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Freakonomics

Freakonomics. Un economista políticamente incorrecto explora el lado oculto de lo que nos afecta

Steven D. Levitt, Stephen J. Dubner

Ediciones B, Barcelona

256 pp.

17 €

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Curioso título el elegido por Steven D. Levitt y Stephen J. Dubner para un libro que, a pesar de tratar de economía, se ha convertido en uno de los fenómenos editoriales de más éxito en los últimos años. El título es una fusión de dos términos en lengua inglesa: Freak (extravagante, anormal, extraño) y economics (economía), pero en el sentido de ciencia económica, distinto de economy, economía, en el sentido de actividad económica, lo que hacemos diariamente familias consumidoras y empresas.

El título es reflejo de la propuesta de los autores: aplicar el método de análisis económico en aspectos de la vida que normalmente caen fuera del ámbito de los trabajos de los economistas. De esta forma, a través del análisis cuantitativo y de la racionalidad económica pretenden descubrir la verdad de los comportamientos, lo que en realidad motiva al ser humano, y de esta forma destruir verdades establecidas, «sabiduría convencional», que no tiene ningún sustento real.

El éxito editorial se debe, sin duda alguna, a que se trata de un libro ameno y divertido, con no pocas dosis de humor. Nadie puede resistirse a indagar lo que está detrás de preguntas como «¿qué tienen en común los maestros de escuela y los luchadores de sumo?» o «¿por qué los traficantes de drogas viven con sus madres?».

Pero, más allá de las anécdotas, de los casos concretos presentados y de algunas conclusiones polémicas, como la que vincula la disminución de la violencia en Estados Unidos con la legalización del aborto, lo real­mente interesante del libro es que ilustra la verdadera actividad que rea­lizan los economistas académicos y que el gran público desconoce.

Si realizáramos una encuesta preguntando a una muestra de ciudadanos a qué se dedica un economista, seguramente las respuestas serían de lo más variado. Unos dirían que es un profesional que conoce de contabilidad y de impuestos, otros que un gestor de negocios, algunos incluso di­rían que es una persona que analiza los mercados financieros y es capaz de predecir el tipo de cambio de una moneda o la cotización de un valor del mercado de valores. En el mejor de los casos, sería un profesional que analiza datos económicos como el PIB, la inflación y el desempleo para predecir cómo va a comportarse la economía.

Muy pocos serían los que pensaran en un economista como investigador de la sociedad que trata de conocer cuáles son los comportamientos sociales y por qué se producen. Para acometer esta tarea el economista se provee de dos armas fundamentales, lo que en buena medida le distingue de otros investigadores de la sociedad: el supuesto de racionalidad económica de los in­dividuos y la verificación de los hechos a través de los datos.

La racionalidad económica surge de la pura necesidad. Existe un abismo entre nuestros deseos y los medios que tenemos para alcanzarlos, y esto nos lleva a tomar continuamente decisiones para administrar lo mejor posible nuestros escasos recursos y minimizar nuestra insatisfacción. Todos estamos afectados por algún tipo de restricción, de información, de tiempo, de dinero… Incluso aquellos privilegiados cuyas rentas podrían superar su capacidad de consumir se encuentran con la restricción del tiempo. Y para superar estas restricciones, o al menos para paliarlas en cada momento, intentamos dar la mejor respuesta condicionada a la información que poseemos. ¿Acaso conocemos a alguien que, sin estar a dieta, pida en un restaurante algo que no le guste, pudiendo elegir un plato que le apetezca más? Nos comportamos de forma racional, intentamos dar la respuesta óptima dada la información que realmente tenemos.

El supuesto de racionalidad económica tiene enormes consecuencias. Si un conjunto de individuos se enfrenta al mismo problema, y sus restricciones son muy similares, su respuesta también será parecida. Es decir, la racionalidad da cierto carácter de predecibilidad a la economía. Si sube el precio de un artículo, muchos dejarán de comprarlo o lo comprarán con menos frecuencia, sustituyéndolo por otro que le otorgue prestaciones parecidas. Esto nos permite predecir que el incremento de precios disminuye la demanda.

Otra de las consecuencias de la racionalidad económica es que podemos descubrir las motivaciones reales que hay detrás de las cosas a través de la observación de las decisiones tomadas. En palabras de Levitt, las personas pueden mentir; los datos, no. Si una persona nunca pide verdura en los restaurantes, ni se la toma en las guarniciones que le sirven, ni la compra para su casa, es obvio que no le gusta. Es muy posible que, al ser preguntada, niegue que no le gusta, en especial si existe una preocupación en su entorno por mantener una dieta equilibrada, pero la realidad de los datos lo desmentiría.

Aquí surge otra de las cuestiones que nos plantea el libro. Mientras la moral nos dice cómo debería funcionar el mundo, la economía nos dice cómo funciona realmente. Cualquier sistema social precisa de un código ético para regular su funcionamiento, pero a nadie se le escapa que, sin un adecuado sistema de premios y castigos que provea de los incentivos adecuados, el código de normas no podría prevalecer. Es más, la economía nos anticipa que nunca el comportamiento social va a ser un cien por cien ético, que poner en práctica el sistema de incentivos es costoso y que, por tanto, nos conformamos con tolerar un cierto nivel de incumplimiento. Así, aprendemos que, cuando el coste de evitar un delito adicional supere los beneficios que para la sociedad supone la no comisión de ese delito, dejarán de dedicarse más recursos a la persecución de tales delitos, o que siempre que exista la posibilidad de hacer trampas y de esta forma beneficiarse, alguien las intentará hacer y sólo podremos evitar un porcentaje de las mismas.

Los datos son otras de las armas básicas con las que cuenta el economista a la hora de realizar su investigación. Los datos nos sirven para conocer las verdaderas motivaciones de las personas, pero también, y esto quizás es lo más importante, para tener una idea clara de lo que realmente está pasando. El ser humano construye todo un sistema de creen­cias con el que llena sus lagunas de conocimiento ante la falta de información. Este sistema de creencias se construye aceptando aquello que aparentemente parece cierto, aquello que parece tener sentido a la luz de nuestra propia experiencia. Si además este «conocimiento convencional» se repite hasta la saciedad por los medios de comunicación, se convierte en una «verdad» prácticamente indestructible.

Al igual que la física destruyó muchas «verdades» aparentes («la Tierra es plana» o «el Sol gira alrededor de la Tierra»), la economía es capaz, con los datos adecuados, de confirmar o destruir «verdades» sociales procedentes de este «conocimiento convencional». Levitt nos muestra que, frente a la creen­cia popular de que los narcotraficantes son ricos, se trata en realidad de un empleo muy mal remunerado, del que sólo se beneficia una pequeña élite. Es decir, no es algo muy distinto de lo que sucede entre los practicantes de deportes de masa o entre los profesionales del mundo del espectáculo.

Son muchas las afirmaciones contraintuitivas que la ciencia económica ha conseguido demostrar: bajar los impuestos a los empresarios incrementa los salarios, ninguna nación se perjudica a través del comercio, las naciones pobres no lo son por ser explotadas por las naciones ricas, sino porque carecen de tecnología, capital humano y físico e instituciones adecuadas, los impuestos excesivamente altos recaudan menos. Pero muchas veces estos mensajes no llegan al gran público. No solamente son contraintuitivos, sino que su comprensión y demostración es compleja y, además, en muchas ocasiones, no es lo que queremos oír.

Armados con estos dos elementos –racionalidad y medición de la realidad–, los economistas buscan explicación a un gran número de hechos sociales. No sólo los relacionados tradicionalmente con la economía –producción, empleo, impuestos, déficit exterior, inflación, masa monetaria…– sino que también se ocupan de una gran diversidad de hechos de la vida cotidiana. Gary Becker y algunos economistas de Chicago fueron los primeros en darse cuenta de que el método económico nos explica multitud de comportamientos. Así, sabemos que una parte de la gente que estudia lo hace para indicar a los empleadores que poseen capacidad intelectual y de trabajo, no porque lo que aprenda vaya a servirles directamente en su puesto de trabajo. Los divorcios aumentan cuando la sociedad se hace más rica, pues los costes económicos de divorciarse son elevados. Y sabemos que la natalidad está inversamente relacionada con la productividad del capital humano: cuanto mayor es la productividad de la educación, mayor es el incentivo para tener menos hijos pero más educados.

Pero la obra de Levitt y Dubner no sólo nos permite realizar una reflexión sobre el objeto de la teoría económica, sino también sobre su método. Las herramientas que utilizan son sencillas: buscar datos consistentes y, en alguna ocasión, econometría básica. Supone volver, en cierta forma, a los orígenes de la economía. En los últimos años se ha popularizado entre los economistas la utilización de matemática compleja tanto en la elaboración de modelos económicos como en las contrastaciones econométricas. En muchas ocasiones se han conseguido grandes avances en la comprensión de los fenómenos analizados, pero en otras se ha incurrido quizá en una complejidad innecesaria. En cualquier caso, los análisis expuestos en Freakonomics muestran que siguen estando vigentes los viejos principios de la investigación económica: curiosidad por el comportamiento social, plantear las preguntas adecuadas, buscar buenos datos y obtener conclusiones certeras y demostrables.

Aunque los autores se hayan referido al libro como Freakonomics, es decir, una economía distinta, extravagante, fuera de la labor principal de los economistas, creo que se trata realmente de lo contrario: es un libro que vuelve a la raíz, al origen de la teoría económica. Vuelven a plan­tear­se preguntas sobre lo que pasa en la sociedad, como lo hacían Adam Smith o David Ricardo, buscan las motivaciones basándose en datos y la racionalidad de los individuos, y presentan conclusiones, muchas veces contraintuitivas y destructoras del conocimiento establecido. De hecho, la trayectoria académica de Steven Levitt ha estado marcada por el éxito, y ha sido reconocido por medio de numerosos premios. Este es el atractivo de la economía: despierta curiosidad, es divertida y nos da respuesta a muchas de nuestras preguntas. Cuando este trabajo se muestra de forma accesible al gran público, el resultado puede ser un gran éxito editorial. 

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Ficha técnica

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