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Tailandia y la democracia ceremonial

THAILAND UNHINGED: UNRAVELING THE MYTH OF A THAI-STYLE DEMOCRACY

Federico Ferrara

Equinox Publishing, Kuala Lumpur

MYTHS AND REALITIES: THE DEMOCRATIZATION OF THAI POLITICS

Yoshifumi Tamada

Kyoto University Press y Trans Pacific Press, Melbourne

THAKSIN: THE BUSINESS OF POLITICS IN THAILAND (2.ª ED. AMPLIADA)

Pasuk Phongpaichit, Chris Baker

Silkworm Books, Chiang Mai

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La crisis política vivida en Tailandia entre marzo y mayo de 2010 no suscitó demasiado interés en España. No es novedad que nuestros medios y la opinión pública no atiendan demasiado a los acontecimientos de Asia, con excepciones para China o Japón. Tailandia evoca mayormente imágenes turísticas de paraíso tropical, cocina exótica y aventuras sexuales a bajo precio que tanto y tan bien han explotado sus promotores con el eslogan Amazing Thailand (Asombrosa Tailandia). Los lectores de las revistas del corazón sabían que el país es una monarquía regida por la pareja Bhumibol Adulyadej y Sirikit, que son reyes benévolos y amados por sus súbditos. Pocos reparan en que el rey actual es también llamado Rama IX. Los reyes de la Casa de Chakri (el nombre de la dinastía) han sido conocidos y numerados como otros tantos Rama, uno de los muchos avatares de Visnú, el tercer miembro de la Trimurti hindú. La línea teravada del budismo tiene estos rasgos sincréticos y, aunque no afirme que sus reyes sean de estirpe divina, sí los coloca a tan solo pocos metros debajo del cielo.

Muchos menos son los españoles que se interesan por la evolución social y política del país, pese a que sea éste el que ha conocido una más rápida evolución hacia la modernidad entre los del Sudeste asiático. Con un territorio prácticamente igual a España, Tailandia cuenta con 67 millones de habitantes, de los que sólo alrededor de un tercio vive en las ciudades, entre las cuales únicamente Bangkok es una gran área metropolitanaBangkok es cuarenta veces más grande que Khorat, la siguiente mayor aglomeración urbana (Chris Baker y Pasuk Phongpaichit, A History of Thailand, Cambridge, Cambridge University Press, 2005, p. 199).. El peso rural es, pues, aún notablePero no puede compararse con la situación anterior al despegue, donde «la agricultura era el principal sector económico, la principal fuente de exportaciones y ocupaba al 80% de la población» (Phongpaichit y Baker, Thaksin, p. 9)., pero la evolución económica del país desde los años ochenta ha hecho descender su contribución (sólo un 12% en la actualidad) a un PIB en el que la industria (43%) y los servicios (45%) aportan la parte del león. El campo, empero, sigue dando trabajo al 42% de la población activa, seguido por los servicios (38%) y la industria (20%). El crecimiento económico ha sido muy rápido (una media del 7% anual entre 1960 y 1996), con el consiguiente aumento del nivel de vida y, tras la crisis de 1997-1998, volvió pronto al 4% anual. La pobreza alcanza así al 9,6% de la población, pero su descenso no ha coincidido con una disminución significativa de la desigualdad. En 2006, el índice GiniEl índice o coeficiente Gini mide la desigualdad en distribución de la renta entre 0 y 1 (también medida a veces entre 0 y 100). Cuanto más bajo el índice, menor la desigualdad, es decir, un índice 0 denotaría total igualdad de rentas (cada individuo o familia recibiría la misma renta), en tanto que un índice 1 significaría total desigualdad (un solo individuo o familia se quedaría con toda la renta). Mundialmente, el índice oscila entre entre 0,23 (Suecia) y 0,71 (Namibia). para Tailandia estaba en 0,43, por debajo del de Malasia, Filipinas y Camboya, pero era aún muy pronunciado y hay quien cree ver en esa diferencia entre pobres y ricos la raíz de los problemas que afectan al país. Conviene, sin embargo, no dejarse llevar por deducciones mecánicas. Singapur, con un índice de 0,48, soporta una desigualdad aún mayor, pero esa ciudad-Estado no ha experimentado las mismas convulsiones políticas que TailandiaDatos tomados de The World Factbook, publicado por la CIA (https://www.cia.gov/library/publications/the-world-factbook/).. Sin duda, cada país tiene que habérselas con sus propias circunstancias que, a menudo, desinflan las explicaciones generales.
 

LA DEMOCRACIA CEREMONIAL

Si Tailandia es asombrosa para el turista, no lo es menos para quien se interesa por su vida política. En 1932, el rey Prajadhipok (Rama VII) otorgó su primera constitución al país, que, desde entonces, ha conocido una democracia muy recortada, a menudo interrumpida o anulada, y siempre estrechamente vigilada por los militares. Como señala Tamada, desde 1932 hasta 1992 «el golpe de Estado se convirtió de hecho en el procedimiento normal de cambio de gobierno»Tamada, Myths and Realities, p. 69.. Durante cuarenta y siete años de esas seis décadas los primeros ministros fueron militares. Las breves etapas democráticas se originaron en revueltas populares que, a la larga, resultaron insostenibles. Entre 1932 y 2007 se promulgaron diecisiete constituciones, lo que constituye una buena prueba de inestabilidad política.

¿Cómo explicar esta situación? Ferrara lo hace sin morderse la lengua: «En Tailandia, el verdadero poder político no está en manos de los políticos elegidos, sino que se concentra en una red de altos burócratas, jueces, mandos militares, aristócratas y élites económicas, dirigidos todos ellos por el presidente del Consejo Privado real»Federico Ferrara, Thailand Unhinged, p. 71.. El sistema político se mueve en un doble plano. Ante el público se presenta como una democracia parlamentaria, pero en la realidad es tan solo una representación de la democracia, una democracia ceremonial en la que los políticos tienen escaso poder. El verdadero proceso de toma de decisiones fluye por detrás de las bambalinas, lo que produce repetidos episodios de desequilibrio. A cada avance en la democratización le sigue un forcejeo que trata de reponer el equilibrio anterior.

Desde 1932 hasta 1992 el sistema funcionó pasablemente para las élites, adaptándose con flexibilidad a los cambios sociales. La coalición original entre burócratas civiles, mandos militares y aristocracia cortesana incorporó sucesivamente, no sin tropiezos, a nuevos sectores generados por el crecimiento económico, al tiempo que la representación parlamentaria adoptaba algunos símbolos de la democracia de masas. Muchas de esas nuevas élites se formaron dentro del ejército, que durante años resultó ser el mejor canal de movilidad social, aunque luego muchos lo abandonaran al olor de mejores oportunidades de negocios. El régimen del general Prem (1980-1988) perfeccionó la interacción entre el parlamento ceremonial y las redes decisorias extraparlamentarias. Tras su retirada como primer ministro, Prem pasó al Consejo Privado del rey y en 1998 asumió su presidencia. En 2010, con casi noventa años, Prem seguía en ese cargo tan principal.

La democracia ceremonial no sólo precisa operadores hábiles, sino también depósitos de legitimidad y mecanismos de control. Tamada se refiere en detalle a la compra generalizada de votos, un activo ocasional que campesinos y sectores urbanos pobres vendían al mejor postor. Otro importante mecanismo de control son los medios de comunicación, en manos del gobierno, las fuerzas armadas o grupos empresariales que perpetúan la narrativa de la democracia ceremonial. La mayor fuente de legitimidad la constituye el desarrollo económico, que permite al gobierno recomendar con éxito a muchos ciudadanos lo de «come y calla». Finalmente, el rey explota el profundo venero de la devoción popular, generalmente con su sola presencia o con gestos órficos. Su figura ha sido apuntalada con una pertinaz campaña televisiva de imagen desde la revuelta popular de 1992 contra el régimen del general SuchindaPaul M. Handley, The King Never Smiles: A Biography of Thailand´s Bhumibol Adulyadej, New Haven, Yale University Press, 2006.. Más importante aún, tanto él como su familia están a salvo de toda crítica gracias a la legislación de lesa majestad. Cualquier censura o reproche a sus personas, incluso en mensajes privados, puede suscitar condenas de hasta quince años de cárcel. Cuando lo ha demandado la ocasión, el rey ha empleado a fondo esa legitimidad que lo coloca por encima de los intereses particulares para hablar en nombre de la nación. La revuelta popular de 1992 se recondujo a los cauces establecidos por la democracia ceremonial mediante una teatral intervención suya transmitida por televisión. Con los representantes de las dos fuerzas enfrentadas (Suchinda por los golpistas y el ex general Chamlong por los rebeldes) postrados a sus pies, el rey conminaba a ambos a deponer su enfrentamiento, pues «de qué vale la victoria si el vencedor se alza sobre un naufragio».

De tal suerte, 1992 sólo aportó finalmente pequeños cambios de decorado que mantuvieron el mismo escenario anterior. La constitución de 1997, conocida como la «Constitución del Pueblo», aumentó, si cabe, las barreras para el acceso popular a cargos parlamentarios con la introducción de la llamada «cláusula universitaria». Según esta disposición, el derecho a ser elegido para la cámara baja no podía ser ejercido por quien no tuviese un título superior o similar. Con esa regla, se descalificaba al 90% de la población adulta, al 95% de la rural y al 99% de los campesinosPasuk Phongpaichit y Chris Baker, Thailand’s Crisis, Chiang Mai, Silkworm Books, 2000.. La misma exigencia pasó a aplicarse a los miembros del gabinete presidencial.

Y EN ESO LLEGÓ THAKSIN

La inestabilidad de la democracia ceremonial perfeccionada por Prem se debe a que el sistema puede funcionar únicamente sobre la desafiliación y la pasividad de la mayoría, una meta que resulta cada vez más difícil de lograr, porque el creciente bienestar económico impulsa a nuevos agentes a defender sus intereses. Desde 1992, diversas fuerzas sociales han pugnado por hacerse oír. La élite de control hubo de ampliarse para hacer hueco a los representantes de la nueva economía de servicios y a los empresarios ligados al capital extranjero. Muchos de ellos tenían una visión menos cerrada sobre lo que debía ser la democratización del país y sobre cómo llegar a nuevos equilibrios con las fuerzas rurales y las clases medias de Bangkok. Conviene no engañarse sobre este último punto. Como señala Tamada, la noción de «clases medias» utilizada por muchos sociólogos es una red barredera que arrastra a peces de todos los tamaños sin distinciónVéase Tsuruyo Funatsu y Kazuhiro Kagoya, «The Middle Classes in Thailand: The Rise of the Urban Intellectual Elite and Their Social Consciousness», The Developing Economies, vol. 41, núm. 2 (junio de 2003), pp. 243-263. Puede consultarse en: http://www.ide.go.jp/English/Publish/Periodicals/De/pdf/03_02_07.pdf.. La constitución de 1997 y el régimen que ella inauguró no se separaron de la versión ceremonial de la democracia más que para rehacer los equilibrios de las redes de poder, limitándose a acoger las demandas menos radicales de las clases medias y, como se ha visto, limitando cuidadosamente todo intento de acceso de los agentes populares: «Como la clase media es más moderada y conservadora que las clases bajas urbanas o los medios rurales, la democracia resultante no fue desfavorable para las clases altas»Tamada, op. cit., pp. 26-27..

Thaksin Sinawatra gusta de presentarse como un miembro de las clases excluidas, pero en eso hay tan poco de cierto como en las representaciones del rey al estilo manierista de «El Triunfo de la Fe sobre el Error». La biografía de Phongpaichit y Baker explica con claridad que, sin haber nacido en el cogollo del privilegio, la extensa familia de Thaksin pertenecía al patriciado local de Chiang Mai, una importante ciudad del norte del país. Como tantos otros aspirantes al ascenso social, al acabar el bachillerato Thaksin eligió la academia de policía para proseguir sus estudios y luego consiguió una beca para doctorarse en la Universidad Sam Houston (Tejas) en 1979. Pero la burocracia no era su mundo y, de vuelta a Tailandia, empezó a buscarse la vida como empresario. Tras unos comienzos poco prometedores, probó suerte en las comunicaciones y allí labró su fortuna. La suya, como la de otros tantos, no fue una progresión basada en nuevas invenciones o en una gestión innovadora, sino en sus buenas relaciones con la burocracia reguladora del mercado de las comunicaciones y en su interacción con las compañías extranjeras que aportaban la tecnología. Nada de todo eso podía conseguirse sin participar a fondo en la corrupción organizada de las redes decisorias, así que, al tiempo que amasaba su fortuna empresarial (en 2006, Forbes Magazine la estimó en 2,2 millardos de dólares), Thaksin iba colocándose en la parrilla de nuevos políticos. En 1994 fue nombrado ministro de Asuntos Exteriores y en 1997 vicepresidente del Gobierno. Thaksin podía ser visto como un advenedizo y un parvenu, pero no era un extraño en el mundo de las redes de poder y pasaba el listón de la «cláusula universitaria» reservada para el 5% de los tailandeses.

Las críticas de Thaksin a la democracia ceremonial no ponían en cuestión sus fundamentos, sino su gestión. Para él, el desafío que las élites rehuían (con especial acuidad durante la crisis de 1997-1998) era «prepararnos para afrontar la globalización y un sistema político internacional crecientemente implacable para con los países en desarrollo»Tomado de la autobiografía de Thaksin publicada en tailandés en 1999 (citada por Phongpaichit y Baker, Thaksin, p. 230)., un menester para gestores de empresas, no para burócratas recalcitrantes. Esta jerga de Thaksin, sobre la que se construiría posteriormente el programa del partido TRT (Thai Rak Thai o «tailandeses que aman a los tailandeses»), tenía más que ver con la de las escuelas de negocios que con la de los radicales, pero contenía una importante novedad: la articulación de un mensaje no excluyente, sino nacional e interclasista, dirigido a fuerzas sociales tan dispares como los grandes negocios, los pequeños empresarios y las clases medias y populares, rurales y urbanas, esas a las que la gente bien de la capital conoce como los prai, los pelagatos. A los primeros les ofrecía mayor protección estatal ante la globalización a cargo de una administración menos corrupta; a los segundos, protagonismo para una salida de la crisis que aliase los negocios tradicionales con las nuevas tecnologías y un mercadeo nacional agresivo; a la gran masa de campesinos y a las clases urbanas, una panoplia de medidas que inaugurarían un Estado de bienestar, sobre todo en educación y sanidad.

La conciliación de tan diversos intereses era una misión imposible, pero no cabe tachar apresuradamente esa opción de populista por pura pereza intelectual. El populismo suele definirse como una ideología que se propone defender a la mayoría social (el pueblo) de los excesos de minorías poderosas (las élites) y, así, se moteja de populista a cualquiera que esgrima esa contradicción. Pero «que yo sea un paranoico no significa que no me persigan» y, por lo visto, algo similar puede aplicarse a la política tailandesa. Puede dudar de que Thaksin y muchos de sus colaboradores quisieran convertir a Tailandia en una democracia sin adjetivos, pero es difícil cuestionar las razones de los millones que han hecho suyo ese objetivo«Sólo queremos democracia», rezaba la pancarta que coronaba la tribuna de oradores en la intersección de Ratchaprasong al principio de la movilización de los camisas rojas en abril de 2010.. Tras la democracia ceremonial se escondía y se esconde una firme voluntad de grupos de interés tan poderosos como minoritarios por gobernar el país en beneficio propio. Thaksin sacó al tigre de su jaula, posiblemente con la intención de que sólo se diera un paseo. Sus adversarios políticos, empero, tenían buenas razones para pensar que la entrada en escena de la fiera iba a darles más de un disgusto, así que más valía devolverla cuanto antes al encierro del que nunca debería haber salido.

EL PENÚLTIMO ACTO

La era Thaksin acabó, una vez más, con un golpe militar, esta vez incruento, el 19 de septiembre de 2006. Pocos días antes, el general Prem había recordado a un grupo de cadetes que la lealtad de los militares se debía, sobre todo, al rey y no al gobierno elegido«Military Must Back King», The Nation, 15 de julio de 2006.. ¿Qué le reprochaban sus opositores a Thaksin? En realidad, su partido había ganado las elecciones, algo más limpias que las anteriores, en 2001 y había revalidado su triunfo con una mayoría parlamentaria superior en 2005. Críticos radicales como Ferrara apuntan que la mayoría de sus políticas no diferían de las aplicadas por gobiernos anteriores: «Al fin y al cabo, Thaksin se había encargado de eviscerar las instituciones democráticas, imponiendo dosis de represión y control social más propias de un régimen autoritario que del gobierno de un país libre»Ferrara, op. cit., p. 11. . Pero los conservadores trataban de ver más allá y esgrimían otras razones: la corrupción y, más insidiosamente, sus supuestas aspiraciones a convertirse en el ápice del régimen por encima del rey o incluso –se dejaba caer– sustituyéndolo por una república. El primer argumento parecía bastante cínico en boca de una élite que había hecho de la corrupción un elemento básico del gobierno, pero también era el más susceptible de prueba, especialmente tras la venta en 2006 del grupo empresarial de la familia Thaksin a Temasek Holdings, una compañía de inversiones del gobierno de Singapur. Pero el que más calaba entre las élites era el segundo, no tanto porque pudiese convertirse en realidad, sino porque abría la posibilidad de que las fuerzas populares desencadenadas por Thaksin acabasen por poner en cuestión el orden que les legitimaba.

La mayor diferencia del golpe de 2006 con respecto a los anteriores estriba en la diligencia con que los militares informaron a la opinión de que no pensaban eternizarse en el poder, de que la suya era tan solo una intervención contra la corrupción que acabaría en cuanto se cumpliese la ley. Su agenda, sin embargo, era sospechosamente más ambiciosa: acabar con el movimiento de reforma y, eventualmente, crear y consolidar un partido que pudiera ganar las elecciones y volver a la democracia ceremonial. Los cálculos de los golpistas, sin embargo, no estaban llamados a cumplirse. A pesar de que la nueva constitución de 2007 dotaba de poderes para controlar y disolver a los partidos políticos a organismos como la Comisión Electoral o la Comisión para el Control de Intereses (encargada de investigar la supuesta corrupción, sobre todo, de Thaksin y sus seguidores), que ni respondían ante el parlamento ni pertenecían al poder judicial, los acontecimientos siguieron su propio curso. En diciembre de 2007, los partidarios de Thaksin, esta vez bajo las siglas PPP (Partido del Poder Popular) volvieron a ganar las elecciones y, como era de esperar, el resultado sólo contribuyó al aumento de la inestabilidad política en que se encuentra el país.

La narración de los turbulentos acontecimientos que se han sucedido desde entonces excedería ampliamente los límites de este trabajo, pues los libros revisados sólo llegan hasta comienzos de 2009 y no cubren la ocupación de Bangkok por los camisas rojas entre marzo y mayo de 2010, que ha sido el penúltimo acto del proceso político en curso. Pero no conviene cerrar abruptamente la exposición sin tratar de establecer las coordenadas sobre las que posiblemente evolucione la política de Tailandia en el futuro inmediato. Son, a mi juicio, tres. La primera es que la modernización política del país no ha llegado a establecer una verdadera democracia. El sistema político tiene más aspectos democráticos que los de otros países de la zona, pero en él coexisten un exterior parlamentario mediatizado por continuas intervenciones militares y un interior donde se mueve el proceso de toma de decisiones importantes cuyo árbitro supremo es el rey. Ese sistema (y esta es la segunda lección) ofrece más oportunidades para el ejercicio limitado de las libertades que el de la mayoría de los países vecinos, pero es profundamente inestable y su inestabilidad ha ido e irá en aumento por razones tanto estructurales (una sociedad crecientemente plural y acomodada requiere una arquitectura política más compleja) como coyunturales (el rey y sus colaboradores inmediatos, como el general Prem, tienen una edad avanzada y sus eventuales sucesores necesitarán revalidar la legitimidad de la que ellos aún gozan; hay que dejar constancia de que la tolerancia para con las intervenciones militares en la vida civil es cada vez más reducida). Finalmente, la era Thaksin ha permitido que una serie de sectores sociales (no sólo los campesinos, sino también las clases medias y subalternas de Bangkok que hasta hace poco se habían abstenido en los conflictos) hayan empezado a articular sus propias demandas. Nada de todo esto garantiza que la democracia ceremonial haya llegado a su fin, pues eso dependerá de cómo juegue sus cartas cada uno de los actores, pero lo que parece fuera de duda es que Tailandia va a seguir atrayendo la atención de los observadores políticos durante los próximos años.

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