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El Factor X, amenazado

El fin del hombre. Consecuencias de la revolución tecnológica

FRANCIS FUKUYAMA

Ediciones B, Barcelona

Trad. de Paco Reina

410 págs.

21 €

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Francis Fukuyama se ha revelado como un ardiente conservador biológico. «¿Qué es lo que queremos proteger de los futuros avances en biotecnología?», pregunta, y responde que «La respuesta es: queremos proteger todo el ámbito de nuestras naturalezas complejas y evolucionadas frente a los intentos de automodificación. No queremos perturbar ni la unidad ni la continuidad de la naturaleza humana y, con ello, los derechos humanos que se basan en ella». Su tesis es sencilla y persuasiva. La naturaleza humana existe. Es la única garantía de nuestra continuidad y estabilidad como especie. La biotecnología amenaza con alterar esta naturaleza de un modo fundamental. Debe, por tanto, controlarse y regularse por medio de nuevas instituciones estatales.

Por venir de un pensador tan influyente como Fukuyama, se trata de una afirmación importante y a la que ha de darse la bienvenida. En líneas generales, y sin lugar a dudas, tiene razón. Pero, en detalle, su tesis adolece de dos puntos débiles importantes y cada vez más familiares, característicos de su obra desde que la publicación de El fin de la historia y el último hombre (1992) lo convirtiera en una estrella de congresos celebrados en todo el mundo. En primer lugar, el optimismo estructural en el que se basa su posición es poco convincente y, en segundo, la posición en su conjunto socava la tesis del fin de la historia que, insiste, sigue defendiendo.

Para Fukuyama hay cuatro modos en los que la biotecnología amenaza a la humanidad. En primer lugar, al aportar mayor información genética sobre las diferencias de grupos, subvertirá las nociones de igualdad y nos atraerá hacia modificaciones y mejoras que pueden resultar desastrosas. Supongamos, por ejemplo, que conseguimos comprender tan bien las raíces de la homosexualidad que pudiéramos desarrollar una píldora inofensiva para madres embarazadas que «masculinizara» el cerebro del feto. Esto está lejos de ser una posibilidad remota o improbable. Aunque en un futuro cercano las personas puedan ser tolerantes con la homosexualidad, es posible que también la consideren, al igual que ser calvo o bajito, como una condición «peor que óptima». Las madres, con toda probabilidad, tomarían la píldora. Esto equivaldría, por supuesto, a un programa privatizado de eugenesia.

En segundo lugar, gracias a la neurofarmacología, la biotecnología está a punto de proporcionarnos medios exhaustivos de controlar la conducta humana. La prescripción masiva de Ritalin y Prozac, especialmente en Estados Unidos, es un presagio de futuro. El primero se receta generosamente a escolares que sufren supuestamente un «problema de déficit de atención». Se trata, como afirma Fukuyama, de una enfermedad inventada que segmenta un extremo de una distribución normal de la conducta y lo examina como un problema médico. Los chicos jóvenes no están programados para sentarse en las clases prestando atención. Muchos están inquietos. Poco dispuestos a tomarse el esfuerzo de utilizar métodos tradicionales para contener esta actitud, los padres y los profesores acuden al Ritalin, un contundente y brutal mazazo para partir una nuececita.

El Prozac resuelve los problemas de la vida elevando los niveles de serotonina en el cerebro. La serotonina potencia el más valorado de los atributos contemporáneos: la autoestima. Lo hace con la simple ingestión de una pastilla.

Históricamente, nos hemos sentido satisfechos con nosotros mismos –esto es, hemos tenido niveles altos de serotonina– porque habíamos hecho algo que valía la pena. Ahora eso ya no es necesario; es más, es absurdo. El Ritalin resuelve un problema inventado; el Prozac proporciona satisfacción sin coste alguno. Ambos medicamentos echan por tierra nuestra concepción de la humanidad. «Existe», escribe Fukuyama, «una simetría desconcertante entre el Prozac y el Ritalin». Esta simetría es, entre otras cosas, sexual. Las mujeres con una baja autoestima toman Prozac para conseguir una serotonina alta, el sentimiento «macho alfa». A los chicos se les da Ritalin para hacerlos más pasivos y dóciles, más femeninos. «Juntos, los dos sexos se ven empujados suavemente hacia esa personalidad andrógina intermedia, autosatisfecha y dócil socialmente. Este es el resultado actual y políticamente correcto en la sociedad estadounidense». Puede que el desarrollo de otras biotecnologías sea aún incierto, pero éste ya está modificando la naturaleza humana.

Hay una tercera amenaza, y sólo ligeramente más remota. Se trata de la prolongación de la vida. Valiéndose de titulares de periódicos, algunos genetistas ya nos han prometido la inmortalidad. Es más probable, sin embargo, que consigan ofrecer la prolongación –digamos hasta una media de edad de 150 años– a través, quizás, de la preservación de los telómeros, las terminaciones de los cromosomas que se acortan con la edad. El problema obvio es que esto puede mantenernos vivos sin aliviar muchos de los síntomas del envejecimiento. Se nos ofrecerá, por tanto, un largo período de infeliz incapacidad. Con las tasas de natalidad decrecientes en el mundo desarrollado, este período será difícil de sostener económicamente. Sin alguna forma de eutanasia obligatoria, los más jóvenes pasarán la mayor parte de su vida laboral simplemente pagando el cuidado de los mayores. La política se transformará, porque el número en constante aumento de votantes ancianos tendrá un poder electoral cada vez mayor. Asimismo, como las mujeres viven más que los hombres, la política se feminizará. Esto, afirma Fukuyama, amenazará la capacidad del mundo desarrollado para defenderse, ya que las mujeres son considerablemente menos tendentes al despliegue y el uso de la fuerza.

Algunos podrían ver esto como algo deseable. Pero está claro que Fukuyama no piensa así, lo que parece bastante razonable, ya que el mundo subdesarrollado, genética y farmacéuticamente empobrecido, seguirá siendo fuertemente masculino y, por tanto, belicoso. Además, como los ancianos no querrán ni morir ni ser apartados de buen grado, se pondrán en peligro las fuerzas regeneradoras normales de la sociedad.

Tenemos, por último, la ingeniería genética. Es algo que sigue siendo una posibilidad remota, ya que la aparente sencillez del funcionamiento del ADN ha resultado ser una ilusión. Aunque podamos haber secuenciado el genoma humano, parece que estamos aún a décadas vista de entender el lenguaje en el que está escrito. Sin embargo, la clonación de la oveja Dolly, entre otros muchos avances, indica que puede que sea posible decir unas pocas frases titubeantes mucho antes de expresarnos con fluidez. Es muy evidente que será posible especificar el legado genético de nuestros hijos, «diseñar niños», según la terminología utilizadada habitualmente. Las generaciones posteriores pueden deber su éxito, o la falta de él, al grado de acceso a la tecnología –esencialmente el nivel de riqueza– de sus padres. Esto tendrá un impacto eugénico en el mundo desarrollado y subvertirá las nociones de igualdad humana. Los genéticamente bien dotados ya no se verán como el resultado dichoso de una lotería genética y, por tanto, no se sentirán predispuestos a ampliar su simpatía por los menos dotados. En efecto, los argumentos a favor de una humanidad común perderían su sentido. Las reacciones características de los tecnócratas, los diversos científicos y filósofos, así como de los consumidores potenciales de estas tecnologías, van desde un encogimiento determinista de hombros a expresiones positivas de júbilo porque estamos a punto de zafarnos de toda la onerosa parafernalia de la naturaleza y convertirnos en dioses. El avance tecnológico es inevitable; por tanto, nos guste o no, debemos tolerarlo. O, por el contrario, el destino concreto de los seres racionales es superar racionalmente las limitaciones impuestas por la naturaleza. Esto equivale a decir, en efecto, que nuestra verdadera naturaleza humana radica precisamente en nuestra capacidad de trascender lo natural.

Fukuyama descarta el determinismo tecnológico al señalar que lo cierto es que hemos controlado y restringido ciertas tecnologías con gran éxito. El mejor ejemplo es que los acuerdos internacionales para controlar la proliferación de armas nucleares han tenido un éxito espectacular. La investigación de armas biológicas también se ha limitado. En ningún caso la eficacia ha sido total, pero este no es un argumento para no realizar el esfuerzo. Como él dice, se cometen muchos asesinatos, pero esto no quiere decir que debamos cejar en el descubrimiento y la persecución de los asesinos.

La sección central de Our Posthuman Future es una refutación de la idea bien de que no existe nada que pueda llamarse naturaleza humana, bien que consiste en un requisito para trascender la naturaleza humana tal y como se concibe tradicionalmente. Fukuyama quiere volver a una visión prekantiana al desear evitar las teorías deontológicas del derecho. Sus enemigos contemporáneos son los liberales John Rawls y Ronald Dworkin. Señala con acierto que, en sus desesperados intentos de respaldar la neutralidad liberal respecto a los fines con la eliminación de lo que ellos consideran el concepto conservador de naturaleza humana, acaban haciendo suposiciones realmente flagrantes sobre esa naturaleza. Como ha demostrado tan gráficamente el islam radical, la idea de liberalismo, especialmente su aspiración a la universalidad, está saturada de valores culturalmente específicos.

La concepción de Fukuyama de naturaleza humana –el esencial «Factor X», conocido hasta ahora como el alma inmortal– es necesariamente vaga. No puede ser demasiado precisa debido a la pluralidad de expresiones culturales. Sin embargo, que existe y que ha sostenido la civilización es algo que no puede negarse seriamente. Queda encarnado tan claramente en la Constitución de los Estados Unidos como en la infinidad de modos diferentes en que nos hacemos legibles unos a otros. El «Factor X», escribe, «no puede reducirse a la posesión de elección o razón moral, o lenguaje, o sociabilidad, o sensibilidad, o emociones, o consciencia, o cualquier otra cualidad, que se ha esgrimido como fundamento de la dignidad humana. Son todas estas cualidades conjuntamente en un todo humano las que conforman el Factor X». Se muestra confiadamente despectivo respecto a esos «darwinistas académicos superficiales» que intentan reducir este todo, debido esencialmente a la enorme incongruencia de incluir la posibilidad de cambios fundamentales para nuestra humanidad en todos los ámbitos excepto en la igualdad, justamente el ámbito en el que es probable que la genética produzca las transformaciones más radicales. No pueden ver que su adhesión políticamente correcta, pero carente de análisis, a la igualdad requiere la subestructura de una metafísica de la naturaleza humana que, en la práctica, subvierte sus ambiciones tecnocráticas.

Fukuyama aporta una serie de recomendaciones prácticas para el establecimiento de nuevas instituciones que regulen la biotecnología. Los antiguos comités de bioética, afirma, están muertos. Han demostrado ser demasiado vulnerables a la «captura reguladora», por medio de la cual quienes supervisan una industria adoptan sus costumbres y se convierten en agentes de esa misma industria. Además, el tiempo de pensar ya ha pasado; es el momento de actuar: «Necesitamos instituciones con poderes reales de coerción». El análisis de Fukuyama de las implicaciones de la biotecnología es certero y su insistencia en la necesidad de lo que es, en efecto, una respuesta metafísica es acertada. Pero siguen persistiendo dos viejos puntos débiles.

El diagnóstico de Fukuyama de las actitudes imperantes hacia estas tecnologías es realmente muy sombrío. Así es como se expresa, por ejemplo, en torno al posible futuro de la neurofarmacología: «Si mañana una compañía farmacéutica inventara una pastilla huxleyana de soma como Dios manda que nos hiciera felices y socialmente protegidos, sin ningún efecto secundario pernicioso, no está claro que todos pudieran articular una razón por la que no debería permitirse a la gente que la tomara». También hace todo lo posible por reconocer el poder de la biotecnología para seducirnos con curas y mejoras. No dice que debamos rechazarlas, sino que debemos juzgarlas y trazar líneas claras de regulación. Pero hacer esto o rechazar la pastilla de soma requiere una ética de autosacrificio en nombre de un dios superior. El dios superior que sugiere Fukuyama es un sentido profano, no utilitarista, de la inviolabilidad de la naturaleza humana. Acierta al hacerlo así, pero se equivoca al pensar que esta idea incorpora algún tipo de poder persuasivo en el mundo contemporáneo. Sus instituciones reguladoras necesitarán una aprobación popular. Pero esa aprobación se dará únicamente si las personas entienden que estas instituciones existen y están preparadas para aceptar sus restricciones. En un mundo movido por el mercado y el consumo, las posibilidades de que las personas sacrifiquen beneficios en nombre de una concepción necesariamente enrarecida de lo que ha de tenerse por humano son, como poco, exiguas. Si a la gente se le ofrece soma, lo cogerán.

Fukuyama ha reconocido en el pasado la vacuidad potencialmente peligrosa de las vidas cuando ha triunfado la democracia liberal y ya no quedan causas buenas y nobles. Siempre ha insistido, sin embargo, en la conveniencia de establecer un vínculo entre la democracia liberal y la naturaleza humana. Aquí vuelve a hacerlo, rechazando la tesis opuesta del choque de civilizaciones de Samuel Huntington. Ésta se vio revitalizada por los acontecimientos del 11 de septiembre, que se utilizaron para arrojar dudas sobre la idea de que la historia había terminado. Pero Fukuyama escribe: «Creo que estos hechos no demostraron nada de ese tipo, y que el radicalismo islámico que impulsó estos ataques es una acción desesperada de retaguardia que con el tiempo se verá arrollada por la marea más amplia de la modernización». Sin embargo, reconoce la fuerza del argumento que defiende que podría no haber fin de la historia hasta que no haya un fin de la ciencia. De hecho, va incluso más allá. Todo este libro demuestra realmente esta afirmación fuera de toda refutación. Si la ciencia puede producir tecnologías –como la neurofarmacología o la ingeniería genética– que puedan transformar de un modo fundamental la política y la sociedad, entonces la historia no puede haber terminado. Lo cierto es, si su análisis de la biotecnología es correcto, que debemos de estar inaugurando una fase enteramente nueva.

Afirmar que debemos legislar, como hace Fukuyama, es admitir la derrota, puesto que significa que debemos aprobar leyes para asegurarnos de que la historia ha terminado realmente. Así, la teoría se convierte en una preferencia o una ideología más que en una ley de la evolución social humana. Fukuyama puede pensar que la democracia liberal es el sistema más acorde con la naturaleza humana, pero otros pensarán de otro modo, y no puede haber ningún principio subyacente que los obligue a estar de acuerdo. Y, por supuesto, si cambiamos biotecnológicamente la naturaleza humana, puede que no podamos o no queramos defender la democracia liberal. Un aspecto de la naturaleza humana que Fukuyama olvida tener en consideración es nuestra capacidad de hacer cosas increíblemente estúpidas.

La tesis del fin de la historia ya sufrió el acoso de aquellos (especialmente John Gray) que han señalado que no existe ninguna razón para creer que la modernidad producirá sistemas políticos convergentes. Este libro hace añicos por completo el argumento mostrando que el fin de la historia ha de imponerse legalmente. Pero, cuando se prescinde de esa innecesaria pieza del equipaje, sigue siendo un argumento convincente e importante contra los tecnócratas y los «darwinianos académicos superficiales» que han intentado reducir nuestra humanidad con tanto entusiasmo a un cálculo cada vez menos convincente y culturalmente neutral. Francis Fukuyama es un recluta eminente y bienvenido al ejército de los escépticos de la biotecnología. Aunque aún no puede llegar a admitirlo, es un hombre que se halla enteramente en el centro mismo de una historia que está avanzando más o menos como de costumbre.

 

Traducción de Luis Gago.
The Times Literary Supplement (www.the-tls.co.un)

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