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FLORES DE FUEGO

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Sexta novela de lo que el autor llama Ciclo de Albany, junto con Legs Diamond, La gran jugada, Ellibro de Quinn, Reliquias muy queridas y Tallo de hierro que obtuvo el premio Pulitzer y se convirtió en un best-seller, una serie de libros entrelazados a través de sus personajes, de la misma manera que los Snopes, Sartoris, Compson pueblan el condado de Yoknapatawpha de Faulkner.

Pero, en este caso, los Phelan, los Quinn, los Daugherty viven en Albany y Albany es la capital del estado de Nueva York, quiero decir que no es una ciudad de ficción, sino una ciudad verdadera, lo que, aunque no debiera, tiene alguna importancia, como parece no escapársele al mismo Kennedy que en la página 209 de la novela que comentamos idea este singular diálogo entre el protagonista, Edward Daugherty, un exitoso autor de teatro, y su padre:

«–¿Se supone que ese tipo de laobra soy yo?
–¿Lo parece?
–Pues sí.
–¿Tú dijiste lo que él dice?
–Jamás.
–Ahí lo tienes. Tú y
tú no, realidady fantasía en un solo paquete».

O sea la Albany y la no Albany, la Albany de la realidad y la Albany de la fantasía también en un solo paquete.

Flores de fuego, en el original The Flaming Corsage (algo así como «El corpiño fastuoso»), da comienzo con un breve capítulo con las trazas de ser un suceso extraído de la crónica negra de un periódico. Se titula El nido de amor y lleva fecha, 17 de octubre de 1908. Un hombre irrumpe en la habitación de un lujoso hotel de Manhattan en la que se hallan conversando otro hombre y dos mujeres, una de ellas, la esposa del primero, medio desnuda. El recién llegado saca de entre sus ropas un revólver y dispara contra ella y contra el otro hombre, matando a la primera y sólo hiriendo al segundo; luego se suicida.

Los protagonistas del suceso son gente muy relevante de Albany, un prestigioso médico y su esposa, un renombrado novelista y autor teatral y una joven actriz. ¿Qué les mueve? ¿Qué relación hay entre ellos? Pues bien, en derredor de tan escueto y enigmático suceso crece la historia y lo hace en capítulos no demasiado largos que dan saltos en el tiempo hasta veinticuatro años antes, 1884, y hasta cuatro años después, 1912. Son treinta y tres capítulos, de los que sólo nueve carecen de anotación de la fecha en la que ocurre lo narrado, acaso porque se suponen en el tiempo del inmediatamente anterior. De los fechados, tres son explícitamente noticias de periódico (uno de ellos una carta al director), del Albany Argus.

Traigo esto a cuento porque tan precisos anclajes en la realidad pudieran querer enfatizar la fusión de la Albany con la no Albany, de la realidad con la fantasía. Y ya se sabe que en novela vale todo siempre que el resultado sea bueno. Pero también que lo verosímil no es otra cosa que lo creíble, lo posible o lo probable. Un escritor sólo lo es de verdad si consigue dotar a sus historias de tamaña cualidad, casi habría que decir de tamaña naturaleza. Pero, como no ignora cualquier aficionado, lo verosímil no siempre coincide con lo real. Y así se da la conocida paradoja de que, por ejemplo, Don Quijote que no existió más que en el papel ha insuflado dosis ingentes de realidad a la región de la Mancha, y aun a España toda, dotando a sus paisajes y a sus tipos de un contenido esencialista que en principio sólo fue posible en la imaginación.

Kennedy, que en otras novelas, especialmente en El libro de Quinn, se había inclinado por un ámbito de lo verosímil más autónomo, o sea literario, incluso con frecuentes incrustraciones mágicas y sobrenaturales, algunas a lo Macondo, como el caso de esa prostituta que resucita cuando John el Músculos la hace el amor, en Flores de fuego acentúa el engarce del texto con lo real, con la crónica histórica, aunque sea de la historia que se escribe en los periódicos.

Hay que decir que lo consigue, pues desde el primer momento, o desde el primer capítulo, ese que da lugar a un escándalo social de primera magnitud, comprendemos que tal capacidad de escandalizar tiene su mejor razón de ser en la Albany real, la que presta sus propios personajes a la otra, la ficticia, como el mismo Henry James al que se menciona más de una vez, o como Grover Cleveland, antiguo gobernador del estado de Nueva York y posteriormente presidente de los Estados Unidos, al que según se dice en la novela, Edward Daugherty, el protagonista de Flores…, ha ayudado a ganar las elecciones. Y tanto lo consigue que el lector no sabe si Edward Daugherty existió también como existió Henry James o si toda la novela no es un ejercicio de ingenio, una inteligente propuesta para deshacer un misterio que jamás hubiera podido ser revelado en la Albany real.

Es significativo a este respecto el capítulo titulado «Katrina posa para su fotografía, con una flor» y del que a mí me parece surge el título original del libro. Sorprendentemente es éste uno de los que no tienen fecha, aunque el autor se cuida de subrayar su autenticidad informándonos de que con este retrato Pirie MacDonald, el profesional que lo realizó, se convirtió durante un tiempo en el maestro de la fotografía de la belleza estadounidense de la costa este. Y es significativo porque no parece sino que toda la novela hubiera salido de este retrato que un día el novelista hubiera encontrado, acaso casualmente, entre los anaqueles de un anticuario, a la manera como cuenta Baroja que se topó con el retrato del caballero de Erlaiz y que dio lugar luego a la novela del mismo título. ¿Ficción? ¿Realidad? Qué importa. Lo que importa es el efecto, pues el capítulo en sí sería bastante anodino y hasta prescindible, si no pareciera ser el motor que inspira al novelista para trasladar al personaje desde la realidad fósil en la que dormía, eliminando el tono sepia que le han dado los años, hasta la eterna lozanía del presente novelesco.

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