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Tras el fantasma de Felipe II

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I

El año 1998 ha contemplado de modo simultáneo la celebración de varios fastos de carácter histórico. A los del «98» por antonomasia sólo han podido hacerles sombra los del cuatrocientos aniversario de la muerte de Felipe II, acaecida hacia las cinco de la mañana del 13 de septiembre de un año cargado también de significación por otros acontecimientos históricos. En efecto, este año no habría podido pasar inadvertido el aniversario de la muerte de Benito Arias Montano, por tantas razones vinculado al mismo Felipe II, y al que su tierra natal, Extremadura, ha dedicado una muy decente celebración (Arias Montano y su tiempo). Por su parte, Francia tampoco ha podido olvidar la promulgación en el mismo año del Edicto de Nantes o la firma –con la España de Felipe II– de la Paz de Vervins, acontecimientos ambos que muy bien pudieran ser tenidos por contrapunto del carácter aquí otorgado a fecha y personaje; dicho de otro modo, nada tal vez más ajeno a un homenaje filipino que el de unas paces, doméstica e internacional, que sellaron el fracaso de la política del Rey Prudente hacia el vecino país.

No poco ha contribuido a este empuje de celebraciones filipinas la erección de una Sociedad Estatal encargada de atender tanto al tránsito de don Felipe como al nacimiento de su padre el emperador Carlos V, quien vio la luz en Gante a 24 de febrero de 1500. (Por el mismo precio la dicha sociedad podría haber incluido en el lote nada menos que el avènement de la dinastía Borbón a los reinos de España (1700), «algo» que sucedió tras la muerte sin descendencia masculina del último monarca de la casa de Austria, don Carlos II).

El aniversario de Felipe II ha conocido la efusión de cientos de páginas conmemorativas, así como también exposiciones y conciertos, e incluso se ha preparado una serie televisiva. Y el mundo académico ha tenido ocasión de encontrarse en varias reuniones (Cádiz, Lisboa, Madrid, Roma, Pisa…) para intercambiar saberes. La efemérides ha generado, por otra parte, tipologías librescas y otras de lo más variopinto. Han podido de este modo familiarizarse con el Rey Prudente los ciudadanos de a pie y los entendidos, pues para todos ha habido pasto.

Y es que el personaje no puede dejar indiferente. Recuerda cierto historiador hindú, autor de una espléndida biografía de Vasco de Gama Sanjay Subrahmanyam: Vasco de Gama. Crítica, Barcelona, 1998., que el empuje definitivo de cualquier figura histórica hacia la posteridad suele venir acompañado de un drama operístico –L'Africaine, en el caso de Vasco da Gama– que la eleva a las cimas de la inmortalidad. También Felipe II tiene, para su desgracia, un Don Carlos, y el brutal contraste entre su no disimulada piedad católica y la barbarie del asesinato es uno de los temas que en todo tiempo, incluido el suyo, han atraído tanto a sus fieles como a sus detractores. Esto al margen de que su reinado fue un período especialmente atractivo se le mire por donde se le mire. Fue el suyo le temps du Quichotte; un tiempo de fenomenal confrontación político-religiosa en Europa, en el que nuestro personaje ejerció un papel de protagonista primerísimo; un tiempo de indudable crecimiento territorial y material en la llamada Monarquía Hispánica. Y todo esto merece ser recordado como lo está siendo, con sus aciertos y errores, pues de todo parece haber habido. El material más abundante ha sido, sin duda, el de la biografía del personaje; libros que repiten machaconamente un títulocliché –Felipe II y su época– en serie que todavía no puede darse por concluida. Profesionales con oficio y dilettanti más o menos oportunistas vienen ofreciendo distintas muestras de un género sin reparar en cuánta dosis de hombre y cuánta de época convendría mezclar para obtener un plato de buen gusto. Es digno de ser notado la escasa reflexión que a este punto han dedicado algunos de nuestros más eximios colegas. Libros, pues, mayoritariamente de historia a secas, flanqueados por unas cuantas producciones que han dado cuenta además de las manifestaciones artísticas de la época, pues no en vano conocíamos ya el mecenas que Felipe II había sido.

II

Libros también que son catálogos de exposiciones, como es el caso de la primera de las tres que la Sociedad Estatal tiene en cartera. Ésta, la titulada Felipe II. Un monarca y su época. La Monarquía Hispánica, ha sido ubicada –no hay que agregar que oportunamente– en El Escorial. En espacio acotado por uno de los claustros del monasterio más alguna addenda, la exposición trata de ilustrar el funcionamiento del «entramado» –la Monarquía Hispánica– «a través del hilo conductor de las notables mujeres que, durante toda su vida, rodearon o giraron alrededor del gran rey». No podrá negarse que la idea de ilustrar un «entramado» de tal calibre con estas señoras constituye una apuesta original y en extremo arriesgada. Las mujeres del rey deberán acompañarnos «por la maraña de hechos y decisiones de un gobierno largo como fue el de Felipe II»; ellas han de ser «guía comprensible para nuestra contemporaneidad»; con ellas entraremos, por ejemplo, a «las complejísimas relaciones de la Monarquía Hispánica con el resto de los países europeos», dado el «papel fundamental» que desempeñaron en la vida del rey. Las damas en cuestión, finalmente, nos llevarán de la mano hacia «los acontecimientos principales» del reinado de Felipe, guiándonos por «el sistema de valores y visión de conjunto que estuvieron en la base de las decisiones del rey y de los hombres de su época» [cursiva mía]. Parodiando el lema de la R. A. F. (Per Ar-dua ad Astra), habremos de vérnoslas aquí con un Per mulieres ad Historiam…

Las convocadas al efecto son las cuatro esposas (María de Portugal, María Tudor, Isabel de Valois, Ana de Austria), la madre (Isabel de Portugal), sus tres hermanas (Margarita, Juana y María), dos hijas (Isabel Clara Eugenia y Catalina Micaela) y quien pudo ser también esposa pero no lo fue: Isabel de Inglaterra. Sucede, no obstante, que las dos primeras de aquellas cuatro esposas desaparecieron antes de que su marido accediera al trono de las Españas; Isabel de Valois falleció también muy pronto (1568), y el matrimonio (1570) con Ana de Austria difícilmente puede argumentarse que tuviera algo que ver en la historia del «entramado»; a él fue conducido Felipe – en sus propias palabras–: por «la obligación que los príncipes tenemos a nuestros reynos en cuanto a esto [la sucesión]». Que el matrimonio con Ana ejerciera la más mínima influencia en el devenir del «entramado» parece igualmente obvio, teniendo en cuenta, además, que Ana falleció en 1580. Por lo demás, Isabel de Portugal murió cuando Felipe II tenía doce años; las regencias de dos de sus tres hermanas lo fueron antes de la vuelta de Felipe a España y su efectiva asunción del gobierno; la de la tercera, Margarita, en Flandes, supo también a poco, pues concluyó con la llegada allí del duque de Alba (1567). Y nos quedan, por lo que a familia se refiere, las hijas. Catalina Micaela, que salió de España en 1585 para casarse con el duque de Saboya, jugaba con su padre a cartas y dados; y aunque el papel de Saboya en el «entramado» tenía su peso, no era, desde luego, de los pesados. En fin, por lo que respecta a Isabel Clara Eugenia, su presencia política no comenzó a ser realmente tal sino medio año antes de la muerte de su padre. Desgraciado enfoque, pues, éste que ha tratado de vincular familia, o señoras, y «entramado»; para desahuciarlo bastaría haber recordado que en 1587 Felipe II había asistido ya a las exequias de nada menos que diecisiete de sus familiares… (historia muy distinta hubiera sido la de Carlos V y sus féminas, que sí jugaron, en el plano dinástico, un papel de mayor calado). El argumento femenino queda así reducido a lo que pudo haber significado Isabel Tudor, que no fue poco; ella sí que siguió los pasos del Rey Prudente y aun pudo sobrevivirle durante un lustro. Pero ésta hubiera sido la exposición conmemorativa de «lo que pudo ser y no fue», y no la del Rey Prudente. Podrá tachárseme de machista; pero ¿se imagina el lector una exposición confeccionada alrededor de Valdés, Rui Gómez da Silva, Espinosa, Moura, el archiduque Alberto, el duque de Alba, Granvela, don Juan de Austria, Alejandro Farnesio, Felipe el heredero, don Carlos….? Y para concluir con todo esto, puestos ya en clave feminista, sugiero hueco para doña Isabel de Osorio, a quien don Felipe sí tuvo a bien incluir en su personal «entramado»: «Ayer vine aquí [Toro], adonde me pienso holgar ocho o diez días, para irme después a Madrid a trabajar».

Menos mal que para contrarrestar el dislate está el precioso catálogo, que –afortunadamente– sólo en parte atiende a las señoras. No lo hacen los capítulos que llevan por título «La Monarquía Hispánica», «La educación del príncipe» o el conclusivo «El rey ha muerto, ¡viva el rey!». Cuando entran ellas, como es el caso en «Las hijas. Isabel Clara Eugenia y Catalina Micaela», el desarrollo ha sido oportunamente entreverado de otros temas (como Antonio Pérez, las finanzas del rey, las artes, las letras y el teatro bajo Felipe II). Únicamente el que resta («Felipe II y sus hijas. Consideraciones sobre la política matrimonial del Rey Prudente») nos devuelve al desafortunado guión. Otro tanto cabe decir de «Ana de Austria. El eje Madrid-Viena»: o muy mal informado está uno, o no se alcanza a entender la implicación del supuesto eje en asuntos tales como Lepanto, la cuestión morisca, «Poner una pica en Flandes: la guerra y Felipe II» o «La ruinosa guerra de Flandes». Y así cabría seguir. Pero ya se puede inferir que, al margen de las pintorescas atribuciones femeninas, el conjunto de los textos sostiene más que sobradamente la arquitectura de la publicación. Son casi quinientas páginas, jalonadas de hermosas ilustraciones, donde han concurrido algunos de los mejores conocedores de la época. A los textos sigue una preciosa «Relación de obras» (expuestas), nada menos que 504 fichas catalográficas, y una «Documentación» compuesta de índices, bibliografía, cronología y genealogía de la Casa de Austria.

Fastos portugueses y españoles se han dado, en fin, la mano en Lisboa alrededor de nuestro pabellón en la Expo, tratando de vincular el carácter talasocrático de impronta lusa con el tiempo de nuestro Felipe II. El resultado ha sido un programa titulado Las sociedades ibéricas y el mar a finales del siglo XVI, que ha resuelto de modo muy elegante la papeleta de llevar a Lisboa los personajes y acontecimientos de una época en la que la corona de Portugal pasó a las sienes de un monarca extranjero en el mismo año (1580) de la muerte de Luis de Camoes. Como prueba, ahí está la publicación, en edición bilingüe, que recoge tanto un octeto de ensayos vinculados con el ámbito histórico de la «época de transición» (del siglo XVI al XVII ) objeto del encuentro, como el catálogo de la exposición en nuestro pabellón. Los ensayos aclaran el entorno artístico, técnico o militar de las «sociedades ibéricas»; el segundo, como pertinente ilustración, pasa revista gráfica a personajes (de Isabel de Portugal a Felipe IV), producciones literarias (Os Lusiadas, La Araucana, el propio Quijote) y objetos. Por si esto no fuera bastante, disponemos ya de seis volúmenes que recogen las contribuciones presentadas al congreso que con aquel mismo título (Las sociedades ibéricas…) tuvo lugar en Lisboa la pasada primavera. Volúmenes que reúnen los trabajos de los especialistas allí congregados bajo distintos epígrafes: La corte, centro e imagen del poder, La Corona de Castilla, El área del Mediterráneo, El área atlántica. Portugal y Flandes, Las Indias, La Monarquía. Recursos, organización y estrategias. El resultado es un exhaustivo y actualizado repertorio de los conocimientos sobre la época; un fenomenal logro que no se repite muy a menudo.

Pero sin duda ha sido en la referida órbita de la biografía, de los libros de historia propiamente dichos, donde el ciudadano de a pie ha podido percatarse mejor de que este año era el de Felipe II. La efemérides arrancó con el rotundo éxito editorial del Felipe de España de Henry Kamen. A él ha dedicado su atención en esta misma revista (número de enero) María José Rodríguez Salgado, y debería ser, por tanto, poco lo que me cupiera agregar. Pero me resisto a guardar silencio, dado que uno de los efectos más singulares de la aparición de este Felipe es, sin duda, el divorcio en su apreciación entre el público lector y el mundo académico; divorcio más evidente a medida que aparecían los juicios sobre la obra (de Antonio Domínguez Ortiz, Ricardo García Cárcel, Joseph Pérez, John Elliott e Irving A. A. Thompson) que mi colega Carlos Martínez Shaw ha coleccionado. De la espléndida acogida entre los lectores dan prueba las sucesivas ediciones, no igualadas siquiera, creo, por otro best-seller de hace años, la biografía del conde-duque debida a John H. Elliott. En favor del libro de Kamen ha jugado, no sólo la oportunidad de su aparición, sino también los encomiásticos juicios de contraportada que lo consideraban un «logro magnífico» recomendable para los «especialistas», amén de viático para «el lector normal», o bien una «magnífica biografía […] llamada a suscitar polémicas y debates», no sin razón en este punto. ¿Qué explicación cabe dar a este fenomenal divorcio entre la calurosa acogida popular y la indiferencia –cuando menos– de los entendidos? En este caso ha sucedido que la mayoría, la generalidad del público lector, ansiosa de saber sobre el hombre y la época, ha acogido benévolamente un producto que expresado en «lenguaje inteligible», y fabricado además por manos extranjeras, parecía colmar sus expectativas de conocimiento.

Es bueno que se lean libros de historia, y cuantos más mejor; pero no es fácil divulgar determinados contenidos y ser, al mismo tiempo, riguroso. Los historiadores reprochamos a Kamen que haya sacrificado el rigor en aras de la comprensión popular. No sólo ha pretendido hacer digerible el discurso sino los conceptos, y con este loable propósito los ha vulgarizado hasta hacerlos irreconocibles. A los historiadores nos gustaría poder responder, por ejemplo, a preguntas tan aparentemente elementales como ésta: ¿cómo se gobernaba este país en tiempo de Felipe II? Y desde luego, nos deja helados la respuesta de Kamen: «Gobernar en aquellos días era más simple de lo que es en la actualidad. Las áreas en las que el Estado tenía competencia eran limitadas, no existía una burocracia propiamente dicha y el principal cometido del rey era cobrar algunos impuestos para mantener la paz o financiar la guerra». Más grave aún es leer: «Sorprendentemente, para ser una potencia mundial, España no tenía ni ejército ni marina de guerra permanentes». Algunos de nuestros colegas se han devanado los sesos durante mucho tiempo tratando de responder a cuestiones como las apuntadas; lo han resuelto, además, con no poco éxito, viéndose ahora pagados con simplezas como las transcritas. Otros llevan años buceando en la compleja historia de nuestro desarrollo económico y han de leer aquí que «la expansión de España no podía disimular su atraso». De nada han servido, tampoco, las advertencias sobre la complejidad de los ordenamientos político-institucionales de la Monarquía Hispánica, del Sacro Imperio o de sus componentes, amén de la relación entre unos y otros. Sin embargo, todo esto debe parecerle a Kamen entretenimiento digno de mejor causa. Y así, por ejemplo, es mucho más simple consignar que las provincias vascas eran «autónomas» o que «casi todas las provincias disfrutaban de sus propias leyes». Aclarar la estructura política de los Países Bajos parece haber dado considerable dolor de cabeza a nuestro autor. Sorprende su inicial afirmación de que eran «un pequeño grupo de provincias de escaso atractivo, tierras bajas cuyo sostenimiento económico provenía principalmente del mar», cuando precisamente en la época tanto Amberes como, poco después, Amsterdam estaban haciendo bascular en su favor el peso económico de la Europa Occidental. Más grave es, con todo, lo referido a su configuración política: «Sus diecisiete provincias no tenían más unidad política que su alianza bajo un gobernante común, Carlos. Técnicamente [cursiva mía] formaban parte del Sacro Imperio Romano regido por Carlos, pero algunos años antes el emperador había garantizado su autonomía efectiva. Los Países Bajos tenían una asamblea constitucional común, los Estados Generales. Pero el verdadero poder político residía en los grandes nobles y, sobre todo, en los gobernadores (stadhouders) de las provincias principales» (págs. 40-41). Es evidente que este modo de despachar material tan sensible no puede dejar satisfechos a los entendidos. El presentismo acaba así por traicionar la realidad histórica, como cuando también a propósito de Indias se afirma que «como América tenía el simple estatus de colonia, carecía de privilegios constitucionales que el rey se viera obligado a respetar» (pág. 115). Postular, en fin, que «la política religiosa de Felipe era progresista y en modo alguno se trataba de una mera imposición del catolicismo tradicional» (pág. 108) es no sólo simplificar hasta el absurdo cuestión tan compleja como la recepción del cambio religioso a mediados de siglo, sino volver a sacrificar en aras del presentismo esta misma complejidad. Richard Kagan ha escrito al respecto que el Felipe de Kamen resulta ser un personaje «que refleja los valores de los años noventa de este siglo: "políticamente correcto", en el sentido de un hombre que antepone la paz a la guerra, la tolerancia religiosa a la persecución de los herejes, y que […] es más europeo que español, un rey que armoniza perfectamente la Unión Europea con su política de cooperación internacional»; es –sigue afirmando– «como si su imagen fuera comparable a la del jefe de una empresa multinacional», lisa y llanamente «the Boss»… Sospecho que también ha incordiado no poco a la academia el hecho de que H. Kamen haya practicado, no sin complicidad editorial, una suerte de avant moi le déluge, una «tierra quemada» antecedente, que no es en modo alguno exacta. Su obra ha sido presentada así como la obra, sin antes ni después que le hiciera sombra. El propio Kamen no ha sido precisamente generoso en el reconocimiento de sus deudas. No es cierto que «ningún historiador se atrevió a buscar con empeño al hombre en Felipe», ni tampoco que «no hay un estudio satisfactorio sobre la corte de Felipe II». Especialmente en lo relativo al entorno histórico del personaje, a la época, Kamen no ha tenido a bien incorporar lo que historiadores españoles y no españoles han ido labrando en las últimas décadas. Su trato a Geoffrey Parker es particularmente cruel, recluyéndole a notas a pie de página donde parece sentirse a gusto llevándole la contraria. Produce sonrojo ajeno que se haga esto con un historiador de los que más han contribuido al esclarecimiento del hombre y de la época. Por mucho que le pese a Kamen, algunos enseñantes de Historia Moderna seguiremos recomendando a nuestros alumnos que se empapen de Parker.

Presentada como «la más completa biografía de Felipe II», rompedora, además, del «cuasi monopolio ejercido por la historiografía anglosajona» (Carlos Martínez Shaw) en torno al personaje, no le faltan a priori, desde luego, a su autor, Manuel Fernández Álvarez, capacidades para hacer de su Felipe II y su tiempo un libro digno de atención. No estará de más, así, comenzar por hacer saber que cuando muchos de nosotros andábamos todavía colgados del biberón, don Manuel ya publicaba (1951) un Tres embajadores de Felipe II en Inglaterra que anticipaba ya a uno de nuestros más reputados estudiosos del siglo XVI. Entre sus preocupaciones historiográficas entró también poco después el reinado del emperador, y aún tendría ulterior ocasión de caminar más hacia atrás, en su biografía de Juana la Loca (1994). Si hay, pues, un académico que haya dedicado años su carrera a la España del siglo XVI, éste es, sin apelación, el profesor Fernández Álvarez. El patrimonio por él acumulado le ha permitido construir casi mil páginas sobre un hombre y un tiempo que, en realidad, no es sólo el de Felipe II, no pudiendo sustraerse don Manuel a incluir páginas cronológicamente carolinas («Una España en expansión», «La etapa imperial», «Aspirante al Imperio»…) dada su maestría en lo acontecido tanto antes como después de la efectiva asunción por don Felipe del gobierno de las Españas. Es ilustrativo el que la obra más citada en el índice sea, paradójicamente, su propio Corpus documental de Carlos V.

El libro de Fernández Álvarez es una obra apasionada que intuyo concebida como una suerte de prolongada confesión entre don Manuel y don Felipe, con la intromisión de don Carlos –padre– en más ocasiones de las que sería deseable. Esta familiaridad, este «tú y yo solos», ha conducido, al autor a discurrir por la época con pocos apoyos más que los de sí mismo y su admirado monarca. Se puede apreciar así que el esfuerzo de panorámica bibliográfica («La historiografía filipina: visión general») que inaugura el texto no se compadece con lo que capítulo tras capítulo cabría esperar. Las ausencias de otros partenaires en el juego resultan, por consiguiente, llamativas. No tanto por el prurito de que fulano debería figurar aquí o allí, sino porque esto de la historia se hace entre muchos, y todos debemos algo a éste o a aquél, siendo, precisamente, el poco de los muchos lo que a todos enriquece, lectores incluidos. Los resultados se resienten, y a los ejemplos me remito. Sea «La época», parte primera, introductoria, donde conviven «La Monarquía Católica», «El mundo urbano» o «Diplomacia y ejército», entre trece distintos capítulos. En la primera, que se anuncia –nada menos– que con el interrogante «¿Cómo hemos de titular aquel Estado?», nadie, salvo el autor, concurre al esfuerzo, situación que se repite tanto en la segunda como en la tercera. Sólo así cabe entender la insatisfactoria resolución que se da, por ejemplo, al tema de las Cortes, donde tras consignar que había unas en Aragón y otras en Castilla se concluye: «No se dieron en el quinientos unas Cortes generales para toda España; sin duda, el proceso unificador iniciado por los Reyes Católicos y continuado por los Austrias mayores quedó inconcluso». Y algo semejante sucede en la parte segunda, «El fluir de los acontecimientos». Se han escrito, por ejemplo, páginas y páginas sobre los orígenes del conflicto con los Países Bajos («La gran rebelión»); los historiadores han leído y releído una y mil veces los documentos sobre aquellos días en los que Felipe II y sus consejeros tomaron decisiones de consecuencias trascendentales para lo inmediato, para el resto del reinado e incluso para el ulterior devenir de la Monarquía. ¿Cómo es posible que la autoridad de Geoffrey Parker no sea llamada a comparecer? Tampoco fue período de poca sustancia el de la transición, estudiado por María José Rodríguez Salgado en su libro Un imperio en transición Un imperio en transición: Carlos V, Felipe IIy su mundo, 1551-1559. Crítica, Barcelona, 1992.. ¿Qué razón puede esgrimirse para relegarla a autora de un catálogo sobre la Armada…? Puede abundarse en lo mismo acudiendo a «Los hombres del rey», esto es, a «quienes fueron los principales colaboradores», donde esperábamos encontrar material de lo que últimamente sus colegas (José Martínez Millán, por ejemplo) han escrito sobre los hombres y grupos –facciones– por cuyas manos y cabezas pasaron decisiones de no poca monta.

¿Por qué tanto Kamen como Fernández Álvarez se han empeñado en tratar a solas con el Rey Prudente? Se diría que el personaje mismo les ha invitado a ello; como si un evangélico «déjalo todo y sígueme» actuara como cláusula inicial del único pacto capaz de permitir sólo a algunos fideles poder experimentar lo que en compañía de otros sería inalcanzable. Que Felipe II proyectaba una poderosa «influencia directa sobre quienes lo rodeaban» era en su tiempo sabido. Fray José de Sigüenza escribió: «Y cualquiera se turbara, tanta fue siempre la majestad de este rey, que ninguno le habló jamás que por lo menos no sintiese en sí notable mudanza». Se reconoce también que «Felipe II "educó" a quienes le rodeaban». Así se entiende que algunos historiadores parezcan haber mudado, en el desempeño de su oficio, bajo la «influencia directa» de su biografiado. Que esta mudanza haya tomado la forma de un ensimismamiento del tipo arriba descrito tampoco debería sorprender. Miguel de Ferdinandy, a quien sigo en esta cuestión Felipe II. Esplendor y ocaso del poderío español. Edhasa, Barcelona, 1988., ha señalado como alguna de las características más sobresalientes del carácter de Felipe II «su tendencia a eludir cosas (el ya célebre discurrere) y a disimular (el también famoso dissimulare)». Hay sólo un paso desde aquí al «cinturón de la soledad que rodeaba el carácter de Felipe», un decidido «individualista» que «no encuentra a nadie en quien confiar», que gusta de vivir «atrapado por su "torre"», por su teresiano castillo interior desde donde «el señor del castillo desarrolló una vida de máximo individualismo para sostenerse».

Afortunadamente, no todos los historiadores se han dejado «educar» en el carácter del Rey Prudente. Sucede, sin embargo, que no han tenido a bien producir para la ocasión, para este 1998. Tendremos así que esperar un poco a lo que está por venir, o glosar oportunas reediciones, entre las que sobresalen el Felipe II de Geoffrey Parker y el de Peter Pierson. El de Parker es un libro de dimensiones manejables, de bolsillo, editado inicialmente en castellano en 1984, y ahora publicado en el bello formato de la Biblioteca 30 Aniversario de Alianza Editorial. Con su estuche, su encuadernación hard, su buen papel, su guía de lectura…, más un prólogo de Felipe Ruiz Martín y un hermoso álbum debido a Manuel Rivero Rodríguez. Pero también un texto; un texto breve –poco más de 300 páginas– en comparación con lo visto. Pero un texto salido de unas manos muy autorizadas; las mismas que produjeron obras como El ejército de Flandes y el camino español, 1567-1659 y La Revolución de los Países Bajos. No se podrá negar así, con estas tarjetas de presentación, familiaridad sobrada con una época (15671598) que no sólo cubre la mayor parte del reinado de Felipe II sino que lo hace también sobre un tópico –Flandes– que marca como ningún otro la vida del rey y de su monarquía. La época, pues, se puede imaginar bien despachada. Otra historia es el hombre. No creo faltar a la verdad si afirmo que Parker pone lo justo sobre Felipe. El regusto por echar luz sobre lo que el rey hacía cuando se calzaba las zapatillas, cuando jugaba con sus hijitas, o se metamorfoseaba en los bosques al acecho de las hembras, más otras lindezas del género, es algo de lo que – por fortuna– carece este Felipe II, salvo cuando el «carácter» del rey pudiera haber condicionado otro «carácter», a saber, el de su política, o mejor, el de su modo de decidir en política. El carácter filipino, definido por Parker como «inseguro, vacilante e indeciso», no pudo dejar de contagiar su política; Felipe careció, pues, de «proyecto», lo que tampoco debiera sorprender si la misma época estuvo marcada por una «extrema incertidumbre política». Incluso con el triste consuelo de que «ninguno de los dirigentes políticos del momento podía hacer gala de éxitos rotundos», cabe añadir que «Felipe II alcanzó menos de sus objetivos que la mayoría». El Felipe de Parker, el estadista, el político, como acertadamente ha visto M. J. Rodríguez Salgado, ha venido así perdiendo puntos de consideración en una secuencia en la que paralelamente han corrido la propia indagación de Parker y la necesaria matización entre años iniciales y finales del reinado. El Felipe «más atractivo» de unos primeros años que no me atrevería yo a precisar contrasta con los últimos años, cuando ni en Francia ni en Flandes o Inglaterra, ni mucho menos en su amada Castilla pudo ver el Rey Prudente satisfechos algunos de sus «proyectos». La similitud de sus últimos años de reinado, en lo doméstico, con los de Isabel Tudor, no es ciertamente corta.

El segundo Felipe, el de P. Pierson, es una nueva edición de una obra aparecida por primera vez en castellano en 1984 y original, en inglés, de 1975. El autor lo es también de una reciente (1998) historia de España –no traducida–, así como de una biografía del séptimo duque de Medina Sidonia, el de la Gran Armada. El Pierson reeditado ahora sigue siendo una espléndida introducción a la época filipina. Buen conocedor de la bibliografía a la sazón disponible, aderezada con la dosis imprescindible de documentación archivística, la obra pasa revista a lo más sustancial del período en lectura llana y asequible.

Sin abandonar el territorio del hombre y la época habrá que mencionar otros Felipes aparecidos en 1996 y 1997. De uno de ellos (Felipe II. Un rostro, un rey, una conciencia), debido a la pluma de una «escritora, periodista e historiadora», confieso no saber muy bien por dónde me muevo, habida cuenta de su caracterización como «biografía novelada». Con material de referencia proporcionado por una manida bibliografía complementada por «Manuscritos y documentos de los siglos XV, XVI, XVII y XVIII » (sic), lo que se nos ofrece en catorce capítulos es –¡nada menos!– que un Felipe historiándose a sí mismo. El resultado, según las palabras del prologuista, «nada tiene que ver con un relato novelesco y sí con un ensayo histórico bien estructurado y equilibrado»; es, primero, «aproximación psicológica al personaje»; deslumbra, a continuación, por el «número elevadísimo de libros que ha usado y manejado la autora»; sus «reflexiones» son, por supuesto, «exactas y acertadas». De corte parecido es La vida y la época de Felipe II incluida en la popular serie «Los Reyes de España».

Una última –por el momento–, España de Felipe II, la ha suscrito John Lynch, a quien las gentes de mi generación recordaremos siempre por sus utilísimos manuales sobre nuestros siglos XVI, XVII y XVIII, con autorizadas excursiones hacia la América colonial Por lo que hace a la época filipina, España bajo los Austrias, I (Imperio y absolutismo, 15161598) 4ª edición. Península, Barcelona, 1992.. Este libro, sin embargo, no es una aportación original, sino la mitad filipina de su obra Los Austrias, 1516-1598 Crítica, Barcelona, 1992. , podada para la ocasión del período del emperador. Lynch cumple su objetivo: en cinco capítulos de secuencia rigurosamente cronológica despacha lo que fundamentalmente es un discurso de historia política («Felipe II y el gobierno de España», «La guerra con el islam», «España y la Contrarreforma»…) sin sobresaltos para el lector.

Fuera del ámbito de la biografía real aparece la interesante figura del navarro Sebastián de Arbizu, espía de Felipe II. El contexto histórico es el de los años de la intervención filipina (1585-1598) en la atormentada vida política de Francia. Navarro ha de ser el agente del rey de España, ya que navarra es también la personificación del peligro que supone el acceso de un protestante –Enrique de Borbón– al trono de Francia. Toda la frontera pirenaica se convierte a la sazón en «zona caliente», pues por los mismos años estallan también el affaire de Antonio Pérez y la conmoción aragonesa (1591). Sebastián es un letrado, un doctor en utrumque ius, miembro de la pequeña nobleza y empleado en los tribunales reales del Viejo Reino. Personaje atormentado, buscapleitos y revoltoso, una condena de destierro le hace llegar a Pau justamente en 1591, donde coincide con Pérez. Tal cúmulo de circunstancias le hacen postularse como agente secreto, con la vista puesta en una futura «rehabilitación». El ofrecimiento es aceptado, y dos serán a partir de entonces las «misiones» de Arbizu: el cerco a Pérez y el entonces llamado «negocio de Bayona». Este último no era sino la serie de operaciones que pudieran conducir al resquebrajamiento de una de las más sólidas bases de Enrique de Navarra. No era asunto de poca enjundia lo que se ventilaba. Felipe II y sus aliados católicos franceses no podían ni imaginar que un protestante acabara ocupando el trono del país vecino. Para evitarlo, el Rey Católico decidió recurrir a su querida Isabel Clara Eugenia (hija de su matrimonio con Isabel de Valois) y presentarla como candidata al trono de Francia (1593). Pero ya se ha visto que las féminas, aun conducidas a ello por sus progenitores, distaron leguas de significar algo en esta época. Mejor hubiera sido que la infanta hubiera seguido jugando a cartas y dados con su amantísimo padre. La quiebra de una de las lois fondamentales, la ley sálica, más el temor a que Francia cayera en la órbita española, empujaron al candidato protestante y a buena parte de la sociedad política francesa a olvidar lo que les separaba: el domingo 25 de julio de 1593 (día del Patrón de las Españas) Enrique de Navarra asistía a misa en Saint Denis, y con una solemne ceremonia abjuraba de su fe reformada. Mientras tanto, Sebastián de Arbizu había sido ya descubierto y se veía obligado a hacer las maletas. También las hizo Enrique, pero para entrar en París en marzo de 1594.

También se han tratado las más felices aficiones de Felipe II, como el coleccionismo o el afán constructivo. Es oportuna la reedición (3ª) del Felipe II, mecenas de las artes de Fernando Checa, merecedor en su día (1993) de un Premio Nacional de Historia. Un libro que es «biografía artística» del Rey Prudente y que adecua su discurrir a una secuencia cronológica que redobla su sentido biográfico. La obra comienza señalando la deuda de Felipe con su padre, las primeras inclinaciones del todavía príncipe en la configuración artística de su «casa» o la decisiva importancia que para la definitiva encarnación de su universo artístico tuvieron los viajes que hizo, como el de 1548-1551. El inventario de 1553 desvela lo que el príncipe se ha traído para su «casa» en el equipaje, la materialización de sus primeros «gustos artísticos». Gustos que adquirirán textura definitiva con ocasión del proyecto escurialense, al que Checa dedica, con todo merecimiento, casi tres cuartos de su Felipe. Se trata aquí de ofrecer un paseo, un vademécum que lleva al lector de sala en sala, sin olvidar el conjunto –arquitectónico– y «los intereses en juego» de quienes tuvieron a su cargo lo que finalmente fue.

Del coleccionismo da cuenta asimismo un espléndido Las maravillas de Felipe II, también debido a Fernando Checa. Con la etiqueta, la de maravilla, se quiere dar a entender el alumbramiento final de aquel proceso que condujo a la «creciente autonomía física y estética» de lo que hoy entendemos por objetos artísticos hasta hacerlos «objetos de colección». La trayectoria descrita afectó a la obra de arte en sentido estricto, pero también a otros especímenes que Checa denomina, genéricamente, como «objetos heteróclitos». Una vez éstos reunidos debían ser, por supuesto, ordenados y colocados. A diferencia de su padre Felipe tuvo donde hacerlo: el viejo Alcázar, El Pardo, El Escorial… Con la ayuda de inventarios o descripciones es posible reconstruir qué había aquí o allí. Si la elección recae en el Alcázar, debe saberse que joyas, medallas, piedras, códices, servicios de mesa, instrumentos musicales, libros, etc., alcanzaban los 5.576 ítems, cuenta en la que no entran las pinturas y grabados. Pero para coleccionar libros Felipe eligió El Escorial, en cuya biblioteca proyectó «una concepción del saber de acuerdo con sus intereses políticos, culturales y religiosos». Las pinturas de la sala sirven de guía, y ayudan a entender por qué no hubo sólo libros en aquella magna exhibición, sino también instrumentos científicos o exóticos animales cuya mera presencia allí espantaría hoy a cualquiera. En el programa entraron también, como se sabía, las reliquias, previa campaña de búsqueda y captura. Del Imperio llegaron buena parte de ellas, a las que se buscó acomodo en relicarios como el de las Descalzas Reales o los de El Escorial. Ni que decir tiene que las de san Lorenzo entraron en el lote. Estas Maravillas contienen, además del texto, una larga serie de láminas de excepcional calidad que hacen de la publicación en sí otra similar maravilla.

El arte de la época del Rey Prudente está también representado por un Felipe II y el arte de su tiempo. En él se atiende, cómo no, a la fabricación de El Escorial, reexaminando tanto su misma planta como determinados espacios (las tumbas reales) o los programas iconográficos de la biblioteca. Oportuno es un segundo conjunto de estudios sobre la proyección indiana del arte metropolitano, alumbramiento de un mestizaje que eclosionaría poco después. El privilegiado espacio que fue la corte da pie a examinar en ella determinadas series pictóricas (veneciana o flamenca), así como la retratística o la escultura, amén de la decoración parietal (el Alcázar) o la jardinería. Una miscelánea final («Las invenciones de Felipe II, de su tiempo a nuestros días») pasa revista a asuntos conexos con el título, entre ellos la imagen real en la historiografía (desde los contemporáneos a Kamen) o el papel desempeñado por «otras figuras» del entorno regio en la conformación del universo artístico del monarca.

III

Las obras que hemos repasado hasta ahora han surgido en torno a una conmemoración muy precisa. Se trata de una práctica que en los últimos años ha venido consolidándose en nuestro país (la Gran Armada, el Descubrimiento, el Tratado de Tordesillas…) y que ha tenido el enorme valor de refrescar al gran público algunos hechos significativos de nuestro pasado. Los libros sobre estos hechos o personajes han aparecido, pues, en un tempo que ha obligado a algunos historiadores a acudir puntualmente a la cita, a estar en el momento oportuno en un sitio elegido. Es posible así que ahora mismo haya quien esté preparando un Carlos V y su época para el 2000, como también, para la misma fecha, un Felipe V. Pero cabe preguntarse cuál hubiera sido el progreso del conocimiento histórico en ausencia de conmemoraciones como las de 1492, 1494, 1500, 1588 ó 1598, por citar algunas de las que me son más familiares. Imagino también que el sentido común impondría la más común de las respuestas: el historiador debe trabajar al margen de las conmemoraciones y regirse por un tempo distinto. De aquí surgen dos conclusiones: ya sabíamos, y no poco, de Felipe y su época con anterioridad a 1998, y aún seguiremos aprendiendo más pasado el 31 de diciembre. El quehacer académico, en efecto, ha ido produciendo en los últimos veinte o veinticinco años una bibliografía tal vez más árida que la del formato conmemorativo, es cierto, pero sin la cual el tiempo de Felipe II no habría salido de la penumbra historiográfica en que estuvo en la primera mitad del siglo. Ha habido así un Thompson, un Koenigsberger, un Parker, un Ulloa, una Rodríguez-Salgado, un Millán, un Ruiz Martín, un Bouza, un Fortea, un Lovett…; una lista, en fin, que me inquieta haber comenzado, sabiendo que cualquier omisión será injusta. Pido desde ahora mismo disculpas. Pues, por otra parte, tanto los citados como los ausentes, si bien no han producido sus respectivos Felipes para este 98 –huelga decir que pudiendo haberlo hecho– sí han comparecido en las revistas del gremio o las actas de reuniones como las mencionadas en la cabecera. Son estas píldoras, sólo por el tamaño, las que pasado el 31 de diciembre nos permitirán comprender mejor el hombre y la época. Me refiero a números monográficos como los que ha dedicado la revista Manuscrits a «Les dues cares de Felip II. El príncep i el rei», con la loable intención de contraponer los tiempos de un «príncep Felip, pròxim a l'humanisme renaixentista, jove galant i de vida privada una mica agitada», a los de un rey «ancià, vell i derrotat en gairebé tots els fronts». Para ello se parte por 1556 su vida (1527-1598), examinando en el tracto inicial la bonanza económica de aquellos primeros años del siglo XVI, echando un vistazo a la «transición» religiosa (Reforma protestante a Reforma católica) o escudriñando las peculiaridades de la relación política entre príncipe y principado. La parte segunda se introduce con «El Felipe II de la decadència. La generació de 1598». No es del todo impertinente el paralelo con la otra de 1898. Demasiadas cosas ocurrieron entonces, y desde luego alrededor de aquel año, para que pueda predicarse de él con toda licitud lo que el sentido de generación implica. Lo muestran los estudios que siguen, dando entrada –nada menos– que al «constitucionalismo aragonés» puesto a prueba, o a la eclosión arbitrista que en esta sazón encontró campo por el que explayarse.

Tampoco ha faltado a la cita el órgano de los modernistas españoles (Stvdia Storica), cuyo «Informe» pone especial énfasis en los años finales del reinado («Felipe II: el ocaso del reinado, 15891598»). Y es que la descompuesta Armada que en el verano de 1588 arribó a las costas cantábricas fue algo así como el fatídico preludio de una década preñada de sucesos desgraciados. «Años de tribulación», o peor aún, años capaces de alumbrar una frase como: «Si el rey no acaba, el reino acaba», que Fernando Bouza rescata de Gaspare Silingardi (1597). Años en que Aragón o Portugal experimentaron «turbaciones» a las que incluso se sumaron algunas ciudades castellanas (Ávila, Madrid), obligando a recordar a más de uno que aquí había habido unas Comunidades. Años difíciles desde el punto de vista económico, de un más que perceptible deterioro, sobre los que hubo que sobreponer un esfuerzo fiscal (Fortea) a un reino junto en Cortes que mostraba por su parte inequívocos síntomas de «oposición» (Thompson). A la cabeza, en fin, un rey también físicamente exhausto, necesariamente apoyado en «ministros» o «favoritos» (Feros) con un protagonismo político que a nadie podía dejar indiferente.

No ríos de tinta, pero sí caudal suficiente se ha acumulado para entrar en 1999 mejor provistos que hace un año. Ha progresado nuestro conocimiento de la época de Felipe II, mientras que la indagación sobre el hombre difícilmente podrá darnos la misma satisfacción. Pero hace tiempo ya que los historiadores hemos renunciado casi por completo a esto último, y tal vez por ello estemos recibiendo el pago que merecemos; pues no habiendo épocas sin hombres, se nos ha puesto cuesta arriba llegar a donde quisiéramos. En tiempo de polémica sobre el papel de la historia en la educación de nuestros hijos, y cuando ya asusta escuchar que el único remedio es añadir más horas, no vendría mal restaurar para ciertas edades una «lectura, lectura, lectura» de contenido más humano que el que actualmente ofrecen los manuales pre-universitarios, muchos de ellos todavía deudores de la deshumanización que acompañó a las gentes de mi generación en su paso por las aulas universitarias. No son, pues, más documentos –recordaba también M. J. Rodríguez Salgado– lo que precisamos, sino otra forma de leerlos y darlos a conocer. Que esto se deba hacer al paso de la oca marcado por las conmemoraciones no es de recibo. Próximamente completaremos la revisión bibliográfica sobre Felipe II con un artículo dedicado al arte de su época, y otras notas breves.

BIBLIOGRAFÍA


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