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Un mito

Galileo, ciencia y religión

ANTONIO BELTRÁN-MARÍ

Paidós, Barcelona

320 págs.

15,03 €

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Si mitos ha habido en la historia de la ciencia, uno de ellos es, sin duda, el de Galileo Galilei. Hablo en pasado, pues ya hace décadas que la mitificación de los grandes descubridores de los secretos y verdades de la naturaleza ha ido perdiendo fuerza entre historiadores y filósofos. Como contrapartida de este proceso desmitificador, los protagonistas de nuestro pasado científico han ido ganando peso como espejos de complejas situaciones históricas en las que la ciencia, como forma de cultura, se ha encontrado en el centro de relaciones de poder, de poder académico, político, intelectual, religioso. La rigurosa narración e interpretación del caso Galileo elaborada por Antonio Beltrán es una excelente muestra de equilibrio entre estos dos extremos de la balanza.

Comprender la innovación científica llevada a cabo por Galileo exige bucear en el pensamiento en el que se formó y al que progresivamente se fue enfrentando. Y precisamente con esta tarea se abre el libro de Beltrán, con una breve y clara presentación de la física aristotélica. Pero lo más probable es que un comienzo tan «inocente» no haga sospechar lo que se avecina en los capítulos posteriores, que interpretan los textos y los avatares que se sucedieron desde las primeras investigaciones del científico pisano hasta su condena en 1633. Y no sólo hasta esa fecha, pues el caso Galileo ha seguido abierto desde entonces y no ha dejado de estarlo en las últimas décadas, en especial desde que en 1979 Juan Pablo II pusiese en marcha la tan discutida «rehabilitación de Galileo», solicitando a los historiadores y a la propia Iglesia una reflexión «serena y objetiva» que pronto empezó a dar sus frutos en forma de una abundante literatura cuya etiqueta de «apologética» ya pocos ponen en duda. Así, tras una hábil tarea de desenmascaramiento, lo que se abría como una clásica presentación histórica de la ciencia galileana, se cierra con una personal, crítica y valiente reflexión sobre la posibilidad de un diálogo entre ciencia y religión.

La publicación en 1543 del De revolutionibus orbium coelestium de Copérnico, donde proponía su nuevo modelo heliocéntrico, suscitó inmediatamente la necesidad de tomar partido por una interpretación epistemológica: ¿se trataba de una mera hipótesis astronómica, es decir, matemática, en un contexto científico en el que la matemática no coincidía con la física? ¿O, por el contrario, Copérnico creía que realmente, físicamente, el Sol, y no la Tierra, era el centro de rotación del resto de los astros? La Iglesia y la mayoría del mundo académico defendieron la versión instrumentalista, matemática, y como tal fue aceptada durante décadas sin necesidad de censuras. Pero pronto se levantaron voces reclamando una interpretación cosmológica y física. Mas si se aceptaba la imagen cosmológica heliocéntrica, se hacía necesario construir una nueva física que reemplazase a la aristotélica. Primero, la aceptación de un nuevo modelo del cosmos y, después, la creación de una nueva ciencia del movimiento: este es el guión mayoritariamente seguido en las presentaciones de la llamada «revolución astronómica». Y en parte es cierto, pero necesita matizaciones, sobre todo cuando ese guión se aplica a la trayectoria científica de Galileo, a menudo presentado como un geocentrista convencido que sólo a partir de sus observaciones telescópicas de 1610 se convierte al copernicanismo y empieza entonces a construir la nueva física que quedará reflejada en el Dialogo y los Discorsi.

Frente al Galileo que decide construir una nueva física para un nuevo cosmos heliocéntrico, el Galileo que nos presenta Beltrán se inclina por el copernicanismo «porque le permite explicar "muchos fenómenos naturales" que el geocentrismo no puede explicar». Lo cual no quiere decir que Galileo no estuviese convencido de que los principales problemas a los que se enfrentaba el copernicanismo eran las objeciones físicas a la posibilidad del movimiento terrestre, sino que ya mucho antes de tomar decididamente partido por el nuevo sistema heliocéntrico había emprendido una revisión de la física que le situaba, en palabras de Beltrán, «en los límites de la educación tradicional». Es decir, que cuando hizo sus primeras declaraciones copernicanas, Galileo «ya tenía los fundamentos de una nueva física» que aspiraba a tener la certeza de las demostraciones matemáticas. ¿Habría sospechado Galileo el uso y abuso por parte de detractores y apologetas católicos de su propia aspiración a una ciencia que para serlo había de estar construida con «demostraciones ciertas»? Pues fue, y es, precisamente la imposibilidad (en el contexto científico de la época) de una demostración concluyente de la verdad del modelo heliocéntrico el arma que las jerarquías eclesiásticas de la época, y los intérpretes católicos del caso han utilizado insistentemente para salvaguardar la legitimidad, cientificidad y racionalidad de las acusaciones contra Galileo. La Iglesia, se nos ha contado en múltiples ocasiones, no se enfrentaba a la ciencia; es más, quería «buena ciencia», ciencia demostrada, y haberse dejado convencer por originales pero sólo probables opiniones filosóficas habría sido un gesto de imprudencia e irracionalidad «temeraria». La crítica a estas estrategias interpretativas, cargadas de retórica (recordemos que si el heliocentrismo no era demostrable tampoco lo era el geocentrismo) es uno de los principales nodos alrededor del cual se articula el libro de Beltrán, cuya posición queda bien clara cuando afirma que «Galileo utilizaba la retórica para legitimar su posición y sus tesis científicas. Sus adversarios utilizaban la retórica de la demostración para legitimar su imposición y su poder».

Ya en el segundo capítulo del libro encontramos una presentación de los elementos esenciales del conflicto entre Galileo y la Iglesia, pero antes de sacar su artillería pesada para cargar contra irregularidades, ambigüedades y trampas del proceso a Galileo tenazmente veladas y justificadas por la literatura apologética, Beltrán dedica unas densas páginas a analizar los problemas internos y los puntos oscuros de la cosmología galileana. ¿Cómo es el universo de Galileo? ¿Ha superado realmente la distinción aristotélica entre mundos sublunar y supralunar? ¿Qué hace del mundo un mundo ordenado? ¿La física arquimediana ha sido capaz de hacerle abandonar completamente la física de los elementos? ¿Consiguió la física galileana, como pretendía Koyré, una completa desontologización del movimiento? El lector que espere respuestas claras y concluyentes a estas preguntas probablemente se sentirá decepcionado, sobre todo el lector que todavía conserve el mito de un Galileo «modernamente» coherente, sin contradicciones ni ambigüedades. El análisis de Beltrán saca a la luz el carácter caótico y a menudo confuso de las argumentaciones galileanas cuando se trata de dar respuesta a este tipo de cuestiones, sus propios obstáculos conceptuales y el peso de la tradición. Revoluciones, sí, pero lentas y fatigosas, parece decirnos Beltrán, con un Galileo que «está tan lejos –o tan cerca– de la cosmología tradicional como de la moderna». Además del interés que de por sí tiene plantearse una investigación de este tipo, de ello se derivan reflexiones que atañen directamente a nuestra forma de entender el pasado científico. «¿Vivió Galileo en la incoherencia?», se pregunta Beltrán. «No parece que Galileo sintiera o creyera que sus ideas […] eran incoherentes entre sí. Él estaba convencido de disponer de un conjunto de generalizaciones que daba una explicación coherente de la naturaleza. En este sentido, Galileo no vivió en la incoherencia. Así pues, son nuestras categorías historiográficas las que pueden denunciar incoherencia en su pensamiento.» Una justa llamada a realizar una historia «desde atrás», o por lo menos desde el entonces. Mas este modo de enfrentarse al pasado, me pregunto, ¿ha de impedirnos reconocer las incoherencias? ¿No forman parte éstas, junto con las dudas, los obstáculos conceptuales y empíricos y las contradicciones parte esencial de la investigación científica? Cierto que hay contradicciones derivadas de nuestra perspectiva actual, y frente a ellas el historiador ha de estar atento, pero también la historia tiene sus propias contradicciones, que no por serlo dejan de ser enriquecedoras.

La polémica está servida, pero el verdadero plato fuerte de este Galileo, ciencia y religión llega cuando Beltrán empieza a narrar y analizar los elementos, motivaciones y estrategias que desembocaron en la condena de 1633. Y lo hace en un alarde de equilibrio entre atención a las fuentes de la época e interpretaciones historiográficas del caso. Los enfrentamientos arrancaron en 1610, cuando Galileo interpretó sus observaciones telescópicas como descubrimientos favorables –que no demostraciones– a la verdad de la cosmología copernicana. La peligrosidad de la afirmación del movimiento de la Tierra, que contradecía las Sagradas Escrituras, empezó a tomar fuerza y llegaron las primeras acusaciones. Las cosas se agravaron cuando Galileo no resistió la tentación de entrar en el terreno de la teología en una carta a Castelli en 1613 en la cual sostenía que la ciencia podía contribuir a aclarar el significado de los textos bíblicos cuando de cuestiones naturales se tratase. Gran osadía en tiempos de Contrarreforma, cuando la absoluta autoridad interpretativa de la Biblia se había convertido en el símbolo del poder papal y de la ortodoxia. A partir de ese momento se desencadena una tormenta de actividad a favor y en contra de las afirmaciones galileanas y del copernicanismo: viajes, negociaciones, apologías, pero también cartas modificadas, contradicciones documentales, preceptos de dudosa autenticidad. En 1616, la Congregación del Índice prohíbe el libro de Copérnico y todos aquellos que defiendan la centralidad del Sol y el movimiento de la Tierra como verdaderos y no como puras hipótesis matemáticas. Galileo no es mencionado explícitamente, pero sí llamado al orden. Llegados a este punto, el libro de Beltrán ofrece una de sus principales aportaciones: la revisión de los términos en los que la Iglesia impuso sus condiciones a Galileo. ¿Fue sólo amonestado o realmente recibió un precepto de abstenerse de enseñar o defender «de ningún modo», ni realista ni hipotéticamente, la teoría copernicana? ¿Tuvo lugar realmente ese precepto o fue un documento fraudulento, redactado realmente en 1632, cuando la Iglesia buscaba ya desesperadamente motivos inculpatorios para acusar a Galileo? No se trata en absoluto de un puro ejercicio de erudición documental: está en juego la legitimidad de los procedimientos inquisitoriales, y no es una casualidad que los historiadores cercanos a la Iglesia hayan insistido hasta la saciedad para justificar la autenticidad y regularidad del misterioso «precepto».

Si hay razonables sospechas de irregularidad por parte de las autoridades eclesiásticas en sus actuaciones de 1616, el posterior desarrollo del caso no hace sino incrementarlas. La subida al poder pontificio de Urbano VIII en 1623 hizo concebir esperanzas de libertad filosófica a aquellos que creían que había llegado el momento de emprender una profunda revisión de la ciencia. Quizá demasiadas esperanzas. Galileo empieza a trabajar en lo que será su Diálogo sobre los dos máximos sistemas. En 1630 el manuscrito está listo y es entregado a las autoridades romanas. El relato que hace Beltrán de los avatares que se sucedieron a partir de entonces es minucioso y, diría, emocionante. Una larga serie de revisiones, correcciones y condiciones para la publicación del texto. Y, finalmente, la autorización. Todo parece estar en orden: Galileo ha respetado las condiciones de los censores, los cuales parecen satisfechos. Incluso ha insistido en que no podía afirmarse que existiese una demostración de la verdad del movimiento de la Tierra, siguiendo así los límites impuestos por la versión hipotética del copernicanismo defendida por la Iglesia. Pero, de repente, en 1632, algo sucede y las tornas cambian: se ordena el secuestro de los ejemplares ya publicados y se emprenden revisiones más minuciosas. ¿No eran suficientes las realizadas durante dos años? ¿Qué había pasado? ¿Qué se escondía tras las nuevas acusaciones? Lo cierto es que en esos meses la Iglesia buscó desesperadamente cargos para inculpar a Galileo. No que los tuviese, sino que los buscaba. ¿Sería demasiado osado decir que los inventaba? Beltrán es osado, pero razonablemente osado, ya lo deja claro él mismo casi al final del libro, cuando frente a las tesis «políticamente correctas», irónicamente dice: «yo personalmente prefiero alcanzar el nivel del error». Así, después de ir desenredando la madeja, se llega a la cuestión de fondo: por qué y cómo fue condenado Galileo. La tan proclamada limpieza, legitimidad y cientificidad de las actuaciones eclesiásticas se tambalea a los ojos de Beltrán: «la corrección de los argumentos de Galileo o la solidez de sus demostraciones tenían poco que ver con el asunto», escribe unas líneas después de afirmar que «en una dictadura, la legalidad y el rigor jurídico no constituyen una garantía sólida para alguien que ha caído en la máquina represora».

Ya en su día Galileo había hecho notar a la Iglesia cuán peligroso podría ser para ésta obstinarse en condenar afirmaciones sobre la naturaleza que con el pasar del tiempo la ciencia podría demostrar como verdaderas. Y así sucedió en el caso del movimiento de la Tierra. Se planteó entonces el problema de cómo autorizar el condenado heliocentrismo y «a la vez, salvaguardar el crédito de la Santa Sede». El proyecto de «rehabilitación de Galileo» impulsado por Juan Pablo II en 1979 ha sido la muestra más reciente de la persecución de este objetivo, mas el libro de Beltrán dedica un interesante capítulo a analizar sus antecedentes, en especial las discusiones que tuvieron lugar entre 1820 y 1823. Son páginas que describen lo que el propio Beltrán califica de «orgía apologética» y que dejan claro que el caso Galileo no es un evento de la historia de la ciencia encerrado en unos años del siglo XVII , sino que ha seguido abierto hasta nuestros días, constituyendo una especie de lupa que concentra los rayos de las tensiones entre el poder, la ciencia y la religión.

Como conclusión de los trabajos realizados durante más de una década por la comisión pontificia encargada del caso, Juan Pablo II afirmaba en 1992 que frente a la imagen «de Galileo como símbolo del supuesto rechazo del progreso científico por parte de la Iglesia» y a la «idea de que existe incompatibilidad entre el espíritu de la ciencia y su ética de la investigación, por un lado, y la fe cristiana, por otro […]: las aclaraciones aportadas por los estudios históricos recientes nos permiten afirmar que este doloroso malentendido pertenece al pasado». Lo cierto es que calificarlo de malentendido, por muy «doloroso» que se le añada, no deja de tener su gracia, por muy ácida que ésta sea. Suficiente para hacernos concebir fuertes sospechas, y aquí Beltrán no tiene demasiadas dudas, de que la eclesiástica «rehabilitación de Galileo» planteaba, en realidad, una «autorrehabilitación por parte de la Iglesia católica».

Así que, después de todo, nunca existió un verdadero conflicto entre ciencia y religión. Después de examinar la trayectoria histórica del caso Galileo, tal afirmación provoca perplejidad, pero más interesante aún es observar cómo la tesis del conflicto ha ido perdiendo progresivamente fuerza hasta llegar a ser, en la actualidad, mayoritariamente negada. Y no sólo entre intelectuales e historiadores de filiación claramente católica. Con una reflexión sobre este tema se cierra el libro de Beltrán, que hace una oportuna distinción entre la religión entendida como «conjunto de creencias» y como «dogmas de las instituciones», es decir, como conjunto de elementos y estrategias de poder. En la primera acepción, esta es su opinión, la tesis de la falta de conflicto sería permisible, lo cual no deja de ser discutible, pero en todo caso se trataría de una cuestión de conflicto personal y de libre elección. En el caso de la religión institucionalizada, en cambio, Beltrán afirma rotundamente que el conflicto ha existido a lo largo de la historia y no ha dejado de estarlo en nuestros días, por mucho que desde diferentes frentes se insista en la posibilidad de un diálogo entre ciencia y religión. Las conclusiones de Beltrán están expresadas con fuerza, pero queda mucho por pensar y sería deseable que sus palabras se convirtiesen en un acicate para estimular la reflexión en un país y en un ambiente cultural en el que demasiadas cosas y demasiados casos tienden a ser archivados sin revisión. Pues es cierto que la religión se ha constituido y expresado históricamente como poder y ha impuesto sus decisiones políticas sobre la ciencia, pero no es menos cierto que las últimas décadas han investido a la ciencia de un poder que va más allá de sus descripciones y explicaciones de la naturaleza. Es un duelo de titanes, y el diálogo entre poderosos no suele ser limpio.

Para acabar, yo habría sugerido a Beltrán una dedicatoria de su libro: a quienes insisten en preguntar para qué sirve la historia de la ciencia, o la historia en general.

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