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Guy de Maupassant, cuentista y viajero

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Con su propensión al juicio categórico, Harold Bloom, en un libro heterogéneo que reúne reflexiones suyas sobre casi cuarenta autores de narrativa breve, de Alexander Pushkin a Raymond Carver (Cuentos y cuentistas), cuya única sistemática es la ordenación cronológica de los escritores tratados, apunta al hablar de Maupassant que «Chéjov había aprendido de Maupassant a representar la banalidad» y que «en raras ocasiones alcanza la genialidad de Chéjov o de Turgueniev como escritor de cuentos». Denuncia también, como un problema del autor, que «al igual que muchos escritores de ficción del siglo XIX y de comienzos del siglo XX, veía todo a través de la lente de Schopenhauer, el filósofo de la voluntad de vivir». Y por fin se aproxima a la obra del cuentista francés mediante un brevísimo análisis encomiástico de «La casa Tellier» y otro, también breve, aunque abundante en suposiciones pintorescas –como que «Horla» puede ser un juego sarcástico con la palabra inglesa «Whore», puta– a propósito del cuento del mismo título. Condensar en dos cuentos una visión abundante en opiniones radicales no deja de tener su mérito, pero la alusión a la absoluta influencia de Schopenhauer sobre Maupassant parece exagerada, pues con similar criterio se podría decir eso de otros escritores anteriores y posteriores a Maupassant, como Poe, Baudelaire, Thomas Mann o Borges.

Ahora hay ocasión de leer una edición de los cuentos de Guy de Maupassant en castellano que reúne 119, lo que supone sólo la tercera parte de todos los que escribió, pues Maupassant fue un autor muy prolífico en el género y, aparte de esa influencia sobre Chéjov que señala Bloom, entre nosotros podemos encontrar ecos de su forma de trabajar en escritores de cuentos tan notables, como Leopoldo Alas Clarín y Emilia Pardo Bazán. Esta antología recoge un panorama muy significativo de cuentos del autor, aunque en algunas ocasiones, felizmente pocas, hay textos de los que podría haberse prescindido. Por ejemplo, del último, «Crónica», especie de consideración comparativa sobre ciertos comportamientos en Francia y en Italia, que además rompe el orden cronológico de aparición de los cuentos mantenido a lo largo del libro. También pueden echarse de menos otros magníficos, como «El regreso», pero una antología siempre corre esos riesgos.

Para Maupassant, también escritor de interesantes novelas, el cuento fue el instrumento idóneo para construir un mundo literario homogéneo, marcado por situaciones que se desarrollan narrativamente con precisión, caracterizadas por la concurrencia de pocos personajes, mediante un estilo conciso y muy expresivo. Predomina en casi todos los cuentos una mirada irónica que maneja con maestría la sugerencia, y las descripciones del escenario suelen adquirir mucha relevancia, al resultar un apoyo dramático sustantivo.

Aunque es difícil intentar reducir a un esquema temático un panorama de cuentos tan abundante y diverso como el que presenta este libro, puede decirse de entrada que uno de sus primeros relatos, «Bola de sebo», podría ser muy representativo del conjunto. Además, fue el cuento que hizo alcanzar a su autor temprana notoriedad, ya que Émile Zola lo incluyó en la publicación de los textos de Las veladas de Médan. Cuentos sobre la guerra franco-prusiana de 1870, con cuentos del propio Zola, Joris-Karl Huysmans, Henri Céard, Léon Hennique y Paul Alexis, muestra del ejercicio del «naturalismo» que fue bandera de la época. En él aparecen ya muchos de los factores que, con el ajustado ritmo temporal y la convincente composición del espacio, serán recurrentes en la obra de Maupassant. En cuanto a la trama, «Bola de sebo» sigue siendo ejemplar de la originalidad y destreza con las que Maupassant urde casi todas sus historias, un acontecimiento no diré banal, como Bloom, pero sí ordinario –dentro de las circunstancias bélicas en que se produce–, que permite que se pongan en evidencia los mejores y peores aspectos de los comportamientos humanos.

Normandía, donde nació y transcurrió su primera juventud, es un espacio muy familiar en los cuentos de Maupassant, y acaso las mejores piezas son las que transcurren allí. Muchos de esos cuentos reflejan el mundo rural con magnífica evocación de sus bellezas y de sus miserias, sin ninguna complacencia. Las historias pueden ser muy crueles pero también muy emotivas: desde el mozalbete que, en contra de las instrucciones recibidas, va dejando morir de hambre al viejo caballo que ya no sirve para nada («Coco»), o la mujer que manipula su embarazo y pare niños malformados para vendérselos a la gente del circo («La madre de los monstruos»), o el ciego maltratado por sus vecinos y familiares («El ciego»), hasta el niño hijo de soltera que se empeña en conseguir un padre («El papá de Simón»), o la nodriza de pechos dolorosamente hinchados que los descarga al fin en la boca de un vagabundo hambriento compañero de viaje en el tren («Un idilio»), o el hombre a quien sus padres no consienten casarse con la mujer de color a la que ama al considerarla «demasiado negra» en la aldea natal («Boitelle»), el mundo campesino que nos describe Maupassant, con los rasgos de identidad pintorescos que le corresponden, siempre trasciende lo que pudiera considerarse costumbrismo para universalizar la referencia. En ese mundo hay cazurrería, crimen y desdicha, pero también sentido del humor, conmiseración y amor. Bastantes de los cuentos de ámbito normando y rural tratan de cazadores, de la caza como pasión, y en muchos otros las relaciones eróticas y los adulterios forman el tejido argumental.

Precisamente el adulterio, tema tan usual en la narrativa del siglo XIX, nutre también muchos de los cuentos de Maupassant que pudiéramos adscribir al entorno cosmopolita, un mundo de ocultaciones, astucias y malentendidos donde el engaño al cónyuge es una especie de deporte, a veces practicado con el cómplice a lo largo de los años, en forma de matrimonio paralelo («El señor Parent» y «El perdón», entre otros). No es raro que muchos de estos cuentos surjan desde el planteamiento convencional de una reunión social, o de una cena de viejos amigos, donde alguien relata la historia. El erotismo impregna casi todos ellos con esa sabiduría en la sugerencia a la que antes aludí, aunque a veces, dentro de los pocos cuentos prescindibles, se traten asuntos con un énfasis picante que no puede sino suscitar irrisión en quienes pertenecemos al país de Quevedo («La tos»).

Los adulterios se producen en un contexto social a cuya referencia Maupassant nunca renuncia, pues en todos sus cuentos late, aunque de modo imperceptible a primera vista, un propósito de crítica tan bien presentado que los lectores lo asumimos a través del interés del propio relato y no por la denuncia que pueda llevar aparejada. Ese contexto está marcado por la ambición, la vanidad, el deseo de poder. Una madre, señora distinguida y orgullosa de su belleza, puede volverse loca después de un penoso proceso en el que se negó a despedirse de su hijo, un muchacho moribundo a causa de la viruela («La señora Hermes»). La mujer de un oscuro funcionario puede arruinar a la familia por haber perdido la joya que le prestó una amiga rica para acudir a una fiesta y comprar en secreto, con enormes compromisos económicos, una reproducción del original, que resultó haber sido bisutería («El collar»). Algunos cuentos tienen el tema de la transmisión hereditaria como motivo central. En el cuento –o, mejor, novela corta– «La herencia», podemos asistir a un peculiar abandono de las reglas morales y sociales cuando se trata de que fructifique el retoño beneficiario de la herencia de una tía extravagante.

A veces los personajes centrales son errantes sin trabajo («El vagabundo») o seres desvalidos que cometen fechorías en la que queda clara su condición indefensa («Rosalie Prudent»), o al contrario, personas relevantes en su esfera social que llevan a cabo horribles crímenes con plena conciencia de su acción («Un loco», «La pequeña Roque»), pero también puede tratarse de gentes acomodadas y apacibles que se hacen cargo de la amante del padre («Hautot padre e hijo») o permanecen a través de los años como asistentes del viejo jefe militar cascarrabias por amor a su esposa, a la que siguen atendiendo incluso en su parálisis («Alexandre»).

La guerra franco-prusiana sirve de motivo para bastantes cuentos de Maupassant a partir de «Bola de sebo». El ingenuo e irreductible patriotismo de la prostituta protagonista de este cuento se repite en la prostituta de «Mademoiselle Fifí» y en los dos pescadores fusilados por no confesar la contraseña a los prusianos que los encuentran entregados a su apasionada afición en una zona del río en plena línea de combate («Dos amigos»). Los prusianos están vistos en general como autoritarios, despóticos y prepotentes, sobre todo cuando se trata de los jefes militares pertenecientes a la aristocracia, pero también son tratados con benevolencia cuando representan al civil enrolado por los requerimientos bélicos («La aventura de Walter Schnaffs»).

Dentro del amplio conjunto que nos presenta este libro, se recogen también los cuentos que pudiéramos llamar «de horror» de Maupassant. Tal vez el más característico de todos ellos sea «El Horla», y en la antología se incluye tanto la versión publicada inicialmente en una revista como la que, un año después, encabezó el libro de cuentos que llevaba el mismo título, lo que permite comparar las dos aproximaciones del autor a un mismo tema y cómo lo que en la primera versión es una tentativa titubeante se convierte, sin perder ningún elemento, en una obra maestra. Sin embargo, hay otros cuentos de Maupassant que, con los años, y coincidiendo con su progresiva locura, profundizan en aspectos terroríficos: confesiones de asesinatos por amor sobre cuyo secreto se ha edificado una convivencia fraternal a lo largo de muchos años («La confesión»); crímenes misteriosos en los que sólo las hipótesis que propicia el sentido común pueden oscurecer su aspecto sobrenatural («La mano»); o delirios que hacen ostentar a las lápidas del cementerio los epitafios que verdaderamente corresponderían al comportamiento de los difuntos cuando estuvieron vivos («La muerta»). En alguno de estos cuentos, un maestro asesino de niños («Moiron») aventura la idea de Dios como supremo malvado, como principal exterminador, que crea la vida con el único objeto de irla destruyendo interminablemente.

Si en todos los cuentos de Maupassant hay un cuidado especial en la construcción de la atmósfera, en los que comunican con lo horrible ese aspecto está tratado con peculiar delicadeza, como sustento fundamental de la narración: es el caso de «El albergue», un episodio que transcurre en la soledad del invierno en un refugio perdido de la montaña, «La noche», subtitulado «pesadilla», donde se describe un largo paseo que desemboca en el extravío y en la seguridad de la muerte, o «¿Quién sabe?», otra de las historias muy difundidas de Maupassant, en la que el narrador asiste al extraño desfile de los muebles mientras abandonan su vivienda.

En el libro citado, Harold Bloom concluye, condescendiente, que Maupassant «no es gloria divina, pero gusta a muchos y sirve de introducción a los placeres más difíciles de cuentistas más sutiles», entre los que se encontrarían Turgueniev, Chéjov, Henry James o Hemingway. Me resulta envidiable esa capacidad crítica para afinar tanto en el campo de los cuentistas geniales, pero no creo que Maupassant ocupe en el Parnaso un lugar inferior a Henry James o a Hemingway, aunque comprendo la especial simpatía del crítico norteamericano por sus compatriotas. En cualquier caso, por encima de comparaciones incongruentes, en Maupassant se describe, con estilo y sutileza fuera de lo común, un mundo lleno de belleza natural y de crueldad humana donde pueden florecer, con el crimen y el atropello, la piedad y la ternura.

Maupassant fue traducido en España desde sus primeras obras. Precisamente uno de sus traductores iniciales, el olvidadísimo crítico Leopoldo García-Ramón, escribió en 1889 un Ensayo sobre Guy de Maupassant donde hablaba de la «tersura y limpidez de la lengua»; de su estilo aparentemente sencillo, falto de artificio, muy sonoro y fluido; de su tono entre irónico y melancólico; de la claridad de los argumentos y la cotidianidad de unos personajes que tienden a la «degeneración moral»; de la intensidad de emoción que es capaz de suscitar en el lector.

García-Ramón fue traductor en su día de En el mar, el primero de los tres libros de viajes por ciertas partes del Mediterráneo y el norte de África que Maupassant escribió, en este caso en su velero Bel-Ami, pues aparte de componer tanta buena literatura, en su corta vida fue viajero incansable. «El viaje es una especie de puerta por donde se sale de la realidad conocida para penetrar en una realidad inexplorada que parece un sueño», anota en la introducción a Bajo el sol, el segundo de aquellos libros, que acaba de ser reeditado y que tiene por subtítulo «Argelia 1881: de Argel al Sáhara», aunque la presente edición incluye algunos otros periplos por Italia y el sur de Francia.

El cronista de viajes Maupassant se parece al cuentista: es conciso, no incluye detalles que no sean significativos, goza de una admirable sensibilidad para profundizar en parajes y personajes. De la montaña al desierto, Argel y su provincia, la provincia de Orán, el Zar’ez, la Cabilia y Bujía, con personajes como el insurrecto Bouamama, la mirada de Maupassant sobre el mundo árabe y el de los colonizadores nos permite comprender muy bien aquella realidad compleja, a lo largo de un relato de viajes en el que van alternándose las descripciones y las reflexiones y donde a veces aparecen referencias curiosas, como la de los esparteros españoles asentados en las mesetas altas que al parecer tuvieron sangrientos encontronazos con los árabes. La editorial promete publicar el tercero de estos libros de viajes, La vida errante, en el que parte de la costa italiana y el norte de África, esta vez de Argel a Túnez y Katrouan, son visitados y descritos por el extraordinario narrador.
 

Harold Bloom, Cuentos y cuentistas. El canon del cuento, Páginas de Espuma, Guy de Maupassant, Cuentos esenciales, Mondadori; Bajo el sol, Marbot

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