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Cuando Cela hizo las Américas

HISTORIA DE UN ENCARGO: «LA CATIRA» DE CAMILO JOSÉ CELA

Gustavo Guerrero

Anagrama, Madrid

296 pp.

19 €

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Soy de los que sostienen que Camilo José Cela, al igual que su admirado Quevedo, trasciende su obra por medio de una vida trufada de ocurrencias, algunas apócrifas y otras ciertas, que hacen de él un elemento legendario. Le falta ser un personaje de chistes, como lo era aquel Quevedo que todavía en los años cincuenta (del siglo pasado) protagonizaba historietas escatológicas, en paralelo con el llamado Jaimito, dueño de los cuentos verdes; cutres, casposos, aquéllas y éstos, negando la genialidad quevediana incluso a la hora de la sal gorda. Aún no llegó Cela a tal submundo y, sin embargo, en torno a él circulan sucedidos esperpénticos, como la vez en que le acuchillaron una nalga en un cabaré, respuestas chocarreras (–«Señor Cela, yo es que tengo mucha vida interior”. –«Pues tome “Lombricina”, señorita, tome “Lombricina”»), jactancias como la que le llevó a decir que podía introducir unos cuantos litros de agua por el ano, y échenle hilo a la cometa de los disparates. La vida de Cela abunda en circunstancias excéntricas, como el ofrecimiento que hiciera a las autoridades posbélicas para actuar de confidente, sus peripecias como censor de publicaciones en la época que viene inmediatamente después, el encargo encomendado por la dictadura de Pérez Jiménez para novelar la épica del llano venezolano o –hay bastante más– el sórdido incidente de cuando la novela con que obtuvo el Planeta, La cruz de San Andrés, fue acusada de plagio por una maestra coruñesa, que había sido tan ingenua de presentarse a un concurso donde el ganador se pacta previamente. Es decir, dondequiera que se movió Cela hubo alrededor suyo maniobras orquestales (a lo claro, o en la oscuridad). Muy en especial en su viaje a Venezuela, desvelado ahora en el libro que aquí se comenta. El autor, venezolano de origen, coge torete tan bravo por los cuernos, reduciendo la llamativa historia al lugar debido, que no es otro que la presencia del aventurero Cela, un personaje como escapado de la picaresca, en una Venezuela en desarrollo, que por un lado quería proyectarse internacionalmente a nivel literario (y se había pensado en Camus y Hemingway como adalides) y, por otro, pretendía «asombrar» el Doña Bárbara de Rómulo Gallegos, especie de bestia negra de Marcos Pérez Jiménez. La gira de Cela por la América de habla española fue auspiciada por el Instituto de Cultura Hispana, y también por el Ministerio de Asuntos Exteriores, en tiempos en los que el régimen franquista necesitaba blanquear su imagen en países custodios de parte del exilio republicano. De ahí la importancia de la presencia celiana (quien contaba también con el apoyo de las sociedades gallegas en la emigración); era un personaje que prestaba al franquismo una imagen desenfadada y provocadora, acompañada ésta de una novelística rompedora y, por lo tanto, con problemas de censura en la España nacional-católica. Recordemos que cuando Cela invitó a Pío Baroja a prologar su La familia de Pascual Duarte, el novelista vasco le comentó que se sentía demasiado viejo para ir a la cárcel. O que La colmena, en su primera edición, aparece como impresa en Argentina. Todo ello llevaría al astuto Laureano Vallenilla, ministro de Educación de Pérez Jiménez (más que al propio coronel, de quien se ignora la impresión que le produjo La catira, suponiendo que llegase a leer el libro), a incorporar a Camilo José Cela a la grandilocuencia de aquella Venezuela que, por ser rica en petróleo (no menos que hoy, víctima de otro tipo de caudillaje), se estaba (re)construyendo, con rascacielos frente a los «ranchitos» y paradas militares que recordaban las infames de Núremberg. Así que es esta Venezuela (en la que aterriza Cela el 22 de julio de 1953, procedente de Colombia y Ecuador) el acicate para que el padronés escriba «una» (tenía previstas más, para abarcar toda la geografía venezolana) de sus novelas. La catira, hoy uno de los productos celianos menos legibles, se tuvo en su momento por «pastiche» desmesurado, y si la crítica española lo acogió, en acuerdo casi unámine, como novedoso (tal vez por atribuirle audacias lingüísticas, que en cuanto al tema el libro no pasa de folletinesco con adobos escatológicos), la venezolana, también con mínimas excepciones, se cebó en él, por considerarlo caricatura de la realidad, aunque algún moralista entró al trapo de la audacia celiana y un señor Fabbiani Ruiz llamó a Cela «desequilibrado mental». Todo ello está debidamente documentado en el libro de Gustavo Guerrero, quien con él obtuvo el Premio Anagrama de Ensayo. Un volumen que analiza por lo menudo el viaje de Camilo José Cela por aquellos países de habla hispana –con atención centrada en Venezuela– adonde lo llevó su azaroso periplo, la génesis de la novela, escrita en Palma de Mallorca, en casa comprada con el dinero que le aportó el encargo, y las lecturas críticas que de su obra se hicieron a ambos lados del océano. Entre las españolas destacaron las voces –siempre encomiásticas– que surgieron a raíz de la primera aparición de la novela (marzo de 1955). Entre ellas, las de Antonio Vilanova, Juan Ramón Masoliver, José María Castellet, Fernández Almagro, Martínez Cachero y José Luis Cano. Único discrepante: Manuel G. Cerezales, quien define a los personajes de La catira como «fantoches». Y, tal como nos lo cuenta Gustavo Guerrero, todo aquello tuvo mucho de grand guignol o fantochada.

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