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Inocencia versus experiencia

Experiencia

MARTÍN AMIS

Anagrama, Barcelona, 479 págs.

Trad. de Jesús Zulaika

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Al doblar la esquina de los cincuenta años, el británico Martin Amis se propuso contar su vida desde la perspectiva de un narrador que sabe que la parte más importante de una novela o un relato es aquella donde se explica lo que nos ocurre a todos, las emociones que cualquier lector puede haber sentido en algún momento de su vida. El point de départ es, por tanto, atractivo. Sabemos que nos van a contar emociones deveras experimentadas, situaciones vividas y dolores sufridos, y que lo va a hacer alguien que ya ha demostrado sobradamente su competencia como novelista a lo largo de un buen puñado de libros. Pero aún hay más: el dueño de la voz de este libro que tenemos en las manos, Experiencia, acaba de sufrir un largo asedio por el cuarto poder y aún está «tocado» por la muerte de su padre, el también escritor Kingsley Amis, acaecida cuatro años antes. Podemos intuir, en buena lid, que el motor de esta singular autobiografía ha sido un desquite, la réplica contra un acoso y un intento de derribo públicos de alguien que es considerado un triunfador, un intelectual arrogante y un «ex hijo de papá».

A lo largo de dos años, 1997 y 1998, se había acusado a Martin Amis de traidor a las disposiciones póstumas de su padre, de cruel destripador de matrimonios, de deslealtad a los amigos del gremio –Julian Barnes, el primero de la lista– y, finalmente, de codicia por la millonaria venta de su última novela (La información) a través de su nuevo agente americano, Andrew Wylie. Amis intenta contestar a todo esto sin acritud y sencillez, en passant, pero sabemos que lo tiene presente a lo largo de todo el libro. Hay una suerte de bajo continuo justificativo que, digámoslo de entrada, resulta lo menos interesante de la obra. Pero encontramos otras muchas cosas que valen la pena, y entre ellas está el fascinante retrato de su padre, Kingsley Amis, y ese juego entre generaciones que supone asumir el rol de progenitor con la alargada sombra del propio padre siempre cerniéndose en el umbral de un nuevo fracaso en la vida familiar. Martin se da cuenta que repite ciertas conductas de Kingsley con similar consecuencia, hasta el punto de que le sirve de espejo deformado de su propio desarrollo vital. Los divorcios y las desgarradoras separaciones de los hijos se ven de esta manera como un continuo fluir, como una historia que se empeña en repetirse y no tiene fin. La muerte del hijo como tal se consuma con el óbito del padre. Pero la noticia de la futura desaparición del que escribe (y por eso escribe, para desafiar a la muerte, todavía más insidiosa que los tabloides británicos, que ya es decir) se supo mucho antes, cuando parecía imposible que la figura paterna dejase de existir algún día. «Sólo en la adolescencia empezamos a oír los primeros rumores de la propia muerte –escribe Amis–, rumores que seguirán siendo vagos hasta la irrefutable confirmación de la madurez». Al margen del padre, tres temas dialogan a modo de melodías entrecruzadas en este libro de lectura agradable: la angustia vital por la desaparición de su prima Lucy, el desastre de su dentadura (con el que intenta explicar la acusación de codicia un tanto burdamente) y lo que comporta el acto de escribir. Sobre el primero, paradigma de la pérdida de inocencia y del horror gratuito de la vida, tenemos la impresión de que Amis carga las tintas, que exagera algo la importancia (para su misma existencia como persona, pues como escritor –imaginar qué pasó y cómo– y como «tema» del libro es fundamental) del asesinato de su prima Lucy por el maníaco Frederic West. Lo que debería ser una reflexión vital –y de hecho hay emoción verdadera y de esas que ponen la piel de gallina en algunas páginas que hablan de Lucy Partington–, acaba siendo un «efecto» literario debido, precisamente, a su excesiva explotación en el libro. Algo parecido le ocurre al asunto de la dentadura, que actúa como reflejo de la amarga «experiencia» y de la decadencia física de un autor que juega con regularidad al tenis para ganar. Sus visitas a los dentistas de Manhattan acabarán molestando al lector porque él no acostumbra a cruzar el Atlántico para que le arreglen los dientes. Sin embargo, es interesante lo que dice de Joyce y de Nabokov, dos escritores que sufrieron de las muelas casi tanto como el propio Amis.

Como no podía ser de otra forma, lo más genuino del libro son las páginas que Amis dedica al oficio de escribir, las páginas sobre Kingsley, Larkin, Hutchinson, su gran amigo Bellow o Robert Graves, a quien llegó a conocer bien en Deià gracias a las visitas veraniegas a Mallorca durante los años sesenta. Algunas de sus frases sobre la escritura son antológicas. Como aquella en la que afirma que «todo escritor sabe que la verdad está en la ficción». Y no obstante, la paradoja es, nos dirá después, que «no existe correlación válida alguna entre la vida y la obra de un escritor», seguramente porque «la ficción es incontrolable. Puedes pensar que la controlas. Puedes sentir que la controlas. Pero no la controlas». Y la mejor de todas, la más lúcida sin duda es aquella en la que dice algo en apariencia tan obvio como que «la escritura no es comunicación, sino un medio de comunicación». Amis ha hecho un gran esfuerzo de honradez y claridad, pero la vida y la literatura son demasiado complicadas. Por eso necesita tantas notas a pie de página, notas que leemos a menudo con placer porque nos gusta el gossip pero que confunden y además son «letra pequeña» y un autor siempre debe huir, en los dos sentidos de la expresión, de la letra pequeña, pues a la larga cansa a la vista y diluye el impacto de lo esencial. Y nosotros, los lectores hipócritas, buscamos lo esencial sin saber muy bien por qué.

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Ficha técnica

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