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Bienestar sí; Estado… menos

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Aunque sus orígenes pueden rastrearse hasta las postrimerías del Imperio Romano, con la apertura de los graneros del estado a las masas hambrientas, las políticas protectoras que conocemos con el nombre de «Estado de Bienestar» tienen un origen reciente. No está fuera de toda medida fechar su hipertrofia, aunque no sus comienzos, en las dos guerras mundiales y en la profunda huella producida por la gran depresión. Tales fueron los activos catalizadores de la moderna explosión del gasto público y de los gastos de protección social. El crecimiento del tamaño del estado responde en buena medida a un profundo cambio en la sensibilidad colectiva de Occidente; cuando el sistema capitalista se configuró sobre una base urbana y democrática resultó cada vez más difícil mantener los esquemas del antiguo estado liberal. Las masas urbanas alcanzaron un peso decisivo en la opinión pública occidental condicionando los mecanismos de poder. Y a tal rebelión de las masas, correspondió un cambio de mentalidad de las elites dirigentes.

Desde 1914 perdieron las ciudades europeas –puede afirmarse sin graves reparos– su antigua inocencia campesina. Cambiaron, en efecto, la resignación de la vida sencilla del campo por el marco de las aglomeraciones industriales en el que tuvo lugar la búsqueda urgida de prosperidad. Era un modo de vida rutinario y sobrio el que se metamorfoseaba en otra forma de existencia cargada de tensiones y esperanzas. Y es que el modo urbano de vivir expresaba, como un espejo, la imagen de un proceso industrializador sin precedentes. La primera guerra mundial, la depresión de 1930 y la segunda gran guerra fueron los graves acontecimientos que habrían de arruinar el consenso sobre la vigencia y bondad del antiguo estado liberal. Lo hicieron con contundencia y aceleración desconocida en procesos anteriores. A ellos se adaptaron, brindándoles cobertura intelectual y diseño de políticas protectoras, los líderes del pensamiento y de la acción de las democracias occidentales. Las ideas de grandes economistas o reformadores, las promesas de los protagonistas políticos y sociales, proporcionaron cobertura al súbito cambio de la opinión ciudadana. Bien es verdad que en Alemania ya se habían adelantado –en el decenio de 1880– los primeros sistemas de seguridad social en sentido moderno. En efecto, fue Otto von Bismarck el primero en implantar sistemas de protección obligatorios para sostener las rentas de los trabajadores en caso de accidente, enfermedad, vejez e invalidez. Y al despuntar el siglo, cuando la Royal Commision on Poor Laws se propuso revisar y remozar las antiguas leyes de pobres, aparecieron también en Inglaterra mecanismos amortiguadores de los más rudos efectos que transitoriamente acompañaron a las primeras oleadas industrializadoras. El informe que emitió el pequeño grupo de estudio capitaneado por la señora Beatrice Webb recomendaba ya sustituir las leyes de pobres por un sistema general de seguridad social. Y a esas recomendaciones pareció atender Lloyd George cuando apadrinó el seguro de desempleo y enfermedad que cobró vida en la National Insurance Act de 1911. No faltaron en la experiencia inglesa antecedentes en tal sentido. La reforma de las leyes de pobres (Law Amedment Act) de 1834, la de los gobiernos locales y la Public Health act abrían a la intervención del estado dominios vedados hasta entonces, sólo accesibles a la actuación de las familias, del mercado o de la filantropía privada. Pero fue algunos años más tarde cuando ascendió al poder este ideario hasta manifestarse en políticas expansivas de gasto que habrían de llegar a nuestros días. Tal sucedió con la legislación intervencionista del partido liberal cuando retornó al poder en 1906. Las mentes se hallaban preparadas para aceptar el reclamo de Lloyd George insistiendo en que los derechos políticos alcanzados por los trabajadores sólo tienen significado si se insertan en una red de seguridad suministrada por el gobierno. De este modo se prestó fundamento a la nueva conciencia intervencionista.

El gasto público inglés, en el último decenio del siglo XVIII, no pasaba del 12% del producto; cien años más tarde, cien años de acelerado crecimiento, nos lo encontramos situado en el mismo moderado nivel del 12%. No es que no aumentara en respuesta a acontecimientos puntuales, guerras y depresiones profundas; pero, pasadas éstas, no tardaba en volver a su nivel anterior.

Las recesiones más profundas, ciertamente fueron atemperadas por pertinentes gastos del estado. Hasta la gran depresión, tenía la peculiaridad de ser reversible. Todavía en los primeros decenios del siglo, el gasto del estado no sobrepasaba el 25% del PNB en las economías occidentales. Fue la arquitectura de un Estado de Bienestar sin mecanismos inhibidores lo que disparó el gasto público hasta cotas que tienden a exceder el 50% del producto nacional. En Inglaterra, por ejemplo, el gran impulso irreversible del Estado de Bienestar acontece después de la segunda gran guerra (y en EEUU sucede a la gran depresión de los años treinta). Así nacieron en el Reino Unido la Family Allowance Act de 1945, la National Health Act, la National Insurance Act y la National Injuries, todas del año 1946. La National Health Act elevó el gasto a cotas nuevas y permanentes al disponer el establecimiento de un seguro de enfermedad universal y gratuito y financiarse sobre la base de impuestos generales. Las leyes protectoras de accidentes, jubilación y otras, contemplaban, en cambio, la participación de los beneficiarios en las cargas de financiación. Y en las altas cotas de gasto, los llamados gastos sociales –educación, salud, seguridad social y vivienda– registraron una gran ascensión que no dejó de acelerarse hasta alcanzar la cumbre del siglo en los decenios de 1960 y 1970, fechas en que los teóricos occidentales comienzan a preguntarse por sus posibilidades de sostenimiento.

El caso es que –salvo contadas excepciones– el clima intervencionista acabó instalándose en las mentes mejor intencionadas de las elites dirigentes occidentales. William Beveridge fue quien elaboró la agencia de las grandes lacras contra las que debían luchar los estados intervencionistas de Occidente, sustitutos del antiguo estado liberal. Era una agenda sencilla, que suponía, en cambio, apreciables requerimientos financieros, sólo mantenibles con altas cotas de crecimiento y empleo. Eran funciones del estado acabar con la enfermedad, la indigencia, la ignorancia, el desempleo y la más repulsiva degradación del territorio. La influencia sobre las autoridades políticas de Occidente de la obra de Beveridge, Full Employment in a Free Society, del año 1944, sólo es comparable a la influencia que la Teoría General de la Ocupación, el Interés y el Dinero de John Maynard Keynes llegó a ejercer en los decenios de 1960 y 1970.

Con la opinión pública volcada a favor de políticas de bienestar social cuyos beneficios –ingresos, alimentación, vivienda, salud, servicios sociales, educación y transporte– eran suministrados en proporción creciente por el gobierno, y con los teóricos dados a racionalizar tales políticas gubernamentales, el Estado de Bienestar navegó con el viento de popa. Quien más y quien menos, desde los partidos liberales –así llamados– hasta la misma Iglesia católica, se apartaron de los presupuestos del estado liberal como alma que lleva el diablo. La Iglesia católica venía perdiendo el favor de las capas populares quizá desde los comienzos de la industrialización. Y tanto su poderoso instinto de supervivencia como la veta profunda de radicalismo que yace en su ideario de justicia social fue recuperado por sus más lúcidas autoridades en documentos de denso contenido socializante. Desde la Rerum Novarum hasta la Mater et Magistra hay en las grandes cartas sociales de la Iglesia una línea trazada que aprovecharon diligentemente los apóstoles de lo social para recuperar las masas obreras desviadas de la fe y por las ideologías más o menos basadas en las escrituras marxistas. Las nuevas condiciones de fábricas y ciudades aclimataron la semilla del socialismo al calor del gran prestigio que por entonces adquiría el Estado soviético. Y en el mismo fértil terreno de ideologías redentoras surgió el sindicalismo militante y el socialismo democrático. Como quiera que el movimiento obrero aprendió a organizarse y ofrecer un perfil de peligrosas conductas desestabilizadoras de la serena sociedad de preguerra, los oferentes democráticos de políticas públicas pusieron a disposición de los demandantes las funciones sociales que antes eran atendidas con natural aceptación en el ámbito privado de empresas y familias. Fue la respuesta intuitiva a las nuevas demandas sociales, base de las ideologías del bienestar. Se exaltó así la responsabilidad pública de tales suministros, espoleada por la competencia en el mercado de votos y el cumplimiento de las promesas con las que se había movilizado la conciencia colectiva para empujar a las masas a participar en guerras de consecuencias devastadoras.

En el campo económico, el modelo keynesiano proporcionó una articulación téorica del Welfare State muy del gusto de los políticos profesionales. Muchas fueron las razones por las que los hombres públicos hallaron atractivas las consecuencias políticas del modelo keynesiano en su versión sencilla. Y es que el modelo permitía cubrir con un serio ropaje técnico su profundo instinto de gasto, instinto que –además del poder y sus mieles– daba sentido a sus vidas de benefactores públicos.

El rationale del modelo keynesiano fue mejor conocido en círculos políticos –generalmente mal informados– que los sustentos teóricos procedentes de su colega Pigou, abuelo de la teoría de los fallos del mercado, reelaborada por Samuelson en el decenio de 1950. La observación de Pigou en su Economics of Welfare del año 1932 según la cual el mercado no genera resultados perfectamente ajustados a su patrón teórico de funcionamiento y han de ser corregidos sus fallos mediante intervenciones estatales de tipo fiscal provocó una catarata de respuestas. En efecto, a esta sólida tradición welfearista le surgió, transcurrido el período dorado –los decenios de 1950, 1960 y 1970– una contrarrevolución de signo liberal que los anteriores defensores consideran destinada al fracaso. Sea como fuere, los nuevos teóricos de la contrarrevolución liberal critican a los defensores del Estado del Bienestar por racionalizar o robustecer mecanismos de gasto irresponsable que no es fácil de financiar sin riesgo de colapso de la arquitectura democrática. Buchanan y Wagner, vituperan con toda la fuerza de que son capaces la irresponsabilidad gastadora de muchos dirigentes de las democracias actuales porque propician políticas de gasto para complacer al electorado mientras esquivan las elevaciones de impuestos a menudo generadores de pérdida de votos.

Vuelven estos y otros autores de la escuela de la elección pública a reivindicar el equilibrio presupuestario, vigente como norma de sana actuación gubernamental en los viejos tiempos de prudencia fiscal y ausencia de gobiernos manirrotos. Y no habría más remedio que llevar esta exigencia a la Constitución pues la política económica no se decide en algún luminoso rincón de la conciencia de un grupo de cerebros ilustrados sino en el barboteante gabinete de los políticos deseosos de ganar elecciones. Por eso votan siempre programas de gastos desconectados de los correspondientes ingresos, cuya carga transmiten sobre los hombros de futuras generaciones. Así habló el premio Nobel, J. M. Buchanan, en no pocas de sus obras, de las que Democracia in Déficit del año 1977 (Ed. Castellana, de Rialp, 1983) constituye tal vez la más conocida de las muchas traducidas en España. Claro que Buchanan no está solo; los teóricos de la elección pública tienden a analizar el comportamiento y efectos de ese mal comprendido policy maker al que denominamos dirigente político, a quien, no más ayer, considerábamos hecho de materia de ángel. Pues bien: encuentran que también él procura atender la demanda de una mercancía política cuya composición gasto público/gasto privado se halla en la mediana de la distribución, y encuentran, en fin, que el político, comportándose como maximizador de tiempo o cantidad de poder, no difiere demasiado de las gentes de a pie. Es su demanda política la que atienden líderes de los partidos y burócratas, en su deseo de maximizar alguna variable objetiva –votos, permanencia, tamaño del presupuesto que controlan las burocracias, etc.– en su travesía por el lago proceloso del proceso político. Cuando Downs alcanzó esta sorprendente conclusión con su trabajo The Economic Theory of Democracy (Nueva York, 1957) se apagaba la década de 1950 y casi nadie entendió su sentido profundo en pleno imperialismo del crecimiento del gasto estatal sin restricciones. Pero un puñado de estudiosos –Buchanan y Tullock en The Calculus of Consent (1962 de cast. Espasa, 1980), D. Black en su The Theory of Commitees and Elections (Cambridge, 1958), Tullock, Niskanen y una larga pléyade de seguidores – se inclinaron a estudiar el contenido positivo del Estado del Bienestar, preguntándose si las acciones que en su nombre se adoptan mejoran el bienestar del pueblo o sólo de los policy makers. Anne Krueger, en un celebrado artículo del año 1974, presenta un marco general para comprender los caminos que hallan los grupos de presión en su empeño por capturar rentas utilizando a su favor el sector público. Es su conocida Teoría de los buscadores de rentas. Pero si las decisiones públicas pueden pervertirse a favor del bienestar de algún grupo particular, los propios grupos que pululan en el seno del aparato legal o estatal también pueden concordar sobre intereses ajenos a su propio beneficio; es la tesis de Gordon Tullock sobre el intercambio de votos en los parlamentos, intercambio conocido como Logrolling: una vieja tesis de izquierdas remozada, en virtud de la cual los burócratas también defienden sus intereses de clase.

Una de las preguntas más interesantes es la que se centra en la asimetría de los efectos soportados por los agentes y por el pueblo que los vota o los financia. Estamos en pleno corazón del problema de la agencia; el problema de la fidelidad entre el agente y el principal por cuya cuenta actúa, fidelidad entre el votante y el político cuya voluntad puede ser traicionada por su propio candidato una vez alcanzado el poder. Como la voluntad de los accionistas puede ser traicionada por un Consejo que sólo posee el poder de control, sin tener la propiedad, y desvía rentas a su favor en detrimento de los legítimos titulares de los derechos de propiedad. Existe en el fondo de este dilema un problema de diversidad de incentivos, en función de los costes del mandante, para controlar el proceder del agente en cuyo nombre opera. En la empresa privada estos incentivos son casi siempre suficientemente poderosos; en el mercado político son sumamente débiles. Por eso, la idea de que el funcionario público persigue el interés general y el privado procura el interés particular requeriría, para resultar aceptable, similitud de incentivos, lo que no suele ser el caso. Desde la óptica de la ciencia positiva, se cuestiona aquí el funcionamiento efectivo del gobierno, no el resultado ideal de un gobierno benevolente.

Tenían Buchanan y los suyos ilustres predecesores entre los que se cuentan los economistas seguidores de Hayek y la Escuela Austriaca, los agresivos economistas de la Universidad de Chicago, los libertarios fundamentalistas que bucean inquisitivos en la propia naturaleza del Estado, como Rothbard o Nozick, una larga saga de analistas que desde posiciones contractualistas buscan, como Rawls o el laureado Buchanan, un marco institucional de reglas propicias para entender y delimitar la esfera de la acción colectiva de la individual. Hayek, por ejemplo, se halla preocupado por las condiciones de un orden minimizador de la coacción que la sociedad puede ejercer a través del estado sobre los ciudadanos. Por eso se inclina por esas instituciones impersonales, no inventadas por nadie, que los hombres a través de un proceso de larga evolución se han dado a sí mismos para vivir y convivir en sociedades libres. Es la suya una visión normativa de la sociedad en la que raramente encaja alguna de las sociedades observables. En el mundo de las democracias reales observadas, unos ciudadanos imponen exacciones sobre otros a través de los impuestos y gastos procedentes del proceso político cuya distribución quizá no hubieran abrazado libremente. Y este proceso, que lleva en su seno un esquema distributivo, tampoco carece de costes. Todas estas visiones, positivas unas, normativas otras, comparten algunos rasgos analíticos: abordan las cuestiones sobre la base del individualismo metodológico, aceptan motivaciones maximizadoras que mueven por igual al político y al ciudadano de a pie y conciben la política como un intercambio en otro mercado de distinta naturaleza: el mercado político.

Tiene interés observar que no pocas de las recientes reflexiones desde el lado liberal sobre el crecimiento del peso del estado tienen una fuerte carga ética. El crecimiento mastodóntico del estado, sostienen muchos teóricos liberales, ha minado algunos de los fundamentos más sagrados de las sociedades libres. Al embotar el ejercicio de la responsabilidad individual, la libertad, los valores de responsabilidad acrisolados en la familia, ha generado una cultura de gratuidad y dependencia que corre riesgos de herir mortalmente los más delicados elementos del sistema democrático. No consideran estos pensadores que constituya gran ventaja liberar a los ciudadanos de la dependencia de comunidades, familias o amigos, para hacerlos dependientes de los funcionarios. ¿Qué ventaja existe en abandonar la dependencia de la filantropía y caridad privada, para convertirse en una clase de dependientes crónicos del Estado, inhábiles para trabajar? Tal es el debate sobre la legitimidad del estado de Bienestar. Si nació como legitimación del estado capitalista, su potencial de transferencia de rentas desde los productivos a los voluntariamente improductivos contribuiría a explicar tanto su deslegitimación como la reluctancia creciente a soportar impuestos, además de la pobre calidad de los servicios.

Pero es que, además, los estados tienden a ofertar a sus ciudadanos un vector de bienes de mayor valor que lo que se les cobra mediante impuestos, desplazando hacia adelante la carga de la deuda. Cuando el temor al déficit frenaba las propensiones profundas de los políticos, la frugalidad del sector público operaba como garantía de estabilidad. Pero este escenario se ha degradado; la pérdida de disciplina fiscal ha tropezado con las limitaciones de su viabilidad financiera, enajenándose la benevolencia de muchos economistas e instituciones internacionales. Tanto la CEE como el Fondo Monetario Internacional advierten de los serios peligros del gasto descontrolado. Si no se cortan los desequilibrios fiscales los gobiernos hallarán la forma de librarse de la enorme carga de la deuda a través de algún proceso perjudicial a corto o más largo plazo. Tal es el dilema.

El problema fundamental que subyace en la viabilidad del moderno conjunto de gastos sociales es la vieja pregunta sobre la hipertrofia del estado. Hace ya bastantes años que no aparecen nueva aportaciones, explicaciones originales sobre las causas del crecimiento del estado en el presente siglo. A uno y otro lado del Atlántico no faltan buenos resúmenes del estado de la cuestión. Incluso equilibradas propuestas de reforma basadas en el reconocimiento de la necesidad de atajar la enfermedad. Pero nada nuevo sobre la etiología del mal. ¿Ejemplos? Tómese el trabajo de C. Eugene Steuerle y Jon M. Bakija publicado con el título Retooling Social Security For de 21st Century. Right and Wrong Aproaches to Reform (Urban Institute, Washington D. C.) o el reciente de A. B. Atkinson Incomes and Welfare State. Essays on Britain and Europe. Ambos revisan los rasgos caracterizadores básicos del Estado de Bienestar en EEUU y en Europa. Ambos sugieren la necesidad y las grandes líneas de reforma para que el sistema resulte viable, es decir financiable, en el siglo que viene. Pero constituyendo, como sucede, excelentes estudios empíricos de los patrones actuales del sistema del bienestar en EEUU y Europa, se escamotean en ellos los espinosos problemas del diagnóstico sobre la hipertrofia del estado. Sería extraño que se pudiera curar la enfermedad del rápido crecimiento de este componente de los estados modernos occidentales sin preguntarse por qué crece. En verdad se trata de visiones de caja negra en la que sólo se conocen los inputs y los resultados de un fenómeno pero se ignora todo sobre las relaciones causales. Y no faltan contrastes económetricos sobre las teorías del crecimiento del estado que, por cierto, no añaden gran luz a lo sospechado por la mera teoría y el examen descriptivo de los datos. Un ejemplo: el libro editado por Morman Gemmell The Grotwth of de Public Sector (De. Edward Elgar, Vermont). Los títulos de los artículos que contiene atraen de lejos, pero de cerca decepcionan, pues no es que las teorías contrastadas salgan mal paradas de los robustos test a los que se las somete sino que siempre se cubren en salud, los autores, sosteniendo que diferentes especificaciones de las mismas teorías quizá dieran resultados más optimistas.

En esta falta de aportaciones teóricas, nuestro país no constituye una excepción. En España la preocupación por el Estado de Bienestar es de reciente factura. Las venidas de Piñera a nuestro país, la ligera difusión de su libro sobre la reforma de pensiones en Chile (José Piñera, Sin miedo al futuro, Madrid, 1995), su estudio del caso español encargado por el Círculo de Empresarios y, finalmente, la lluvia de estimaciones de la evolución previsible de las cargas de la Seguridad Social han puesto sobre el tapete la viabilidad del sistema de pensiones, la pieza más importante de nuestro vivaz Estado de Bienestar. Hoy menudean las estimaciones que prevén la quiebra del sistema de pensiones. Quien esto escribe presentó un amplio panorama del Estado de Bienestar en España y en el mundo en un largo trabajo realizado en 1994 con la colaboración de L. Mendoza, titulado ¿Adónde va el Sector Público? Del Estado de Bienestar al bienestar con menos estado (Ministerio de Economía, 1994). En él se daba la voz de alarma sobre las dificultades previsibles a la luz de la evolución de la tasa de dependencia demográfica, dificultades graves con las que, en la primera década del siglo XXI, habrá de tropezar el sistema de reparto si no se camina hacia un sistema con fuertes componentes de capitalización. Buscando algunas líneas de explicación del crecimiento del sector público español, presentaba yo un esquema de explicación del crecimiento –sin inhibidores automáticos– del sector público. Me basaba en un isomorfismo biológico, con vistas a clarificar los factores determinantes de la aceleración o inhibición de los mecanismos de hipertrofia del estado en el caso de España. No es la mía una teoría detalladamente especificada; apenas pasa de una metáfora biológica que me parece útil para diagnosticar las causas de la hipetrofia preocupante de nuestro sector público. Si detectamos los elementos catalizadores del crecimiento acelerado, quizá resulte más factible buscar inhibidores que contengan la expansión sin frenos del estado español. Y a esa tarea dediqué mi modesto esfuerzo de conceptualización.

La fundación del BBV también encargó un amplio estudio a un grupo de especialistas en el que el profesor Barea brillaba con luz propia; otras instituciones, La Caixa, Fedea, realizan de vez en cuando su propias estimaciones con carácter privado –entre ellas son destacables las estimaciones previsibles del doctor Herce; tanto la realizada para La Caixa (Herce & V. Pérez Díaz: La reforma del sistema público de pensiones en españa, Barcelona, 1996; Herce et allia: El futuro del sistema de pensiones en España: hacia un sistema mixto, Barcelona, 1996) como la presentada en el seno de Fedea–. Son muchos e imposibles de reseñar en este trabajo los estudios y las estimaciones, tanto oficiales como particulares, que ven la luz últimamente en nuestro mundo editorial. Tecnos, por ejemplo, acaba de editar una colección de trabajos con enfoques plurales sobre los Pros y contras del Estado de Bienestar (Madrid, 1996) coordinado por Ramón Casilda y José María Tortosa.

El trabajo colectivo de mayor envergadura que se plantea la reforma del estado español, para atajar su crecimiento de raíz, es el Libro Blanco sobre el papel del estado en la economía española (Instituto de Estudio Empresariales, Madrid, 1966). El libro, en el que hemos colaborado un nutrido grupo de profesionales, bajo la atinada dirección del profesor Termes, se plantea las razones y las líneas fundamentales de una futura reforma del estado. Tras una breve justificación de la reforma, se presenta una colección de reformas básicas. Unas son reformas institucionales, como la reforma de las Administraciones públicas y la reforma de la Administración de justicia. Otras son reformas sectoriales. Se incluyen aquí las reformas mínimas que se consideran necesarias para establecer las bases de un sistema de libertad natural en nuestro país. La reforma del sistema impositivo, la del mercado de trabajo, la del sistema educativo, la reforma del sistema de pensiones y la reforma de la sanidad son los sectores que centran la atención de los especialistas. El libro se cierra con los procesos de liberalización de los mercados de bienes y servicios en los que se revisan las privatizaciones y la liberalización de algunos otros sectores.

En las instancias políticas, sin embargo, se conservan las tesis de mantener sin remiendos el sistema de pensiones, tal como se sugirió en el Pacto de Toledo firmado por partidos y sindicatos relevantes. Muchos son los que desconfían de la posibilidad de cumplir todas las buenas intenciones del pacto. En el año 2025 el déficit del sistema de pensiones oscilará entre el 3,4 y el 4,01 del PIB. Sólo hay tres formas de abordar los déficit en un sistema de reparto: o aumentar los impuestos o bajar las prestaciones o aceptar inflación masiva. Lo último es incompatible –¿hasta cuando?– con nuestro aterrizaje en la Unión Europea. Así que España ha de elegir entre alguna de las dos pócimas restantes; puede, también, tratar de sustituir el sistema por uno mixto, o si la sociedad lo tolera, cambiar a un sistema puro de capitalización. El votante tiene la palabra.

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