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Tiempo de grana

Grana gris

LUIS MARTÍN-SANTOS

Ed. José Francisco Ruiz Casanova Biblioteca Nueva, Madrid

184 págs. 14,42

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DE EDITORES Y HEREDEROS

A propósito de la edición de la poesía de José María Valverde en el marco de sus recientes Obras completas, se ha discutido sobre la legitimidad de los albaceas para rescatar textos rechazados por el autor. Francisco Rico sentó doctrina, como casi siempre: «Un autor es libre de acotar la presencia que quiere tener en la escena literaria de su época, la voz que deja oír en el diálogo vivo de la creación. Pero no puede elegir el lugar que le tocará en la historia. Pilar y Clara Valverde harán muy bien en no autorizar que Lumen (o Tusquets, o Hiperión, o Visor) saque a la luz otro libro que la compilación de 1990; se equivocarían, en cambio, si se opusieran a la difusión restringida, sólo para expertos o bibliotecas, de unas auténticas Poesías completas, como marrarían el tiro si pretendieran destruir todos los ejemplares de Hombre de Dios o de Espadaña» («El alma de Garibay», Saber/leer, 128, octubre de 1999). Algo parecido hay que decir, de entrada, ante la edición de Grana gris (1945), un libro de poemas adolescentes que Luis Martín Santos persiguió por las librerías madrileñas que lo vendían y de cuya existencia sólo tenían noticias unos pocos. Aunque el libro existía, puesto que se ha reproducido el ejemplar de la Biblioteca Nacional (lugar tan obvio, por cierto, que no valía la pena hacer constar hasta la signatura…). No es historia nueva. También Juan Ramón Jiménez persiguió lo que quedaba de Ninfeas y Almas de violeta para retirarlo de la circulación, por más que hablara a menudo de aquellos libros juveniles («tinta violeta y tinta verde») cuando repasaba su pasado poético. Por escrúpulos de índole político-religiosa, Ramón Pérez de Ayala no quiso reimprimir A.M.D.G. La vida en un colegio de jesuitas y sólo la comprensión de sus actuales herederos, desoyendo el mandato paterno, reintegró la tetralogía completa de Alberto Díaz de Guzmán. Los herederos de Pedro Salinas, Jaime y Solita, han hecho muy bien en darnos en su día el epistolario de noviazgo enviado a Margarita Bonmatí (1912-1915) y ahora el mantenido con la amante, Katherine Whitmore, veinte años después. Y no es nada fácil tomar una decisión de ese calibre. Como no debió de serlo para los familiares de Lorca autorizar, a la postre, El público y los Sonetos del amor oscuro. Seré el último en criticar sus razones. Siempre las hay y, en todas estas historias, la posición más desairada es la de filólogo o el historiador insaciable, en busca de notoriedad, de tesis doctoral o de ascenso académico.

DE IUVENILIA

Hay razones para todos los gustos: unas veces las dicta una concepción exigente del legado personal (cuando se trata, sobre todo, de escritos muy precoces); otras, el repudio de lo más autobiográfico o de etapas (estéticas o ideológicas) que se tienen por superadas; a menudo, actúa la intranquilidad de la influencia reconocible (Blasco Ibáñez condenó a muerte La voluntad de vivir por no revelar los personajes que la habían inspirado pero no vaciló en publicar La horda, que tanto se parece a «La lucha por la vida», de Baroja)… En el caso de Valverde, más arriba citado, no debe echarse en saco roto aquel masoquismo del autor que sobrevivía de su cristianismo inicial y que le acompañó hasta el final. Aborrecía su pasado, y su humor o su escepticismo eran las armas para conjurarlo. No olvidemos que su obra, tras 1965, es el recorrido de un desengaño; lo hallamos en la epístola de 1968 dirigida a Narcís Comadira, y también en los dos poemas finales de Enseñanzas de la edad, en su edición primera de 1970: el muy acre texto «Sobre mi imposibilidad de escribir una elegía madrileña» y aquel colofón en cuerpo menor que dedica a Carlos Barral y que se inspira en la «Ballade des pendus», de Villon.

Luis Martín-Santos no tuvo tiempo de sentir esa desazón por un pasado demasiado largo. Murió con treinta y nueve años, como es sabido. Pero es lapso suficiente para arrepentirse de algo e intentar ocultarlo. Si José Francisco Ruiz Casanova, el editor de Grana gris, hubiera consultado la interesante biografía de Pedro Gorrotxategi, Luis Martín-Santos. Historia de un compromiso, publicada en 1995 (con un breve pero expresivo prólogo de Pedro Laín Entralgo), hubiera encontrado algún dato que le ayudaría a entender mejor, como crítico avezado que es, la gestación del texto. Fue su padre quien lo hizo imprimir como regalo a un muchacho, que, dos años después, acababa la carrera de Medicina con veintidós años recién cumplidos y que obtuvo, en junio de 1945, cuando se imprimían sus versos, un sobresaliente en las materias de Patología Quirúrgica I y II, Obstetricia, Ginecología y Otorrinolaringología. Y un solo aprobado en Dermatología. El padre, Leandro Martín Santos, no era un hombre vulgar pero sí abrumador en cuanto progenitor. Zamorano, era hijo de un modesto maestro rural y se había hecho médico militar. Se estableció en San Sebastián, donde participó en los tribunales que aplicaban la Ley de Responsabilidades Políticas, que costaron más de un disgusto a alguno de sus colegas donostiarras; llegó al generalato y fue director del Hospital castrense «General Mola» y, desde 1946, presidente del Colegio de Médicos provincial, además de ser el propietario de una reputada clínica quirúrgica. No debió de resultar fácil ser el retoño de un padre absorbente y poderoso (que decidió unificar sus dos apellidos en 1941); con su hijo mantuvo unas relaciones que oscilaban entre las rupturas y las reconciliaciones. Al fallecimiento de nuestro autor, decidió reorganizar el material de su novela póstuma, Tiempo de destrucción, y por eso Carlos Barral hubo de esperar a su muerte, en 1971, para darla a las prensas. Por un imperativo de discreción, mi edición de 1974 no mencionaba el problema. Sí apuntaba mi prólogo que también hubo de ser difícil la convivencia diaria en un colegio privado, el de los Marianistas, de Aldapeta, donde el joven Luis alternaba con los herederos de una burguesía local, a menudo represaliada por razón de su nacionalismo, pero victoriosa como tal burguesía. Fue siempre un alumno brillante e incluso presidió la Congregación Mariana escolar. Y, en efecto, muchos de los poemas de Grana gris tienen algo y hasta mucho de poesía de alumno laureado: los latinismos y el gusto clasicista (la propia cubierta del libro –que no se reproduce, y es lástima– representaba un paisaje con un templo griego al fondo) deben mucho a lo escolar. Pero también viene de ahí una concepción del «yo poético» al modo heroico que, en el fondo, tiene abundantes resonancias de la himnodia de Acción Católica. El poema inicial «Juventud», muestra una terminología inequívoca al respecto, lo mismo que «Ad maiora»: «vagos deseos», «fibras más hondas», «nueva fuerza», «vivamos puros», «miremos fríos». Y hay incluso un poema religioso, «Gólgota», en un libro más pagano que cristiano.

PARA EL RETRATO DEL ARTISTA ADOLESCENTE

¿Cómo ha de estudiarse la obra juvenil de un escritor? Iniciar un trabajo con una cita de W. H. Auden siempre es tentador, pero la que aquí se ha elegido sirve de muy poco al prologuista. Está claro, aun sin la colaboración de Auden, que a los veinte años uno busca saber quién es (sobre todo, si le rodea una tradición religiosa de autoexigencia y en casa vive bajo una autoridad muy imponente), pero, ¿qué se lee a esa edad? Generalmente, cosas anticuadas… Por eso no vale la pena recontar cómo funcionaba la poesía de 1945 porque (el mismo Ruiz Casanova viene a decirlo) a quien Martín-Santos ha leído es a Rubén Darío. Y seguramente, a Gustavo Adolfo Bécquer, templado por Antonio Machado: la anáfora vertebral de «Silencio» («Yo narro… Yo adoro… Yo proclamo… Mas yo callo…») es tan delatora como la de «Envío» («Yo pueblo… Yo tengo… Yo miro… Yo gozo…»). Pero, a veces, también resulta neoesproncediano, como en «Reo» (que nada tiene que ver con Valle-Inclán ni con Baroja). O simplemente pedante: tengo la impresión de que la verbosa «Elegía a la bella suicida» es una torpe écfrasis de la «Ofelia», el famoso cuadro shakespeariano de Millais.

El destino natural de una poesía juvenil, templada en un colegio religioso (¿no nos acordamos ya del Retrato del artista adolescente? ) halló su paradigma natural en la poesía romántico-modernista que exalta el malditismo heroico. En «Búsquedas», este colegial habla de «mi recia mente»; en «Encuestas», se ve a sí mismo «cerebral, cerebral»; en «Osadía», advierte su «vana arrogancia de hombre fuerte», que busca objetivos más allá de los de un amante «que sufre por su amada, / del burgués que custodia su tesoro». Suele ser esta una poesía misógina (Martín-Santos lo fue casi siempre: Tiempo de silencio está presidido por la némesis de la castración y la insondable potestad femenina; en Tiempo de destrucción, el heroísmo de Agustín se liga a la virginidad y la impotencia). Vale la pena leer en esa clave, matizada por una retórica de ginolatría muy rubeniana, poemas como «Mujer», «La inmortal», «La réproba» o «Mira, mujer, no me maldigas». Y no olvidar que, en el «Soneto sádico», recuerda a «las hembras plañideras que flagelas», o que, en «Lluvia», hallamos una imagen de pornografía digna de un dormitorio de internos: «tus senos en capullo, / la empapada camisita / se ajustaba cariñosa». Todo esto es mala poesía, claro, pero de subido valor como testimonio de una sensibilidad. La edición de Grana gris se justifica porque su autor escribió otras cosas. Las declaraciones que forman la última parte del citado libro de Pedro Luis Gorrotxategi abundan en algo que apuntaba yo al estudiar Tiempo de destrucción: Luis Martín-Santos superó su incomodidad juvenil y, al cabo, como el patito feo, se convirtió en un seductor, un brillante y temible polemista, un triunfador profesional y un hombre que no dejaba resquicios de debilidad ni a sus mejores amigos (lo certifican, entre otros Jorge Oteiza y José Ramón Recalde). Ruiz Casanova cita un precioso texto de Juan Benet («Otoño en Madrid hacia 1950»), que tiene, sin embargo, más complejidad de la que parece, pero no menciona el más explícito testimonio de Carlos Castilla del Pino. Se conocieron en 1947 (cuenta el capítulo 23 de Pretérito imperfecto ) y, aunque fueron amigos, lo declara «incapaz de controlar su ansia de ser reconocido y valorado, desde el comienzo, como primus inter pares » (los pares eran los discípulos de Juan José López Ibor).

Aquí está Grana gris, por fin, y ha de ser bienvenida. No se sabe muy bien qué hace en una colección de poetas que encabezaron Cervantes y Calderón. Pero cumple agradecer a Biblioteca Nueva lo que era una deuda inaplazable. A Rocío y Luis Martín-Santos hay que agradecerles su comprensión y su delicadeza. No ha tenido mucha suerte Luis Martín-Santos con sus editores literarios: Salvador Clotas transcribió Apólogos, el libro póstumo de 1970, con mucho descuido y alguna atribución falsa; José Francisco Ruiz Casanova no ha estado muy diligente en su estudio y resulta plano en la interpretación (su idea de que Grana gris tiene que ver con la «cosecha», y no sólo con el color, es certera… salvo que «grana» es el tiempo y sazón de la cosecha, no lo recolectado). Es un joven crítico que ha empezado con ambición, pero que ahora merece un tirón de orejas.

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Ficha técnica

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