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La convocatoria de la palabra

He dicho

MIGUEL DELIBES

Ediciones Destino. Barcelona, 1996

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En el prólogo a uno de sus libros Truman Capote, al hablarnos de su aprendizaje como escritor, nos confiesa haber hecho dos descubrimientos tan tempranos como esenciales: la diferencia entre escribir bien y mal, y, sobre todo, entre escribir bien y el arte verdadero: «Y luego –afirma–, cayó el látigo».

Viene esto a cuento porque uno de los tópicos más frecuentados a la hora de hablar de Delibes es el que se refiere a la calidad formal de su prosa. Delibes pasaría a formar parte, por esta razón, de esa nómina de pacientes novelistas a los que no es posible mencionar sin añadir al instante lo bien que están escritos sus libros, afirmación que suele dejar a los que la hacen confortablemente situados en esa verdad de auténtico perogrullo, pues lo mínimo que cabe pedir a un escritor es que escriba bien, de la misma forma que le pedimos al piloto que sea capaz de mantener su avión en el aire, y al carpintero que no nos entregue un mueble que desafíe, al menos en exceso, las leyes de la gravedad y de la geometría.

Siempre me sorprendió tal insistencia en el caso de Delibes. Su prosa no es ostentosa, discurre sin alaracas, dueña de una sintaxis casi imperceptible que jamás tiende trampas al lector ni, por supuesto, trata de convencerle de sus supuestas excelencias. Es, por momentos, la prosa de un naturalista o de un topógrafo (y en ese sentido me recuerda a la prosa «administrativa» de Kafka, o a la «objetivista» de Musil). Alguien que se limita a levantar las coordenadas de un lugar, que lo hace con un lenguaje tan preciso como aparentemente instrumental, sin pretensión artística declarada.

Los ensayos que se reúnen en este libro son un ejemplo inequívoco de lo que quiero decir. En ellos no hay énfasis, ni por supuesto pretensión de estar impartiendo lección alguna. Son la obra de quien se limita a mirar a su alrededor tratando de poner un poco de orden en su pensamiento. Que lo hace con el sereno escepticismo del que intuye que ningún mal verdadero tiene remedio, y que la vida probablemente no da para más. Y que no espera, por supuesto, que ni una sola palabra de las que anota le puedan salvar. Tal vez por ello escasean en ellos las reflexiones acerca del sentido de su tarea, reflexiones a que tan proclives suelen ser los escritores, que raras veces dudan de la importancia de lo que hacen, y cuando se embarca en ellas, especialmente en el texto más hermoso del libro, su discurso del Premio Cervantes, es siempre un poco a regañadientes, como si no comprendiera el empeño que ponen los otros en hacerle hablar de lo que no quiere o sobre lo que no tiene nada especial que decir. ¿Porque al fin y al cabo qué ha hecho él, qué es lo que hace el escritor frente a la dolorosa, y tantas veces absurda, sucesión de los hechos la vida? «Ha ocurrido que estoy sentada bajo un árbol al borde del río en una soleada mañana. Es un acontecimiento insignificante que nunca pasará a la Historia. Sólo sucedió que estoy, y observo…». Estas palabras de Wislawa Szymborska, la poeta polaca a la que acaba de concederse el Premio Nobel, podrían resumir el pensamiento y toda la obra de Delibes. Alguien que no cree estar haciendo nada especial al escribir, ni que la vida en el fondo pueda ser comprendida. Para quien la literatura sólo puede surgir de un sentimiento humilde e irónico, del simple hecho de descubrirse al lado de algo o alguien, y, en el mejor de los casos, sentirse acompañado y detenerse a observar.

¿Pero basta con observar? No, la literatura surge de un acto de atención, pero sobre todo del acierto al convocar la palabra. «La convocatoria de la palabra es el desafío permanente del escritor. Lograr que la palabra acuda puntualmente a los puntos de la pluma es nuestro objetivo. El escritor convoca a la palabra pero ésta comparece o no comparece.»

¿Y qué tiene que ver esto con escribir bien? Nada, pues que esa convocatoria se suele traducir más bien en balbuceo, trastorno del habla común, que tienen que acoger esa palabra que viene de fuera, y que no cabe enteramente en ese habla (sólo pondré un ejemplo: el balbuceo que invade las páginas en que Delibes narra, en Los santos inocentes, la relación de Azarías con su «milana»).

Los jardineros japoneses suelen rodear de tiras de papel ciertos lugares que les sorprenden por su perfección, señalando así al paseante lo que no debe dejar de atender, y la escritura de Delibes opera como esas tiras de papel. Su transparencia es ese cerco de atención y de reconocimiento, que nos hace detenernos y mirar. Es lo que pasa con sus prosas de caza. ¿Por qué nos cautivan así, incluso a los que no compartimos en absoluto tal afición, o hasta llega a parecernos una barbaridad? Supongo que porque esa figura del cazadorescritor («no escribo porque no pesco», declara Delibes cuando se le pregunta por la razón de haber dejado de escribir sobre las truchas), llega a cobrar ante nuestros ojos una dimensión simbólica. Hace aparecer la vida, pero no la vida en cualquiera de sus instantes, sino en los de su mayor esplendor y pujanza (que tantas veces suele coincidir con los de su mayor demencia). La perdiz que incansablemente persigue el cazador, que trata de convocar con su merodeo, se confunde con esa palabra que aparece. Y la vida entonces no es distinta a esos tapices en que se mezclan hilos de oro, sin solución de continuidad con los más comunes, y en que una hoja, una mano, un pájaro, pueden aparecer de pronto transfigurados por una puntada de luz. ¿Pero no es ese el misterio de Delibes, ese misterio que hace que no podamos leer ni uno solo de sus libros sin sentir que algo esencial se está diciendo sobre nosotros mismos, que transforma cada una de sus páginas, más allá de su correcta resolución formal, en arte verdadero e inolvidable? Convocar la palabra, hacer aparecer ese hilo de oro, esa es la misión del verdadero narrador de historias.

«Y luego, cayó el látigo.» Ningún don se recibe impunemente y, en su discurso de aceptación del Premio Cervantes, Delibes se lamenta de haber malgastado su vida en la tarea de escribir. Su sustancia se ha perdido entre la de sus personajes, y de pronto se descubre cansado y viejo, sin apenas fuerzas para continuar. Para que esos personajes vivieran, nos dice, he tenido que morir. El discurso entero está concebido con la astucia irredenta del cazador. Porque Delibes, que parece estar escribiendo una pieza confesional lo que escribe en realidad es un nuevo relato. Un relato en que con gran hondura penetra en la esencia del narrador, que no es otra que aprender a ponerse en el lugar de los muertos. Y en eso no cuenta la edad, ni el cansancio, puesto que hasta un muchacho o una muchacha si de verdad quieren ser escritores deben realizar antes o después tal doloroso aprendizaje. Es la raíz absoluta del arte, y el único misterio de todos los grandes narradores que existen: mirar con los ojos de los que ya no están, hablar con la voz de los desaparecidos.

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Ficha técnica

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