Buscar

La controversia sobre la globalización

image_pdfCrear PDF de este artículo.

En las dos últimas décadas se ha producido una notable intensificación de los flujos internacionales de bienes y servicios y de capitales, en un proceso que se ha dado en llamar globalización de la economía. Las opiniones sobre el proceso han ido radicalizándose en los últimos años, dando lugar, incluso, a enfrentamientos callejeros como los registrados en Seattle con motivo de la Asamblea de la Organización Mundial del Comercio el pasado otoño o, los más recientes, en Washington D.C., con motivo de la Asamblea del FMI y del Banco Mundial. Pero lo peor de esta agria polémica no es, con todo su radicalización, sino la enorme confusión que se está creando al respecto.

Probablemente habría que empezar por diferenciar entre el proceso de integración económica, consecuencia de la tremenda reducción de los costes de comunicación y transporte, y la discusión normativa acerca de cuál debe ser la política económica y el desarrollo institucional para propiciar los elementos positivos que el proceso puede generar para el desarrollo económico y el bienestar de la humanidad. El citado proceso, que se ha acelerado en los últimos cuarenta años y que está propiciando importantes cambios culturales (la tendencia hacia la aldea común), resulta imparable. Donde más espacio hay para la controversia es en la discusión normativa mencionada en segundo lugar, donde nos encontramos con dos posturas enfrentadas. Por un lado, los que piensan que la liberalización del comercio y de los flujos de capitales son suficientes para que la globalización conduzca a una intensificación del crecimiento económico mundial, y los que opinan, por el contrario, que la liberalización conduce a un empeoramiento de la distribución de la renta y la riqueza y al empobrecimiento y marginación de grandes capas de la población, por lo que es necesario reforzar la regulación de los mercados. La mayoría de los defensores de esta segunda opinión afirman, también, que la globalización aumenta la frecuencia de las crisis internacionales, especialmente las de origen financiero, intensifica la transmisión de esas crisis y, por tanto, hace más frágiles a las economías.

No resulta siempre claro si los que mantienen la segunda opinión se están refiriendo al empeoramiento de la distribución interior en los países que liberalizan su comercio (que es la opinión que más manifestantes pone en las calles de las ciudades opulentas) o, por el contrario, se refieren, fundamentalmente, al deterioro de la distribución de la renta mundial entre países. Vaya por delante que todo parece indicar que, efectivamente, en los últimos años se han producido ambos tipos de deterioro distributivo. Lo que no significa, necesariamente, que la liberalización del comercio y de los flujos de capitales, en el contexto del proceso globalizador, sea la causa principal de los mismos.

Mi intención en estas líneas es repasar las tres cuestiones planteadas: a) ¿Es la liberalización del comercio responsable del empeoramiento de la distribución interior de la renta en los países? Más concretamente, ¿es la liberalización del comercio responsable del sustancial aumento de la dispersión salarial que se está produciendo en los países desarrollados? b) ¿Está contribuyendo la liberalización del comercio y de los flujos de capitales al empobrecimiento de los países en vías de desarrollo? c) ¿Ha aumentado la liberalización la frecuencia de las crisis internacionales y la fragilidad del sistema económico mundial? Terminaré con una reflexión sobre cuestiones políticas derivadas del análisis de los tres puntos anteriores.

GLOBALIZACIÓN Y EMPOBRECIMIENTO DE LOS TRABAJADORES MENOS CUALIFICADOS

Durante los últimos veinte años han aumentado sensiblemente las diferencias entre los salarios de los empleados más cualificados respecto de los que reciben los trabajadores menos cualificados (ver, por ejemplo, Sachs y Shatz, 1996; OCDE, 1997 y Wood, 1998). Además, especialmente en Europa, la tasa de paro de los trabajadores de baja cualificación ha aumentado sustancialmente respecto de la tasa de paro de los más cualificados. Con ello puede afirmarse que se ha producido un empobrecimiento relativo de los trabajadores menos cualificados.

¿Es este proceso debido solamente a que el desarrollo tecnológico ha reducido la demanda de empleados de baja cualificación, aumentando la del empleo cualificado? O, por el contrario, ¿ha contribuido al mencionado empobrecimiento la intensificación del comercio internacional? Hay varios motivos teóricos para esperar que, efectivamente, la liberalización del comercio haya podido influir negativamente sobre la demanda de empleo de los menos cualificados. Al disminuir la demanda de este tipo de empleo en los sectores manufactureros, debido a cualquiera de los dos motivos mencionados, los trabajadores que se han quedado en paro han presionado a la baja los salarios de los menos cualificados en esos sectores y, también, en los servicios. En Europa, con mayor protección al parado, mayor presencia sindical que se resiste al aumento de la dispersión salarial y una legislación de salarios mínimos más exigente, la consecuencia de ese proceso es un aumento de la tasa de paro de los trabajadores poco cualificados. En Estados Unidos, se produce, sobre todo, una disminución relativa (o, incluso, absoluta) de los salarios reales de los menos cualificados.

Los mecanismos por los que la intensificación del comercio afecta a la demanda de empleo de baja cualificación son tres: a) los países desarrollados trasladan a los países con costes laborales más bajos los procesos productivos con una mayor intensidad de trabajo poco cualificado, para luego importar los bienes finales o los productos semielaborados; b) los países con costes laborales más bajos consiguen introducir sus productos en los mercados de los países desarrollados, lo que obliga a éstos a reducir la producción de esos bienes importados, que suelen ser más intensivos en trabajo poco cualificado; c) el aumento de la escala de producción, permitido por la intensificación del comercio, facilita la introducción de técnicas menos intensivas en trabajo, que necesitan de determinada escala para ser rentables.

La evidencia acerca de si estos mecanismos son factores importantes en la reducción de la demanda de empleo menos cualificado en los países desarrollados o, por el contrario, la causa principal de la reducción es el cambio tecnológico, no es definitiva. Empieza a abrirse camino la tesis de que el desarrollo tecnológico es el responsable de la tendencia a reducirse, relativamente, las necesidades de empleo menos cualificado, pero que la liberalización del comercio está acelerando esa tendencia.

Sachs y Shatz (1996) muestran que en los Estados Unidos entre 1979 y 1990 los sectores manufactureros más intensivos en empleo cualificado aumentaron el empleo total, especialmente de trabajo de cualificación alta y mantuvieron unas exportaciones netas a los países en vías de desarrollo positivas. Por el contrario, los sectores manufactureros más intensivos en empleo menos cualificado redujeron su nivel de empleo, especialmente de trabajo poco cualificado, y aumentaron las importaciones netas procedentes de países en vías de desarrollo. Los sectores servicios (incluyendo la construcción) aumentaron sustancialmente el empleo, tanto de trabajo de cualificación alta como de cualificación baja. En todos los sectores se produce un sustancial aumento del salario de los trabajadores más cualificados respecto del de los menos cualificados, estimándose la variación media del salario relativo en un 14% durante los once años analizados. En la medida en que durante la década de los noventa ha continuado el proceso, si no se ha acelerado, podría inferirse que en los últimos veinte años el salario de los más cualificados ha aumentado en Estados Unidos un 30% más que el salario de los menos cualificados.

Toda esta evidencia es coherente con la proposición de que la intensificación del comercio está contribuyendo al empobrecimiento relativo de los trabajadores americanos menos cualificados. En Europa las cosas están sucediendo de forma similar, pero con la diferencia, ya comentada, de que el aumento de la tasa de paro entre los trabajadores con menos cualificación está siendo notable. Esto no debe llevar a concluir que la deficiente evolución de la tasa de paro en Europa se deba fundamentalmente a este hecho. La prueba es que el país de la Unión Europea que ha reducido con mayor intensidad su empleo en el sector manufacturero entre 1979 y 1998, que es el Reino Unido, es uno de los que ha tenido una evolución más favorable en la tasa (total) de paro.

GLOBALIZACIÓN Y EMPOBRECIMIENTO DE LOS PAÍSES EN VÍA DE DESARROLLO

La afirmación de que la globalización está causando el empobrecimiento de los países en vías de desarrollo carece de fundamento. Pero tampoco lo tiene la proposición de que la liberalización del comercio y del flujo de capitales, por sí mismos, contribuirían decisivamente a que estos países alcancen un crecimiento económico sostenido. Todo parece indicar que aunque el desarrollo del comercio y la apertura de la economía ha estado presente en todas las experiencias exitosas de crecimiento sostenido, no ha sido el principal factor desencadenante y, en muchos casos, la relación de causalidad parece ser la contraria. Resulta evidente que abrir los mercados de los países desarrollados a los productos de los países en vías de desarrollo, mejoraría, al menos puntualmente, la renta de estos países y aliviaría los agobiantes problemas de escasez de divisas que tienen la mayoría de ellos, pero, por sí solo, no resolvería los problemas de subdesarrollo de estas economías. Buen ejemplo de ello es la experiencia de los países africanos y latinoamericanos productores de petróleo y de otras materias primas, que sí que tienen acceso a los mercados internacionales.

Merece la pena, en este punto, hacer un breve repaso, necesariamente simplificado, a los factores que explican las diferencias en los procesos de crecimiento a largo plazo de las economías, de acuerdo con las aportaciones más recientes.

El producto por trabajador de un país, que condiciona la renta per cápita del mismo, depende de: a) la capacidad de los trabajadores para utilizar equipos de generaciones más recientes y eficientes y, b) la productividad total del sistema. La capacidad de los trabajadores para el uso de equipos más eficientes depende, a su vez, de (i) la posibilidad de disponer de esos equipos y (ii) la cualificación de los trabajadores para usarlos. Para disponer de esos equipos es necesario, en primer lugar, la decisión de invertir en ellos y el ahorro que permita esa inversión y, en segundo lugar, la capacidad de producirlos o importarlos. En la medida en que un país no tenga la capacidad tecnológica para producir equipos eficientes ya existentes (ni para «inventar» equipos nuevos), tendrá que recurrir a la importación de los mismos, y es aquí donde el comercio empieza a desempeñar un papel importante. Pero resulta previa la decisión y la capacidad (por disponibilidad de ahorro) para invertir en los equipos. El comercio puede también ser importante si el uso de determinados equipos necesitase una escala de producción que la demanda interior no pudiera proporcionar. Pero, siendo este un argumento relevante a favor de la intensificación del comercio, no parece que haya constituido un elemento limitativo decisivo, pues los países impulsados por otros factores han acabado por conseguir mercados internacionales.

Parece, pues, que la capacidad de ahorro podría ser un factor relevante para impulsar el crecimiento económico, al permitir la acumulación de nuevos bienes de capital. Sin embargo, los estudios sobre los determinantes de la renta per cápita de diferentes conjuntos de países concluyen que las diferencias en la tasa de ahorro explican una proporción relativamente pequeña de las diferencias en la renta per cápita de esos países. Por otra parte, los estudios de las experiencias de los países que han experimentado «milagros económicos» ponen de manifiesto que la intensificación de los procesos de inversión se produjo sin elevaciones previas en las tasas de ahorro, mostrando esas economías capacidad de generar el ahorro necesario a partir del crecimiento de la renta. La cuota de inversión, cuya elevación contribuye tan poderosamente a los procesos de desarrollo, es una variable endógena determinada por un conjunto de factores sobre los que insistiremos más adelante.

Pero, decíamos, el uso de los nuevos equipos necesita la cualificación de los trabajadores para usarlos, lo que lleva a subrayar la importancia de la educación. Los niveles de educación que puede ir alcanzando la población de los países en vías de desarrollo dependen de la existencia de estructuras educativas, pero también dependen de los incentivos que tenga la población para, efectivamente, dedicarse a acumular capital humano.

Pendiente de profundizar sobre los factores que pueden estimular la cuota de inversión y los que pueden incentivar la disposición de la población a aumentar su educación, planteemos la siguiente pregunta: ¿los países que consiguen niveles altos de acumulación de capital productivo y de capital humano tienen garantizados niveles altos de renta per cápita? La respuesta es no. Estudios como el de Hall y Jones (1998) ponen de manifiesto que la acumulación en ambos tipos de capital contribuye positivamente al producto por trabajador, pero que hay otros factores, que antes hemos denominado (de una forma algo genérica y ambigua) «productividad total» del sistema, que contribuyen de forma significativa al nivel de la renta per cápita, más allá de la contribución de los dos tipos de capital mencionados. Esto explicaría, por ejemplo, que los países del Este de Europa, que en la época comunista tenían muy altos niveles tanto de capital físico como de educación, tuvieran una renta per cápita sensiblemente inferior a la de los países del mundo occidental desarrollado.

Es en este punto donde se pueden establecer algunas hipótesis acerca de los factores que permiten hacer más productivo el uso del capital físico y de las habilidades técnicas y defender, simultáneamente, que esos mismos factores han contribuido, y pueden contribuir, a fomentar las decisiones de inversión y, también, a estimular el esfuerzo individual en educación. Las hipótesis que vamos a proponer son defendidas explícitamente por varios teóricos del crecimiento económico (ver Jones, 1998, además del citado estudio de Hall y Jones, 1998), pero también son aceptadas como factores relevantes por otros estudios, como Barro (1997) y Rodrik (1999) que, aunque desarrollan marcos teóricos distintos, introducen esos mismos factores como elementos relevantes en la explicación del crecimiento. Resulta intelectualmente interesante, por otra parte, que esas hipótesis son las mismas que las propuestas por una importante escuela de la Historia Económica (North y Thomas, 1973; North, 1981, y North, 1990) para explicar el fenómeno de la Revolución Industrial en el siglo XVIII y el subsiguiente despegue económico de la Europa Occidental.

La hipótesis central es que tanto la productividad total del sistema como las decisiones de inversión y de formación están fuertemente condicionadas por la infraestructura social del país. Es decir, por el conjunto de instituciones, normas y prácticas que permiten o no a los individuos y a las empresas beneficiarse de su propio esfuerzo y espíritu innovador, estimulan o no la formación y el ingenio productivo de los ciudadanos, incentivan o no la adopción y la gestión eficiente de las tecnologías disponibles. Cuando la infraestructura social incentiva la corrupción, permite que unos se aprovechen del esfuerzo y del ingenio de otros, favorece que las personas sean retribuidas con total independencia de su esfuerzo y de su capacidad, entonces los niveles de inversión serán bajos y el estímulo para la formación y para una gestión eficiente de los recursos estarán ausentes.

Empieza a ser ya un clásico el interesante estudio dirigido por Hernando de Soto en Perú en los años ochenta y publicado con el nombre El otro sendero (De Soto, 1986). Resulta ilustrativo para nuestra discusión recoger los motivos que originaron el estudio. Surge, según el propio autor, «de sus dudas respecto de tres hipótesis bastante aceptadas sobre la realidad peruana. La primera hipótesis es que la informalidad, actividades productivas desarrolladas ilegalmente por los peruanos, sólo representan pobreza y marginalidad. La segunda sostiene que la cultura peruana es incompatible con el espíritu empresarial y los sistemas económicos de los países más adelantados del mundo. La tercera es que las cosas malas que suceden en América Latina no son mayormente culpa nuestra, sino casi siempre el resultado de una imposición externa» (De Soto, 1986, pág. xxxi).

El otro sendero es un interesante análisis de la economía informal en el Perú que, previamente, realiza un estudio de campo sobre las dificultades existentes para establecer y mantener un negocio legal. Por ejemplo, el estudio constataba que poner en marcha un pequeño taller de confecciones demoraba 289 días y suponía un coste económico (incluido el pago de dos sobornos, de los diez que les fueron solicitados) igual a 32 veces el salario mínimo mensual. Es decir, que un pequeño empresario que deseara poner en marcha un negocio tendría que «invertir», además de en maquinaria, en el local y en los productos intermedios, en la mensualidad de 32 empleados ficticios. Además, como el estudio revela, existen, junto a los altos costes de establecimiento, «costes de permanencia» que hacen menos rentable las actividades económicas (estiman que representan cada año un 348% de los beneficios después de impuestos). Estos costes, entre los que sobresalen los que impone la excesiva burocratización, son incrementados por la inestabilidad del sistema legal, la inseguridad de los derechos de propiedad, la ineficacia del poder judicial y el poder de los lobbys. El obstáculo que todo esto supone para el desarrollo empresarial y para la inversión es evidente. Y el incentivo para el desarrollo de la economía informal también. El problema es que la economía informal, que con tanta pujanza se ha desarrollado en Perú, de acuerdo con el estudio de Hernando de Soto, no deja de tener ineficiencias: mayores costes de transacciones, imposibilidad de utilizar el sistema contractual, derechos de propiedad deficientemente definidos, ausencia de mecanismos de financiación ajena, etc. En la economía informal, el pequeño tamaño de las explotaciones, la no exigibilidad de los contratos y la falta de definición de los derechos de propiedad no estimulan la innovación, que es el verdadero motor del desarrollo.

Llegados a ese punto cabría preguntarse, para recobrar el hilo de la argumentación, si la apertura de la economía y la total liberalización del comercio y de los flujos de capital pudiesen impulsar un cambio drástico en la infraestructura social. Parece claro que un sistema económico protegido, con ribetes autárquicos, es más propicio al mantenimiento de un contexto institucional y normativo hostil a la inversión y a la innovación, que un sistema económico abierto.

Pero también parece cierto que la apertura de la economía y la liberalización del comercio no garantizan, por sí mismas, la superación de las deficiencias institucionales. En la experiencia europea del siglo XVIII la intensificación del comercio fue muy importante para la propagación de la revolución industrial y para el necesario aumento de la escala de producción, pero los factores desencadenantes fueron los cambios institucionales que se habían producido en Gran Bretaña y en los Países Bajos: «En el siglo XVIII se había desarrollado en Holanda y en Gran Bretaña una estructura de derechos de propiedad que generó los incentivos necesarios para un crecimiento sostenido. Produjeron los estímulos requeridos para animar la innovación y la consiguiente industrialización. La revolución industrial no fue la fuente del crecimiento económico moderno. Fue el resultado de la elevación de la tasa de rendimiento privado en el desarrollo de nuevas técnicas y su aplicación al proceso productivo. A partir de ahí, la competencia internacional proporcionó un poderoso incentivo a los otros países para adaptar sus estructuras institucionales para, a su vez, generar similares incentivos para el crecimiento económico y la difusión de la «revolución industrial». Los éxitos fueron la consecuencia de una reorganización adecuada de los derechos de propiedad en algunos países. Los fracasos –la Península Ibérica en el desarrollo de entonces en el mundo Occidental y gran parte de Latinoamérica, Asia y África en la actualidad– han sido la consecuencia de una organización económica ineficiente» (North y Thomas, 1973, pág. 157). Pero, por otra parte, el deterioro en la distribución de la renta entre países no puede ser achacado a la globalización y a la intensificación del comercio, sino, más bien, a que las deficiencias institucionales de los países atrasados les están manteniendo apartados de la aceleración de los procesos innovadores que se están produciendo en los últimos quince años. No hay duda de que las insuficiencias estructurales en educación, salud y algunas infraestructuras materiales básicas, además de los conflictos armados, constituyen una rémora relevante en muchos países, pero resulta crucial subrayar que las carencias institucionales que hemos discutido constituyen un condicionante de capital importancia.

LA GLOBALIZACIÓN Y LA INESTABILIDAD DEL SISTEMA ECONÓMICO INTERNACIONAL

La reforma del sistema monetario y financiero internacional se ha percibido como una necesidad durante los últimos cincuenta años, pero las vías por las que esta reforma tiene que avanzar siguen siendo hoy una cuestión bastante abierta. La liberalización de los movimientos de capitales, y la globalización de las decisiones de cartera y de oportunidades de inversión financiera, aportan una nueva dimensión al problema de garantizar que el sistema financiero internacional cumpla sus funciones de una forma eficiente y sin sufrir convulsiones. La idea de que la frecuencia e intensidad de las convulsiones se han acentuado debido, fundamentalmente, a la globalización debe ser tomada con reservas, pues en las últimas crisis internacionales existían notables imperfecciones en los sistemas financieros domésticos de los países en los que se desatan las crisis, que han podido ser la principal causa de las mismas.

Efectivamente, son evidentes la fragilidad y las imperfecciones de los sistemas financieros de muchos de los países que han experimentado fuertes procesos de inversión y que, por consiguiente, han sido fuertes demandantes de fondos financieros internacionales. Casos claros son los de los países del sudeste asiático y, más recientemente, el de México donde, precisamente, se han originado las dos mayores crisis de los últimos seis años.

Los mercados financieros domésticos de los países asiáticos, que han experimentado tan fuerte crecimiento desde principios de los años sesenta, eran muy deficientes y la financiación del enorme esfuerzo inversor de esos países se realizó a través de un sistema bancario intervenido por un complejo sistema de subvenciones e instrucciones, que durante muchos años proporcionó a las empresas ingentes cantidades de fondos a tipos de interés bajos. Sin embargo, llegado un punto, los bancos de esos países empezaron, a su vez, a financiarse tomando capitales internacionales a corto plazo, que acudían atraídos por la pujanza de esas economías y por la fortaleza de sus divisas. Pero esas economías, empezaron a sufrir un déficit en su balanza de pagos debido al deterioro de la capacidad de financiación del sector privado, lo que acabó por debilitar sus divisas y condujo a que los ahorradores internacionales exigieran una prima de riesgo en sus préstamos y retiraran parte de sus fondos, lo que desató la crisis.

Considerar, como hacen muchos, que la crisis fue causada por la libertad de los movimientos de capitales que acudieron a financiar a los bancos asiáticos y que después, ante el aumento del riesgo, exigieron una retribución más alta para mantenerse y, finalmente, acabaron por irse, parece una explicación, cuando menos, sesgada.

Una lectura alternativa, y mejor fundamentada, de estas experiencias es que el desarrollo de los sistemas financieros domésticos de los países, especialmente de los países sometidos a procesos de inversión fuertes, es fundamental para la estabilidad internacional. Es potencialmente inestable integrarse en un sistema financiero internacional liberalizado, aprovechándose del mismo para financiar altos niveles de inversión (o elevados déficit públicos), manteniendo al mismo tiempo un sistema financiero doméstico fuertemente intervenido. En el caso de los países asiáticos las distorsiones del sistema financiero produjeron un exceso de inversión durante muchos años, que además de suponer un despilfarro de recursos, fue la causa última de la crisis de 1997.

No hay duda de que los mercados financieros internacionales tienen, en ocasiones, un comportamiento volátil, en el que se pueden producir cambios súbitos en las creencias de los agentes que pueden tener consecuencia negativas sobre la posición financiera y cambiaria de algunos países. La actual burbuja especulativa que parece vivir Wall Street, y que ha merecido que R. Shiller (2000) haya acuñado el término de exuberancia irracional, es un ejemplo. Pero también es cierto que en ocasiones los cambios de sentimiento de los mercados se deben a que se produce una quiebra de credibilidad en las políticas de los gobiernos. La crisis del sistema monetario europeo en el verano de 1992 parece ser uno de esos casos. El resultado del referéndum danés sobre la Unión Monetaria despertó suficientes dudas sobre el proceso de unificación como para que, bruscamente, los tipos de cambio del Sistema Monetario Europeo que los gobiernos habían propuesto, y los mercados habían aceptado, dejaran de ser creíbles. A esta crisis de credibilidad contribuyó la falta de coordinación de las políticas macroeconómicas de los países europeos y las situaciones tan diferentes de sus balanzas de pagos.

Aunque es necesario profundizar en la reflexión sobre la reforma del sistema financiero internacional y avanzar en algunas reformas institucionales adecuadas para las nuevas características de los flujos de capitales, también debería exigirse coherencia a los gobiernos en sus políticas. Especialmente a los gobiernos que más se benefician de la existencia de unos mercados financieros internacionales amplios, para financiar su estrategia de desarrollo (como los gobiernos de los países asiáticos), o para financiar sus ingentes déficit públicos (como los gobiernos de los países europeos entre 1980 y 1996).

CONCLUSIONES

De la discusión de las tres cuestiones que acabamos de examinar se derivan una serie de conclusiones acerca de la respuesta política al fenómeno de la globalización.

En primer lugar, la contribución de la globalización al empobrecimiento relativo de los menos cualificados en los países desarrollados no debería ser respondida con una vuelta a prácticas proteccionistas en estos países. Ello supondría un duro golpe para los países que se están industrializando y sólo significaría un parche para los problemas distributivos de los países desarrollados. La intensificación de la formación profesional y de la educación y el mantenimiento, o desarrollo, de colchones de protección para los activos de mayor edad con baja cualificación, parece ser una respuesta más adecuada que las medidas proteccionistas.

La vuelta al proteccionismo y a la limitación de los flujos de capitales no ayudaría a los países en vías de desarrollo. Lo cual no quiere decir que, dadas algunas experiencias favorables, pueda ser interesante definir estrategias precisas de desarrollo aplicadas a la realidad de cada país, y que dentro de esas estrategias pudiera haber elementos transitorios de protección o de intervención de mercados (ver, por ejemplo, Romer, 1993, y Rodrik, 1999). El problema con esas medidas intervencionistas es que, aunque se diseñen como transitorias, acaban perpetuándose. Un buen ejemplo lo tenemos en el alto grado de intervención que ha existido, tal como hemos comentado, en el sistema financiero de los países del sudeste asiático. Aunque parece que estas intervenciones desempeñaron un papel positivo en los procesos de acumulación e innovación de esos países, su mantenimiento durante casi cuarenta años carece de justificación, habiendo creado distorsiones significativas, además de ser la causa de la crisis de 1997. También hay que decir que esas estrategias no garantizan por sí solas el despegue económico y que, difícilmente, una estrategia concreta es generalizable a otros países.

La experiencia indica, por otra parte, que un aumento inicial de la protección suele conducir a posteriores elevaciones en los niveles proteccionistas. En parte porque a corto plazo las consecuencias suelen ser favorables, y en parte porque desatan una dinámica propicia, al desarrollarse alrededor de las medidas proteccionistas iniciales auténticos lobbys que favorecen el incremento de las mismas. El discurso contrario a la liberalización del comercio y de los mercados financieros se parece a las posiciones defendidas en los años cincuenta y sesenta por determinadas escuelas, como la constituida alrededor de la CEPAL, por ejemplo, que sirvió de base teórica a las políticas populistas llevadas a cabo en América del Sur por gobiernos de muy distinto signo y que tan devastadoras consecuencias tuvieron sobre muchos de los países del continente (ver, por ejemplo, Dornbush y Edwards, 1991).

La reforma del sistema financiero internacional es una empresa delicada sobre la que hay escaso acuerdo y no muchas propuestas. Por ejemplo, la idea, propuesta por Tobin hace ya dieciocho años, de establecer un impuesto muy pequeño sobre las transacciones internacionales, que no tendría efectos sobre el tipo de interés a largo plazo pero que limitaría la volatilidad de los movimientos de capitales a corto plazo, podría ser razonable, pero no tiene visos de ser, ni siquiera, considerada con alguna seriedad. Ello es debido a las dificultades de la gestión a escala mundial de una medida de ese tipo y a que es una propuesta que sólo tiene sentido si se adopta por todos los países. Y esto es un buen ejemplo de las dificultades existentes para avanzar en el fortalecimiento institucional del sistema financiero internacional: a) la necesidad de que cualquier medida propuesta sea aceptada por todo el mundo y b) las dificultades para hacer una gestión a escala mundial de las medidas que se decidan implantar.

Como conclusión final, creo que demonizar a la liberalización del comercio mundial y a la integración financiera internacional como una de las causas del subdesarrollo y de la pobreza es la consecuencia de una compresión limitada de los fenómenos económicos. También creo, sin embargo, que la globalización en un contexto de mercados internacionales liberalizados, no puede, por sí misma, impulsar el crecimiento de los países en vías de desarrollo. Son necesarias reformas profundas en la organización e infraestructura de los países más atrasados para que estas economías consigan despegar. Con estas reformas la intensificación del comercio ejercería efectos positivos. Lo cual no excluye que se puedan definir estrategias con algunos elementos intervencionistas y proteccionistas que contribuyan al despegue, siempre que se hayan realizado las reformas institucionales. Esos elementos deberían no ser permanentes, porque acaban por crear distorsiones. Por último, no se puede negar la necesidad de avanzar en el reforzamiento institucional del sistema financiero mundial para reducir los elementos de inestabilidad, pero, ante la dificultad de la tarea, habría que empezar por conseguir un desarrollo sano de los sistemas financieros domésticos, cuyas imperfecciones han sido, en muchas ocasiones, la causa de las crisis internacionales.

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

Barro, R. J. (1997): Determinants of Economic Growth. A Cross-Country Empirical Study, MIT Press, Cambridge, Mass.

Dornbush, R. y Edwards, S. (1991): The Macroeconomics of Populism in Latin America, University of Chicago Press, Chicago y Londres.

Hall, R. E. y Jones, C. I. (1998): «Why do some countries produce so much more output per worker than others?», National Bureau of Economic Resarch, Working Paper, n.º 6.554, Cambridge, Mass.

Jones, C. I. (1998): Introduction to Economic Growth, W. W. Norton & Co., N. York y Londres.

North, D. C. (1981): Structure and Change in Economic History, Norton, N. York. – (1990): Institutions, Institutional Change and Economic Performance, Cambridge University Press, Cambridge.

North, D. C. y Thomas, R. P. (1973): The Rise of the Western World: A New Economic History, Cambridge University Press, Cambridge. OCDE (1997): «Trade, earnings and employment: assesing the impact of trade with emerging economies on OCDE labour markets», Employment Outlook, OCDE, París.

Rodrik, D. (1999): The New Global Economy and Developing Countries. Making Openess Work, ODC, The Johns Hopkins University Press, Baltimore.

Romer, P. (1993): «Two Strategies for Economic Development: Using Ideas and Producing Ideas», Proceedings of the World Bank Annual Conference on Development Economics, 1992, Banco Mundial, Washington

D. C. Sachs, J. D. y Satz, H. J. (1996): «U.S. Trade with Development Countries and Wage Inequality», American Economic Review, vol. 86, mayo, págs. 234-239.

Shiller, R. (2000): Irrational Exuberance, Princenton University Press.

Soto de, H. (1986): El otro sendero, Ed. Barranco, Lima. Wood, A. (1998): «Globalisation and the Rise in Labour Market Inequalities», Economic Journal, septiembre, págs. 1.463-1.482.

image_pdfCrear PDF de este artículo.

Ficha técnica

18 '
0

Compartir

También de interés.

Manuales de mitología clásica con explicación alegórica III