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Mirada atrás, después de la derrota

Un mundo que ganar. Historia de la izquierda en Europa, 1850-2000

GEOFF ELEY

Crítica, Barcelona

Trad. de Jordi Beltrán

683 págs.

32,90 €

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En una larga entrevista en la que el historiador Eric Hobsbawm reflexiona con su característica limpieza mental acerca de asuntos bien diferentes, a la pregunta sobre su militancia política, contestaba: «El verdadero problema no es ambicionar un mundo mejor: es creer en la utopía de un mundo perfecto. Es cierto lo que han observado los pensadores liberales: una de las peores cosas no sólo del comunismo sino de todas las grandes causas, es que son tan grandes que justifican cualquier sacrificio, hasta el punto de imponérselo no sólo a sus defensores mismos, sino a todos los demás […]. Y, sin embargo, a mí me parece que la humanidad no podría subsistir sin las grandes esperanzas, sin las pasiones absolutas. Aun cuando éstas sean derrotadas y se comprenda que las acciones de los hombres no pueden eliminar la infelicidad de los hombres. Hasta los grandes revolucionarios eran conscientes de que no podían influir en determinados aspectos de la vida humana, que no podían evitar, por ejemplo, que los hombres fuesen infelices por una razón de amor […]. ¿Habría sido mejor un mundo en el que no hubiéramos resistido? No creo que exista ni una sola persona implicada en aquel combate que hoy diga que no valió la pena. Con la madurez de hoy, hay que aceptar que hicimos muchas cosas mal, pero, al mismo tiempo, es imposible dejar de reconocer que también hicimos muchas cosas bien […]. El comunismo es parte de la tradición de la civilización moderna, que se remonta a la Ilustración, a la Revolución Francesa y a la norteamericana. No me puedo arrepentir de formar parte de ella»Eric Hobsbawm, Entrevista sobre el siglo XXI, Barcelona, Crítica, 2000, págs. 216-217. .

Geoff Eley, quien declara su admiración por la larga tradición de historiadores ingleses de inspiración marxistaUna tradición que abarca ya varias generaciones y áreas de investigación. Véase Harvey Kaye, Britain's Marxist Historians, Londres, St. Martin's Press, 1995. Por cierto, que Hobsbawm ha mostrado reticencias en su autobiografía con respecto a ciertas tendencias recientes (feministas, identitarias) aparecidas en su seno que tienen el peligro de «echar por tierra la universalidad del universo discursivo que es la esencia de toda la historia entendida como disciplina erudita e intelectual», Años interesantes, Barcelona, Crítica, 2003, pág. 273. y, muy especialmente, por Hobsbawm, ha escrito un importante libro que en cierto modo quiere mostrar la veracidad histórica de las opiniones anteriores. Más exactamente, y en las propias palabras de su autor, Un mundo que ganar es el relato histórico de cómo «los socialistas han sido fundamentalmente los autores de todo lo que apreciamos en la democracia, desde la búsqueda del sufragio democrático, la consecución de las libertades civiles y la aprobación de las primeras constituciones democráticas hasta los ideales más controvertidos de la justicia social, las definiciones ampliadas de la ciudadanía y el Estado del bienestar». La democracia, según Eley, nada debería a la burguesía, el individualismo, el liberalismo o el mercado: «que quede claro: la democracia no se da ni se concede. Requiere conflicto, a saber: desafíos valerosos a la autoridad, riesgos y temerarios actos ejemplares, testimonio ético, enfrentamientos violentos y crisis generales en las cuales se desmorone el orden sociopolítico dado. En Europa, la democracia no fue el resultado de la evolución natural ni de la prosperidad económica. Desde luego, no apareció como consecuencia inevitable del individualismo o del mercado. Avanzó porque masas de personas se organizaron colectivamente para exigirla».

El libro, además de una investigación histórica de largo aliento, es también un diagnóstico acerca de la crisis de la izquierda. De la crisis y, en unas páginas, las finales, donde el optimismo de la voluntad acaso vence al realismo de la inteligencia, de la posibilidad de su renovación de la mano de los nuevos movimientos sociales. Diversas aristas que invitan a un abordaje por diversos frentes, no sólo el historiográfico. Pero antes bueno será precisar las coordenadas de la investigación de Eley, que constituyen otras tantas particularidades de Un mundo que ganar.

 

EL ESCENARIO Y LAS CIRCUNSTANCIAS

Aunque su investigación llega hasta ahora mismo, la atención prioritaria de Eley se concentra en un período que es en sí mismo un diagnóstico: «La conversión de la tradición socialista en agente principal del avance de la democracia fue fruto de una época determinada, 1860-1960, que ya ha pasado». La fecha de partida vendría marcada por la consolidación de los Estados-nación como ámbitos unificados de intervención política en los que los partidos de izquierda encontraron un marco donde dar cuajo político a sus proyectos. La fecha de llegada, por circunstancias sociales que minaron el cimiento social clásico de la izquierda, por la desaparición de «la infraestructura distintiva de las economías urbanas, el gobierno municipal y las comunidades residenciales obreras producidas por la industrialización», y por una pérdida de pulsión ideológica que tiene su remate agónico en los años ochenta, y que se mostró, por una parte, en la desaparición de los partidos comunistas, «el ala más combativa del movimiento obrero», y por otra, en un vaciado programático de los partidos socialistas, «profundamente desradicalizados», apartados definitivamente «de la cultura política y la historia social que los habrían sostenido durante un siglo de lucha». En esas condiciones, «el espacio para imaginar alternativas disminuyó hasta quedar reducido prácticamente a la nada». El Estado del bienestar, el keynesianismo y el sindicalismo habrían sido los últimos estertores del cadáver de la izquierda de siempre.

Con ser de toda izquierda, el mérito de la conquista de la democracia debe ser repartido. Y ahí radica otra tesis o, mejor, otro punto de vista, que dota al ensayo de Eley de originalidad dentro del género «historias del socialismo»Carl Landauer, Elizabeth Kridl Valkenier y Hilde Stein Landauer, European Socialism, 2 vols., Berkeley, University of California Press, 1959; Albert S. Lindemann, A History of European Socialism, Yale, Yale University Press, 1984; Leslie Derfler, Socialism since Marx: A Century of the European Left, Londres, Macmillan, 1973; Donald Sassoon, One Hundred Years of Socialism, Londres, Tauris, 1996 (ed. esp., Cien años de socialismo, Barcelona, Edhasa, 2001). En lo que atañe a sus tesis, el trabajo de Eley quizá se emparenta más con una historiográfica radical de corte divulgativo –pero clásica– cultivada por marxistas académicos, de la que son dos ejemplos dispares Arthur Rosenberg, Democracia y Socialismo. Historia y política de los últimos ciento cincuenta años (1789-1937), México, Siglo XXI, 1981 (1ª ed., 1937), y George Novack, Democracia y Revolución, Barcelona, Fontamara, 1977. : la conquista de la democracia debe tanto a los partidos políticos y a los sindicatos como a lo que, retrospectivamente, podríamos llamar «nuevos movimientos sociales». Buena parte de Un mundo que ganar está dedicado a mostrar que el combate democrático debe muchas victorias a los movimientos feministas, a las diversas formas de consejismo extraparlamentario y, más recientemente, a verdes y defensores de minorías culturales. Cuando Eley habla de izquierda también está pensando en esas tradiciones políticas. No es esa la única ampliación de foco de Un mundo que ganar. Hay otras dos. La primera también es de concepto: la democracia en la que piensa Eley es algo más que un sistema de selección de las élites políticas; se refiere, por supuesto, a las democracias representativas y los diseños constitucionales en los que se sustentan, incluidos los derechos políticos que les son consustanciales, pero abarca también las propuestas más radicales, participativas, y diversas iniciativas políticas de raíz igualitaria que han tenido imprecisas cristalizaciones institucionales en los denominados «derechos sociales». En esto, como en otras cosas, Eley no abusa de la precisión analítica. Bien es verdad que el problema no es infrecuente en historia política, acaso porque los investigadores manejan analíticamente el mismo léxico que los protagonistas de la historia que les ocupa y para éstos las palabras no se rigen con las reglas de la pulcritud académica: «democracia», «libertad» o «igualdad» forman parte del combate político y operan como ideas movilizadoras. En esas condiciones, perseguir el caminar de las ideas políticas es trabajo complicado que no se zanja con campanudas trivialidades de metodólogo, aunque si no está de más recordar que la ambigüedad de unos no tiene por qué trasladarse a los otros, o por lo menos no tiene la misma naturaleza que la de los otros: por decirlo con la repetida broma de Einstein, el análisis químico de la sopa no tiene sabor a sopa.

La otra ampliación es de ámbito geográfico. A diferencia de otras historias de la izquierda europea que, de facto, se limitan a Francia, Inglaterra y Centroeuropa, la de Eley abarca el este y el oeste, incluidos los países más pequeños. Y sucede que la elección del ámbito no carece de implicaciones respecto a la arquitectura argumental del libro. Por una parte, complica el reconocimiento de características comunes en procesos que no sólo tienen distintos ritmos, sino que muchas veces discurren por distintas veredas. Como uno de los objetivos de Eley es establecer una secuencia conceptual de la realización del ideal democrático en paralelo con la evolución de la izquierda y para ello necesita reconocer algunas constantes que le permitan fijar los distintos hitos, su intento de abarcar realidades bien diferentes sin desatender ningún dato corre el riesgo de acabar en un aguado, prolijo y deslavazado inventario. Ya se sabe que quien mucho abarca, poco aprieta. No sucede así con Eley que, también aquí, apuesta por hipótesis fuertes. En esa inevitable transacción de la historia comparada entre perfilar las conjeturas y dejar información fuera del cuadro, y embutir todos los datos en una cartografía informe, se decanta por la primera opción. Pero, claro, en ese caso el riesgo es otro: aplicar al conjunto de la historia un guión que vale fundamentalmente sólo para unos pocos, en particular para el socialismo centroeuropeo. Y es cierto que, cuando se ocupa de esas otras historias, el lector a veces tiene ocasionalmente la impresión de encontrarse con comparsas descompasadas. Con todo, pesan más los beneficios de la elección geográfica. Sencillamente, buena parte de la historia de la izquierda no se entiende si se ignora su honrado internacionalismo, sobre todo cuando transcurre en mitad de una Europa en la que imperios y fronteras se deshacen como azucarillos y las guerras entre países ponen dramáticamente a prueba la convicción de que los trabajadores no tienen patria.

Fijadas las coordenadas, vayamos a la historia de Eley, a su periodización, no sin advertir, por si no lo dejaban claro los párrafos anteriores, que no escamotea su punto de vista, su cuerda política. No creo que se le pueda reprochar lo que, al fin y al cabo, es pulcritud weberiana: dejar claro de qué pie se cojea. O al menos no lo hará uno que peca de parecidas querencias. Esa circunstancia tiene su traducción, además de en una prosa rotunda, infrecuente en trabajos académicos, en apariciones del autor realizando valoraciones políticas, lamentando, por ejemplo, lo que la izquierda podía haber hecho y no hizo. Por lo demás, no es esa la única presunción de Eley. Además del compromiso político hay otro informativo: se supone en el lector no poco conocimiento de los escenarios sociales y políticos. Ni en una ni en otra presunción hace muchas concesiones. De modo que el lector hará bien en proveerse de alguna lectura que le complete el paisaje histórico de fondo sobre el que discurre Un mundo que ganarPuesto en recomendaciones, no me resisto a sugerir otro complemento: el volumen de fotografía compilado bajo la dirección de Michael Löwy, Révolutions, París, Hazan, 2000. Recoge una cuidada documentación gráfica de los principales procesos revolucionarios desde la Comuna de París. .

EL NACIMIENTO DE LA IZQUIERDA

El primer período comienza en 1860 y se prolonga por unos cincuenta años, hasta las vísperas de la Primera Guerra Mundial. La unificación de Alemania e Italia y, más en general, los procesos constituyentes iniciados en aquella década, enmarcan un ámbito de intervención política, un ámbito de democracia parlamentaria. Los Estados nacionales se configuran como escenarios unificados de decisión política en los que los socialistas buscan realizar sus objetivos mediante partidos poderosos y fuertemente organizados, asociados a movimientos sindicales de ámbito nacional. Su lucha es no sólo contra las monarquías y las fuerzas reaccionarias, sino también contra unos liberales que «se resistieron encarnizadamente a la ciudadanía democrática […] [que] siempre despreciaron la capacidad cívica de las masas y alcanzaron un crescendo de miedo durante las revoluciones de 1848 y la primera oleada paneuropea de concesión al pueblo del derecho al voto en 1867-1871. En el discurso liberal, "la democracia" es sinónimo del imperio de la chusma».

En la descripción de Eley, los socialistas, al conformar su identidad, marcan con trazo grueso su frontera no sólo con los liberales sino también con otras tradiciones políticas, en su mismo lado de la barricada, que se nutren socialmente de diversos perdedores del naciente capitalismo. En primer lugar, con los que, desde la historia de las ideas, se podrían calificar como republicanos igualitarios, que «creían en una economía moral y en la comunidad de todos los productores», y cuyo programa, si alcanzaba perfil, tomaba la forma, en el plano económico, de «ideas radicales de intercambio y cooperación federados entre unidades autónomas de productores independientes» y, en el político, de una democracia directa ejercida en pequeñas comunidades en las que la condición de ciudadanía está vinculada a una pequeña propiedad que, por una parte, mitiga las disparidades sociales que amenazan con quebrar el espinazo de las comunidades políticas y, por otra, asegura una independencia de juicio que resulta improbable cuando la propia suerte depende de otros, como sucede ejemplarmente con los trabajadores asalariados, en contraste, por ejemplo, con artesanos y agricultores autónomos. Por otra parte, el naciente socialismo también establece una línea de demarcación con los que, en la calificación de Marx, se darán en llamar socialistas utópicos. En su mirada sobre éstos, los socialistas juzgan ingenua la aspiración de construir una suerte de contrasociedad, «de secesión dentro de la sociedad competitiva existente y egoístamente individual», aun sin dejar de contraer «una deuda general mucho más indefinida: los ideales de "asociación", "mutualismo" y "cooperación"; la crítica racionalista y humanística de la sociedad burguesa; y el convencimiento práctico de que los asuntos humanos podían ordenarse de manera diferente y mejor». De hecho, unos y otros compartían la misma disposición crítica con el liberalismo y con el armazón social en el que se vertebraba y al que, en su sentir, daba soporte ideológico, desde el convencimiento de que «era cada vez más fácil establecer las conexiones causales entre la propiedad privada, las filosofías individualistas y un sistema de dominación de clase fundamentado en la economía».

En realidad, la «cultura del socialismo», en esa su primera etapa, supone el ahondamiento de esas herencias, hasta alcanzar formas esplendorosas en la primera década del siglo XX, sobre todo en Europa Central y Escandinavia, en lo que era «una forma distintiva de vida socialdemócrata: asociaciones de lectura y de bibliotecas, clubes proletarios de teatro y conciertos, organizaciones especializadas en la preparación de festivales y celebraciones, coros». Sin desatender la existencia de una prensa diaria que llegaba a toda la clase obrera: en Alemania, en 1913, había 94 periódicos de partido, con una circulación total de millón y medio de ejemplares. En tales ecosistemas, verdaderas escuelas de ciudadanía, «ciertos valores se repetían una y otra vez, como por ejemplo la autosuperación y la sobriedad, el compromiso con la educación y el respeto al propio cuerpo, las relaciones igualitarias entre hombres y mujeres, la herencia progresista de la cultura humanística, la dignidad del trabajo y una vida familiar ordenada». En fin, lo más parecido a gran escala a la contrasociedad de los socialistas utópicos.

Pero también se daban innegables discontinuidades que dotaban de personalidad propia al naciente socialismo. Primero, el protagonismo de la clase obrera que constituía vocacionalmente el núcleo de vertebración del proyecto socialista. Segundo, la invención del moderno partido político, de un «nuevo modelo de organización permanente que hace campañas, [tiene] por objeto presentarse a las elecciones estableciendo una presencia continua en las vidas de sus seguidores, unidos entre sí por medio de complejas maquinarias de identificación». Tercero, una disposición «por encima de todo internacionalista», que se deja ver organizadamente en la Internacional y, privadamente, en la vida de los militantes –al menos de los destacados, de los Kautsky, Luxemburg, Rakovski o Pannekoek– que, parafraseando el poema de Brecht, cambiaban de país como de zapatos. Esos eran los cambios y la novedad. Intentaré argumentar más abajo que no todas esas músicas eran fáciles de armonizar y que buena parte de los problemas que Eley atribuye a tibieza y a la falta de voluntad radical de los líderes socialistas quizá se entienden mejor desde esa circunstancia.

LA CONSOLIDACIÓN

El segundo período se inicia en 1918 y está tratado con particular esmero por Eley, sobre todo en el ámbito centroeuropeo, el que mejor se ajusta a su guión y en el que es un reconocido especialista. Estaría marcado por el acceso de la izquierda a posiciones de poder, con el consiguiente avance en la materialización del ideal democrático, cristalizado sobre todo en el derecho a voto. Originariamente, la socialdemocracia aparecía dividida entre quienes, como Karl Kautsky, estaban comprometidos, al menos en sus declaraciones, con «la destrucción del capitalismo» y se resistían a «cualquier cooperación con los partidos burgueses», confiados en la ineluctable crisis del capitalismo, en una suerte de leyes de la historia en la dirección del socialismo, y otros más realistas, como Bernstein, que no ignoran que «los campesinos no se hunden, la clase media no desaparece, las crisis no se hacen cada vez mayores, y la miseria y la servidumbre no aumentan» y, por consiguiente, concluyen que, puesto que no cabe sentarse y esperar, los socialistas deben «reclutar partidarios no proletarios y cooperar con los liberales y otros progresistas no socialistas». Con todo, la división no superará la prueba de la vecindad del poder y, si bien durante bastante tiempo parece que la pirotecnia verbal de los primeros se impone, al final las líneas de acción de los socialdemócratas se acabaron por regir por la pauta de quienes no ignoraban los datos, por los más moderados.

Según Eley, la verdadera diferencia se da entre la socialdemocracia que llega a ocupar parcelas de gobierno –en particular, el partido socialdemócrata alemán (SPD)– y una nueva familia socialista que alentará formas de participación democráticas extraparlamentarias –consejistas, como se las dará en llamar– y que no creía que la transición al socialismo se pudiera hacer sin una ruptura violenta con el capitalismo. La convivencia entre las dos izquierdas resultó más que incómoda y, de hecho, el SPD, defendiendo los marcos constitucionales de la democracia, que era un modo de defender lo que consideraban una importante conquista suya, no dudará en reprimir a una izquierda que expresaba un justificado escepticismo tanto sobre el compromiso del SPD con la realización del socialismo como sobre si, llegada la hora, el nacionalismo, que en aquellos días respiraba vientos de guerra, no acabaría por barrer toda la retórica internacionalista.

Como otras veces, Eley no nos priva de su punto de vista: «Las cuestiones más complejas que se planteaban a la política de la izquierda durante el período se hallaban en algún lugar dentro de la polaridad de los partidarios de la insurrección frente a los parlamentarios. Por un lado, los socialistas moderados resultaron tan prudentes en su conciliación de los viejos órdenes que la importancia de sus logros democráticos duró poco; por otro lado, los partidarios de la insurrección preocuparon tanto a los círculos gubernamentales que la represión resultante impidió toda concesión a largo plazo por medio de la reforma». En su opinión, en noviembre de 1918, al abdicar Guillermo II y proclamarse la república con un gobierno socialdemócrata presidido por Friedrich Ebert, el SPD era ya un partido de visión estratégica entumecida y enviciado de hábitos institucionales: «La verdadera tragedia de 1918-1919 no fue que no se hiciera una revolución socialista. Los méritos abstractos de seguir tal rumbo pueden debatirse hasta la saciedad, pero sólo habría podido triunfar por medio de una larga y sangrienta guerra civil, y para muchos socialistas esto representaba un precio demasiado alto. La verdadera tragedia fue el concepto excesivamente legalista, carente de imaginación y totalmente conservador que el SPD tenía de lo que podía ser un gobierno ordenado democráticamente. En 1918, el SPD tuvo una oportunidad sin precedentes de ampliar las fronteras de la democracia, tanto por medio del desmantelamiento de las bases del autoritarismo en el desacreditado antiguo régimen, como del aprovechamiento de las nuevas energías populares que liberó el movimiento de los consejos. Las oportunidades de un reformismo de mayor alcance se malgastaron. Debido a su propia forma de entender la democracia, el SPD no superó la prueba». Después volveré sobre estos juicios, sobre estas estrategias explicativas que tienen algo de reproche moral.

El suceso fundamental del período, sin el que nada se entiende, es la Primera Guerra Mundial. El conflicto emplazó a una socialdemocracia que llevaba ya mucho tiempo mareando la perdiz internacionalista: «Los argumentos a favor de renunciar al internacionalismo revolucionario por una reforma democrática limitada a Alemania no eran nuevos, pero la guerra permitió que florecieran». Por una parte, la guerra supuso cambios importantes en los escenarios de intervención de los socialistas: «Las relaciones entre el Estado y la economía, y el Estado y la sociedad, en un país tras otro, experimentaron una reestructuración profunda a causa de las necesidades de la guerra que empujó a los intereses organizados hasta una colusión corporativista con el Estado y ocasionó una expansión enorme de las exigencias de éste hacia sus ciudadanos. Los dirigentes sindicales y los socialistas moderados se beneficiaron mucho de su labor de intermediarios de la aquiescencia popular en este proceso, que los puso por primera vez en la órbita del gobierno». Eso del lado bueno, de la historia que avanzaba con viento favorable. Del otro, los retos no escamoteables y las decisiones a tomar. La guerra proporcionó una suerte de baremo con el que aquilatar la calidad de las convicciones socialistas y, en especial, su internacionalismo. En buena ley internacionalista, el pacifismo de la izquierda parecía obligado. La implicación práctica resultaba difícil de evitar y, además, a diferencia de otros asuntos, aquí no había lugar para ambigüedades o terceras vías. Se estaba a favor o en contra.

Y la zanja se abrió. La guerra decantó la ruptura familiar más importante de la historia del socialismo, la que arranca con una revolución rusa. El éxito de Lenin se debió más a su talento táctico para capitalizar el malestar popular en contra de la prolongación de la guerra que a la existencia de un ideario perfilado. Incluso cuando se constituye la Tercera Internacional «seguía sin estar claro […] qué era lo que definía al "comunismo"». Los bolcheviques, consecuentes con el ideal internacionalista, encabezaron la revuelta contra la guerra y en el camino, apostando por formas de democracia directa, forzaron una polarización social que la misma guerra había acentuado, con la esperanza cumplida de que cayera del lado de la revolución social. Aunque andando el tiempo el germen democrático, con los fervores revolucionarios apagados y sin cristalización institucional, se abortará y el modelo soviético devendrá en «el arma más grande que la derecha podía esperar en contra de la izquierda», en toda Europa la revolución rusa fue recibida como el inicio de un tiempo nuevo y, también, como un modelo ideal con el que pensar las propias posibilidades, sobre todo entre aquellos que, bien por ausencia de marcos constitucionales democráticos, bien por desconfianza hacia ellos, no esperaban que el modelo alemán, muy maltratado por la guerra, llevará al puerto de la revolución. Durante bastante tiempo, el patrón de los bolcheviques «dominó las percepciones de estos años revolucionarios en Europa». Las diversas revueltas (las ocupaciones de fábricas en Italia en 1920, las revoluciones alemanas y austríacas en 1918-1919, los «soviets» húngaros de 1919), se juzgarán «comparándolas con el modelo bolchevique, que significaba insurrección armada, liderazgo de un partido revolucionario disciplinado, extrema polarización social, derrumbamiento del centro liberal y un violento enfrentamiento entre la izquierda y las fuerzas recalcitrantes del antiguo régimen». Después, pues ya se sabe, vino lo que vino.

LA DECADENCIA

Los dos últimos capítulos de la historia de la izquierda según Eley se corresponden con el abandono final de la perspectiva transformadora y la aparición de una «nueva política», la de los nuevos movimientos sociales. También aquí, en su primera parte, el guión de la izquierda se escribe desde fuera, por otros, y a gran escala: las alianzas entre las distintas potencias antes y después de la Segunda Guerra Mundial deciden programas y alianzas. Durante muchos años, para los comunistas europeos la defensa de la Unión Soviética constituye la primera prioridad revolucionaria en la convicción de que su hundimiento arrastraría el hundimiento de cualquier posibilidad revolucionaria en cualquier parte del mundo. En el camino, los comunistas se ven ante «el trago amargo» del pacto nazi-soviético, que les desarmó en su lucha antifascista en sus propios países, a pesar del intento de los comunistas «de hacer una distinción entre defender el pacto (las necesidades soviéticas de seguridad) y su propia política (continuar la línea antifascista)», intento quebrado al instante: «transcurrió un mes antes de que Stalin hiciera restallar el látigo»Que de todos modos no encontraba muchas resistencias entre unos militantes para los que la noción de patriotismo carecía de todo significado: era pura «ideología» en el peor sentido de la palabra. El internacionalismo de los comunistas de aquella hora abundaba a favor de la disciplina. Así lo describía en 1969 Hobsbawm, él mismo un protagonista de primera línea: «Hoy, cuando el movimiento comunista internacional ha dejado en gran parte de existir como tal, es difícil imaginar la fuerza inmensa que sus miembros obtenían del conocimiento de su calidad de soldados de un singular ejército internacional que, por muy vario y flexible que fuera en las tácticas, operaba en el marco de una única y amplia estrategia de la revolución mundial. De ahí la imposibilidad de que surgiera ningún conflicto básico o de largo alcance entre los intereses de cada uno de los destacamentos nacionales y la internacional que era el verdadero partido, y del que las unidades nacionales no eran sino secciones disciplinadas», «Problemas de la historia comunista» (1969), en Eric Hobsbawn, Revolucionarios, Barcelona, Ariel, 1978, pág. 16. . Un simple anticipo de lo que habría de venir en el área de dominación soviética: «Los partidos comunistas de la Europa del Este fueron las verdaderas víctimas del estalinismo. Se calcula que, en conjunto, 2,5 millones de personas, lo que equivale a una cuarta parte de los afiliados, fueron expulsadas entre 1948 y 1952, y que tal vez un cuarto de millón fueron encarceladas». De todos modos, según Eley, la responsabilidad del triunfo del fascismo también recayó en los socialistas que «habían abdicado de su responsabilidad hacía ya mucho tiempo», que nunca se mostraron muy dispuestos a la alianza con los comunistas, y cuya Internacional, «de facto, como organización colectiva, ya no existía». Eso antes de la guerra; después, en mitad de una Europa en la que el Plan Marshall y la guerra fría, cada uno a su manera, dibujan escenarios económicos y políticos poco propicios a alianzas de izquierda, la socialdemocracia se va «despojando de forma creciente de la tradición marxista, cada vez más temerosa de la lucha de clases y cada vez más escéptica ante la transformación del capitalismo mediante la revolución». El Congreso del SPD de Godesberg en 1959 es la fecha emblemática en donde lo que ya era una práctica adquiere condición de programa, sustentado en «tres pilares»: keynesianismo, corporativismo y Estado del bienestar.

Eley fecha en 1968, naturalmente, el inicio de una nueva izquierda, en la que «el partido parlamentario vinculado a los sindicatos perdió su hegemonía sobre el proyecto democrático de la izquierda». Un cambio en las condiciones sociales y económicas que socava buena parte de sus soportes electorales tradicionales –trabajadores estables y clases medias urbanas–, junto con la pérdida de aliento radical, que se expresa en una reacción conservadora –de «gobierno»–, «intolerante frente a la disidencia» y frente a cambios culturales que se sitúan –o que al menos lo pretenden– fuera «del sistema», dejan a la socialdemocracia sin argumentos y enfrentada a «las generaciones de 1968 y posteriores, cuyo sentido del futuro era muy diferente. Política participativa y democracia directa; feminismo, diferencia de género y política de la sexualidad; asuntos relacionados con la paz y la ecología; racismo y política de inmigración; control comunitario y democracia a pequeña escala; música, contracultura y política del placer, concienciación y política de lo personal». En tales «asuntos» y movimientos ve Eley el germen de una nueva izquierda.

Tan cerca de aquí mismo, e inequívocamente instalados en los diagnósticos, resulta casi inevitable la discrepancia. Basta con coger el hilo por el último cabo. Sin duda, el inventario anterior se corresponde con asuntos importantes frente a los que la izquierda tradicional anda desarmada. Incluso, muchos de ellos son «los asuntos», casi todos los que requieren, por cierto, una solución que escapa al Estado-nación, el escenario político en el que se forjó la izquierda y donde consumó sus conquistas democráticas. Pero ya resulta más difícil seguir a Eley en su confianza respecto a cómo de los retos se llega a la nueva izquierda, al menos en la experiencia hasta ahora acumulada. Por el momento la traducción programática no parece haber pasado de amalgamas no muy atentas a problemas de compatibilidad y con poca disposición a la cautela de juicio. Hay muchos modos de estar en contra, cada uno por sus razones, pero muchos «noes» no equivalen a un sí. La política requiere programas, proyectos y, cuando se hacen con honestidad, no siempre se pueden atar todos los deseos y fácilmente las distintas razones de las críticas empiezan a exhibir sus fricciones. La izquierda más clásica, sin duda, simplificó muchas veces al achacar todos los males al capitalismo, pero, al menos, había en ese diagnóstico una jerarquía conceptual que ayudaba a ordenar las prioridades, había vocación de sistema, no sólo ocurrencias. Aunque a la nueva izquierda no le faltan sustitutos funcionales de «capitalismo», con mucha frecuencia no pasan de ser etiquetas vacías que entorpecen más que ayudan. «Globalización» no es el peor ejemplo. En su disculpa, es de justicia reconocer, por una parte, su corta historia, apenas el instante de un pálpito comparada con la fatigada biografía de la izquierda cuyo ascenso y caída nos cuenta Un mundo que ganar y, por otra, que buena parte de los nuevos problemas, incluso los que son de una única dimensión, se producen en ámbitos planetarios y, en esa escala, no hay instituciones desde donde actuar ni, sobre todo, mercados políticos por los que competir: no hay, en suma, norte político hacia el que aproar. Lo malo es que la solución de los problemas, realmente importantes, no tolera muchas demoras mientras las leyes de la termodinámica sigan operando.

EL LIBERALISMO, EL DESORDEN Y LA DEMOCRACIA

No carece Un mundo que ganar de méritos y originalidades. Un primer mérito, casi una obligación cuando se hace historia, es el apoyo documental, sedimentado en casi doscientas páginas entre notas y referenciasPor cierto, que se echa a faltar alguna referencia a un trabajo teórico apreciable –con fuentes limitadas, aunque algunas de primera mano– realizado por un protagonista de la historia que cuenta, como es el de Fernando Claudín, La crisis del movimiento comunista. De la Komintern al Kominform, París, Ruedo Ibérico, 1970 (Eley cita otros trabajos de Claudín, también traducidos al inglés). No es la única ausencia en lo que atañe a la internacional comunista: tampoco se cita el de Milos Hájek, antiguo director del Instituto de Historia del Socialismo, de Praga, perseguido después como disidente: Historia de la Tercera Internacional, Barcelona, Crítica, 1984, un libro sobre todo importante para el período de frente único y que maneja fuentes de primera calidad. En ese sentido, la ausencia de fuentes rusas no traducidas condiciona la investigación de Eley. . Otro, que, sin tratarse de un libro de historia de las ideas socialistas, detecta los pensadores importantes y, en pocos trazos, proporciona ajustadas descripciones de sus tesis. Sucede con la crítica de raíz radicalmente democrática de Marx al blanquismo, a la «imaginería de barricadas, insurrección popular, líderes conspiratorios disciplinados, sacrificios heroicos y dictadura necesaria», con el marxismo «subjetivista» de los años veinte (Lukács, Korsch, Gramsci) y también con propuestas económicas (la democracia económica de Fritz Naphtali en Alemania, el Plan de Man en Bélgica) que, a pesar de alcanzar un atendible grado de precisión, el propio vértigo de esos mismos años impidió que pasaran de los papeles a la práctica. Entre las originalidades están las mencionadas de elección de enfoque, en especial la sensibilidad hacia los «nuevos movimientos sociales», lo que le permite seguir el rastro de las rebeliones que no siempre encontraron un cómodo cobijo en la izquierda tradicional, entre ellas, muy destacadamente, el movimiento feminista.

Y, por supuesto, está la tesis central: la conquista de la democracia ha sido, fundamentalmente, tarea de la izquierda. Más exacta y rotundamente: «Los avances más importantes y duraderos para la democracia sólo se han conseguido por medio de la turbulencia y el desorden: como resultado de las movilizaciones más amplias y la acción colectiva organizada, con frecuencia en medio de violentos enfrentamientos públicos de creciente gravedad, normalmente acompañados por una crisis social generalizada y el fracaso del orden gubernamental y en nombre de la resistencia justificada contra formas coactivas de injusticia, autoritarismo y opresión […]. Además de la búsqueda de la justicia, esas crisis entrañan mucha bajeza, violencia, crueldad y pérdida de vidas. Pero, a pesar de ello, abren un espacio esencial para la intensificación de la democracia». Como el autor destaca en el prefacio escrito para la última edición, ese paso de más lo separa de otros historiadores «socialdemócratas contemporáneos»Eley emplea esa calificación al replicar a dos reseñas de Un mundo que ganar aparecidas en The Times Literary Supplement y Dissent, firmadas por Donald Sassoon y Sheri Berman, respectivamente. que han ceñido sus trabajos a las estrategias parlamentarias y electorales. Eley reconoce que las perspectivas radicales pocas veces disponían de programas, y que andaban sobrados de maximalismo y utopía, pero, a su parecer, sin ellos, sin su capacidad para desbordar a la izquierda institucional, cuando «las esperanzas y las exigencias de las bases se adelantaban mucho a lo que los líderes podían imaginar o apoyar», las conquistas democráticas nunca habrían tenido lugar. Esa es seguramente la tesis política más fuerte de Eley y merece que nos detengamos un instante sobre ella.

Tesis de ese vuelo, tan elevado, no son fáciles de tasar empíricamente. Mejor dicho, nada es más fácil que encontrarles problemas. Pueden ser informativos, datos que se ignoran. Siempre hay «hechos» a contraponer. Los antropólogos incluso han acuñado una expresión, el bongobongoísmo, para referirse a ese proceder que consiste en abortar cualquier intento de generalización que venga a decir: «Sí, bueno, pero existe una tribu, los bongo bongo, en donde las cosas no son así». En el caso del ensayo de Eley, solventemente documentado, incluso el lector que no es historiador profesional también tiene la tentación de echar mano de sus propios bongo bongo, sobre todo cuando más se acerca a nuestro tiempo. Sin embargo, no creo que sea del todo correcto un proceder que, aplicado consecuentemente, condenaría el género entero de la historia comparada. Seguramente, un peaje excesivo. En este tipo de quehaceres, si el cuadro básico resulta plausible, si los datos fundamentales encajan sin rozamientos, podemos darnos por satisfechos.

También se pueden poner pegas a la interpretación, datos que se ponderan mal o que se dispondrían en otro orden, de modo que apareciera un paisaje diferenteEl lector puede comparar con otro excelente trabajo de historia comparada que, con hipótesis diferentes, se ocupa casi de los mismos asuntos que Eley, en particular en el segundo período de su esquematización: Gregory Luebbert, Liberalismo, fascismo o socialdemocracia, Zaragoza, Prensas Universitarias de Zaragoza, 1997. . Esto ya es de más difícil evaluación, sobre todo cuando se trata de historia política. No me parece, en todo caso, que, en líneas generales, el cuadro de Eley esté muy desenfocado, que le falte talento para percibir las tendencias importantes. En tales casos, no es una mala estrategia, cuando es posible, comparar la composición con aquello que se conoce de cerca. Y si se repasan las pocas pinceladas que ofrece Eley del ascenso y caída del PSOE de Felipe González, el relato resulta bastante atinado. Lo cierto es que algunas páginas de Un mundo que ganar revelan la presencia de ese singular talento, difícil de precisar en algoritmos, que bien se podría llamar «instinto de historiador» y que se muestra en la capacidad para identificar, entre toda la información, las circunstancias relevantes y, en una síntesis solvente, dar cuenta de su eficacia causal. Justo es advertir que, como confirma este trabajo, aquel instinto no siempre va acompañado de la soltura de prosa.

Pero no es menester echar pie en tesis genialistas de la historiografía romántica para defender la interpretación de Eley. Hay razones más precisables, empezando por su compatibilidad con una tesis razonablemente asentada en filosofía política acerca de la difícil convivencia entre el liberalismo y la democracia. Mientras el liberalismo, comprometido fundamentalmente con el principio de libertad negativa, con la minimización de las interferencias en la vida de cada cual, busca la protección frente a las intromisiones públicas, la democracia, en sus versiones más participativas y directistas, parece reclamar que todos decidan sobre todo, que el conjunto de los ciudadanos participen en las decisiones sobre los asuntos colectivos, cuantos más mejor. Por eso el liberalismo busca atrincherar con derechos la libertad de los individuos y con sistemas de delegación del poder en representantes –alejados del control de los gobernados– limitar las exigencias de participación y, de paso, impedir que las decisiones de la mayoría, dependientes del interés desnudo, atenten contra los intereses de los menos; por eso, en fin, el liberalismo ve con malos ojos el ejercicio sin límite de la democracia. En suma, que la tesis central de Eley tiene argumentos de principio en su favor: la lucha por la democracia no estaba entre las prioridades de las tradiciones liberales, antes al contrario, la democracia se ha impuesto contra la voluntad de muchos liberales que veían en ella el camino a la dictadura de las mayorías y, en particular, a las intromisiones de los desfavorecidos.

Por supuesto, una cosa es la disputa de conceptos y otra la historia; una cosa es creer que hay tensiones conceptuales entre democracia y liberalismo, y otra lo que verdaderamente pasó. Salvo fervores hegelianos, no hay por qué esperar que la historia camine en la dirección de la razón. La Revolución Francesa se resolvió en las calles, no en un congreso internacional de científicos políticos que mostraran la superioridad normativa de la democracia sobre el absolutismoLo que no impide que las ideas alcancen notable refinamiento pero, eso sí, incluso ahí, de la mano de actores enfrentados a problemas sociales y económicos. De hecho, aquí se hallan muchos de los gérmenes del radicalismo democrático cuya pista sigue Eley. Véase James Livesey, Making Democracy in the French Revolution, Cambridge, Harvard University Press, 2001. . La izquierda, por supuesto, disponía de un ideario en el que la democracia se trababa sin chirriar con las aspiraciones igualitarias. Pero las ideas habrían quedado en agua de borrajas si no se hubieran respaldado en segmentos sociales y en su movilización, en la fuerza, en suma. Eley, por historiador, lo sabe bien y precisamente una de sus tesis políticas fuertes ahonda en esa dirección, que deja poco margen a la convicción de que la historia se vence del lado de los proyectos, únicamente porque se sustentan en las mejores razones: «En los contextos más importantes de la innovación democrática del siglo XX […] los avances más decisivos fueron fruto de exceso, […] [de la] acción directa, polarización, técnicas coactivas y cierta lógica de enfrentamiento». Su reconocimiento de que buena parte de la historia de los avances de la democracia hay que atribuirlos a lo que, utilizando libremente una expresión de un constitucionalista norteamericano, podrían llamarse «momentos constitucionales», actos revolucionarios de la ciudadanía movilizada que se expresa, no sin ambigüedades, mediante acciones públicas y no pocos tanteos institucionalesBruce Ackerman contrapone esos «momentos» a la política «normal» en la que los ciudadanos, instalados en su privacidad, dejan a las instituciones resolver el curso normal de los retos políticos, We the People, Cambridge, Harvard University Press, 1991, págs. 230 y ss. , es una invitación a la meditación frente a quienes descalifican las propuestas radicales porque no disponen de planos detallados acerca del itinerario de la historiaPor lo demás, el hiato entre los objetivos y los resultados es consustancial a los procesos revolucionarios. Como ha escrito Charles Tilly, pensando precisamente en el escenario europeo y en las revoluciones, «pocas situaciones revolucionarias tienen un resultado revolucionario» (Las revoluciones europeas, 1492-1992, Barcelona, Crítica, 1993). . Después de todo, buena parte, acaso la mejor, de los cambios importantes en la emancipación de la humanidad, desde la abolición de la esclavitud hasta la extensión del derecho del voto –y en especial, del voto femenino–, se podría entender y justificar mejor desde este punto de vista. No faltaron en cada caso quienes se echaron las manos a la cabeza ante las terribles consecuencias, incluyendo las imprevisibles, pero, afortunadamente, porque la historia no es ingeniería política sino pelea, las propuestas liberadoras no se paralizaronDe hecho, podrían encontrarse avales adicionales en ciertas tesis de Karl Popper en contra de la planificación social, que apelan a la imposibilidad de realizar cambios sociales de gran alcance cimentados en un sólido conocimiento. Esas tesis, en contra de lo sostenido por Popper, también pueden servir para justificar propuestas radicales que se estiman justas. Pues, si es verdad que no podemos anticipar en gran medida cuáles serán las consecuencias de nuestras intervenciones sociales y –ésta es la premisa adicional que me parece bastante compatible con la anterior–, tampoco tenemos razones para saber cuál es el curso «natural» de los acontecimientos sin interferencias ingenieriles: quizá sea cosa de intervenir desde razones deontológicas, por razones de principio, porque es justo hacerlo. Curiosamente, esta circunstancia avalaría menos a los proyectos políticos «maduros» de los partidos institucionalizados, empeñados en poner puertas al campo sin bases informativas sólidas, que a las propuestas extraparlamentarias. Por lo demás, no faltan razones pragmáticas a favor de los «ideales» inalcanzables, aunque sólo sea por sus importantes subproductos, entre los que no son los menores la mejora de las capacidades humanas. Véase Nicholas Rescher, Ethical Idealism. An Inquiry into the Nature and Function of Ideals, Berkeley, University of California Press, 1984. .

REPROCHES, CONTRAFÁCTICOS Y CIRCUNSTANCIAS

Quizá si Eley hubiera apurado las consecuencias de estas consideraciones acerca de los límites de la ingeniería políticaQue no es lo mismo que la planificación social, posible y necesaria. Ni al más fanático defensor del mercado se le puede ocurrir que para hacer frente a una epidemia o a una acción terrorista como la del 11 de septiembre –o más sencilla y cotidianamente, para coordinar el tráfico de una ciudad o para gestionar una empresa– haya que acudir al mercado, una institución que, por lo demás, no puede funcionar sin un diseño institucional que está lejos de resultar una solución espóntanea, que es planificación. , perfectamente compatibles con sus tesis, sería más caritativo en sus condenas de unos y otros por sus estrategias erradas. Porque lo cierto es que, como dije más arriba, no deja pasar ocasión de reprocharles lo que pudieron hacer y no hicieron. El problema no es que Eley se comporte como un compañero de viaje, que nos transmita continuamente su sensibilidad política y que adopte un punto de vista, indiscutiblemente simpático con las propuestas radicales y extraparlamentarias. Es una mirada que, entre otras cosas, ayuda a iluminar no pocas de las sombras y derrotas de la izquierda. El problema es que explicativamente, y ese es al fin su objetivo, sirven de poco las estrategias que se apoyan en «si en lugar de haber hecho X, se hubiera hecho Y», juicios contrafácticos que, es obvio, no hay modo de verificar. Entiéndase, el problema no es de determinados juicios en tanto que tales. De un modo u otro ese proceder está prácticamente implícito en cualquier intento de establecer explicaciones de cierto nivelLos filósofos de la ciencia hace tiempo que nos recordaron que lo que distingue las genuinas leyes de las generalizaciones accidentales es que las primeras soportan juicios de esa naturaleza, contrafácticos, que lo que hace interesante al enunciado «todos los metales son buenos conductores» y lo distingue de «todas las monedas que tengo en mi bolsillo son de un euro», es que el primero sustenta el enunciado «si X fuera un metal, X sería un buen conductor del calor» y el segundo no asegura que «si A es una moneda que está en mi bolsillo, será de un euro». A ese trazo se le pueden poner, y se le ponen, pegas en la comunidad de los filósofos de la ciencia, acaso la más puntillosa de todas, pero, con dudas y mil matices, parece una distinción pertinente. En historia, el debate sobre tales juicios tiene su propia carga y no se dejan contar en pocas líneas. Véase Geoffrey Hawthorn, Mundos plausibles, mundos alternativos, Barcelona, Cambridge University Press, 1995. . Los contrafácticos controlados y con secuencias causales perseguibles son imprescindibles. Pero en muchos casos, cuando no existe tal posibilidad, no parece que nos ayuden mucho a entender cómo fueron realmente las cosas. Sucede ejemplarmente en cierta historia económica encelada en la explicación de «fracasos» –esto es, porque «las cosas no fueron del mejor modo»– apelando a «causas» como «la miopía de la burguesía» o «la falta de competencia». En tales casos, por lo común, se hace uso más o menos explícito de –una versión aligerada de– una teoría económica, ya de por sí profundamente irreal, acerca de la eficiencia del mercado –de un mercado virtual– y, por comparación entre la realidad y ese mercado, ese «mejor de los mundos posibles», se obtiene una suerte de resto que se presenta como «la explicación» de por qué las cosas fueron como fueron. La estrategia tiene incluso menos empaque en historia política, donde ni siquiera hay una teoría acerca del otro mundo posible. Por lo general, las «explicaciones» acaban por reposar en jeremiadas acerca de la falta de decisión, de carácter o, aún peor, cuando vienen dictadas desde el sectarismo o el ajuste de cuentas, en sumarias acusaciones de traición.

No es ese el caso de Eley, un competente historiador, pero no es menos cierto que tales procedimientos no resultan incompatibles con sus juicios, con su tono moralizador. Justo es reconocer que la materia propicia la tentación, que en política, en los partidos, al final, hay individuos que deciden, que se enfrentan a alternativas dispares y optan y, por ende, caben algunas cuentas acerca de su buen juicio. Eso es verdad, pero no creo que ahí se acabe la historiaY, por supuesto, cuando se dispone de poder, sobre todo en asuntos como los que ocupan a Eley, hay lugar para atender a esa circunstancia. En cierta ocasión, un intelectual marxista norteamericano, que acababa de reprochar su falta de radicalismo a Palmiro Togliatti, secretario general del PCI, se reconoció desarmado ante la pregunta de qué haría él en su lugar con varios millones de votos e importantes parcelas de poder. Creo recordar que se trataba de Paul Baran o Paul Sweezy (cito de memoria y he sido incapaz de recordar la procedencia de la información). . Porque además de las elecciones están los escenarios en los que se toman y éstos sí que son susceptibles de análisis, incluso con teoría social solvente. De hecho, no resulta difícil reconstruir a partir de los mimbres proporcionados por Un mundo que ganar algunas de las coordenadas que ayudan a entender lo que pasó, sin variar en el diagnóstico pesimista pero también sin necesidad de apelar a esa suerte de juicios políticos retrospectivos que acaban por recordarnos la vieja historiografía de genios y héroes. En particular creo que se pueden reconocer cuatro dilemas o tensiones que, aunque no se formulan explícitamente, operan en la trastienda del proceso descrito por Eley. Todos están vinculados al proceso de consolidación de la izquierda y de institucionalización de la democracia y, conjuntamente, podrían dar cuenta del progresivo entibiamiento de los ánimos revolucionarios, de las «traiciones», sin recalar en explicaciones de diván.

1. El escenario de intervención y el dilema internacionalista. El Estadonación es el ámbito en el que la izquierda conquista el sufragio y donde lo ejerce, donde materializa la noción de ciudadanía y transcurre la lucha por el poder, donde se interviene electoralmente y se realizan las metas democráticas. Constituye una unidad de justicia y de decisión política: los ciudadanos toman decisiones que les afectan y mantienen entre sí unos vínculos privilegiados, unos derechos y obligaciones, que no atraviesan las fronteras. Pero esa misma circunstancia complica el mantenimiento de una parte central de la identidad de la izquierda: el internacionalismo. La cristalización más dramática de ese dilema es lo que el autor de Un mundo que ganar llama «la ruptura de la guerra» que se manifiesta en la «aparente universalidad del patriotismo en 1914». De hecho, incluso llega a formular lo que es su motor básico cuando subraya que «el defensismo nacional se convirtió para el SPD en un camino que llevaba a los mismos ideales parlamentarios». Mientras el Estado-nación constituyera un ámbito unitario de decisión, de democracia, y de justicia, de redistribución y reciprocidad, la realización de la democracia requería un peaje patriótico: no se podían ganar votos defendiendo los intereses de los trabajadores, en general, o de los vecinos, en particular, por más justificados que estuvieran. En esas condiciones, unos partidos cuya maquinaria política se había engrasado en los Estados nacionales tenían complicado adoptar decisiones que eran inevitables desde su compromiso internacionalista. Con los años, cuando los retos, en especial los de raíz ecológica, han alcanzado mayor magnitud y gravedad, el dilema se ha agravado: los problemas planetarios, que no son los menos importantes, nunca rinden réditos políticos, electorales, en los ámbitos nacionales. No hay político que llegue al poder defendiendo un menor crecimiento del PIB en aras de la preservación de los equilibrios ecosistémicos del planeta. Cuando la nueva izquierda, que con frecuencia orienta su mirada a un solo asunto, pero cuya solución busca en ámbitos planetarios, destaca los «límites de las instituciones», no hace más que proporcionarnos la expresión política más reciente de este antiguo dilema. La expresión, e incluso la solución, porque el diagnóstico es certero y casi trivial, pero mientras el marco político de intervención sean los Estados-nacionales, también nos dejará en evidencia la impotencia.

2. La competencia electoral y el dilema socialdemócrataLa fórmula «dilema socialdemócrata» es de Adam Przeworski, Capitalism and Socialdemocracy, Cambridge, Cambridge University Press, 1985. Véase asimismo Adam Przeworski, Paper Stone. A history of Electoral Socialism, Chicago, Chicago University Press, 1987. . La polémica entre Kautsky y Bernstein y, más todavía, su resolución, resumen esta tensión. Una vez conquistada la democracia y, sobre todo, una vez que la forma adoptada por ésta es la de un mercado político, donde los representantes, «una profesión especializada», en expresión de Sieyès, compiten por votos, los partidos de izquierda se enfrentan a un dilema entre identidad y eficacia electoral. Pueden mantener un programa razonablemente consistente, orientado a defender los intereses de los trabajadores, con propuestas de transformación radical en la dirección del socialismo, que ataquen aquellos intereses que dificulten su realización, pero, en escenarios en los que los trabajadores no constituyen un segmento social fuertemente mayoritario y con intereses homogéneos, esa mercancía difícilmente obtendría votos suficientes para acceder al poder; o bien, pueden buscar programas «integradores», vagos, que no molesten a nadie, que prometan todo a todo el mundo y, de ese modo, al ampliar el mercado de votos, acceder al poder pero, eso sí, al precio de abandonar sus proyectos revolucionarios.

3. El costo de la revolución y el dilema temporal. En la medida en que las conquistas sociales y democráticas se materializan empieza a ser más discutible que, con la revolución, los trabajadores no tengan otra cosa que perder que sus cadenas, sobre todo los sindicados, aquellos que durante mucho tiempo han abastecido electoralmente a la socialdemocracia. La revolución suponía embarcarse en procesos altamente costosos e inciertos en aras de unos inseguros y vagos beneficios en un horizonte temporal indefinido. Si, además, se tiene en cuenta que incluso si los beneficios futuros llegan, dada su naturaleza de bien público, llegarán a todos por igual, tanto a los que han participado en su consecución como a los que no, resulta explicable que aparezca la tentación de abstenerse personalmente de asumir los costos de la acción colectiva, de una revolución que siempre resulta dolorosa para los que la protagonizanAllen Buchanan, «Revolutionary Motivation and Rationality», en Allen Buchanan, Marx and Justice, Londres, Rowman and Littlefield, 1982; Michael Taylor, «Rationality and Revolutionary Collective Action», en Michael Taylor (ed.), Rationality and Revolution, Cambridge, Cambridge University Press, 1988.. Razones todas ellas que explicarían cómo, según las propias conquistas se iban consolidando, la moderación era la carta electoral triunfadora o, para ser más justos con los partidos socialistas, las propuestas revolucionarias tenían pocas posibilidades de interesar a los trabajadores. Creo que, por lo menos, buena parte de lo sucedido en el último período analizado por Eley, después de consolidarse los derechos sociales, se entiende mejor atendiendo a esta tensión entre el presente y el futuro.

4. La dinámica de los partidos y el dilema de la eficacia. La competencia política requiere partidos con una fuerte organización permanente, en condiciones de proporcionar respuestas rápidas, con una división del trabajo y altamente profesionalizados. La aparición de un cuerpo de dirigentes estables, conscientes de su propio poder, de una oligarquía con intereses propios, acaba por enturbiar la preocupación por mantener el norte de los ideales democráticos que dieron origen a la propia organización. Es la famosa ley de hierro de los partidos políticos de Robert Michels, pensada precisamente en 1910 desde su experiencia con el SPD, un partido que, en su perspectiva, no echaba otras cuentas que las ventajas parlamentarias, que se había olvidado de toda vocación transformadora y, más en particular, en el que se producía una esquizofrenia entre las declaraciones radicales y una política real que le llevaba a oponerse al pacifismo y a la huelga general como medios de lucha frente a la guerraRobert Michels, Political Parties, Nueva York, Free Press, 1964 (1ª ed., 1911). . Como Michels no se cansó de repetir, ese proceso es resultado de la dinámica impuesta por el escenario democrático al propio funcionamiento de los partidos. Resulta completamente independiente de la buena o mala disposición de los políticos o de su particular psique, aun si, claro está, favorece a aquellos individuos mejor dotados para sobrevivir en ese ecosistema, a aquellos más apegados a la supervivencia política, menos proclives a cambios radicalesRandall Calvert, Models of Imperfect Information in Politics, Nueva York, Harwood Academic Publishers, 1986; John Ferejohn y James Kuklinski (eds.), Information and Democratic Processes, Urban, University of Illinois Press, 1999 (1ª ed., 1990). . La ciencia política contemporánea ha refinado estos resultados y hasta dispone de una teoría al respecto sobre la «selección adversa» de los dirigentes, pero, en lo esencial, el mecanismo opera en los términos descritos y, para lo que aquí interesa, su consecuencia, por la vía de la selección de las élites partidistas, es el dilema entre el funcionamiento eficaz del partido en el mercado político y el mantenimiento de una identidad política comprometida con propuestas radicales.

Las tensiones anteriores no resultan incompatibles con la historia que Eley nos cuenta. Pero es cierto que ni siquiera se acomete el intento de buscar explicaciones de esta naturaleza. Hay en su obra una cierta resistencia a echar mano de la teoría social que no sé si es la mejor disposición, sobre todo cuando se están estudiando procesos históricos del alcance del que le ocupa, entre otras razones porque, por lo general, esa disposición acaba por recalar en una suerte de teorización a bote pronto que no resiste el análisis. Desde Braudel, por lo menos, sabemos que la teoría social es de mucha ayuda para entender la longue duréeFernand Braudel, «L'histoire et sciences sociales: la longue durée», Annales, 4, octubre de 1958.. Sería injusto reprochar a Eley que no atienda a los desarrollos sobre los subproductos sociales, sobre aquellas cosas que se consiguen mientras se persiguen otras y precisamente porque se persiguen otras, por más que en ese camino se habría encontrado en la agradable compañía de la consejista Rosa Luxemburg, una revolucionaria con tesis muy queridas por Eley, pero no lo sería tanto pedirle una mayor atención a la fecunda teoría sobre las revolucionesAl modo de las investigaciones de Charles Tilly sobre los procesos revolucionarios: Grandes estructuras, procesos amplios, comparaciones enormes, Madrid, Alianza, 1991. que seguramente habría ayudado a mejorar la anatomía de muchas de sus explicaciones, de muchas de sus apelaciones a los fervores revolucionarios «del pueblo» o a la falta de espíritu de los dirigentes políticos.

Creo que la historia que nos cuenta Eley, sin muchas modificaciones, tampoco de sensibilidad, podría vertebrarse mejor atendiendo a las coordenadas que dibujan las cuatro tensiones anteriores, tensiones, no se olvide, relacionadas con la biografía de la izquierda y con la consolidación de la democracia. En lo esencial, aunque sin énfasis, sus avales empíricos están en Un mundo que ganar; porque lo cierto es que sus diagnósticos, aunque toscos, y aunque la tosquedad es vicio grave en las tareas de reflexión, me parecen, en lo esencial, atinados. La propia lucha política en una democracia de representantes cimentada en el Estado-nación parecía abocar a los socialistas a la paradoja de que sus avances los alejaban de sus objetivos. En su disculpa quizá se puede invocar la propia «inconsciencia» de los protagonistas acerca de los procesos que desencadenaron y protagonizaron. Por lo demás, no estaban en la mejor disposición para percibir esa dinámica. Durante mucho tiempo, mientras creyeron que el capitalismo, en virtud de sus propias fuerzas endógenas, estaba condenado a desaparecer en dirección al socialismo, estos dilemas resultaban irrelevantes. Se trataba de esperar, en la mejor posición, a que el fruto maduro cayera. Pero cuando se empezó a ver que las cosas no eran de ese modo, y Bernstein lo vio bien pronto, la retórica de la revolución, la de Kautsky, confundía más que aclaraba y, a medio plazo, resultaba insostenible. Al final, de un modo u otro, la socialdemocracia tuvo que «igualar con la vida el pensamiento», por decirlo con Fernández de Andrada. Desde el otro lado, precisamente allí donde la ausencia de conquistas democráticas no daba ocasión a la aparición de los dilemas, en Rusia, se podía constatar lo mismo: que no cabía sentarse y esperar. La Europa socialista se quebró durante no pocas décadas, para acabar por disolverse en diversas versiones de la socialdemocracia hasta acabar, en el pesimista diagnóstico de Eley, por desaparecer. Su confianza en la nueva izquierda, la que emerge de los movimientos de derechos civiles, el pacifismo, el feminismo o los activistas antiglobalización, ya no es tesis historiográfica y, de momento, no es asunto resoluble desde la empiria, ni siquiera conjeturalmente sino, por utilizar ahora la fórmula de Gramsci, optimismo de la voluntad, apenas embridada por la inteligencia.

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