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La unánime y polifónica historia de la novela

The True Story of the Novel

MARGARET ANNE DOODY

Rutgers University Press Harper Collins, Londres

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Comenzaremos la reseña con una alegoría o una imagen mítica que nos recuerda la autora de este extenso libro: la Novela, como la bella Andrómeda, aguardaba a un heroico salvador que la liberara de las cadenas del realismo prescriptivo. Como Perseo, el crítico liberador debe venir por el aire, impulsado por el sagaz Eros, a romper las cadenas de la angustiada y desnuda princesa, y acuchillar al monstruo marino de fauces voraces que la amenaza. (La estampa mítica griega está imitada por Ariosto en su fascinante relato de la liberación de Angélica por Rugiero, en una espléndida parodia.) Los instrumentos del liberador, o liberadora, son aquí de naturaleza crítica e histórica. Con sus armas, sacadas de la panoplia de la historia del género novelesco, acude la autora a machacar las trabas teóricas en que cierta crítica literaria ha encadenado a la desheredada princesa.

Basta dar un vistazo en profundidad a los orígenes antiguos del género, constatar su pervivencia durante siglos, y saludar la boga actual del realismo mágico para destruir las ligaduras de esos teóricos que encadenaron todo el género novelesco al realismo, decretando su fundación en las novelas realistas inglesas del XVIII (siguiendo el influyente y atractivo libro de Ian Watt, The rise of the Novel). Ese «realismo prescriptivo», como M. A. Doody denuncia, recorta taimadamente el horizonte de la ficción, pues el realismo de ese tipo no caracteriza a toda la novela, sino tan sólo a un tipo de relatos novelescos en una etapa de la modernidad. Pero la «verdadera» historia de la novela comienza muchos siglos antes, en la Grecia helenística, y perdura con vivaces renuevos y seducciones sin quedar anclada e hipotecada por ese realismo de cortas miras.

Hay que decir, al pronto, que esta perspectiva amplia hace justicia a lo que algunos historiadores del género y estudiosos de la literatura griega venimos sosteniendo desde hace mucho. (Como un ejemplo cómodo, citaré mi libro Los orígenes de la novela, Madrid, 1972, que fue uno de los pioneros en divulgar esa panorámica crítica.) A la vez queda también descartada la limitación temporal impuesta por la influyente Teoría de la novela de G. Lukács, que sitúa, como es bien sabido, al Quijote como la primera novela auténtica. En favor, con todo, de G. Lukács, hay que decir que, a diferencia de los críticos británicos aludidos, carecía de motivos chovinistas en su perspectiva estética, de alto estilo hegeliano. Doody no presta, pues, gran atención a la distinción del léxico inglés –tan subrayada por algunos teóricos– entre «Romance» y «Novel», que opone la novela antigua, fantasiosa y sentimental, frente a la moderna, más realista y burguesa. Esa postura me parece clara: si hay diferencias son de grado, pero no sustanciales. Tampoco separa, en el mundo antiguo, la novela cómica latina –presentada por el Satiricón de Petronio, o el Asno de Oro de Apuleyo– de las tramas griegas, más idealistas y «románticas». No es que niegue con eso las diferencias de tonos y estilos, sino que destaca que todas pertenecen a un mismo género de ficciones en prosa, un género que se caracteriza por su diversidad y su proteica informalidad. Insiste en la pervivencia de temas, rasgos, tonos, a lo largo de esa variopinta tradición de tantos siglos. Y lo hace con muy claro estilo.

Si la tesis no es muy nueva, evidentemente, viene a cobrar una repercusión singular en un libro tan extenso y ambicioso como éste. Y un libro que está dirigido a un público mucho más amplio que el más académico de los profesores de clásicas o de literaturas modernas. (Es decir, no sólo a profesores y filólogos que, por lo demás, suelen tratarse poco.) M. A. Doody no es una especialista en la época clásica, sino en la inglesa del siglo XVIII. Pero sus lecturas de todos los textos griegos y latinos son de primera mano, están hechas con atención personal, y maneja bien la bibliografía académica especializada más actual (la escrita y publicada en inglés). Justamente por eso, sus observaciones tienen, a menudo, una aguda frescura, expresada sin pedantería, y con una mirada desprejuiciada. En todo el libro hay un enfoque de intención comparatista y las alusiones y comparaciones con obras lejanas a la discutida en cada momento son muy sugerentes. Ese enfoque comparatista, un tanto sesgado y puntual, beneficia la lectura a fondo y la interpretación en perspectiva histórica. Y va de acuerdo con la intención de la autora, profesora de Literatura Comparada en la Universidad Vanderbilt.

Doody recuerda la archicitada frase de B. E. Perry: «La primera novela fue deliberadamente planeada y escrita por un autor individual, su inventor. La concibó un martes por la tarde en el mes de julio, o cualquier otro día o mes del año», y la comenta muy bien, subrayando la intención polémica de su autor (que iba contra la visión demasiado historicista de E. Rohde). Pero destaca que esa invención sucedió en el período helenístico, y que tanto ese primer novelista como sus lectores eran hombres «alejandrinos», en el sentido amplio del término, de ciudades abiertas y mezcladas, educados en el helenismo y el cosmopolitismo de la época. La sentencia de Perry no es falsa, pero debería, creo, añadir una precisión. Admitamos que «el primer novelista inventó la novela un día cualquiera de un mes cualquiera», pero debemos añadir: «y sólo pudo hacerlo después de varios siglos de literatura griega y en la prosa helenística». Dicho de otro modo, la novela es un género tardío y postclásico, que supone otros géneros y relatos anteriores, y de ahí su soltura y su polifonía. (Y no sólo en el mundo grecolatino.) Más allá de Perry, Doody rinde repetido homenaje a la sabia reflexión del obispo Huet, el primer teórico de la novela y su larga historia (1670), sobre el que vuelve en páginas posteriores.

El estudio de Doody está estructurado en tres secciones: «The Ancient Novel», «The Influence of the Ancient Novel» y «Tropes of the Novel», de extensión parecida (unas 175 páginas). Las tres secciones son interesantes y contienen críticas muy bien razonadas y observaciones personales de sugerente atractivo. Su estilo, de frase corta, con citas muy bien seleccionadas, con ironía y humor, favorece la lectura y mitiga la pedantería. Apuntan algunas notas feministas (sin excesos) de cuando en cuando, y hay algunos guiños al lector actual, cuando enfoca algunos aspectos de la sexualidad de ciertos pasajes. (Por ejemplo, en su comentario de las aventuras cómicas y lúbricas de Encolpio en el Satiricón o de Lucio en el Asno de Oro.) Está bien que destaque el interés de la trama de Apolonio rey de Tiro, y que diga algo de la Vida de Alejandro del Pseudo Calístenes, junto a sus comentarios a las novelas más canónicas. (De ellas, sin embargo, pasa muy deprisa por las Efesíacas de Jenofonte de Efeso, suponiéndola un resumen, tesis un tanto anticuada y bien discutida por T. Hägg. Las Efesíacas tienen un estilo apresurado y representan un tipo popular y tópico de novela. Creo que también se podría haber insistido más en lo novelesco de esa influyente Vida de Alejandro en oposición a la famosa biografía plutarquea, pero no es usual hacerlo.)

Doody critica, con razón, a Bajtín en algún momento, por no apreciar el sentido del tiempo en las novelas antiguas, y va destacando en finas glosas lo moderno de algunos episodios y caracteres. Por ejemplo, el análisis de la carta final que Calírroe, ya de regreso junto a Quéreas, escribe a su segundo marido Dionisio y a la reina Estatira es una muestra admirable de agudeza y sensibilidad crítica.

La segunda parte trata de «La influencia de la novela antigua» con cuatro capítulos, cuyos títulos mismos indican ya su atractivo: «Novelas antiguas y la ficción en la Edad Media», «La novela antigua y la edad de la imprenta: versiones y comentarios del Renacimiento», «Novelas en el siglo XVII: historias de ficción y conflictos culturales» y «El siglo XVIII y más allá: el nacimiento del realismo, y la fuga de éste». Los ensayos de estética de la recepción son de valor un tanto desigual, son apuntes no exhaustivos, pero logran bien el objetivo de subrayar la perduración de las novelas antiguas y sus ecos en la Europa de esos siglos.

Las páginas dedicadas a las versiones de las novelas griegas y latinas en las varias lenguas y naciones europeas desde el Renacimiento, así como a los prólogos de los traductores –de los siglos XVI y XVII – me parecen lo mejor de esta sección, y evidencian una investigación de primera mano, con atención a textos de lectura poco usual. Sus citas son bastante novedosas y muy instructivas, aunque se le podría poner algún reparo puntual, como el desigual conocimiento de los textos artúricos medievales, el limitado aprecio por los romans courtois y la escasa información sobre las primeras versiones españolas de las novelas antiguas, por ejemplo (pese a sus sagaces observaciones sobre algunos párrafos del Quijote, y de algún otro texto hispánico como el Abencerraje, Amadís, la Diana o el Tirant).

Interesantísimos son muchos de los comentarios citados en que esos traductores se dirigen a su público de lectores nuevos, para justificar o disculpar su versión, como los del gran Amyot, maestro de traductores, que tradujo a Longo y Heliodoro, antes que a Plutarco y que con fina ironía recomienda sus versiones por el placer y divertimiento que proporcionan. Confiesa que escribe especialmente para «los honestos perezosos» y excluye de sus lectores a los perfectamente virtuosos y a los moralistas austeros, gente que no suele leer novelas.

El género novelesco gozó de una reputación ambigua en los tiempos de la Reforma y la Contrarreforma. Los erasmistas censuraban a la novela de caballerías, fantasiosa y disparatada, pero algunos estaban dispuestos a admitir al casto Heliodoro. (Pero los más austeros moralistas de Port Royal ni siquiera a éste, aunque allí el joven Racine se las ingenió para leerlo y aprenderlo de memoria.) También son muy interesantes las referencias al público femenino, ya que la novela desde sus comienzos contó con esas damas lectoras, como muchos han destacado. (No se trata, y conviene no exagerar, de que su público fuera esencialmente femenino, sino que en él había también un número importante de mujeres y que éstas fueron decisivas en ciertas orientaciones del romanticismo que caracteriza al género.) Estas son ideas conocidas, pero que las citas de esos prólogos perfilan mejor. También son interesantes las libertades que algunos traductores se toman frente a sus originales, como hace el italiano Beroaldo con el texto de Apuleyo (y, añado, también López de Cortegana en su jugosa versión castellana). Las versiones se acompañan de ciertas notas hermenéuticas para acomodarlas al gusto de los lectores.

En el siglo XVIII , la novela realista –es decir, burguesa, y del todo ajustada a lo que Doody llama el «realismo prescriptivo»– se impone en la Inglaterra de la época. Pero no hay que olvidar la fuerte influencia de la picaresca y de Cervantes en la orientación de ese estilo de novela, así como ciertos ecos de Heliodoro, según aquí se advierte. A comienzos del XVIII se redescubren dos novelas griegas, las más antiguas (aunque eso se sabrá más tarde): Quéreas y Calírroe de Caritón, y Antía y Habrócomes de Jenofonte de Efeso. Llegan tarde para influir en el curso de la novela neoclásica o romántica. Aunque aquí se señala algún eco suelto de Caritón, con buen acierto: en el Agathon del neoclásico filoheleno M. Wieland, por ejemplo. El viejo Goethe elogia fervorosamente la novela de Longo, que sí entronca con acierto espíritu rococó. Pero domina, en Inglaterra y en Francia, el realismo, frente al que ciertas novelas breves de aire oriental representan un escape divertido y lúdico, pero no exento de ironía crítica (como el Zadig de Voltaire).

El realismo se impondrá en la novela del XIX, gran siglo de la novela, del que sacan sus pautas muchos críticos académicos que confunden ese tipo de novela con su supuesto patrón perenne del género. Frente a esa novela «realista» se van perfilando subgéneros menores, como la novela gótica, la histórica, la policíaca, etc., que dejan unos márgenes mayores a lo fantástico de éxito popular. Doody defiende, de modo breve pero con agudeza razonable, esos escapes, que retoman seducciones de otros tiempos, y justifica su función imaginativa en el contexto de la época.

Luego, ya en nuestro siglo, el imperialismo de la novela urbana y doméstica (Dickens, Flaubert, Balzac, Zola, etc.), aureolada del prestigio teórico reclamado por el realismo prescriptivo, queda cuarteado gracias a la irrupción del chispeante «realismo mágico». Son excelentes –a mi parecer– las páginas y notas dedicadas al análisis del «realismo mágico» y sus raíces y atractivos.

«El realismo mágico es un modo de protesta contra la dictadura y otras formas de tiranía e imperialismo. Es una rebelión muy consciente, que reconoce las fuerzas culturales latentes tras la creación de lo que he denominado "realismo prescriptivo". El realismo mágico, que admite lo que una vez se tildó de "demasiado sensacional", ha sido practicado, evidentemente, antes de que se inventara el término. Asinus aureus, por ejemplo, fue una obra de realismo mágico. La mezcla cultural de varias condiciones étnicas y visiones del mundo en una situación colonial puede producir el realismo mágico como una respuesta literaria casi inevitable; hay elementos de él en las novelas de Walter Scott» (pág. 470).

Como Doody afirma, mucha de la fantasía de esos relatos novelescos estaba en otras novelas antiguas –como el Asno de oro de Apuleyo– o en algunas novelas artúricas medievales. Y en Kafka, en Broch, en Calvino, o en Tolkien resurge con plena potencia todo ese fulgor de la novela fantástica, lírica o épica. También en eso se equivocó Lukács: el naturalismo no era la última palabra del género novelesco, ni siquiera en el terreno de la novela histórica.

Una vez más, la demostración de que las renovadoras tendencias de la novelística reciente reflejan, recrean o guardan ecos de elementos destacados en otros momentos de la gran tradición de la novela occidental (que tienen algunos paralelos con la novela china, por añadidura) nos parece muy inteligente. Y, aunque se trate de apuntes que no son demasiado originales, puesto que se encuentran ya en otros estudiosos de varias épocas de la novela occidental, no está de más repetir estas observaciones en el marco de un estudio como éste, y con el estilo desenfadado y suelto de la autora, para contrarrestar los tópicos de la crítica literaria habitual, recalcitrante y rutinaria en sus prejuicios decimonónicos.

La parte tercera del libro se ocupa de lo que Doody llama «tropos de la novela», entendiendo por «tropos» ciertos elementos o motivos reiterados de la narración novelesca de muy varias épocas. Si hasta aquí la discusión se ha centrado en la historia de la novela, ahora nos quiere destacar esos motivos persistentes, símbolos narrativos, metáforas en cierto modo, momentos característicos de la liturgia novelesca, figuras de la retórica profunda –o «la liturgia»– del género. Más que de historia aquí nos habla de elementos de la estructura, pero no a un nivel formal, ya que la novela se caracteriza por su forma abierta y proteica, sino temas semánticos de la construcción novelesca. Esos tropos se encuentran en muchas novelas, y pueden ser reconocidos por el lector como familiares.

La brusca entrada en el mundo del relato, los lugares pantanosos, marginales, ribereños, la tumba, la caverna y el laberinto, Eros, la ékphrasis y las descripciones, los sueños y las comidas, y, finalmente, la diosa que parece introducirse en el texto, maternal y mistérica, esos son los temas de esta última parte. Mediante citas de obras muy diversas y distantes se constata la perdurable presencia de muchos de estos tropos, desde las novelas griegas y latinas, oteando algunas famosas chinas de pasada, hasta las novelas más recientes. Realmente el stock de temas novelescos comporta muchas repeticiones, y esta no es una lista cerrada ni exclusiva de tópicos. Sirve la serie para recordar cuánto hay de reiterativo en esa tradición aparentemente tan ajena a todo intento conservador, y cómo el novelista juega sobre una serie de topoi. Es un buen ejercicio de literatura comparada, un tanto ligero y sin formalismos, con apuntes de intertextualidad en algunos casos. Son páginas que muestran las muchas lecturas de la autora, pero que no parecen concluir nada sino el subrayar de nuevo que los motivos de la ficción se repiten bajo nuevas máscaras. (Y no todos compartimos ciertas tendencias interpretativas respecto a mitos como el de esa diosa ubicua, de epifanías románticas y sinuosas.)

En el capítulo final de «conclusión», la autora insiste en la unidad genérica de la novela, desde los griesgos hasta nosotros, y subraya la libertad, la vitalidad, la flexibilidad de la novela. Su atención a lo real e individual, su apertura a lo posible y al futuro, así como el contraste entre el orden cívico riguroso, dogmático, moral, y la fuerza revolucionaria de la ficción que caracteriza a la novela en su conjunto. Todo cabe en la novela, característicamente prosaica frente a la solemnidad augusta de la épica y la tragedia. La novela es un producto bastardo, mestizo, inquietante, reflejo de las inquietudes de cada tiempo. En su liturgia narrativa recoge y mezcla aspectos míticos e históricos, desde sus comienzos hasta hoy. Intenta reflejar en sus prosas proteicas la realidad del mundo circundante, darle sentido, descifrar las pasiones y motivaciones humanas, advertir los impulsos de Eros y de otros seres demónicos, y construir con sus caracteres y tramas un mundo fascinante para el lector, ese lector solitario, individual e imaginativo. Cerca de las últimas líneas nos ofrece una elogiosa invocación a la diosa de la novela, en forma de parodia de la famosa plegaria final que el peregrino asno apuleyano dirige a la redentora Luna. Como la ecléctica diosa lunar, sugiere la autora, acaso la novela nos ayuda a mantener nuestro entendimiento del mundo humano.

Leer novelas es cruzar umbrales, ritos de paso, laberintos. Comentando alegóricamente el final de la Metamorfosis de Lucio, escribía el primer traductor francés de Apuleyo: «No podemos retornar [a nuestra condición humana] si no es por medio de la luna». M. A. Doody repite esa glosa tan sugestiva. («Retornar a través de la Luna» es algo muy distinto a «volver de la Luna», un episodio de largo abolengo novelesco. El viaje hasta la Luna se encuentra, sin alegorías, en algunos textos griegos, como la Verdadera Historia de Luciano de Samósata. En la Luna encontró Luciano aquel maravilloso espejo en que podía ver la Tierra y las cosas de su familia, como un preludio fabuloso del moderno aparato de televisión; pero ese es otro tema).

Cuando el dichoso burro apuleyano, tras sus muchos episodios picarescos, comió las rosas, logró recobrar su forma humana, gracias a la benévola y compasiva Isis. Y supo, con su estupenda plegaria, mostrarle su devoción y agradecimiento a la diosa. A quienes no estamos hechos a viajes isíacos y ya no le rezamos nunca a la Luna (que no conserva más, gracias a nuestros tecnológicos progresos, su halo divino de antaño, sino que es sólo un astro gris desprestigiado por los alunizajes técnicos recientes), pero podemos leer las historias del peregrino Lucio, y de tantos otros héroes novelescos, nos queda como sucedáneo el viajar por el mundo de ficción de las mágicas novelas. Por eso debemos estar muy agradecidos a los novelistas y entonar una plegaria como la que aquí se nos propone, u otra similar que se invente cada uno.

El título de este estudio no es A Historyof the Novel, sino The True Story of the Novel. Y en él parece muy significativo el haber preferido la palabra Story a la de History, y el haber adjetivado este relato de True «verdadero». Dentro del libro se explica más o menos ese título, pues también esa historia es un relato de peripecias y aventuras. (Recordemos el título del sugerente y sagaz libro de J. Laurent: Roman du roman, París, 1977.)

Pero lo que importa destacar es que, más allá de las múltiples citas y las precisas críticas y eruditas noticias del largo informe histórico, aquí se construye un sólido y bien trabado alegato en favor de la unidad de las ficciones albergadas bajo el epígrafe de «novela» (sin oponer «Romance» a «Novel», ni lo fantástico a lo costumbrista). Es decir, sobre un género literario libertario, poco noble, inquietante, subversivo, individualista, con simpatías femeninas, que nació hace unos dos mil años en un ambiente helenístico alejandrino y promiscuo, y que se ha ido renovando sin perder su unidad. Este es un relato que se pretende «verdadero», en clara oposición a los remilgos de críticos y teóricos de la literatura que seccionan esa larga, irisada y unánime historia.

Más allá de la polémica de fondo, la exposición avanza como una narración divertida y coherente, con claros argumentos y un estilo agudo y ameno, adornado de muy sugestivas citas, como merecía su temática. Es, desde luego, un libro extenso, que testimonia unas lecturas muy numerosas y con una excelente investigación propia, compuesto con diestra inteligencia crítica y un cordial entusiasmo en la estimación del valor de la ficción en la vida y la historia. Responde a un empeño de largos años y de finas reflexiones, con un oportuno toque feminista a trechos, que ayuda a perfilar ciertos matices –de manera justificada– y una perspectiva histórica que apunta a lo esencial en su pervivencia secular. La novela es el género más vivaz de nuestra literatura, justamente por su voracidad y su simpatía por el sentir individual frente a las normas públicas y su apertura a múltiples influjos. Esta perspectiva es una muestra de un talante comparatista y crítico, no lastrado por la jerga académica de moda. El libro ha tenido buenas críticas en el ámbito anglosajón, creo que muy merecidamente. Es un libro de peso intelectual. Ojalá su éxito empuje a un rechazo o una marginación de las doctrinas angostas del realismo prescriptivo, para que, como una ingenua y siempre fresca Andrómeda, la novela, rejuvenecida heredera de tan larga tradición, goce de su libertad para sus más fantásticas correrías.

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