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¿Ha concluido la historia del arte?

Después del fin del arte. El arte contemporáneo y el linde de la historia

ARTHUR C. DANTO

Paidós, Barcelona, 252 págs.

Trad. Elena Neerman

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Para el profesor Danto, la historia del arte concluyó un día de abril de 1964. Aquel día, al entrar en una galería de Manhattan donde se exponían obras de Andy Warhol, Danto sufrió una violenta conmoción. Lo que vio superaba las anteriores novedades del Pop y sacudía todas sus certezas. En el suelo de la galería se apilaban las cajas de detergente Brillo, de ketchup Heinz y de conservas de melocotón Del Monte. No eran los embalajes de cartón auténticos, sino unos facsímiles en madera pintada y serigrafiada, pero tenían el aspecto completamente convincente de los productos del supermercado. ¿Podía aquello ser arte?

Por entonces Danto enseñaba filosofía y fue el asombro filosófico, más que un genuino placer estético, lo que le atrajo hacia el Pop. Incitado por la perplejidad, escribió «The Art World», un texto que sería el primer esfuerzo teórico por comprender la obra de Warhol y Lichtenstein, Rauschenberg y OldenburgArthur C Danto: «The Art World», The Journal of Philosophy, 61 (1964), págs. 571-584.. Danto descubrió en el Pop una «consagración de lo ordinario», paralela a la «filosofía del lenguaje ordinario» de Wittgenstein y de J. L. Austin que él conocía muy bien; el Pop era la «transfiguración de lo trivial», como lo llamaría más tarde en el título de su libro más importante, The Transfiguration of the Commonplace (1981). Las cajas Brillo, como antes los readymades de Marcel DuchampEn mi opinión, las cajas de Brillo pueden ser más tractivas que los readymades, pero son menos innovadoras desde el punto de vista teórico. A diferencia del unrinario de Duchamp, por ejemplo, una caja Brillo es una pieza fabricada ex profeeso por el artista y basadas en la ilusión mimética., planteaban un desafío a la crítica de arte y a la estética: la cuestión de si algo era o no una obra de arte ya no podía juzgarse a simple vista. La creciente dedicación de Danto a estos problemas culminó en 1984, cuando se convirtió en crítico de arte de la prestigiosa revista The Nation. Paradójicamente, aquel mismo año Danto llegó a la conclusión de que el arte había terminado; el final del arte había tenido lugar precisamente en una galería de Manhattan en un lejano día de abril de 1964«The End of Art», en Berel, Lang (ed.): The Death of Art, Haven, Nueva York, 1984. Danto volvería a abordar el tema en «Approaching the End of Art», en su libro The State of Art. Prentice Hall, New York, 1987 y en «Narratives of the End of Art», en Encounters and Reflections: Arts in the Historical Present. Noonday Press, Farrar, Strauss and Giroux, Nueva York, 1991..

Las implicaciones del final del arte son de nuevo el tema del presente libro, publicado en inglés en 1997 y basado en las conferencias pronunciadas por su autor en 1995 en la National Gallery de Washington, bajo los auspicios de la A. W. Mellon Foundation. El carácter divulgativo de aquellas sesiones, dirigidas a un público no especializado, le presta al texto su estilo ligero y anecdótico, a veces un poco superficial, porque se evita aburrir al lector con argumentaciones detalladas. (En todo caso, sería inútil juzgar la eficacia del estilo a través de esta versión castellana, verdaderamente lamentable, plagada de confusiones y errores, de frases ininteligibles, de solecismos y barbarismos). Junto a las citadas conferencias Mellon, el libro incorpora otros textos de mediados de los noventa y entre ellos, como capítulo 11, el debate que Danto mantuvo con David Carrier y Kathleen M. Higgins en las páginas de The Journal of Aesthetics and Art Criticism en el verano de 1996. Este es el mejor punto de partida para nuestra discusión, porque en él se despejan algunos malentendidos básicos.

En aquella discusión David Carrier intervino comparando las posiciones de Gombrich y Danto sobre el problema de la definición del arte. Para Carrier, el análisis de Danto se dirige contra la tesis de que el arte tiene actualmente una esencia; si un readymade de Duchamp o una caja Brillo de Warhol pueden ser obras de arte, entonces ya no hay ningún rasgo distintivo de lo que es arte. El final del arte del que habla Danto consistiría, según Carrier, en esto: que el arte, que una vez tuvo una esencia, la perdió a partir de cierto momento. Carrier arguye que sería preferible, como hace Gombrich, negar desde una posición nominalista que haya existido nunca algo llamado «Arte». Entonces Duchamp y Warhol pierden su importancia, y ya no tenemos que plantearnos cuestiones tan dudosas como si la historia del arte ha terminado y cuándo comenzó; nos bastará con estudiar las formas concretas de la creación artísticaDavid Carrier: «Gombrich and Danto on Defining Art», Journal of Aesthetics and Art Criticism, 54:3 Summer 1996, pág. 286.. El caso es que, en su respuesta a Carrier, Danto desmiente haber sido nunca un enemigo de las esencias: todo lo contrario. No se ha servido de las cajas Brillo para negar que el arte tenga hoy una esencia, sino para corregir los intentos anteriores de captar dicha esencia. Así pues, Danto se considera esencialista, pero al mismo tiempo se declara historicista. Para él, si el concepto de arte (su intensión) es fijo y atemporal, la extensión del término está condicionada históricamente. Lo que se considera como obra de arte varía mucho de una época a otra: un objeto considerado como obra de arte en 1965 no habría obtenido tal status en 1865. Debemos procurar ante todo, dice Danto, no incluir en la esencia nada que sea históricamente contingente.

Por ejemplo, de esa esencia del arte no forma parte la belleza. Este descubrimiento no sería muy original, si no fuera porque Danto lo atribuye a Duchamp y el Pop. Sostiene que «un logro de los readymades de Duchamp, y en menor medida del Pop, fue expulsar a la belleza del conjunto de atributos que integrarían la esencia del arte, y reducirla a un atributo meramente local del arte en ciertos períodos históricos»Danto: «Art, Essence, History and Beauty: A Reply to Carrier, A Reponse to Higgins», Journal of Aesthetics and Art Criticism, 54:3, Summer 1996, pág. 286.. El profesor Danto ha olvidado al parecer lo que cualquier estudiante sabe: que en la historia del arte occidental la belleza ha sido un valor esencial exclusivamente para cierta tradición clásica, fundada en la Grecia antigua, reinventada en el Quattrocento y entronizada finalmente en las academias. Pero mucho antes de Duchamp, hubo en la pintura europea algunos episodios ajenos a la primacía clásica de la belleza: Grünewald, Caravaggio, Rembrandt, Goya… En cuanto a la teoría del arte, la simple ecuación entre arte y belleza sería abolida desde mediados del siglo XVIII , con el descubrimiento de nuevos valores estéticos (lo sublime, lo pintoresco, lo característico…) en los textos de Burke, Herder o el joven Goethe.

Tras excluir de su definición atemporal del arte todo lo históricamente contingente, no es extraño que la esencia del arte según Danto resulte algo incolora, inodora e insípida. Según la definición que el filósofo formuló en libros anteriores y que ahora repite sin añadir nada nuevo «ser una obra de arte» significa: 1) ser acerca de algo [to be about something] y 2) encarnar su sentido [to embody its meaning] (pág. 203). La primera condición, la aboutness, equivale a la capacidad de «exteriorizar un modo de ver el mundo». La segunda condición evoca la vieja distinción entre símbolo y alegoría; el sentido en la obra de arte sería inseparable de la presencia sensible.

La definición resulta imprecisa y decepcionante, y el propio Danto sólo la considera un esbozo inconcluso. La definición es vaga para ser compatible con la diversidad histórica. Danto aspira, como hemos visto, reconciliar el esencialismo con el historicismo, y encuentra el prototipo de tal reconciliación en Hegel. Para Hegel, la historia se identifica con el proceso de despliegue de la esencia, y una vez consumada esa revelación progresiva, la historia misma concluye. Por eso el hegeliano Alexandre Kojève (quien, por cierto, era sobrino del pintor Kandinsky) pudo sostener que la historia (política) había terminado en 1806 con la victoria de Bonaparte en la batalla de Jena, que significaba el triunfo global de los valores de la Revolución francesa (su tesis ha sido retomada más tarde por Fukuyama para aplicarla al mundo posterior a la guerra fría). Lo mismo sucede en el campo de la historia del arte. En su célebre profecía de la muerte del arte, Hegel afirma que en la época moderna, el destino del arte no será ya proporcionarnos una satisfacción intuitiva, sino aumentar el conocimiento filosófico del propio arte. Así el arte se disolvería en la reflexión. Danto adopta ese dictum hegeliano como modelo; para él, el final del arte representa el punto culminante en el despliegue de la esencia, el momento de la revelación suprema: «El Pop marcó el final del gran relato del arte occidental al brindarnos la autoconciencia de la verdad filosófica del arte» (pág. 136).

Lo que según Danto concluye con este final del arte no es, desde luego, la misma creación artística, sino la posibilidad del relato, de los relatos, que le han dado sentido. Así como hubo arte antes de la era del arte, antes de 1400, seguirá habiendo arte después del final del arte. De este modo, el anuncio sensacional que había atraído al lector se va rebajando hasta quedarse en nada. El «final del arte» anunciado en el título se reduce enseguida al «final de la historia del arte», que a su vez resulta ser sólo «final de los grandes relatos [master narratives] en la historia del arte». Grandes relatos serían aquellos que nos ofrecen un desarrollo continuo, lineal y teleológico del arteDanto admite de mala gana que esta caducidad de los grandes relatos es un tema del postmodernismo, y especialmente de Lyotard (pág. 156). El final del arte ¿no se reduce entonces a lo que se ha llamado simplemente el advenimiento de la postmodernidad?.

Dos de esos grandes relatos han dominado, según Danto, la historia del arte en Occidente hasta nuestros días. El primero de ellos fue el de Giorgio Vasari, el gran biógrafo de los artistas del Renacimiento, que interpretaba la sucesión de artistas y obras como un creciente perfeccionamiento de la imitatio naturae, como un ascenso hacia una ilusión más perfecta de realidad. A finales del siglo XIX terminó aquella era de la mímesis y se inició la modernidad, la época de las vanguardias. A partir de entonces, abandonando la obsesión por reproducir las apariencias, la pintura iba a ensimismarse en busca de su propia identidad, de su diferencia frente a las demás artes, encarnada en las condiciones materiales del medio: el plano pictórico, los pigmentos y la pincelada… Tras los tanteos de algunos precursores (como Roger Fry y Daniel-Henry Kahnweiler) sería el crítico norteamericano Clement Greenberg quien articularía el nuevo relato de la historia del arte, diferente del de Vasari en su meta, pero lineal, progresivo y teleológico como el de Vasari. Ahora bien, por mucha importancia que se atribuya a Vasari y Greenberg no se puede reducir la complejidad de la historia del arte a sus modelos, como hace Danto, confundiendo de manera flagrante la historia real con los relatos que la representan. El modelo vasariano del progreso hacia el realismo no es el único (ni siquiera quizá el dominante) en el período post-renacentista. Como la modernidad no puede reducirse a las ideas de Greenberg, que son sólo una versión tardía y particularmente esquemática de su espíritu.

En todo caso, la modernidad greenberguiana quedó superada a comienzos de los sesenta con la aparición del Pop. Desde entonces han sucedido muchas cosas, pero los acontecimientos no han seguido una pauta fácil de reconocer, una orientación clara. Es que, como dice Danto, ya no se ajustan a ningún relato lineal y progresivo… En la etapa posthistórica ya no hay vanguardia ni retaguardia, ya no hay una corriente principal, ninguna tendencia artística puede arrogarse una misión histórica; todas las tendencias disfrutan en principio de iguales derechos. La famosa frase de Wölfflin: «No todo es posible en todas las épocas», ha de ser hoy matizada, si no invalidada. Hoy no existen formas que nos estén prohibidas; lo único que nos está prohibido es que cada una de esas formas sea exclusiva. Danto describe nuestro presente como un momento de máximo pluralismo estético, de la máxima libertad, donde ningún género artístico goza hoy del privilegio de la exclusividad, de la primacía jerárquica. La pintura sigue y seguirá existiendo, pero ya no es la reina de las artes. Hay una disyunción abierta de medios artísticos. El artista posthistórico ideal sería aquel que dominara todos los lenguajes, todos los estilos, sin aferrarse a ninguno fijo. Danto cita las palabras de Warhol: «¿Cómo podría alguien decir que algún estilo es mejor que otro? Uno debería ser capaz de ser expresionista abstracto la próxima semana, o artista pop, o realista» (pág. 58). Un autor menos optimista que Danto encontraría en esta situación algunos rasgos inquietantes: la sospecha de una cultura alejandrina, epigonal, que, lejos de emanciparse de la historia, cae completamente bajo el hechizo de las formas del pasado. Es la situación en que se encontraba la arquitectura en Europa en el siglo XIX , cuando los estilos de época se mezclaban como en un baile de máscaras, cuando el neogriego y el neogótico, el pastiche de los palacios renacentistas y de las iglesias barrocas, todo era posible a la vez y los mismos arquitectos cultivaban sucesiva o simultáneamente esos estilos. No es preciso recordar cuánto había de falso en aquella libertad. Cuando hacia 1890 llegó el modern style y barrió todo aquello, se hizo evidente que la exuberante pluralidad ornamental del historicismo sólo encubría la estéril monotonía de las reglas académicas.

Algo semejante podría sucedernos en nuestra «época posthistórica», como la llama Danto, que tal vez sólo sea un momento de transición. En el panorama actual, el propio Danto tiene que admitir que no todo es pluralismo, que hay «formas distintivas de nuestro período» y observa que al ojear el catálogo de la Bienal de Estambul de 1995, no ha encontrado prácticamente nada de pintura, sino casi exclusivamente instalaciones (pág. 207). La instalación funciona como un género de segundo orden, como un hipergénero que puede incluir elementos de todos los demás medios: fotografía, pintura, escultura, vídeo, etc. De este modo, la instalación favorece la ilusión de un pluralismo sin límites. Pero la mise-en-scène modifica radicalmente el sentido y el valor de todo lo que engulle, convirtiéndolo en attrezzo de una función teatral. Desde su posición dominante, el género instalación ya está inspirando una reinterpretación del arte del siglo XX , donde ciertos episodios (las veladas futuristas y el cabaret dadá, las columnas Merz de Kurt Schwitters y los espacios Proun de Lissitski, las exposiciones surrealistas, los ambientes Pop, las instalaciones minimal…) adquieren una importancia inédita. Todavía es pronto para decir si se trata de una moda que se irá con la década o si estamos entrando en la prisión de un nuevo relato.

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