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GÓMEZ PEREIRA. ENTRE LAS PIERNAS

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Me comentaba un editor que el protagonista de una novela debe aparecer ya en el primer capítulo; se trataba de un editor ducho en ventas que quería asegurar a toda costa y lo antes posible la identificación del lector con los personajes y la historia. Y traigo esto a cuento porque en el cine tal empeño parece de una evidencia abrumadora: las películas se hacen para que el público las vea, cuanto más público mejor; de ahí esas listas de recaudación en taquilla que hasta servían –y no sé si todavía sirven-para cuantificar las subvenciones.

Entre las piernas tiene, sin embargo, tanta vocación por llegar al público que le ocurre como al alumno ansioso que a la hora del examen trastoca el orden de las respuestas. Y no estoy diciendo que la película empiece por el final, pero sí que empieza, a mi modo de ver, indebidamente y con un tono demasiado alto, casi como una apoteosis del título, lo que tiene el efecto de confundir al espectador.

Hablo de esa secuencia inicial en la que un padre de familia llega a su casa de noche, se supone que después de su jornada laboral. Su hijita y una joven y atractiva canguro que la cuida le dan la bienvenida. La canguro (qué horrendo vocablo) culmina su tarea dejando en su camita a la niña y se dispone a irse.

Todo muy previsible hasta ahí. Pero ocurre que la joven viste una especie de uniforme de trabajo y ha de cambiarse y, para sorpresa del espectador, lo hace a la vista del hombre. El hombre, claro, no es de piedra y se enciende ante aquellas lozanas y resplandecientes desnudeces. La canguro se enciende también ante la creciente temperatura del hombre. Y así nos es dado contemplar uno de los encuentros amorosos más ruidosos de la historia del cine, tal dos leones rugiendo y acometiéndose; encuentro que sólo es interrumpido por la niña que llorando golpea a su padre en la espalda hasta hacerle sangre.

Apareamiento tan mugidor y aparatoso hacía presumir que nos hallábamos ante una comedia –fiados además en los antecedentes del director–, bien que con ese humorismo tan rebolludo que suele darse por estos pagos. Pero no era así y de tal modo no lo era que al final de la proyección a uno le quedaban las dudas de no haber entendido en qué clave estaba hecha aquella primera secuencia, y todavía más, ni siquiera su razón de ser, porque sin ella acaso la película hubiera funcionado algo mejor, quizá, entre otras cosas, por el aquel de la recomendación de mi amigo el editor. ¿Qué significan sino estos dos personajes, qué la escena que interpretan? La canguro se desvanece, o sea no vuelve a aparecer más, mientras que al papá de la niña lo vemos una sola vez, si no recuerdo mal, en la secuencia siguiente, como director de un centro rehabilitador de adictos al sexo al que asiste un puñado de personas como alumnos en una clase, cada uno en su pupitre. «Estoy enfermo, soy adicto al sexo, quiero curarme», se les encarece que digan como primera medida. Y ese sería, a mi modo de ver, el principio de la película.

Ignoro si existen centros rehabilitadores como ese, pero su peculiar naturaleza sirve precisamente para seguir acentuando la clave de comedia. Lo que también se refuerza con el modo como se nos presenta al director y a los sedicentes enfermos, con primerísimos planos que enfatizan la cercanía de los sexos precisamente entre los adictos al sexo. Y las cosas no varían cuando el personaje de Javier, interpretado por Javier Bardem, entabla conversación en el aeropuerto con una atractiva pasajera, Azucena, que, como él, acaba de perder el vuelo, pues sólo en clave de comedia su conversación resulta verosímil y casi todo lo que sigue, ese encerrarse de los dos en el aseo, cada uno en el suyo respectivo, para seguir contándose historias erótico-fantásticas a través del teléfono móvil. O como cuando, tras la catástrofe del avión que debían de haber tomado, la mujer de este Javier, en vez de abrazarse aliviada a él, tiene una reacción de astracanada y le golpea y le insulta, hijo de puta y esas cosas le llama, ¿cómo puedes haberme hecho esto?

Sin embargo, la película no es una comedia, es un thriller. Y eso empezamos a saberlo cuando sale Félix, el apesadumbrado policía que interpreta Carmelo Gómez, una interpretación soberbia por cierto. Los asuntos se acumulan entonces hasta una cierta saturación y es como si estuviéramos viendo dos o tres películas a un tiempo, cada una con su género y sus intérpretes respectivos. Los policías, el ambiente de la comisaría, las relaciones entre ellos, eso pertenece al cine negro. Azucena, mientras es sólo Azucena, el centro rehabilitador de sexadictos, a la comedia. Javier Bardem y Victoria Abril, a las dos.

A veces los elementos se confunden, o mejor se incrustan unos en otros, como esa pareja de policías nacionales que se niega aparatosamente a abrir el maletero de un coche sospechoso. Porque no estamos, por ejemplo, ante una comedia negra, al estilo de la inolvidable El quinteto de la muerte. Precisamente en ese servir a dos señores, a la comedia y al cine negro, está el problema. En Entre las piernas la simbiosis no se produce, esa simbiosis de intriga y humor, de ironía y misterio, de la que Hichtcock era maestro.

Y es una lástima, porque los actores principales hacen estupendamente su trabajo, con un físico muy adecuado a los personajes que interpretan, algo no demasiado frecuente, más bien raro, en el cine español. No así algunos secundarios, que desentonan ostensiblemente y recuerdo ahora esas escenas del aeropuerto, no de las más felices, en las que la azafata de turno recita su pequeño parlamento con el insufrible tonillo de los grupos de aficionados al teatro de la enseñanza secundaria.

Pero tampoco hay que llamarse a engaño. El nivel técnico de nuestro cine ha subido mucho y eso se nota, así que aunque Entre las piernas haya logrado sólo a medias su propósito, es igual o mejor que tantas películas norteamericanas como atosigan nuestras pantallas.

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Ficha técnica

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