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La energía, ese problema

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La disponibilidad de energía en el próximo futuro, en las condiciones de seguridad del suministro y precio asequible a las que estamos acostumbrados, es un problema. No es un invento de analistas ni de agoreros. Y es un problema grave. Veremos que es fácil plantearlo, pero endiabladamente difícil resolverlo, tal y como puede constatarse también con la lectura del libro de Juan José Gómez Cadenas El ecologísta nuclear.

Los términos son simples. La demanda de energía seguirá aumentando, incluso aunque se apliquen políticas decididas de ahorro energético, lo que no es el caso hoy, que sólo serán posibles en los países ricos. La mayoría de la población sobre el planeta vive en condiciones de escasez, incluida la de energía, por lo que no es probable, ni sería justo, que redujeran su consumo, dado que la energía es un ingrediente básico de cualquier actividad humana y repercute directamente en el bienestar social. En conjunto, es muy probable que, más allá de episodios pasajeros de crisis económicas, el consumo total siga aumentando. Para satisfacer esta demanda disponemos de unas cuantas fuentes de energía, no muchas. Y no habrá «milagros científicos» que aumenten el espectro de las fuentes disponibles. La única excepción de fuente de energía primaria conocida que aún no está disponible y lo estará en el futuro es la fusión nuclear, pero la tecnología asociada es tan compleja que se tardará todavía mucho tiempo en dominarla. Desde mi punto de vista, demasiado para poder contribuir a la solución de un problema al que deberemos enfrentarnos antes.

De las fuentes de energía accesibles hoy, los combustibles fósiles –carbón, petróleo y gas natural– representan el 88% del total. Y este es el núcleo del problema. Porque los combustibles fósiles, por su propia naturaleza, son escasos, contaminantes, están mal distribuidos territorialmente, con la excepción del carbón, y no son renovables. Su consumo masivo como fuentes de energía es la causa de un aumento significativo en la atmósfera del dióxido de carbono (CO2), un gas de efecto invernadero que contribuye a alterar los equilibrios climáticos y que, aunque no sepamos todavía prever sus consecuencias, está claro que pueden ser de gran magnitud. Es decir, por razones de independencia energética, seguridad de suministro y medioambientales, es imprescindible reducir la proporción de los combustibles fósiles como fuentes de energía en las próximas dos o tres décadas, y esta reducción no es sencilla.

Disminuir la proporción de energía proveniente de los combustibles fósiles implica aumentar la contribución de las otras, esto es, nuclear y renovables. Y sin recurrir a ambas, esa reducción no será posible. Las renovables tienen muchas ventajas. Son, en términos generales, muy abundantes y no contaminantes, pero presentan problemas que pueden agruparse en dos grandes categorías: el coste y la intermitencia. El coste es superior al de las fuentes convencionales debido a la dispersión con que se presentan en la naturaleza y también a que las tecnologías de transformación todavía se encuentran en un estadio poco avanzado. Por lo tanto, las mejoras tecnológicas son imprescindibles para hacerlas más asequibles, y esas mejoras pasan, en la fase en que nos encontramos actualmente, por la construcción de un mercado global que hoy no existe, lo cual implica ayudas públicas. Este es el sentido de los sistemas de apoyo vigentes en muchos países del tipo del Régimen Especial en el nuestro. En cuanto a la intermitencia, la única solución para adecuar la demanda a la producción es disponer de sistemas de almacenamiento energético de los que pueda extraerse energía cuando la fuentes renovables no estén operativas. También es un problema que requiere de avances en investigación y desarrollo, así como inversiones considerables en sistemas de almacenamiento masivos que hoy se reducen a plantas hidroeléctricas con bombeo, en una medida muy insuficiente y contestada socialmente por sus efectos medioambientales.

Aun con estos problemas, es imperativo, en mi opinión, seguir avanzando en el despliegue de las energías renovables hasta que conformen una fracción importante, mucho mayor que la actual, de nuestro suministro energético. Es una forma viable, sin problemas de aceptación social en la actualidad, de disminuir el papel de los combustibles fósiles. Pero incluso en los escenarios más optimistas a diez, veinte o cuarenta años, el conjunto de las renovables, a escala global, estará muy lejos de ser suficiente para contrarrestar la deseable disminución de los fósiles. Puede que nunca sea posible asegurar el suministro energético únicamente a partir de fuentes renovables, pero lo que es seguro es que durante muchas décadas sólo supondrán una fracción de la energía primaria producida, el 20%, por ejemplo, para 2020 según los objetivos que se marca la Unión Europea (lo que no quiere decir un 20% global, ya que en el resto de las regiones del mundo esa contribución será menor). En consecuencia, aun haciendo el máximo esfuerzo por incrementar la generación de energía renovable, seguirá existiendo una gran cantidad de energía procedente de otras fuentes. Y estas fuentes no son otras que los combustibles fósiles y la nuclear. Disminuir el componente nuclear implica no disminuir todo lo que es posible el componente fósil. Y desde mi punto de vista, tanto por razones medioambientales como de seguridad de suministro, es preferible disminuir todo lo que se pueda el componente fósil. Por eso pienso que, incluso atendiendo únicamente a argumentos ambientales, el cierre prematuro de plantas nucleares que pueden seguir operando en condiciones de seguridad, como ha ocurrido en el caso de Garoña, es una mala noticia para el medio ambiente.

En consecuencia, parece aconsejable contar con la energía de fisión nuclear, manteniendo la potencia instalada actualmente, construyendo allá donde sea imprescindible nuevas plantas de tercera generación, más seguras que las que actualmente están en funcionamiento, y orientándose decididamente hacia la tecnología de cuarta generación, con la que se resolverán algunos de los problemas asociados a esta fuente de energía.

Tanto la energía nuclear como las renovables, con la excepción de los biocombustibles, generan electricidad, por lo que no pueden resolver, en la situación presente, el problema de la energía para el transporte. En efecto, el sector del transporte depende casi en su totalidad de los combustibles líquidos derivados del petróleo, que es la fuente fósil más escasa y con una distribución territorial menos homogénea. También es una materia prima valiosa y no sustituible en la fabricación de multitud de materiales sintéticos. Los biocombustibles, incluso los de segunda generación, generados a partir de materia orgánica no alimentaria, podrán contribuir a disminuir la dependencia del petróleo, pero sólo parcialmente, debido a la escala gigantesca del consumo y a sus requerimientos de uso de tierra y agua. De ahí que la evolución del sector del transporte, por lo menos en lo que se refiere al transporte por carretera, parezca orientarse hoy hacia los vehículos eléctricos, ya que la electricidad es el vector energético más flexible y extendido, y puede generarse a partir de fuentes renovables o de plantas nucleares. Por supuesto, esta transformación será difícil y llevará tiempo e inversiones considerables. El problema básico es el del almacenamiento de electricidad en dispositivos transportables, hoy por hoy muy imperfecto y basado en una tecnología de baterías no muy distintas de las que fueron diseñadas y construidas hace más de un siglo. Los dispositivos de almacenamiento basados en nuevas baterías, más ligeras (por ejemplo de ión-litio), con mayor capacidad y no contaminantes, son el factor central de esta evolución y a su desarrollo está dedicándose una notable cantidad de recursos.

Así pues, lo más probable es que haya una preponderancia de la electricidad todavía mayor de la que existe actualmente como forma de uso y transporte de energía; y que la generación de electricidad sea el elemento más crítico. Hoy en el mundo, la electricidad se genera mayoritariamente a partir del carbón, que es el combustible fósil más contaminante; del orden de la mitad de toda la generada en el mundo (y en Estados Unidos). La siguiente fuente primaria en orden de importancia para la generación de electricidad es el gas natural, menos contaminante pero abundante en un número reducido de países de los que depende nuestra seguridad energética, como se ha demostrado repetidamente en Europa. La disyuntiva es, sobre un escenario de un incremento tan grande como sea técnica y económicamente posible de las renovables, si preferimos la energía nuclear o el carbón y el gas natural para generar la electricidad que necesitamos.

La energía nuclear no genera gases de efecto invernadero, puede funcionar de forma continuada, con independencia de las condiciones climáticas (cerca de un 90% de tiempo, en promedio anual, para las plantas actualmente en funcionamiento, en España) y con una escasa dependencia del precio del uranio, ya que éste supone una pequeña fracción (del orden del 6%) del coste total de las plantas a lo largo de toda su vida. Sus inconvenientes son conocidos: la enorme inversión inicial para períodos de construcción del orden de una década o más, debido a que cada reactor es de considerable potencia (superior a 1.000 MW) y, de forma prominente, la generación de residuos de alta actividad con una vida media que va desde siglos a decenas de miles de años, junto con una nítida oposición social en la mayoría de los países desarrollados. Pero, justamente, la mayoría de los reactores de cuarta generación se basan en la tecnología de neutrones rápidos y pueden utilizar como combustible la mayoría de los residuos existentes, así como el uranio natural, y no sólo su isótopo menos abundante, el 235U (presente en un 0,7% en el uranio natural), con lo que las reservas estimadas se multiplicarían por un factor comprendido entre 50 y 100, e incluso el torio, todavía más abundante que el uranio, en alguna de sus posibles variantes.

En cuanto a las renovables, son diversas en su origen y complementarias. La eólica, que ha alcanzado un notable grado de madurez, presenta hoy costes ya muy próximos a la energía procedente de fuentes convencionales y su extensión al dominio off-shore y a los pequeños aerogeneradores para generación distribuida aumentarán su presencia en el futuro. El problema del almacenamiento exige una acción decidida para disponer sistemas de bombeo que almacenen la energía sobrante en los momentos de viento elevado y bajo consumo. La solar es la más abundante de todas las energías renovables, pero también es dispersa y sus costes son en la actualidad más elevados que los de la eólica. Existen dos formas de convertir la energía solar en electricidad. La primera, mediante dispositivos fotovoltaicos, que transforman directamente la energía de los fotones solares en electricidad. Es modulable, versátil, genuinamente distribuida y puede ser incorporada a los entornos urbanos o residenciales; su principal inconveniente es el coste y la dificultad de almacenar energía de forma masiva. La segunda es mediante dispositivos que concentran la luz solar para calentar un fluido a altas temperaturas, que transfiere su calor a un bloque de potencia que lo transforma en electricidad. Hoy por hoy es menos costosa que la fotovoltaica, está en una fase de rápida extensión y permite almacenar la energía en forma de calor (para ser más preciso, en forma de energía interna) en ciertos materiales, de forma que pueda ser gestionable y acomodar la entrega de electricidad a la red en función de la demanda. España está desempeñando un papel de liderazgo mundial en esta tecnología. Todas las energías renovables tienen el inconveniente de que consumen una gran cantidad de territorio, aunque normalmente se trata de regiones poco habitadas y en condiciones semidesérticas.

En conclusión, si queremos disminuir de forma significativa los combustibles fósiles (lo que no quiere decir prescindir totalmente de ellos, al menos en un horizonte temporal previsible) tenemos que desarrollar las otras energías: nuclear y renovables. Nótese que hasta ahora me he referido casi exclusivamente a los aspectos técnicos del problema, no obstante lo cual los aspectos sociales suponen una dificultad todavía mayor. Las sociedades opulentas se han habituado a disponer de energía de forma segura, sin limitaciones y a bajo precio. Y quieren seguir así. Pero no quieren que el complejo sistema que hay detrás de ese suministro seguro les afecte en lo más mínimo. Hay una oposición generalizada a las plantas nucleares, pero también a las de ciclo combinado de gas y a las de carbón; incluso a la construcción de embalses para generar electricidad o para almacenar energía. No se quiere tener cerca, ni siquiera tener a la vista, líneas de transmisión, ni centros de transformación. Hay quejas por la presencia de aerogeneradores que afectan al paisaje, y pronto las habrá para las plantas solares termoeléctricas, que ocupan porciones del territorio juzgadas excesivas. No se aceptan impuestos especiales que harían disminuir nuestro consumo de energía, ya sea en forma de electricidad o de combustibles líquidos o gas, ni limitaciones al uso de vehículos altamente contaminantes y normalmente inútiles en los entornos urbanos. En resumen, una actitud poco responsable, egoísta e irracional. La estructura material de nuestro suministro energético es insostenible por las razones expuestas más arriba, pero la actitud social ante los problemas de la energía es, a mi juicio, todavía más insostenible.

Sobre todos estos temas –el problema de la energía, la necesidad de contar con el componente nuclear y el rechazo social extendido hacia este tipo de energía– trata Juan José Gómez Cadenas en El ecologista nuclear. En este libro se defiende la complementariedad entre nuclear y renovables y se argumenta de forma convincente contra la idea de que ambas fuentes de energía son incompatibles o contradictorias, tal y como aparecen frecuentemente en los debates públicos. El autor analiza también las raíces de la oposición popular a la energía nuclear y la sorprendente complacencia con que se aceptan los combustibles fósiles, normalmente más contaminantes y de efectos más globales. Un libro inteligente e informado que aborda uno de los problemas de más calado para las futuras generaciones, un problema que no admite soluciones simplistas ni la preservación de actitudes sin la debida justificación racional.

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