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Felipe González y su generación política

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Reseñar para los lectores de Revista de Libros el último libro de Felipe González, En busca de respuestas. El liderazgo en tiempos de crisis, me ha hecho pensar en el papel de los expresidentes de Gobierno de la España actual. Exceptuando a Leopoldo Calvo-Sotelo, todos dejaron de ejercer el liderazgo con poco más de cincuenta años, hecho infrecuente en las demás democracias de la posguerra europea. En el caso de González, uno echa en falta un examen a fondo, y no una mirada autocomplaciente, que relacione ejecutoria y legado propios con la democracia que ha resultado en España desde su retirada hasta hoy. Lo anterior me lleva finalmente a evaluar la responsabilidad de una generación política que no resolvió con acierto y altura de miras el relevo de su líder, lo que en parte explica la trayectoria desconcertante de sus herederos.

1. El exlíder en su laberinto

Jarrones chinos

Muchas veces ha dicho González que, como ocurre con los jarrones chinos, nadie sabe qué hacer con los «exlíderes». Pienso que, a veces, ni ellos mismos. Es como si no se encontrasen cuando dejan de serlo. En los momentos bajos, quizás alguno se sienta como el que evoca ese cante por martinete: «Yo no soy aquél que era; ni quien debía yo ser. Soy un mueble de tristeza, arrumbao en la pared». Siguiendo algunos de sus escritos, entrevistas, resúmenes de conferencias y declaraciones de prensa, uno se hace idea de lo que, en su condición de «jarrón chino», hace González. Pero también lo que no hace y se echa de menos. Su discurso de estos últimos años refleja un conjunto de opiniones sensatas sobre la actualidad que tienen la huella de su talento, alguna que otra obviedad y trazos de un plan para salir de la crisis, una suerte de socialismo emprendedor.

Atina el expresidente en su manera de vincular globalización y caída del Muro, así como en lo que de ahí se sigue, a saber, «no sólo un mercado sin reglas, sino que impone las reglas». Desde su punto de vista, son los antecedentes de una triple crisis: la de la socialdemocracia, las instituciones y la económico-financiera, que agrava las otras. No disimula el estado crítico de una socialdemocracia amenazada de «morir de éxito» y una «izquierda desaparecida para defender una economía competitiva». Anima a la primera a que lidere la reforma del Estado del bienestar transformando el viejo modelo clientelar generado por aquel en un Estado sin grasa y musculoso.

Pero, además de difundir verdades como puños, nuestro exlíder va por ahí descubriendo algún que otro mediterráneo. Se lo ve fascinado por la revolución tecnológica y de la comunicación. Sorprende que alguien siempre cauto se muestre tan crédulo con el potencial emancipador que atribuye a esta nueva era tecnológica. Posiblemente, la lectura de libros como Superficiales, de Nicholas CarrNicholas Carr, Superficiales. ¿Qué está haciendo Internet con nuestras mentes?, trad. de Pedro Cifuentes, Madrid, Taurus, 2011., atemperaría sus expectativas en relación con una circunstancia así de crucial, pero no menos inquietante.

El socialismo emprendedor

Lleva años Felipe González propagando urbi et orbi un proyecto cuyas líneas básicas ha expuesto en cientos de conferencias y cuyas ideas clave ya exponía con parecido entusiasmo en una extensa entrevista concedida a el diario El País. Ahí puede constatarse ya un cambio del «joven» Felipe, un pragmático empeñado en la modernización de su país, al «viejo» Felipe, punto menos que visionario, pregonando la «moral del emprendimiento». Como fundamento, se remite al principio de autonomía personal, si bien transformado en «autorrealización significativa con sentido de oferta»; en resumen, una simbiosis entre el principio kantiano de la autonomía moral y la «autopoiesis» aristotélica, capaz de conciliar competitividad y cooperación, pathos y ethos, que, además, socializa el liderazgo. «En esta nueva sociedad –dice en las páginas finales de su libro– todos debemos ser líderes de nosotros mismos, preferir ser parte de un conjunto a solista y redistribuir la propia actitud creadora de esos proyectos capaces de resolver los problemas». Al logro de esta aspiración contribuye, a su juicio, ese capital disponible de I+D+i, Internet, la Nube (iCloud) y demás tecnologías punta que propician la transmisión de habilidades, la transferencia de sensibilidades y el establecimiento de redes conversacionales que añadan valor a todos. En ciertos pasajes sólo falta que asome el lema «Emprendedores del mundo, uníos».

Las esperanzas de Felipe González están puestas en el sujeto capaz de realizar ese proyecto que encarnan las nuevas generaciones; no los políticos rampantes, que son conservadores y recelosos de la innovación. Los jóvenes disponen de la destreza y disposición adecuadas para llevar a cabo su plan: tienen creatividad, espíritu de aventura, rebeldía e, incluso, en contra de lo que creen los derrotistas, más oportunidades que nosotros. Y aconseja a los mayores que no frustremos ese potencial de transformación de esos «emprendedores natos» que son los niños y los jóvenes. En ciertos pasajes del libro reseñado, por el tono que trasluce y los estados de ánimo que trata de inducir, adquiere aires de «libro de autoayuda», aprovechable lo mismo en Grazalema que en Cartagena de Indias.

Lo que se echa en falta: el examen sobre España

Un exlíder tiene todo el derecho a permanecer en silencio. Cancelado su ciclo y sus responsabilidades, corresponde a los estudiosos y a la memoria de los otros sopesar su obra. Pero si, por un sentido cívico o cualquier otro motivo, interviene, se expone a un ojo público que inevitablemente juzgará sus opiniones a la luz de su trayectoria como líder. Desde esta perspectiva, muchas de sus recomendaciones están bien orientadas, o cargadas de buen sentido; pero las referidas a la política española suelen ser muy genéricas, cuando no crípticas. Falta un diagnóstico más preciso y comprometido sobre la crítica situación de nuestro país; en fin, una implicación más intensa, dado que nuestras debilidades domésticas, que no son de ahora, se han agravado durante los últimos años por el impacto de la crisis global. Muchas veces uno tiene la impresión de que Felipe habla a sus paisanos, pero elude hablar a fondo de su país. Y cuando ocasionalmente aterriza en nuestros asuntos y expone los posibles remedios a sus dolencias, soslaya detallar los obstáculos que los vuelven indisponibles.

Con sólo pasar revista a las cúpulas de los poderes del Estado, partidos, grupos mediáticos, universidades, holdings empresariales o sindicatos, nos damos cuenta de la naturaleza de esos impedimentos: una casta dirigente enquistada en sus posiciones, unas instituciones en la práctica irreformables, prisioneras de sus servidumbres clientelares y corporativas que han dejado bien un erial, bien un campo enfangado. Si, con su capacidad de antaño, captara el verdadero ánimo de algunos públicos que acuden a sus pláticas, acabaría musitando un «apaga y vámonos». Con esos mimbres, es difícil que prenda la semilla de esa nueva sociedad del «emprendimiento autotélico» y se multipliquen esos espacios de vanguardia y oportunidades que Felipe vislumbra. Ocurrirá tal vez en otros mundos, pero no en el nuestro. Es esta lamentable realidad la que presiona como una losa sobre muchos jóvenes y les induce a perder toda esperanza.

González y el nacionalismo

Pasemos al análisis de alguna de esas debilidades sobre las que el expresidente pasa de puntillas. El desafío del nacionalismo periférico es hoy la amenaza más grave para la supervivencia de España como comunidad política. Felipe González representa una de las voces más acreditadas para responder a ese embate. Tuvo conciencia temprana de que la deferencia con el nacionalismo era tan indocumentada como frecuente en la izquierda. El derecho de las comunidades autónomas a disponer de la última palabra en su relación con el Estado era la secuela en la Constitución de 1978 del «derecho a la autodeterminación de los pueblos». Aunque la izquierda en bloque lo sostenía como una de sus proclamas, aplicar a España un patrón ideado para procesos de descolonización carecía de sentido. Del ejercicio de esta facultad, bautizada en nuestro caso como «principio dispositivo», resultó el régimen jurídico y la organización de las comunidades autónomas (competencias y forma de inserción en el Estado), que fueron forjándose a golpe de iniciativas territoriales.

A demanda de los nacionalistas primero, y de los barones de los partidos estatales después, se configuró el Estado de las autonomíasSantiago Muñoz Machado, Informe sobre España. Repensar el Estado o destruirlo, Barcelona, Crítica 2012, capítulo III.. El llamado «café para todos» se activó tras el logro de una «autonomía de primera» en Andalucía, gracias al referéndum de febrero de 1980 celebrado en esa comunidad y que fue el norte para los siguientes procesos autonómicos. A ello reaccionaron los nacionalistas vascos y catalanes con sucesivas propuestas que volvieran a marcar la diferencia. Desde entonces, una espiral de emulación/diferenciación ha ido conformando una trama territorial del Estado inestable y fruto de improvisaciones que ahora mismo ha plantado a los nacionalistas a las puertas de la secesión. En resumen, un proceso que originariamente se ideó para encajar en la Constitución la anomalía nacionalista, lejos de resolverla, la alentó; ha multiplicado los problemas de gobernabilidad y ha terminado convirtiéndose en un peligro potencial para la supervivencia del Estado.

Para evitar esta previsible deriva, y no disponiendo de un patrón legal para corregirla, el presidente del Gobierno, Leopoldo Calvo-Sotelo, y el líder de la oposición, Felipe González, promovieron en 1981 una «Comisión de expertos sobre Autonomías», de la que surgió una ley pactada por sus respectivos partidos y aprobada por las Cortes Generales en julio del siguiente año (Ley Orgánica de Armonización del Proceso Autonómico o LOAPA). El año siguiente, el Tribunal Constitucional tumbó esa ley, declarando inconstitucional los artículos clave de su texto. Se trataba de una norma que, con criterios valiosos y eficaces, trataba de enmendar los estropicios a que daba lugar una defectuosa regulación del sistema autonómico en la Constitución. Con su sentencia de 1983, el Tribunal Constitucional no negaba el peliagudo problema político, sino que simplemente venía a señalar su origen: el título VIII de la norma fundamental.

Tratándose de una persona con criterio cierto sobre este asunto, gran capacidad para contagiar a otros su seguridad y cuya autoridad no ha decaído, decepciona que las más de las veces González haga solamente menciones genéricas y de pasada. En este sentido, su libro resulta sintomático. Con la que está cayendo en España, Felipe discursea de modo genérico sobre la crisis del Estado-nación y su reforma en función de criterios de subsidiariedad, identidad y cohesión; reprueba las «expresiones de nacionalismo exacerbado»; alude a los sentimientos de pertenencia no reductibles a un pacto fiscal, a una España diversa a la que debe envolver una «identidad de identidades» que recuerda la recurrente «nación de naciones» de antaño (pp. 37, 191, 247). En momentos tan críticos como los actuales, muchos echamos de menos a aquel Felipe incisivo, capaz de zarandear a una izquierda desnortada y tontuna, que se compincha con el nacionalismo porque se torna extremista y desafiante con el Estado de derecho y las formas democráticas, esto es, porque se ha vuelto antisistema contra la democracia en nombre de la democracia. ¡Cuánta desmemoria la de esa izquierda! ¿Ha olvidado la ruina causada por el apareamiento de nacionalismo y extremismo que se inició hace un siglo?Días después de escribir estas notas, un debate televiso nos ha devuelto a un Felipe persuasivo y claro, desmontando con buenas razones las falacias que Artur Mas alegaba en defensa de la secesión de Cataluña..

Crisis económica e institucional

González cree que la presente crisis económica deja al descubierto una profunda crisis institucional. En el caso español, los síntomas de ambas crisis son desoladores y la incapacidad y el desconcierto que han exhibido nuestros partidos de gobierno para hacerles frente están a la vista. Unos, los conservadores, que no desean modificar el statu quo, sólo esperan que escampe. Y los otros, aquellos que se muestran más sensibles a promover reformas que mitiguen los destrozos de la crisis, bien no resultan creíbles, bien no saben muy bien lo que quieren. Ante un estado de emergencia como el actual, tampoco los partidos de gobierno piensan emprender estrategias de cooperación que alivien los daños al conjunto de los ciudadanos. Solamente operan con recursos oportunistas e iniciativas coyunturales para sobrevivir, aguardando que amaine el temporal o que el competidor de referencia se «achicharre». Sin horizonte reformista disponible, cunde la impotencia y cae en picado el crédito, no ya de los partidos, sino del entramado institucional en su conjunto.

De otro lado, insiste una y otra vez nuestro exlíder en la reforma del modelo productivo, requisito para hacerlo altamente competitivo en el mercado internacional. Hasta ahora, ese modelo sólo ha alentado estrategias de crecimiento basadas en sectores de baja productividad y escasa formación y no en innovación tecnológica y productividad. Lo lamentable fue que no se aprovecharan los años de estabilidad política o de bonanza económica para poner las bases de su transformación Y algunos hubo; no sólo con Aznar y Zapatero, sino también durante el mandato de González. Reconoce este que resulta imposible afrontar en serio una agenda reformista en el campo económico con un sistema educativo como el nuestro, anticuado y con poca orientación práctica. Sin duda, las reformas educativas emprendidas por sus gobiernos tuvieron un sesgo igualitario que remediaron injusticias seculares y aumentaron notablemente las asignaciones en I+D+i gracias al Plan Nacional de la Ciencia puesto en marcha en 1988. Pero el sistema, sobre todo en el ámbito universitario, siguió siendo corporativo, se hizo más endogámico y menos meritocrático y, a la postre, irreformable. Esa no fue una buena herencia.

González vincula la ausencia de líderes que estén a la altura de las circunstancias al vacío producido por funcionamientos institucionales perversos. Cuando las instituciones se degradan y traicionan las funciones que les dan sentido, no actúan como contrapeso de otros poderes; ni previenen la deriva hacia el cesarismo de hoy, el superliderazgo; ni ayudan a seleccionar buenos equipos con arreglo a criterios de mérito. En concreto, el mal funcionamiento de los partidos lo atribuye hoy el exlíder del PSOE a que no abundan políticos de vocación, sino los profesionales de la política: «mercenarios de la política» los llama en el libro reseñado aquí hace unas semanas. Viene a reconocer que la baja calidad institucional estimula en los partidos un derrotero indeseable: clientelismo, nepotismo, colonización política de los distintos ámbitos institucionales y un reclutamiento tan a la baja como para no hallar en los partidos precisamente lo mejor de cada casa. Sin embargo, en su momento debió de parecerle funcional para el ejercicio de su liderazgo contar con un partido y un grupo parlamentario dóciles, que ya incubaban el mal que tanto le alarma ahora; y no se mostró sensible a las voces que alertaban de la tormenta que anunciaba aquella calma chicha.

2. Las preguntas sin contestar de una generación

De lo afirmado hasta aquí se deduce una hipótesis que, si bien se expresa en jergas distintas, muchos comparten: existe un nexo entre institucionalismo demediado, corrupción y crisis sistémica que lo es tanto de la democracia como de la economía productiva. En nuestro caso, las debilidades que ahora se nos muestran tan descarnadas no responden sólo a un entorno hostil o a la incompetencia de los actuales rectores de nuestras instituciones. Remiten, entre otras razones, a un particular proceso de modernización política, económica y social sin cuyo examen no podemos dar cuenta cabal de nuestras carencias de ahora. Sin ir más atrás, una parte de nuestros problemas se debe a decisiones del comienzo de la etapa democrática. Por ejemplo, se diseñó un modelo de autogobierno territorial para integrar a los nacionalismos cuyo desarrollo posterior, además de no lograrlo, ha puesto en peligro la integridad de la comunidad política estatal. Se configuró un «Estado de partidos» y un sistema electoral para fortalecer y hacer eficaz la democracia representativa que, al principio, produjo buenos rendimientos. Más tarde, sin embargo, cristalizó en un cártel de partidos, oligarquías invasivas y poco deferentes con la democracia interna, la cultura legal y el sentido institucional al que obliga un Estado democrático de Derecho. Como se dijo hace tiempo, y conviene recordar ahora, algunas virtudes de la Transición se volvieron con el tiempo vicios de la democracia. Y si en el seno de instituciones clave hay tantos adictos al «riesgo moral», es porque en su día no prendió el hábito democrático de asumir responsabilidades políticas y porque el coste (moral, político y penal) de trampear y eludir los controles jurídicos resultaba, y todavía resulta, muy bajo. Al final, muchos ciudadanos vinculan males de la democracia actual, como la corrupción y el sectarismo, al funcionamiento de los partidos. Los hechos y las actitudes han hecho verosímil dicha percepción.

La generación política de Felipe

A estas alturas, buena parte de la generación política de González comparte este diagnóstico. Me refiero a ese grupo de personas que durante el liderazgo de González ejercimos funciones y ocupamos puestos de cierta influencia de ámbito orgánico e institucional en el seno del PSOE, partido que ha gobernado en España durante veinte de los treinta y siete años de la democracia actual. Cuando una mayoría de nosotros examina el estado crítico de la España de hoy coincide en un pesimista cabeceo a lo Ortega («no es esto, no es esto»), un despectivo «se veía venir», un circunspecto «algo va mal» a lo Tony Judt, para terminar exclamando «¡cómo ha podido llegarse hasta este punto!» En el fondo, estas expresiones de escándalo dejan traslucir una queja frente a quienes vinieron después y estropearon lo que se había hecho bien desde la Transición. Una imputación que no sólo afecta a los de la otra orilla partidista, sino también a los que tomaron el relevo en nuestro bando.

A medida que se decantaba la trayectoria de estos últimos, sus predecesores se sentían cada vez más inquietos por los derroteros que tomaba el PSOE y la política española en los últimos años. Ha sido el propio Felipe González quien alguna vez ha susurrado la sensación de no sentirse reconocido en el desempeño político de quienes vinieron después. ¿Es la incuria política actual exclusiva responsabilidad de los del «otro bando», o de nuestros herederos? ¿Podemos hacer este juicio sin que medie una pizca de introspección, como si la cosa no fuera con nosotros? A mi entender, no cabe ajustar cuentas limpiamente con quienes nos sucedieron sin haberlas ajustado antes con nosotros mismos y con lo que en su día les legamos. El examen de la situación actual debería ir acompañado de una pregunta que no se hizo la mayoría de aquella generación: ¿qué hemos hecho mal, dejado de hacer o consentido para que se haya llegado hasta aquí? ¿Qué clase de partido se les dejó en su día?

El 20 de junio de 1997, al inaugurar el 34º Congreso del PSOE, Felipe González anunció por sorpresa que no se presentaría a la reelección como secretario general. Hacía poco más de un año que Aznar lo había derrotado en las urnas por un resultado tan ajustado que el derrotado lo calificó de «dulce derrota». La manera en que se gestionó aquel relevo del líder fue todo un síntoma de que la regeneración del PSOE no iba en serio. Desde comienzos de los años noventa, el partido daba señales de haber agotado su inspiración; no lograba troquelar algún pensamiento interesante y creíble. La organización que en los primeros pasos de nuestra democracia había resultado funcional para promover serias reformas, había dejado de serlo. A mi juicio, la causa está en la forma de socialización política que el PSOE fue desarrollando. Más pronto que tarde, los demás trataron de emular al que era entonces el partido de referencia de la democracia española. Esa forma de hacer política resultó lo menos recomendable que se legó a las siguientes generaciones políticas. Por desgracia, fue lo que unos y otros asimilaron y practicaron con mayor empeño. Recordemos algunos de sus rasgos.

La paradoja de los partidos

El objetivo menos reconocido por los partidos, pero desde luego el más buscado, es acumular poder y recursos de origen institucional. De este modo se aseguran el control interno, al tiempo que tratan de fraguar una hegemonía social sobre grupos significativos de la población. Con ello las cúpulas partidarias y sus conmilitones se garantizan su propia reproducción política. El modus operandi para lograr estos propósitos es conocido. Una parte de los recursos de poder al alcance de los partidos se destina al intercambio clientelar, en el que se permuta adhesión por puestos o gratificaciones particulares. Dichas prioridades y esta lógica de funcionamiento sesgan la estructura de oportunidades de los partidosDecía Giovanni Sartori que la estructura de oportunidades de un partido para un afiliado se reduce prácticamente a su sistema electoral interno y a las posibilidades de usar un doble voto: de un lado, el voto electoral a través del cual se elige a los que van a decidir y, de otro, el voto decisional a través del cual se concurre a determinar las decisiones (Partidos y sistemas de partidos, trad. de Fernando Santos Fontenla. Madrid, Alianza, 1980, pp. 134-136). y configuran los estímulos disponibles en el entorno de los partidos a la hora de animar la participación política y reclutar al personalNos referimos a un tipo de estímulos externos que ligan intereses y decisiones con el fin de mover a alguien a hacer unas cosas y a no hacer otras. Se configuran como recompensas (incentivos positivos) o como penalizaciones que disuaden la realización de determinadas acciones (negativos); pueden ser materiales (dinero, poder o estatus, o su pérdida) o satisfacciones simbólicas y psicológicas (tales como reconocimiento o, por el contrario, el pago de algún coste social). En el caso de una institución, se consideran valiosos aquellos incentivos que promueven prácticas congruentes con las aspiraciones morales y fines propios de aquella y contribuyen a mejorar su rendimiento o logro previsto.. En resumidas cuentas, se ofrece alguna reserva de poder, estatus personal o un seguro de vida a cambio de lealtad sin voz (a no ser la de su amo) y sin escapatoria. Y, a la postre, una buena porción de los ocupantes de puestos sólo saben hacer eso, es decir, lo que les mandan. «Quien sólo vale para ser diputado, es probable que tampoco sirva para eso», ha sentenciado Felipe González (En busca de respuestas, p. 56).

Lo anterior conduce a la gran paradoja de los partidos. Siendo instituciones insustituibles de la participación política en los Estados de Derecho, propenden, sin embargo, a eludir los controles jurídicos y democráticos, razón de su legitimidad. En resumen, se sacrifica la democracia de los partidos en el altar de la democracia entre partidos. Para quienes dirigen los partidos, y para algunos de los que teorizan sobre ellos, un «régimen de excepción» en su funcionamiento parece ser el precio de su eficacia como agentes de la competición política. Con esa excusa, solicitan la anuencia de los ciudadanos, que estos dispensan si los resultados acompañan, es decir, cuando el partido, «además de predicar, da trigo».

Ese régimen invierte el orden de prioridad de las múltiples, y a veces contradictorias, funciones asignadas a los partidos. Y es fruto de racionalizaciones averiadas que contradicen los principios y, no pocas veces, las reglas de una democracia constitucional. Requiere un producto institucional que acople en un sentido determinado el sistema electoral, las relaciones entre Gobierno y parlamento y el funcionamiento interno de los partidos. La combinación que de ahí resulta termina agrandando la disonancia entre los valores a los que apelan los partidos y el propósito principal de sus ocupantes: perpetuarse mandando en los partidos o, al menos, viviendo de ellos. Este objetivo, sin duda determinante, produce una inevitable espiral de selección inversa; no alienta prácticas congruentes con el sentido que justifica la institución; y cuando las hay, ni se reconocen ni operan como mérito. Al contrario, conductas inapropiadas o que burlan los controles jurídicos y democráticos se toleran si ayudan al objetivo supremo de la propia supervivencia política.

Todo ello define un campo de interacción en el que cunde la irresponsabilidad moral. Contradecir los principios, hacer trampas con las reglas o las normas sociales de confianza tienen un bajo coste y, en ocasiones, incluso hasta se recompensa. A la postre, un contexto que incumple las condiciones básicas de un marco estratégico valiosoLas condiciones de un marco estratégico valioso son verosimilitud, sinceridad, razonabilidad y responsabilidad: véase Ramón Vargas-Machuca, «Principios, reglas y estrategias», en Fernando Longás y Javier Peña (eds.), La ética en la política, Oviedo, KRK, 2014, pp. 43-74. hace inviable todo horizonte de reforma y desanima a tomarse en serio cualquier propósito de innovación.

La reforma de los partidos: tan necesaria como impracticable

Sobre esas y otras cuestiones parecidas, la cúpula del PSOE, como la de cualquier otro partido, ha escamoteado siempre todo debate que no fuera retórico o amañado. La esperanza que en su día algunos pusimos en las elecciones primarias de 1998 se convirtió en fiasco. El triunfador, un Borrell algo incauto, no pudo resistir el acoso ejercido desde dentro y desde el entorno mediático, proclive al perdedor de las primarias. Y terminó dimitiendo. Luego, tras el batacazo electoral de Joaquín Almunia en 2000, se optó por pasar página. Llegó tropa de refresco y aquel relevo generacional se aireó como el «no va más». Veinte años después del declive de González dentro del PSOE, no se ha producido un examen a fondo sobre las causas y consecuencias de aquel fin de época, y mucho menos sobre la relación entre la clase de partido en que se había convertido el PSOE y lo que ocurrió más tarde. Sigue pendiente una explicación que la generación política de Felipe se debe a sí misma y a la sociedad española. No haber dispuesto de un juicio ponderado acerca de lo que se hizo entonces, sus consecuencias y resultados, ha condicionado la dirección posterior de los acontecimientos y la trayectoria política de quienes les sucedieron. ¿Cómo iban estos a rectificar errores cuya naturaleza desconocían y, por tanto, no podían tener en cuenta? Si esa evaluación no la acometieron quienes fueron protagonistas y responsables de lo bueno y malo hecho, no iban a hacerla quienes, antes que herederos, fueron aprendices aventajados en el trajín y manejo de partido.

Desde esta perspectiva se explica el fiasco de la renovación emprendida en su día por Zapatero, basada en un criterio tan irrelevante como la edad de sus promotores, que se presentaban exentos (relativamente) de responsabilidad en lo hecho por sus mayores. Por esa senda, cualquier propósito de enmienda, el anuncio de un tiempo nuevo o de una refundación, resulta retórico y carente de verosimilitud. También hoy.

Muchos de nosotros vamos aproximándonos a la vejez. Aconsejo releer De senectute, de Norberto Bobbio, una invitación a adentrarse con inteligencia en esa etapa de la vida. Nos guste o no, viene a decir, nuestro mundo es cada vez más el mundo de la memoria, la hora de los balances, la conciencia de lo imperfecto e inacabado. Es mejor no emplear el tiempo que nos quede en diseñar proyectos de un futuro (reino de la imaginación y la fantasía) que ya no nos pertenece. Es preferible detenerse a reflexionar sobre nuestro pasado desde la conciencia del presenteDe senectute y otros escritos autobiográficos, trad. de Esther Benítez, Madrid, Taurus, 1997.. Repasemos nuestra obra; no para sermonear a los de ahora con nuestro ejemplo, sino para analizar a fondo lo hecho, con honestidad moral e intelectual, sin amaños ni tentaciones cosméticas sobre la propia biografía. No camuflemos los errores cometidos ni las omisiones dañinas; reconozcamos las cicatrices que quedaron en el cuerpo social de una organización como lecciones para no olvidar. En fin, interpretar bien nuestro pasado es lo que nos cabe hacer a los veteranos si queremos estar hoy a la altura de la dramática encrucijada de la democracia en España. Una contribución modesta, pero que puede ser útil y creíble para quienes aspiren a ser los líderes de ahora, o unos políticos solventes o, simplemente, unos buenos ciudadanos.

Ramón Vargas-Machuca Ortega es catedrático de Filosofía Moral y Política en la Universidad de Cádiz. Es autor de El poder moral de la razón: la filosofía de Gramsci (Madrid, Tecnos, 1982) y, con Miguel Ángel Quintanilla, La utopía racional (Madrid, Espasa, 1989).

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