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Dolor, memoria y expiación en tiempos de guerra

Estimado señor Kawabata

RASHID DAÍF

Trad. del árabe por Salvador Peña Ediciones del Oriente y del Mediterráneo, Madrid, 1998

214 págs. 1.850 ptas.

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La guerra libanesa (1975-1990) provocó un significativo cambio de rumbo en la literatura de ese pequeño y convulso país del Mediterráneo oriental. A partir de entonces, una visión menos complaciente del ser humano y su entorno, una escritura más acerada y precisa y una estructura narrativa más compleja –con respecto a la linealidad tradicional del relato– serán elementos que, en mayor o menor medida, combinándose o no entre sí, encontraremos en los novelistas libaneses de las últimas generaciones.

Por ejemplo, en Rashid Daíf (nacido en 1945), uno de los más destacados y mejores, de quien ahora aparece traducida al español, y de modo excelente, su sexta novela, Estimado señor Kawabata, publicada en su versión original en 1995.

En ésta, al igual que en todas las anteriores, la guerra desempeña un papel fundamental como marco y motor de la acción narrativa, aunque como el mismo Daíf se ocupó de señalar hace tiempo, no es la suya una literatura de guerra simplemente, sino una literatura sobre el ser humano, y «la guerra no es nada más que una forma de comportamiento».

La novedad de este Estimado señorKawabata es que ahora ese ser humano es precisamente él, el autor, quien desde la durísima experiencia de la guerra (en la que participó como combatiente dentro de las filas del Partido Comunista Libanés, y donde resultó gravemente herido en el cuello y el hombro a consecuencia de la explosión de un obús) reconstruye el itinerario esencial de su biografía dándole la forma de una larga carta dirigida al escritor japonés Yasunari Kawabata.

Los continuos apóstrofes a Kawabata que puntean insistentemente el relato convierten al escritor nipón en una figura no exterior al texto, sino en alguien real e imprescindible para el desarrollo de la novela-autobiografía. (La portada de la edición española recoge bien ese rasgo y reproduce sobre un dramático fondo negro la fotografía de un sereno y triste Kawabata.) Kawabata se hace allí necesario por ser un hombre límite: alguien que no es ni árabe ni occidental (imposible que Daíf hubiera encontrado destinatario para su confesión en alguien perteneciente a cualquiera de ambos mundos), un hombre que conoció el punto sin retorno del dolor y del sufrimiento, lo que le condujo finalmente al suicidio. Y a Rashid Daíf, la gente que se suicida le inspira compasión y le merece respeto (así lo dijo cuando vino a Madrid para la presentación del libro), pero es que además existe una comunión mucho más íntima entre ambos escritores, ya que el libanés es alguien que, como Kawabata, ha experimentado dolor. No sólo físico –y éste fue mucho–, sino también el que nace de comprobar que todos sus sueños de adolescentes y de joven (el deseo de superar el orden taifal libanés y la coerción que supone la pertenencia religiosa, la defensa del racionalismo, el laicismo, la modernidad, la verdad científica, la ideología liberadora…) han quedado arrumbados tras una guerra inútil, el fin del sueño comunista y el surgimiento de un orden nuevo que no es más que repetición del pasado. «Mi problema, pues, se condensa en saber el lugar y el tiempo de mi dolor», repite el autor con insistencia.

Así se inicia la búsqueda, la indagación en su propia historia (la individual y la colectiva), ayudado de una potencia, de un don natural, que él manejará con una precisión y una certeza demoledoras: la memoria. Para Daíf, que de todo se acuerda, que nada olvida, como dice una y otra vez en el libro, la memoria es un arma afilada y poderosa con la que va diseccionando, implacable, su pasado. Nada que ver, por tanto, con la seca memoria de la cultura árabe tradicional, esa que da valor al presente y al futuro sólo por su mayor semejanza con unos tiempos antiguos pretendidamente perfectos. La bofetada es directa: «Mis compatriotas árabes conocen bien el futuro porque ya lo tienen imaginado: el pasado tal y como a ellos les agrada verlo, o como les gustaría que hubiese sido».

Memoria también selectiva, que le permitirá ir alternando tiempos y espacios en un discurso dislocado en apariencia, pero altamente organizado en su estructura interna. El itinerario comienza en Zegharta, su aldea natal, un lugar que de cuando en cuando debía pagar –¿a qué?, ¿a quién?– su cuota de violencia (el padre que mata a un hombre, y luego muere, también a manos de otro, a causa de esas tribales querellas de familias rivales; o la escalofriante escena del asesinato de Yamil, el muchacho de 16 años y compañero de colegio del autor, sacado a la fuerza de clase ante la atónita mirada de los demás chicos, y baleado de inmediato frente a los muros de la iglesia, en una de tantas absurdas vendettas de sangre), pero que significó también el primer contacto con la modernidad (lectura de Brecht, viaje de Gagarin al espacio y contemplación en los periódicos de la esfericidad indudable de la Tierra, participación clandestina en las manifestaciones beirutíes contra el «sistema»…) y los iniciales enfrentamientos entre los mayores y su generación.

El paso siguiente es ya Beirut, la universidad, el Partido y, enseguida, la guerra. Toda la condescendencia, la compasión incluso que Daíf había reservado para la rememoración de su infancia y adolescencia, se torna aquí y desde ahora en una inmisericorde disección de su vida de militante comunista, de su obediente servicio al Partido, a la Idea, sin que las múltiples contradicciones en las que vivían –él y otros como él– les hicieran dudar un ápice de sus creencias absolutas.

Las páginas en las que el autor realiza esa dura autocrítica deben ser, así, añadidas a la ya crecida nómina de confesiones de igual tono debidas a políticos o intelectuales occidentales. No creo equivocarme al decir que ésta es la primera vez que el lector español puede acceder a un desnudamiento semejante por parte de un intelectual árabe.

Pero Daíf también empuñó armas, disparó («¿Quién de nosotros no mató con sus manos, quién no mató con su lengua?»), vio morir a compañeros y a punto estuvo de morir él mismo. Cuando, en la consciencia semianestesiada provocada por sus heridas, se ve transportado junto a otros jóvenes –ellos sí, ya cadáveres–, y ve a las mujeres de sus familias llorando por ellos, su dolor se hace culpa, se torna remordimiento, y desea ser él el muerto, él en vez de cualquiera de aquellos jóvenes.

Este último círculo de dolor (cruce de ambos: el físico y el moral) podía haber sido el desencadenante de la escritura. Ya salvado, recurrir al cuchillo acerado de la memoria y convertir el texto en una expiación personal de su culpa. Así es en parte, sin duda; aunque hay otro suceso algo posterior en el tiempo que va a actuar como el impulsor definitivo de la escritura, y que no por casualidad es con el que se inicia la novela (y que reaparece varias veces más en su transcurso).

Ha acabado la guerra, es el año 1991, y por la principal avenida de Beirut, la calle Hamra, el escritor se cruza con un hombre elegante, impoluto, altivo, con una incipiente barriga, y «una sonrisa sutil, y los ojos clavados un poco más allá de las cabezas de las gentes, como en constante alerta ante la posibilidad de que la cámara de la Historia lo sorprendiera en actitud poco histórica y les transmitiese a las generaciones venideras una imagen deformada de él».

Lo reconoce al instante: se trata de un antiguo camarada, el secretario del grupo al que pertenecía Daíf, un hombre de creencia ciega en la Idea, la encarnación perfecta del intelectualcombatiente. Alguien que, sin embargo, pasó luego a ser un entusiasta defensor de la no violencia y decidió además convertirse al Islam (él, como Rashid Daíf, era cristiano) por ir con los tiempos, porque no quería casarse con una mujer que hubiera estado antes con otros hombres, por –¡ay!– identidad.

Esa figura, que también tiene fragmentos de otros conocidos y del mismo Daíf, es la odiosa conclusión de la guerra, el fatal resultado de todas las luchas anteriores, de Yamil cayendo frente a las tapias de la iglesia, de Gagarin saliendo al espacio exterior, de la literatura de Brecht, de los lemas y consignas repetidos y coreados hasta la extenuación, de los jóvenes caídos en los combates… Daíf odia a ese hombre –que en parte es él mismo–, lo convierte en su enemigo y del deseo de venganza (que visto así es también una forma de expiación) frente a ese pasado atroz causante de tantas víctimas nace igualmente la novela.

Queda, sin embargo, una brizna de esperanza, la posibilidad de dejar atrás el odio y la violencia, algo que Rashid Daíf cifra en un acercamiento a las cosas desde otra posición. Son los bellísimos fragmentos del libro en los que pareciera que la lengua –harta de describir dolor, culpa, errores– se remansase y llegase a expresar esa nueva forma de entender la realidad y de entender al ser humano: «Lo único es que me gusta haber nacido árabe. Me gusta la luz de mi país y detesto el frío. Yo soy un maronita al que le gusta el yogur de cabra. Y ya está: me gusta y a nadie le tiene que incomodar. Yo de siempre he sentido, cuando tomo yogur de cabra, que hago las paces con la vida. Experimento una forma de gozo. Aunque amo el mar y me fascina su enigma. Y amo el desierto y me fascina su enigma».

Finalmente, Rashid Daíf opta por sí mismo, por la individualidad, por las cosas más cercanas y verdaderas. Algo que, en el mundo árabe de hoy, quizá resulte tan difícil como el deseo de que Kawabata responda a la carta, con el que concluye el libro.

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Ficha técnica

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