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Cortesanos y pedantes

GALILEO CORTESANO. LA PRÁCTICA DE LA CIENCIA EN LA CULTURA DEL ABSOLUTISMO

Mario Biagioli

Katz, Madrid

Trad. de María Victoria Rodil

486 pp.

33 €

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Este libro surgió hace quince años al calor de los estudios sociológicos de la historia de la ciencia de los años ochenta. En su día fue novedoso y provocador; pero, como el tiempo no pasa en balde, sus virtudes se han hecho más triviales y sus vicios se han tornado más prominentes. La idea de fondo es que los científicos y las instituciones científicas de la primera mitad del siglo XVII, si es que existían, no eran como ahora. Y lo mismo cabe decir de los modos de argumentar y justificar las teorías. En consecuencia, la implantación social de los estudiosos de la naturaleza dentro del sistema de mecenazgo determinaba esencialmente el trabajo realizado.

En el caso particular de Galileo, la tesis es que el hecho de que pasase casi la mitad de su carrera como matemático y filósofo de la corte de los Médicis en FlorenciaGalileo pasó veintitrés años de cortesano, desde el descubrimiento de los satélites de Júpiter en 1610 hasta su condena en 1633 por sostener la herejía copernicana. Los veinticinco anteriores a su actividad cortesana y los nueve posteriores los dedicó a estudios matemáticos y mecánicos propios. definió radicalmente su trabajo. Y eso no ya en aspectos externos, como la financiación o las funciones consultoras asociadas al cargo, lo que se expone brillantemente, sino especialmente en cuestiones internas y científicas, como el compromiso con el copernicanismo, lo que se defiende con menos fortuna.

Galileo fue llamado en 1610 a la corte florentina cuando ya tenía cuarenta y seis años. Venía de la Universidad de Padua, donde trabajaba como matemático (las ciencias matemáticas incluían también la astronomía, la mecánica, la hidrostática, la teoría de máquinas, la música, la óptica y, en general, todo cuanto podía abordarse con ayuda de la geometría). Las matemáticas se enseñaban en las facultades preparatorias para las profesionales (leyes, teología y medicina), por lo que sus profesores estaban subordinados a los «filósofos», cobraban mucho menos y sus habilidades se consideraban como algo mecánico y menestral más que liberal y noble. De ahí que Galileo se dedicase a ganar dinero como diseñador de aparatos e instructor de jóvenes en matemáticas prácticas (y a hacer horóscopos, una tarea matemática dependiente de la astronomía). Las matemáticas aplicadas a la técnica fueron una de las corrientes renacentistas que contribuyeron a la ciencia moderna, pero como practicante de las mismas en su etapa universitaria Galileo casi no publicó nada, exceptuando un manual de instrucciones para su compás geométrico y militar de uso topográfico. Sin embargo, llevó a cabo investigaciones notables sobre cosmología, el movimiento y su conservación, la caída de graves, el período de los péndulos y la teoría de las máquinas, temas sobre los que no se preocuparía en publicar nada hasta el final de sus días, tras el lapso cortesano. Son trabajos experimentales de física matemática, articulados al modo de Euclides con teoremas y demostraciones efectivas, y además en latín, el idioma universal. Podemos verlos en sus Discorsi de 1638. Frente a ellos, el Diálogo de 1632, al final del período cortesano, y causa de su caída en desgracia, está escrito en buena prosa italiana, intentando enmascarar lo arduo de algunos argumentos matemáticos para no parecer pedante.

Así pues, Biagioli se centra en el período cortesano de Galileo, extendiéndose en el primer capítulo, de forma brillante aunque premiosa (más de cien páginas), sobre la estructura social del mecenazgo. Dada la inexistencia de instituciones específicas para la ciencia, y dado el carácter elemental y subordinado de los estudios de matemáticas en la universidad, el trabajo científico se realizaba bajo el patrocinio de nobles y cortes, con una lógica ritual y emblemática especial orientada a la afirmación del poder del mecenas, comúnmente ajena a los objetivos propios del desarrollo de la ciencia. Por ejemplo, Galileo fue llamado a Florencia tras dedicar a Cosme II los satélites de Júpiter, los cuatro primeros cuerpos celestes descubiertos en la historia, ligando así a la casa de Médicis con los cielos eternos y creando una mitología dinástica de la que estaba necesitada, ya que los Médicis habían sido antaño vulgares comerciantes y el gran ducado tenía sólo cuarenta años de antigüedad. A los Médicis, por supuesto, se les daba una higa el copernicanismo y la caída de los graves, y tenían a Galileo como creador de emblemas, ornato y entretenimiento de corte, pues sus únicas funciones eran las de acudir a los banquetes con invitados notables para entretenerlos con gemas, novedades y curiosidades civiles, sin aburrir ni dar la lata con demostraciones y tecnicismos, propios de los pedantes.

Las consultas de los príncipes a los científicos daban lugar a polémicas envenenadas entre estos plebeyos litigantes, aunque los cortesanos las veían como justas o competiciones deportivas en las cuales lo bonito eran las fintas y jugadas sorprendentes del ingenio antes que el logro de un resultado firme, algo que no interesaba a los nobles sino tan solo a los servidores que debían hacer funcionar las cosas. Por estos juegos Galileo cobraba mil escudos anuales de los fondos de la Universidad de Padua, dependiente del gran duque, y no directamente de éste, lo que sería una grosería: las gracias de Galileo y la apertura de las puertas del palacio de Cosme aparecían como dones gratuitos. Ese sueldo era casi tres veces el de los artistas mejor pagados, vez y media el del primer secretario e igual al del mayordomo mayor del Estado, viéndose tan solo superado por algunos cargos como los comandantes de infantería, artillería y marina, que podía alcanzar los dos mil quinientos. Los desafíos y polémicas entre aspirantes y meritorios eran constantes, por lo que la carrera de Galileo se vio continuamente dirigida por ellas. Sus trabajos de este período siguen la dirección marcada por las consultas de los príncipes y las consiguientes polémicas, frecuentemente iniciadas en las sobremesas. Ese es el origen de todos sus escritos: los tratados sobre los cuerpos flotantes, sobre las manchas solares, sobre la conciliación de las Escrituras con el movimiento de la Tierra, con su secuela de la teoría de las mareas para apoyar tal movimiento, sobre los cometas, incluido El ensayador, y, finalmente, la polémica entre geocentrismo y heliocentrismo del Diálogo sobre los dos máximos sistemas. El desapego del mecenas por el resultado cognoscitivo de la discusión, cuando no su interés positivo por que no hubiera un desenlace desagradable (como en el caso del Papa con el movimiento terrestre) hacía que se diese más importancia a la forma que al fondo, dejando siempre a favoritos y validos al borde de la caída, una figura bien tipificada en la época y bien ejemplificada por el propio Galileo cuando, tras la muerte de Cosme II, se buscó el patrocinio del primer príncipe italiano, el Papa de Roma, quien lo fulminó cuando su tabarra copernicana le creó problemas con los jesuitas y la facción proespañola de la curia.

Es una pena que el enfoque provocador de Biagioli se vea afeado por un desarrollo premioso, verboso y errático que recurre al buen tuntún a cuestiones de varia lección, como los dones de Marcel Mauss o las peleas de gallos en Bali, y todo ello en una jerga sociológica medio técnica, ciertamente pedante, que se vale de «redes», «rituales», «legitimaciones» o «cajas negras» que el profano no entiende del todo, aunque se malicia que no añade nada a la descripción llana de las cosas. En cualquier caso, queda bien claro que la implantación cortesana de Galileo explica algunas características de su vida científica, como es atender a los problemas planteados por los príncipes curiosos más que por los colegas matemáticos, como Kepler. O como su tono galante, a menudo disperso, más que sistemático y demostrativo (algo que le criticará Descartes). Estos son los puntos fuertes de Biagioli quien, empero, no llega a convencer de que el oficio de cortesano llegase a afectar al núcleo científico del pensamiento de Galileo, como, por ejemplo, su compromiso con el movimiento terrestre. En efecto, pretende que Galileo nunca defendió públicamente el copernicanismo antes de hacerse cortesano en 1610, siendo esta condición la que lo habría alentado a decir cosas asombrosas y provocativas para hacer gracia a sus patrones y justificar su sueldo. Pero, en realidad, el compromiso público con el copernicanismo se produce en La gaceta sideral, terminada el 12 de marzo de 1610, cuatro meses antes de su nombramiento en la corte de Florencia el 10 de julio de 1610. Por más que Galileo buscase caer en gracia a Cosme II con su obra, la proclama de su copernicanismo se explica mejor por los descubrimientos astronómicos contenidos en ella que por el interés del gran duque en una doctrina sospechosa. Antes de 1610, los argumentos a favor del heliocentrismo o el geocentrismo eran muy indirectos y se basaban en el rendimiento diferencial de modelos geométricos complicados a la hora de generar los datos (las posiciones angulares de los astros). Sin embargo, ahora el telescopio ofrecía pruebas visuales y directas sobre la plausibilidad del heliocentrismo a todos cuantos tuviesen ojos en la cara, sin exigir conocimientos matemáticos complejos ni de otro tipo. Una de las dificultades del heliocentrismo era que obligaría a la Luna a girar en torno a una Tierra que debía girar por su parte en torno al Sol, y la existencia en el cosmos de dos centros parecía algo filosóficamente inadmisible. Pero, como señala Galileo, ahí tenemos no menos de cuatro lunas girando en torno a Júpiter, mientras éste da vueltas en torno a su centro (el Sol o la Tierra, a escoger) sin que pase nada. El descubrimiento, a finales de 1610, de las fases de Venus refutaba directamente el sistema geocéntrico y corroboraba el copernicano, la única alternativaMal que le pese a Biagioli, no hay un sistema astronómico de Tycho Brahe. Un conjunto dado de posiciones angulares puede generarse con diversos movimientos relativos de los cuerpos implicados si no ponemos restricciones físicas, por lo que la idea de Brahe de mover los planetas en torno al Sol y a éste en torno a la Tierra inmóvil podría dar lugar a un sistema equivalente al de Copérnico (y al de Ptolomeo); pero la verdad es que nunca construyó ese sistema. Ni él, ni nadie.. La explicación más sencilla y obvia de este compromiso copernicano son los descubrimientos más bien que los mecenas.

Otro argumento erróneo a favor del origen del copernicanismo de Galileo en el mecenazgo es la observación (pp. 166 y ss.) de que cuando éste presentó su catalejo al senado veneciano, lo ofreció como instrumento militar (para ver al enemigo sin ser visto) y no como un aparato científico procopernicano, como hizo al ofrecérselo a Cosme II. Sin embargo, el hecho es que Galileo presentó a los venecianos un aparato de ocho o nueve aumentos en agosto de 1609, meses antes de que en otoño observara la Luna y otros fenómenos celestes con otros más perfectos de veinte y treinta aumentos, con los que hizo los descubrimientos dedicados al gran duque siete meses después. No fue el mecenazgo, sino los hechos celestes, los que explican su conducta. El propio mecenazgo es resultado y no causa de los descubrimientos, unidos obviamente a su hábil utilización de Júpiter y satélites como emblema de Cosme I y los Médicis.

Las exageraciones para argumentar a favor de su tesis del mecenazgo son constantes, llevándole a errores filológicos. Aparte de creer que Suidas era un señor (página 369; en realidad Suidas o la Suda es una enciclopedia de varios autores), tiende a leer mal las fuentes. Como debe hacernos aceptar que los mecenas no se interesaban por la verdad, sino por el espectáculoEso que tal vez podría atribuirse a Cosme II, y sin duda al papa, no parece convenir en absoluto al príncipe Cesi, a Guidobaldo del Monte, a Leopoldo de Médicis, hijo de Cosme I, y a tantos otros italianos, por no mencionar a Federico II, Rodolfo II, nuestro triste Felipe II y tantos otros notables europeos genuinamente interesados por el saber, ya fuera teórico o práctico., ello le lleva a inventar que el príncipe Cesi habría reprochado a Galileo «haber adoptado un tono afirmativo [ex professo]» en el Discurso sobre los cuerpos flotantes, más bien que escéptico e hipotético, invitándolo a «utilizar en el futuro un estilo más suave» (p. 111). Pero Cesi no hace ninguna de esas dos cosas. En la carta a Galileo del 4 de agosto de 1612 le comunica, sin reproche alguno sobre el tono asertórico, que su tratado ha recibido la aprobación de los jueces sensatos, todos los cuales estiman «que no debería responder a nadie expresamente [ex professo] ni sobre estas ni sobre ninguna de las demás especulaciones u observaciones suyas, sino sólo en otros tratados»Le Opere di Galileo Galilei, ed. de Antonio Favaro, tomo XI, p. 370.. Nada se dice de usar un tono más suave.
En otra ocasión (p. 314) señala que en junio de 1611 Galileo y Ciampoli volvían de Roma a Florencia «muy contentos con el reconocimiento obtenido en Roma», y cita en apoyo la carta de Piero Guicciardini, embajador florentino en Roma, al secretario Belisario Vinta. Sin embargo, el embajador se limita a anunciar la partida de Galileo y a señalar que lo ha acogido y atendido en su casa como corresponde a un servidor del gran duque. De alegría, nada; y hay serias dudas de que Galileo estuviese contento con el homenaje que los jesuitas se habían dado a sí mismos so color de celebrar los éxitos de Galileo en cuestiones celestes e hidrostáticas.

También exagera la función del mecenazgo en la disputa de los cometas. Argumenta muy bien las motivaciones de Galileo al entrar en la polémica para no perder la primacía como consultor de nobles en materias astronómicas, dejándoles el terreno a los jesuitas, que ansiaban sustituirlo como árbitros de los cielos. Pero para hacerlo no es necesario rebajar la importancia de los elementos científicos, como el argumento de Brahe de que los cometas falsan a CopérnicoBrahe pretende que, según el sistema copernicano, los cometas en la oposición al Sol (a 180° de él vistos desde la Tierra) deberían retrogradar (moverse hacia Occidente), cosa que no hacían. Véase Carlos Solís, «Los cometas contra Copérnico: Brahe, Galileo y los jesuitas», Theoria, vol. 16, núm. 41 (mayo de 2001), pp. 353-385.. Aunque en la página 347 cita una carta de Ludovico Ramponi en que pregunta a Galileo sobre qué opina de esta dificultad anticopernicana, trata de desestimar su importancia señalando: «hasta donde se sabe, en toda la correspondencia de Galileo no hay más epístolas dedicadas especialmente a este tema». Pero sí hay. Casi un año más tardeEl 21 de mayo de 1612 (Opere, XI, p. 300). La anterior es del 23 de julio de 1611 (Opere, XI, p. 161)., Ramponi insiste en la resolución de esta crítica para establecer el sistema copernicano. Esa insistencia, unida a la carta de Giovanni Battista Rinuccini sobre el uso anticopernicano de los cometasDel 2 de marzo de 1619 (Opere, XII, p. 443)., que Biagioli conoce perfectamente, hace que éste no sea un rumor inconspicuo, sino un flagrante problema teórico real. «Algunos aparte de los jesuitas –señala Rinuccini– propalan la noticia de que esto [el argumento de los cometas] echa por tierra el sistema de Copérnico». Para subrayar las razones sociales de prestigio que movían a Galileo no es necesario eliminar las motivaciones teóricas, especialmente cuando el decreto de 1616, que declaraba herético el heliocentrismo, le impedía defender abiertamente a Copérnico.

Hay más libertades con los textos. Por ejemplo, para subrayar la importancia emblemática de La gaceta sideral y corroborar lo acertado de su análisis del mecenazgo en el que los dones de los clientes no eran dones, sino que eran algo que se les debía a los príncipes absolutos, afirma que en dicha obra «Galileo borra con una asombrosa modestia todo rastro de sí mismo como autor del excepcional descubrimiento de los satélites de Júpiter» (p. 77). Esto técnicamente se llama «el borramiento de la voz autoral». Cualquiera que eche un vistazo al frontispicio del libro verá que lo que se da más bien es «el griterío de la voz autoral», pues proclama en cuerpo mayor que él, «Galileo Galilei, Patricio Florentino», ha ingeniado un anteojo con el que ha visto las maravillas admirables que pasa a enumerar. Pero es que, tras el pasaje de la dedicatoria de los satélites a los Médicis, dice: «Yo he explorado estas estrellas desconocidas por todos los astrónomos anteriores», y «¿por qué me habría de disputar alguien el derecho a […] llamarlos astros mediceos?». No hay borramiento que valga, sino reclamación del derecho de bautismo del descubridorVéase mi edición de Galileo Galilei, La gaceta sideral, Madrid, Alianza, 2007, pp. 41 y 46..

También exagera otros detalles para hacer encajar los textos o pasajes matemáticos de Galileo en su esquema de lo que debería hacer un cortesano frente a un pedante. El Discorso sobre los cuerpos flotantes es un tratado arquimediano y, por tanto, mecánico y matemático. El propio Benedetto Castelli, discípulo de Galileo, dice que el contenido matemático de la obra dificulta su comprensión por parte de los filósofos. Pero Galileo va más allá de Arquímedes al tomar en consideración las fuerzas operantes según el sistema hidrostático en cuestión, con lo que recurre al concepto de momento. Incomprensiblemente, Biagioli toma ese uso como indicio de que Galileo está actuando como filósofo y no como matemático, siendo así que el concepto de momento está tomado de la mecánica, que es una ciencia matemáticaVéanse las definiciones de Galileo en su tratado Le mecaniche, compuesto hacia 1593 pero publicado en 1634 (ambas fechas fuera del período cortesano); Opere, II, p. 159. .
No quisiera multiplicar las insuficiencias históricas y filológicas de este libro, ni menos aún dar la lata al lector con sus insuficiencias filosóficas, como las cometidas con el concepto de inconmensurabilidad que, de una relación semántica entre taxonomías o sistemas conceptuales, se convierte en una mucosidad sociológica que «surge con el proceso de identidades socioprofesionales» (p. 270, aunque dedica al tema todo el capítulo 4, titulado «La antropología de la inconmensurabilidad», cuarenta páginas en su mayoría prescindibles para nuestro tema). Y no desearía hacerlo, porque con la debida moderación, y sin exagerar, el libro tiene cosas muy interesantes que decir.

Pero los males nunca vienen solos y la traducción afea más aún la obra. Lejos de mí en estos tiempos de globalización criticar al español de Indias, y más aún si viene de Argentina, país que ha dado los mejores escritores y excelentes tenistas. Algunas cosas chuscas tal vez puedan deberse a esto, como traducir «soretes» en lugar de «los mierdas» (p. 152), «no se debe opacar» por «no se debe olvidar» (p. 72), «expedirse» por «adoptar una postura clara» (p. 113), «hacer de cuenta» por «fingir» (p. 115), «receso filosófico» por «retiro filosófico» (p. 129), etc. Tampoco vamos a criticar en estos tiempos de multisexualidad que haya convertido dos veces a «San Cosme» en «Santa Cosma» (p. 160); pero otras cosas están sencillamente mal, como «levantar agua» por «achicar» (p. 21), «ritos de pasaje» (como si se tratase de enseñar el billete) por «ritos de paso» (p. 40), «filósofo naturalista» por «filósofo natural» o «físico» (p. 81), «una suposición naturalizada» por «una suposición natural» (p. 85), «funcionarios jerárquicos de la Iglesia» por «altos funcionarios de la Iglesia» (p. 100), «virtudes morales» por nuestras castizas «virtudes cardinales» (p. 145). A veces no ignora el idioma, sino de lo que habla, como cuando traduce que el agua «pierde parte de su peso» [por el principio de Arquímedes] en lugar de que lo pierda el cuerpo sumergido en ella (p. 250), o como cuando dice que el tamaño de los cometas no es muy grande, cuando de lo que se habla es de que su tamaño no se ve aumentado por el telescopio (pp. 333 y 342), o cuando inventa que Zollern «le escribió a Galileo», cuando en realidad se lo dijo de palabra (431). Hay un esfuerzo por ofrecer las traducciones al español de los libros citados, pero no se comprueban los datos. Por ejemplo, la carta a Ingoli no ha sido traducida en el libro de Koyré, Del mundo cerrado (p. 96); el libro de Stillman Drake, Galileo at Work, no es el traducido en Alianza con el título Galileo (p. 20); la Conversación [Dissertatio] de Kepler no es «las Conversaciones» (p. 83). Finalmente, no cita las mejores traducciones: menciona el incompetente Diálogo de Aguilar y no el de Antonio Beltrán en Alianza, o el Novum Organum de nosequién en lugar del excelente de Miguel Ángel Granada, también en Alianza.

Los editores deberían cuidar más las traducciones pero, en cualquier caso, los cuadernillos del libro están muy bien cosidos.

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