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Una historia normal

España: 1808-1996. El desafío de la modernidad

JUAN PABLO FUSI, JORDI PALAFOX

Espasa Calpe, Madrid, 1997

490 págs.

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En una entrevista publicada en ABC (28 de noviembre) con ocasión de la publicación de este libro, reconocía Juan Pablo Fusi que no habían pretendido hacer un mero manual de historia, sino que esta España: 1808-1996 era una contestación a los tópicos acumulados que habían acabado haciendo de la historia de España la historia de una excepción. Frente a ello los autores reivindicaban su normalidad al exponer, junto a las tragedias y los fracasos, realidades que muchas veces se olvidan, formas de vida y cultura modernas perfectamente homologables a las de otros países europeos. «Pensamos, además –añaden Fusi y Palafox en el prólogo del libro– que lo sucedido en ella no fue inevitable: los hechos, las cosas, pudieron ser casi siempre de otra manera.»

Han escrito un libro ágil y de fácil lectura, pero que requiere sentarse con un tiempo por delante. Un libro sin notas a pie de página, aunque con referencias en el texto, y un apéndice bibliográfico final que no pretende ser exhaustivo. Un combinado de estado de la cuestión y de ensayo interpretativo con línea argumental propia, en busca de las respuestas a ese doble desafío de la modernidad al que quedó abocada España después de perder su imperio ultramarino y quedar convertida en «una modesta nación con escasa influencia en el mundo»: la construcción de un Estado eficaz y liberal, y de una economía próspera y estable.

La acogida que ha tenido el libro obedece, sin duda, al renombre de sus autores, pero también a esas intenciones declaradas y al momento en que el libro ha visto la luz. Nada más chocante en este intenso centenario del desastre del 98, en plena remoción de nuestro pasado inmediato, que reivindicar la normalidad de la historia de España. Sin embargo –entiendo yo después de leído el libro–, la normalidad reside más en la manera que los autores tienen de acercarse a la historia de España, que en la historia que se nos cuenta. Porque normal no hay ninguna historia; todas son peculiares. Es ésta una historia en la que todas las piezas cuentan, cada una de ellas con sus luces y sus sombras. Hubo represión y persecución en la década absolutista de Fernando VII, pero también aquella «mudanza prodigiosa» de la que habló Larra en 1833. El ejército, y no la mecánica electoral y parlamentaria, fue el elemento esencial del cambio político en la España de Isabel II, que no supo ser monarca constitucional sino que usó sus poderes de forma arbitraria. Pero hubo al mismo tiempo una «revolución tranquila» que sentó las condiciones jurídicas para la transformación del país y la afirmación de la burguesía como clase y poder social. España quedó al margen del proceso de industrialización entre 1808 y 1874 y siguió siendo un país agrario, pero los cambios económicos distaron de ser irrelevantes.

El año 1868 significó la posibilidad de completar la revolución liberal y pudo haberse consolidado, pero no se logró crear un mínimo consenso en torno al nuevo orden institucional, y el ejército fue de nuevo árbitro de la situación. En 1875 la Restauración de la Monarquía fue más una continuación conservadora de la revolución de 1868 que una ruptura con aquélla, y el ideal a la vez ambicioso y simple de Cánovas del Castillo consiguió resolver el problema de gobierno que se arrastraba desde comienzos de siglo. Los militares dejaron de ser el instrumento del cambio, la Monarquía se prestigió y se sentaron las condiciones para un proceso de modernización. La economía era todavía agraria y atrasada, poco competitiva y protegida, con bajos niveles de renta, pero se formó una base industrial y hubo una destacada transformación de su estructura entre 1874 y 1931. El sistema político arrastraba, sin embargo, un «grave problema de representatividad» por su naturaleza oligárquica, y visto lo que sucedió en 1923 cabría pensar que no fue posible su evolución hacia un sistema constitucional y parlamentario verdaderamente democrático. «Pero las cosas fueron cuando menos complejas, y pudieron haber sido de otra forma» (pág. 178). España tuvo graves problemas entre 1914 y 1923, pero ninguno insoluble ni excepcional. El golpe de Primo de Rivera tuvo mucho de «precipitado y azaroso» y la Dictadura no fue inevitable. Sin embargo, cambió decisivamente el curso de nuestra historia (pág. 192).

Al caer Primo de Rivera, el retorno a 1923 era imposible, pero el cambio de régimen, la llegada de la República, tampoco fue inevitable; Cambó pudo ser un nuevo Cánovas. La desvertebración de los monárquicos, el crecimiento del republicanismo y la complejidad de la situación desembocaron en las elecciones del 12 de abril de 1931, y la República llegó, no como en 1873, sino traída por un vigoroso movimiento de opinión. Tenía ante sí el desafío de «reconstruir en su totalidad el Estado español moderno» (pág. 254). El gran proyecto que para ello diseñó el gobierno de Azaña polarizó la vida política, en parte por la resistencia que encontró, pero también por el escaso acierto (técnico y político) con el que se planteó. La CEDA no violó la legalidad republicana, pero el rechazo de la República por parte de la España conservadora era escasamente dudable. La revolución de 1934 dañó seriamente la legitimidad de la República, puso de relieve que no había un consenso mínimo en torno al régimen republicano, y la derecha fue incapaz de traducir el casi incontestado poder de que dispuso tras derrotar a la revolución en una obra positiva de gobierno. No fue que la República careciese de respuesta a los problemas específicos de España, sino que la polarización del país rompió los mecanismos estabilizadores de la democracia. «El detonante de la guerra, con todo, fue un factor en puridad extrapolítico, el Ejército» (pág. 268).

La dictadura de Franco no fue un mero paréntesis; supuso una ruptura decisiva y terminó por crear un nuevo orden económico y social, aunque no precisamente el que inspiró el 18 de julio. La gran batalla que hubo de dar la dictadura fue la legitimación retrospectiva del acto ilegal que marcó su inicio, pero todas sus previsiones resultaron finalmente fallidas y, a la muerte de Franco, no hubo Monarquía del 18 de julio, sino Monarquía constitucional y parlamentaria. Fue una conjunción de factores lo que hizo posible a partir de 1975 la transición y consolidación de la democracia, entre los que destacan protagonismos individuales decisivos. Por ineluctable que se considerase ese resultado político, lo cierto es que no fue fácil y estuvo hilvanado por momentos de extrema dificultad. El triunfo electoral de los socialistas en 1982 tuvo una significación especial, ya que por primera vez en cincuenta años la izquierda llegaba al poder. Los socialistas encarnaron la etapa más larga de gobierno democrático en toda la historia de la España del siglo XX . Desarrollaron una amplia y eficaz labor de gobierno, pero su propio éxito convirtió al PSOE en una «formidable máquina de gobierno» que no pudo resistir la tentación de absolutizar el poder. En menos de tres años desde que en 1992 pareció alcanzar la cima de su prestigio internacional, el poder socialista se desmoronó en medio de los escándalos, la crispación política y la crisis institucional. El triunfo del Partido Popular en las elecciones de 1996 no era sino «la alternancia natural en una democracia consolidada» (pág. 405). No cabe duda de que es esa democracia por fin consolidada, y esa economía próspera en vías de sellar su definitiva integración en la unión monetaria europea, lo que permite a Fusi y Palafox afirmar a España como un país normal que, por fin, ha encontrado su identidad como nación europea. Sin embargo, a la vista del camino recorrido por Fusi y Palafox todavía nos preguntamos por qué llegamos tan tarde y por qué perdimos la normalidad en los dos momentos que ellos mismos consideran centrales: 1923 y 1936. Por qué pasó lo que pasó, y no lo que pudo haber pasado: una evolución, sin tanta ruptura y tanta tragedia, desde los avances y los cimientos iniciales de una economía industrial a una plena modernización y liberalización de la economía española, y desde la tradición liberal y constitucional del siglo XIX a la democracia plena del siglo XX.

Esta historia de España nos presenta rápidas y eficaces imágenes de los cambios sociales, del aumento de la población, su movilidad y el crecimiento de las ciudades, su progresiva complejidad; la persistencia del localismo y la debilidad de una conciencia nacional, cortados por la aparición de los conflictos sociales modernos y los regionalismos. Hay también un empeño especial por recoger las manifestaciones de la alta cultura, y, al tiempo, escudriñar en la cultura más popular. Es, sin embargo, en el ámbito de la cultura política donde surgen las preguntas. Pese a la impregnación de los valores católicos, se nos dice, el balance intelectual del catolicismo fue muy pobre y, ya en la Restauración, la cultura dominante en la prensa, la literatura y el arte, en aquella floración de la edad de plata de la cultura española, era liberal. Pero, esa cultura liberal ¿había logrado imprimir carácter a la cultura política de los españoles y a esos movimientos que pugnaban por incorporarse a la vida política? ¿Qué cultura política fue la que predominó en la gran movilización de los años de la República, por debajo de la atención preferente de sus primeros gobiernos a la cultura y de ese gran esfuerzo educativo traducido en los presupuestos? No era liberal la movilización política de los católicos, pero tampoco la de los socialistas que llamaron a la revolución en 1934 ni la de las insurrecciones cenetistas. En ese tránsito de la política restauracionista de los notables a la política de masas de los años treinta no fueron los valores liberales los que primaron; tampoco los de la defensa de un orden democrático por delante de los objetivos últimos que casi todos se marcaron.

Bien lo percibieron aquellos que se tenían por liberales y demócratas cuando estalló la guerra civil. Bien es verdad que fue toda Europa la que en los años veinte y treinta vio quebrarse el liberalismo y la democracia. Tampoco aquí España sería una excepción, sino una muestra de aquella triste normalidad, aunque no sería mala cosa mirar de vez en cuando a aquellos países que sí fueron capaces de mantener su orden político. La excepcionalidad la constituye en nuestro caso, sin duda, el desenlace: la dictadura franquista y su larga duración, explicable sólo en parte por haber salido de la victoria en una guerra civil y por las habilidades del régimen para adaptarse a los nuevos vientos de la guerra fría. Aquí nos separamos decisivamente de toda normalidad. Incluso el desarrollo económico que por fin tuvimos, hubiera podido comenzar antes de lo que lo hizo y haberse librado de importantes servidumbres, como bien se desprende del libro, de no haberse producido bajo la dictadura. Es cierto que el franquismo perdió la batalla de las ideas y que tuvo que luchar siempre por su legitimidad, buscándola implacable en sus primeros tiempos en la rendición incondicional de los vencidos y en su represión, y después en el desarrollo económico. Pero ¿cabe afirmar que la cultura «establecida» (que no oficial) fue, desde principios de los años sesenta, una cultura liberal (pág. 319)? Es quizás en este aspecto de la cultura política en su más lata acepción, en el de la progresiva creación de identidades y actitudes hacia la cosa pública, de la aceptación de la competencia y la alternancia en el poder, donde hemos acumulado mayores fracasos a lo largo de este largo recorrido hacia la modernidad.

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