacimiento de Euskadi.

Existe, no obstante, otra posible respuesta a este dilema y es, además, la más usual aunque profundamente contradictoria con el argumento historiográfico. Se halla en parte en la cubierta del libro: inventar la historia. No es cosa del autor, que ya digo que se maneja con la potencia intelectual que procede de años de estudio sobre este problema constitucional. Pero es el signo de nuestro tiempo, especialmente del vasco. Del mismo modo que la cubierta de este libro manipula el mapa de 1852 para incluir a Galicia entre esos territorios con raza constitucional propia, la historia ha quedado a merced de discursos políticos nacionalistas (también del nacionalismo español) para producir efectos constitucionales. Conviene no engañarse: no es la historia, son los discursos políticos los que procuran tales efectos.

Prueba de ello es también el hecho de que el argumento político en favor de la consideración de los derechos históricos, y su capacidad determinativa sobre el ordenamiento, ignora una parte preciosa de la propia historia de la cultura a que apela. Como si de un insoluble continuum se tratara, se conecta la cultura foral clásica con la cultura nacionalista, dejándose en el camino comprensiones, históricas también, del autogobierno provincial que precisamente apuntan en la dirección que ni quiere Herrero, ni quiso el moderantismo decimonónico: autogobierno como libertad política. También hubo liberales vascos, aunque parezca increíble, que desde finales del siglo XVIII estaban oteando y desarrollando una interpretación de su historia constitucional como forma de libertad ciudadana más que del sujeto corporativo nación, pueblo o provincia. Contra lo que supone Herrero, precisamente esta última forma de entender el autogobierno no ha fructificado en tierra vasca (ni española) hasta tiempos muy recientes. Es únicamente cuando se estabiliza en España un régimen constitucional que hace de los derechos y libertades individuales el núcleo duro del sistema, cuando puede desenvolverse operativamente tal idea de que entre esas libertades que el individuo vasco disfruta está la de autogobernarse. Claro que esta idea y proyección del autogobierno es la que menos ha satisfecho tradicionalmente tanto al moderantismo español como al ultra conservadurismo nacionalista vasco, que contemplan el autogobierno como efecto de historia de sujetos corporativo territoriales, no de voluntad de sujetos individuales.

Pero esa conexión entre derechos históricos e ideología nacionalista vasca es precisamente lo que, creo, convendría discutir críticamente antes de darla por supuesta, porque el resultado ha sido más bien el de una invención cuya última vuelta de tuerca es la pirueta de pensar que los derechos históricos de los cuerpos políticos provinciales han sido asimilados por una Euskadi cuya historia es sólo, como ahora se dice, reciente, casi de ayer. Es la suya historia toda ficta: junto a un planteamiento español ultra moderado, fue un nacionalismo vasco más conservador y ultramontano aún quienes cancelaron aquella historia de autogobierno provincial en el último tercio del siglo pasado. Uno quiso dar a luz una España al fin convenientemente extendida, el otro una Euskadi que fue creciendo de Vizcaya a Euskal Herria. Entre ambas se perdió una perspectiva ciudadana y en el horizonte no apareció más que nación, española o vasca, sujeto máximo de derechos. Entre ambas también se ha abusado de la historia, violentado el pasado y hecho inservible una tradición cultural. ¿Puede constituirnos aún la historia? ¿Puede, tan siquiera, ser punto de referencia para derechos de alcance político?

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