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¿Tiene usted la lengua sucia?

Normas de estilo

MARIO MUCHNIK

El Taller de Mario Muchnik, Madrid

96 págs.

1.000 ptas.

El poder de la palabra y la nuevatorre de Babel. Ensayo sobre el uso actual de la lengua

RAMÓN GRANDE DEL BRÍO

El Drac, Madrid

184 págs.

1.750 ptas.

El menosprecio de la lengua. El español en la prensa

FERNANDO VILCHES VIVANCOS

Dykinson, Madrid

532 págs.

4.900 ptas.

Defensa apasionada del idioma español

ÁLEX GRIJELMO

Taurus, Madrid

384 págs.

2.260 ptas.

Manual del buen uso del español

EUGENIO CASCÓN MARTÍN

Castalia, Madrid

456 págs.

2.500 ptas.

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Es fácil dar con ocasiones de ironía en los escritos de los defensores del idioma: a menudo, mientras critican algo, caen en aquello de que otros defensores abominanEn uno de los libros que tengo enfrente se escribe «denostan» y en otro aparece esta frase: «el periodista X que […] hemos de reconocer su buen uso del idioma». Para un tercer autor, quien «como pronombre relativo […] no lleva acento porque es palabra llana»; un cuarto no escribirá «jamás» motu proprio con la preposición de, pero escribe propio, con una erre de menos.. Todos tenemos descuidos y eso al menos nos debería animar a cierta contención en la censura. Entre las razones del éxito de El dardo en la palabra de Lázaro Carreter figuraba, sin duda, su tono bienhumorado, tono poco común hasta ahora entre los censores lingüísticos. El mismo humor civilizado que preside las Normas de estilo de ese editor no único, por suerte, pero sí excepcional que es Mario Muchnik. Pero sigue habiendo representantes de la antigua escuela. Uno es don Ramón Grande del Brío, polígrafo salmantino, quien «acentúa» (¿recalca?) «la extrema gravedad del fenómeno» de la «degradación lingüística», «como expresión de oscuras patologías de índole psicológica» (pág. 21). Típico de la escuela es acabar trayendo a colación casi cualquier cosa, y no recatarse en la fiereza. Así, don Ramón acomete de pronto al austero filósofo analítico señor Ryle: «un tal Gilbert Ryler (sic), un auténtico bufón del pensamiento y del lenguaje» (pág. 168). Tiembla, Albión.

Quisiera no quedarme en estas ironías diversas y, sin dejar de anotar algunas otras, considerar hechos tales como esta propensión a la vehemencia. ¿Qué puede tener el lenguaje que nos alborote tanto el estilo? No hablamos de lenguas cuya existencia misma esté amenazada, sino de la nuestra, en razonable expansión. ¿Cómo es que las defensas nos salen casi siempre, como la de Álex Grijelmo, «apasionadas»? Ciertamente, algo con lo que uno ha crecido, y que era parte esencial del entorno de la vida, se presenta un buen día alterado, irreconocible en algo. Buena causa, por lo menos, de melancolía. Pero ¿escribiría alguien una defensa apasionada de esa moribunda compañera nuestra, la peseta? (No es ejemplo extremo: la esterlina tiene sus enamorados). En estos contextos suele comparecer la imagen del patrimonio, y no es del todo fatua. La lengua es algo que hemos recibido sin habérnoslo ganado y en su transmisión cuidadosa nos va algo parecido al honor, pues transmitirlo es nuestra única forma posible de gratitud, casi de piedad, hacia gentes innumerables y desconocidas sin cuya dádiva no seríamos nosotros. Seguro que no es esta la única causa de nuestro énfasis, pero hemos de pensar en lo originario de semejantes deudas morales para entender nuestras reacciones, no menos que las de quienes defienden otros idiomas. Hay en ello, propiamente, religio.

Lo cierto es que todos somos puristas. Y lo singular del caso es que no hay dos de entre nosotros que puedan ser puristas de lo mismo. Grijelmo, y con él El País, insiste en deslindar «advertir de que tal cosa» y «advertir que tal otra». El que suscribe no ha dicho en su vida «advertir de que» y por tanto, si adopta el distingo, no estará salvaguardando, sino modificando su patrimonio, aunque, sin duda, para bien. En cambio, ha tomado irritadísima nota de la expresión «estoy seguro que», cuya presencia le ofende en un escrito de una autoridad universitaria. ¿Puede quejarse si esa autoridad le tiene por un tiquismiquis? Borges, por su parte, trató con oportuna sorna «las alarmas del doctor Américo Castro» por el estado del español en la Argentina; Mario Muchnik recuerda que en cambio el uso de los pronombres como lo y le en el español europeo «lo horrorizaba, le provocaba urticaria aguda». Aclara Muchnik que «se cree en España que la diferencia entre le y la o lo es una diferencia de género» cuando «en realidad» es otra cosa (pág. 94), y Muchnik, véase su libro, es persona sensatísima. Pero eso es tan atinado como decir que vos no es «en realidad» singular, como «se cree» en Buenos Aires.

En la palabra «realidad» está el asunto, porque ¿cuál es la realidad de la lengua? Usted y yo no hablamos igual. Hablamos, nada más, lo bastante parecido. Si discrepamos en cuestión de lengua no podemos, como en química, remitirnos al experimento ni, como en derecho, a una norma impepinable. Que aquí tengamos una Academia es un accidente histórico, como lo es que sea una Academia más razonable que otras. Y no podríamos, por ejemplo, usar sólo palabras recogidas en el Diccionario académico, aunque quisiéramos, porque no nos las sabemos todas, porque en algún sitio tienen que estar las que luego van a entrar en él y porque muchas de las que hay no las entiende hoy nadie. Y además porque no se trata sólo de palabras, sino de acepciones, y en la capacidad de extender y modificar significados continuamente reside mucha de la creatividad lingüística. En cualquier caso, la autoridad a que con ello apelaríamos, como cualquier otra autoridad lingüística, sólo lo es en la medida en que la reconozcamos. Y, pues sabemos que las autoridades lingüísticas cometen errores, no podemos aceptarlas más que como mediadoras, muy autorizadas si se quiere, pero cuyos juicios se han de aceptar caso por caso.

De ahí la tendencia a apelar a la realidad directamente, no a la lengua ni a sus autoridades. Desde siempre, esa función se ha atribuido a la lógica y al sentido común, que son cosas de bulto (y de ahí también el que se enojen fácilmente quienes a ellos remiten, como quien dice: «¿Pero es que no lo ves?»). Hay millones de ejemplos. En su útil Manual dice Cascón Martín: «Dado que el nombre propio es de por sí identificador, no precisa llevar artículo» (pág. 166). Pero también identifica en griego o catalán, donde como señala el propio Cascón el artículo es normativo, luego la explicación sólo lo es en apariencia, cosa desde luego inocua si no se parte de ella para descalificar a otros. Así también se enredan los anglófonos condenando la doble negación (No veo nada) como atentado a la lógica, y obligándose al enfado ante la irracionalidad del español o de sus propias variantes dialectales.

Ya vemos que la responsabilidad no nos la quita nadie. Pero ¿por qué habríamos de tomárnosla en serio? Por reacción ante las incoherencias de los purismos, nuestra Academia, en cuanto tal, lleva décadas de extremada prudencia. Uno de sus miembros más merecidamente influyentes, Emilio Alarcos Llorach, pedía en un discurso póstumo: «Déjenme la lengua en paz». También lo pedía en su momento el estructuralista norteamericano R. A. Hall: «Leave your language alone». Si, en efecto, vemos la lengua ante todo como un sistema de comunicación, podemos pensar que poco importan nuestras discrepancias cuando el sistema sigue funcionando. La lengua, por así decirlo, se cuida a sí misma. Su propia realidad le basta.

En todas las disciplinas es necesario partir de ciertas abstracciones, válidas en proporción al resultado que de ellas se obtenga. A nuestros efectos aquí, sin embargo, esta del sistema de comunicación resulta insuficiente. Lo que se comunica es necesariamente fruto de alguna clase de discriminación y la lengua sirve también para discriminar: ni todas las lenguas distinguen ser de estar, ni las que lo hacen lo hacen del mismo modo, ni quien tiene un vocabulario pobre puede discriminar tan bien como quien lo tiene rico. De modo que remitiéndonos a la comunicación sólo trasladamos el problema a los recursos del comunicador. Y aquí tenemos una razón para tomarnos la responsabilidad en serio: entre otras cosas, el cuidado de la lengua es el cuidado de la capacidad de discriminación de la sociedad.

También es este un criterio para decidir, en muchos casos, qué actitud adoptar. Los libros a que nos referimos son útiles porque son como nosotros los haríamos y como eran sus antecesores: un repertorio necesariamente desordenado de propuestas importantes, de opciones arbitrarias (pero sancionadas por el uso mayoritario), de preferencias personales, de elecciones dictadas por la conveniencia de no sonar vulgar, pedante, cursi o de otro modo socialmente objetable¿Por qué no ha de decirse escalonar la salida (De la Banda, pág. 99), aun cuando no concuerde del todo con una definición de la Academia? Puede que contra que sea «de fonética bastante horrorosa» (Vilches, pág. 442), pero no más que contra quién. Estas decisiones pueden ser excelentes, desde luego; la cuestión aquí es que no es posible motivarlas.. Así ha de ser, pues las opciones lingüísticas son opciones sociales y están sujetas a las modas de la sociedad. Quien no las maneja bien es, por lo menos, como quien no maneja bien la vestimenta: se expone a perder trabajos o a no ligar. Para muchos aspectos de la cuestión, sin embargo, no hay criterio general posible: m'ha visto ha acabado vulgar en español con tan poca razón como il m'a vu se ha hecho normativo en francés. No quiere decirse que todo valga: cuando menos, cierta preocupación por la unidad y eficacia de la lengua común debe acompañar al juicio en estos aspectos. Pero fijémonos, sobre todo, en aquello de lo que podemos quejarnos con una razón de peso: la de que nos empobrece, demostrablemente, la seseraTambién hay que discriminar hablando de discriminaciones. No es verdad que una lengua con sólo tres nombres de color revele que sus hablantes no distinguen más colores (Gregorio Salvador, citado por Grijelmo, pág. 207). Así lo han demostrado experimentalmente los psicólogos (los trabajos de Rosch son de hace treinta años) y así se habría podido conjeturar reparando sin más en que uno distingue el olor del metro del de su casa aunque no pueda darles nombre específico. Otra cosa es la dificultad de comunicar estas experiencias. Evitemos las analogías simplonas entre lengua, cultura y visión del mundo a que tan aficionados eran los filólogos de otras épocas, aun si aparecen «en cualquier manual de lingüística»..

El cine Renoir de Madrid anuncia: «No se permite entrar en el local con cualquier tipo de comida o bebida». Con cualquiera no, luego con alguno sí: ¿vale la fabada? «Jamás pusimos la mano sobre alguno de los prisioneros», declara alguien (El País 9-IV98); a los demás sí los debieron apalear un poco. Se dice ningún o ninguno, en los dos casos. Estos son ejemplos de anglicismos con todas las agravantes. La peor es la dicha, que nos hacen perder distinciones importantes. Y la más penosa es que demuestran por igual la ignorancia del español y la del inglés. Como en este ejemplo de otra clase frecuentísima: «No ha estado Manuel Pimentel y sí lo ha hecho su antecesor en el cargo» (Antena 3, avance de noticias, 23-II2000). El do inglés que aquí se imita no es un verbo como hacer, sino un auxiliar como haber (lección 2 ó 3 de inglés elemental), y en español bastaría con «y sí su antecesor», y encima nosotros repetimos el verbo si queremos («y sí ha estado su antecesor»), y lo que esto traduciría, como mucho, sería el inglés did IT. Por no alargar la lista: la distinción que aquí se pierde (siguiendo nuestro hilo) es la que separa las cosas que uno puede hacer de las que no, como estar u olvidar.

Cuando se habla de formas prestadas se suele pensar en el vocabulario. Emilio Lorenzo fue un adelantado en el estudio del anglicismo sintácticoE. Lorenzo, Anglicismos hispánicos, Madrid, Gredos, 1996. Como recuerda Lorenzo, esta peculiaridad de su trabajo fue señalada por Chris Pratt, El anglicismo en el español peninsular contemporáneo, Madrid, Gredos, 1980. Para el tema de los préstamos en general, el especialista puede ver ahora Juan Gómez Gapuz, El préstamo lingüístico, Anejo nº XXIX de Cuadernos de Filología. Valencia, Universidad de Valencia, 1998., pero en las 646 páginas de texto que tiene su clásico libro sólo hay 24 dedicadas a la sintaxis, y en ellas también entran los modismos. Sin embargo, como se señala cada vez más a menudo, la importación de palabras no es de suyo negativa: sin extranjerismos no tendríamos, notoriamente, bares ni jamón, ni siquiera papá y mamá; para colmo, ni aun se llamaría español este idioma. Además, la lengua tiende de suyo a evitar la sinonimia, de forma que la incorporación de bar nos deja con el contraste entre dos términos, bar y barra, que el inglés no tiene. En cambio, la lengua apenas se resiste a la ambigüedad, de forma que las distinciones perdidas pueden desaparecer para siempre. Esto aconseja evitar los préstamos que sólo difuminan linderos, como el anglicismo literatura por bibliografía o hierbas salvajes por silvestres. Y, sobre todo, aconseja la máxima atención a la sintaxis, donde los efectos de una importación afectan a la capacidad de formar proposiciones, y además de un modo tan sutil que a menudo el hablante no sabe cómo formularlo. Lo cual no es de extrañar, pues el propio estudio de la sintaxis, incluso el de una lengua como la nuestra, está, contra lo que suele pensarse, sólo en sus comienzos. La intensa investigación de los últimos años habrá servido, cuando menos, para revelar el tamaño de esta ignorancia nuestra y la tosquedad de nuestras anteriores soluciones. Compare el lector las dimensiones de cualquier gramática tradicional con las cinco mil y pico páginas de la compilada por Bosque y DemonteIgnacio Bosque y Violeta Demonte, compiladores, Nueva gramática descriptiva de la lengua española, Madrid, Espasa, 1999.. Y hágase una reflexión, en consecuencia. Precisamente por lo poco que sabemos de cómo funciona una lengua, somos incapaces de calibrar las consecuencias de introducir en ella cuerpos extraños. Así, mi resistencia a estoy seguro que se funda en que nuestra lengua suele requerir de ante las oraciones que siguen a un adjetivo o a un nombre (la idea de que) y esta es una peculiaridad rarísima, ausente del inglés igual que de otras lenguas románicas. He intentado estudiarla y sigo sin tener ni idea de a qué se debe. Me parece probable que sea una propiedad profunda, relacionada con otros rasgos del español. Por si es así, prudencia. Esta clase de reflexión, que es moneda común en ecología, no es pues menos pertinente en gramática: mejor abstenerse que causar efectos imprevisibles. Nuestra responsabilidad alcanza también a estoEn esta analogía con lo ecológico concuerdo, gustosamente, con Grande del Brío..

Encontramos aquí otro criterio para aplicar a préstamos e innovaciones: el de que, en lo posible, no incrementen la irregularidad. Estar seguro que es, visto localmente, una simplificación, pero complica el conjunto, pues es irregular frente a estar harto (enterado, etc.) de que. Esta última es la forma que los lingüistas llamamos productiva. Y tener presente la productividad también, por cierto, inclina, llegado el caso, a la indulgencia con un recién llegado. Film es innecesario, dado que tenemos película, pero una vez existe también filmar disponemos de toda una serie regular y productiva que película no ha creado. A esta productividad interna y sistemática hay que añadir la riqueza de posibilidades contextuales, que es en cierto modo su paralelo semántico. Quien esto escribe se resiste a usar sofisticado con el sentido inglés, pero recientemente no encontró mejor adjetivo que aplicar al instrumental científico. Quizá algún lector me proponga un modo de evitar laboratorio o telescopio sofisticado. Pero no vale usar varias palabras para decirlo: todos podemos expresar algo mediante perífrasis, pero un grupo de palabras nunca tendrá, precisamente, la versátil productividad de una palabra única.

He elegido fijarme en criterios que podemos usar para ejercer nuestra responsabilidad como usuarios de una lengua. Para reflexionar sobre el estado de ésta, y la medida de esa responsabilidad, repásese el libro de Grijelmo, que toca todos los puntos importantes. Vilches, como antes habían hecho Fontanilla y Riesco, proporciona una útil antología de descuidos o despropósitos de variable gravedad (en ocasiones, extrema). Es cosa nuestra valorar esa gravedad, pero no podemos ignorar, ni en el sentido español ni en el inglés, el hecho de que nos rodeen tantos ejemplos de, cuando menos, descuido, en los medios audiovisuales (Fontanilla y Riesco) y en la prensa (Vilches). A los profesionales de uno y otro periodismo dedica Mariano de la Banda un libro que, por lo entretenido del texto y la presentación, tal vez atraiga a lectores atareados. También en ejemplos de los media se ha basado Cascón para realizar un manual sistemático y cuidadoso que ojalá tenga éxito: sin una visión de conjunto como éstaO la anterior y distinta de Leonardo Gómez Torrego, Manual del español correcto (2 vols.), Madrid, Arco, 1989.no es fácil que esos profesionales, perdidos en la yuxtaposición de ejemplos dispares, adviertan la seriedad de lo que se traen entre manos.

Y hasta aquí he conseguido llegar sin enfadarme. Pero hay que dejar constancia de algo que subraya, con mucha razón, Grijelmo. Las agresiones al idioma no vienen hoy de abajo, sino de arriba, muy especialmente de la televisión, y eso es muy grave. Desde el punto de vista de la lengua, porque eso multiplica su efecto. Y desde el punto de vista moral, porque no hay ninguna necesidad, dado que en gran medida se arreglaba con dinero. Que quienes se gastan millonadas en invitar cotillas para que cacareen sean incapaces de pagar un corrector de estilo no tiene perdón de Dios. Aunque sea un corrector a posteriori, que a modo de defensor del espectador corrija un poquito la prosa de las gallinas venenosas (de ambos sexos). Ya sé que pido mucho, así que abordaré algo más modesto. La lengua española en Europa no está padeciendo el influjo del inglés sino el de las traducciones, y en especial las de películas y series. Si las carísimas televisiones o las omnipotentes distribuidoras norteamericanas pagaran un poco a los traductores podrían exigirles una calidad menos sonrojante. Repito: no es que no se sepa español, es que tampoco se sabe inglés, de modo que estamos en manos de la mismísima ignorancia. Hubo una película traducida como La noche se mueve; el inglés, Night moves, que no permite esa traducción por lo demás incomprensible, es Jugadas nocturnas. Había otra llamada El cielo coronado, que trataba de choques de aviones. Cuesta averiguar que el traductor había leído demasiado deprisa: el original ha de ser crowded, atestado, no crowned, que es surrealista. A gente así ¿se le puede pedir sintaxis?

Los traductores tendrán su culpa, pero mayor es la de quienes les pagan poco y no les revisan nada. También en editoriales. Prepárense. Hay en cierto libro inglés largas citas del Quijote. Helas: «Finalmente, se entregó a sí mismo de tal manera a la lectura de las novelas […] que, finalmente, acabó perdiendo su uso de razón. Y ahora, su cabeza estaba repleta de nada que no fueran encantamientos…»En las págs. 203 y 204 de Jack Goody, Representaciones y contradicciones, Barcelona, Paidós, 1999, libro por lo demás bien interesante.. Así sigue. Efectivamente, las ha traducido (mal) Peter Menard, the author of Don Quixote. No sé de otra cultura tan acomplejada y cutre como para que en ella algo así sea siquiera concebible. Y en la nuestra hay que andarse con cuidado, porque aquí cuanto más acomplejado más se saca pecho. Se nos han juntado enfrente los tics de los ejecutivos trepas con un «lo importante es que te entiendan» que le iría bien al castellano viejo de Larra. Ni este ni los otros van a reconocer que el estado de nuestra lengua, de nuestra cultura, les trae sin cuidado y que, además, no tienen pajolera idea de inglés. Recuerden: a quien sabe de verdad una lengua extranjera, cuando usa la propia no se le nota en absoluto.

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