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Lo kitsch y lo hermoso

EL HACEDOR (DE BORGES), REMAKE

Agustín Fernández Mallo

Alfaguara, Madrid

184 pp. 18,50 €

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Una de las cosas buenas que tienen estas latitudes boreales donde vivo, respecto de Madrid y Barcelona, es que acá difícilmente llegan los contagios de entusiasmo que de vez en cuando se vuelven tsunami e invaden y arrasan las páginas culturales de los suplementos y revistas en la península norsahariana. Nada por aquí, nada por allá, y de repente sale de la chistera de los magos el nuevo mesías de la prosa española. ¡Aleluya!, como dizque gritan durante sus orgasmos los miembros del Ejército de Salvación.

Tengo en las manos El hacedor (de Borges), «Remake», y para empezar ni siquiera sé cómo debo escribir este título en el texto de mi reseña, ya que Remake está en cursiva en el original, luego no debería estarlo al citarla yo aquí. Y no es una cuestión baladí, porque en los títulos del autor las palabras extranjeras lucen con frecuencia, pero nunca en cursiva: ni en sus libros de poesía (Yo siempre regreso a los pezones y al punto 7 del Tractatus; Creta, lateral travelling; Joan Fontaine Odisea (mi deconstrucción) y Carne de Píxel) ni en los de prosa: Nocilla Dream, Nocilla Experience y Nocilla Lab, amén de esta obra que me toca reseñar. Es decir, que si en este título el autor echa mano a las cursivas será por algo. Pues otro algo que he descubierto en mi primera lectura de un libro de Fernández Mallo es que el autor no da puntada sin hilo. Solo que no me seduce ni me apasiona (vale: ni me interesa) su arte sartorial.

Pongo, pues, a la cuenta de sus demás obras todos los elogios y los numerosos premios que ha ido cosechando, y me concentro en esta única suya que conozco. Y en una frase descubierta en la página web de Alfaguara, según la cual «Fernández Mallo reescribe a Borges en una versión de El hacedor». ¿Seguro?
Pongo además a la cuenta positiva de la lectura del libro de Agustín Fernández Mallo que me haya hecho releer el de su ilustre y difunto colega, para certificar que eso de la reescritura es una fatamorgana que se han creído en la propia editorial (pobres mártires, como diría Cortázar). Porque lo único que hace Fernández Mallo es entrar a veces a saco en El hacedor cuando le conviene a su propósito. En algunas ocasiones la transcripción es completa, con unas pinceladitas de color fernándezmallo para que se note la mano del artista transcriptor. (Iba a decir copista, pero a lo peor se me malinterpreta.) En otras, ni eso.

Voy a ser todo lo brutal que se necesita en este caso. Si los cincuenta y seis textos que lo componen, todos y cada uno, se titulasen de un modo distinto, para nada especular de los cincuenta y seis textos de El hacedor original, este libro hasta se podría leer con otros ojos y recordando experiencias como aquellas del mentado Cortázar en Último round y en La vuelta al día en ochenta mundos. Proponiéndose, en cambio, como una reescritura del libro de Borges, «va al muere», según diría el propio Borges.

Y de que hay un propósito especular no queda ni la menor duda, para «más pior», juicio en este caso del filósofo mexicano Mario Moreno, de quien pronto va a cumplirse su centenario.

Juro por todos los dioses que no he podido leer en serio este libro casi desde la primera página, y esos mismos dioses saben que lo he intentado. Pero ya en la página 37, al llegar al texto «Delia Elena San Marco», uno de los más hermosos y quizá el más humano creado por Borges, cuando Fernández Mallo reduce su «reescritura» a un escueto «Este me lo salto», ya entonces tuve en claro que se trataba de un juego pour épater les carpetovetoniques al que yo no estaba dispuesto a jugar. Lo que se me confirmó en página tan avanzada como la 165, cuando otro de los clásicos borgianos, «Le regret d’Héraclite», se convirtió en el mazacote «El arrepentimiento de Heráclito», con el bello y falsamente ambiguo título traducido al español, y devenido en algo al parecer importante por ser un «fragmento correspondiente al 0,002% de las comunicaciones recibidas y emitidas desde las Torres Gemelas el 11 de septiembre de 2001», y ¡oh máquina de los dioses! (= Deus ex machina!, en versión de Les Luthiers), se trata nada menos (!!!!!) que de un documento hecho público por wikileaks.org. ¿Qué gritaría aquí Melanie Griffith?: «My God!», en pleno orgasmo.

«Una rosa amarilla» (pp. 46-54) es demasiado ruido para tan pequeña nuez, un simple Kinder Sorpresa. «Un Airbus mejora más el mundo que toda la Historia de la literatura» (p. 51) ya lo dijo harto mejor Marinetti en 1909. Las cuarenta y dos páginas de «Mutaciones» nos hacen añorar de un modo desesperado aquella sola y homónima de Borges. La dizque reescritura de «Parábola del palacio» (pp. 113-115) pertenece al reino de lo prescindible. «No lo contó porque existe una ley que indica que hay que narrar, 1) describiendo lo menos posible y 2) contando sólo lo moderamente aburrido» (p. 122) es un intento de coqueta autocrítica, lo que los anglosajones llaman «fishing for compliments». «In memoriam A. R.» (p. 146) es un refrito que hasta puede ser involuntario, por ignorancia, de la «Élégie pour le Che» de Joan Brossa. Y cuando, en la página final, Agustín Fernández Mallo vuelve a «reescribir» a Borges y transcribe su texto con una leve variación up-to-datetezante («descubre que esa especie de laberinto traza la imagen de la huella de Neil Armstrong en la Luna. Y se dice, «pero ¿y a qué huele en la Luna»), para concluir que «la única diferencia entre lo kitsch y lo hermoso es esa pregunta», a más tardar en ese momento uno mira el texto que antecede, ese texto inmarchitable de Borges, y luego la leve variación de Fernández Mallo, y la pregunta se contesta por sí sola.

La crítica literaria es una tarea de por sí jodida, por absolutamente innecesaria y obsoleta, ya que es el Tiempo, y no ella –ni siquiera como comadrona (don’t forget St.-Beuve!)–, quien discierne la paja del trigo. Por lo cual, de lo único que un crítico (?) tiene derecho a hablar es de aquello que le inspiró la lectura del libro que cayó en sus manos. Y, sin esa humildad, el resto es paja.

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Ficha técnica

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