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De los datos a las profecías

ENCUENTRO DE CIVILIZACIONES

Youssef Courbage, Emmanuel Todd

Foca, Madrid

Trad. de Marisa Pérez Colina

176 pp.

15 €

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Mal que nos pese, el celebérrimo artículo de Samuel P. Huntington de 1993, en Foreign Affairs, sobre el choque de civilizaciones sigue condicionando buena parte de los análisis al uso en Occidente sobre las relaciones políticas, sociales y culturales de éste con los países musulmanes (o, como algunos dicen con gran ampulosidad, «el islam»). Bien como punto de partida, bien para refutarlas o simplemente determinarlas como marco de referencia, muchos de los que han escrito sobre el asunto en los últimos tres lustros han tomado en consideración las tesis expuestas por el politólogo estadounidense. En esencia, puede decirse que el primer prontuario generado por la lectura del artículo de marras está lastrado por una interpretación viciada: el autor, más que vaticinar o dictaminar que ineludiblemente el mundo se dirigía hacia un choque de civilizaciones, estaba invocando la necesidad de adoptar una estrategia determinada para proteger los intereses y valores occidentales y la hegemonía de Estados Unidos. Se trataba, pues, de detectar primero la presencia de grandes rivales, encabezados por el gigante chino, y diseñar después un plan específico para neutralizarlos. Por lo tanto, más que afirmar que esto va a ser así, Huntington venía a decirnos: hemos de hacer algo preciso para mantener nuestra hegemonía mundial.

El estudio de Youssef Courbage y Emmanuel Todd sobre las civilizaciones que, lejos de colisionar, habrán de converger, parte de una premisa diametralmente opuesta. Como indica el título, Occidente y el mundo islámico han de terminar encontrándose. Así lo señalan los censos demográficos y las tendencias generales observadas en un lado y otro. Teniendo en cuenta, sobre todo, los antecedentes de Todd, a quien se le atribuye el vaticinio del derrumbe soviético con un estudio publicado en 1976 (La chute finale: Essais sur la décomposition de la sphère soviétique) o el fin del «imperio estadounidense» y el apogeo de un sistema multipolar (Après l’empire. Essai sur la décomposition du système américain, 2002, traducción española de José Luis Sánchez Silva en Foca, 2003), el asunto tiene su enjundia. Y, en efecto, los datos afirman que los países musulmanes están acercando sus índices de natalidad a los occidentales; y que el aumento del nivel de alfabetización de las mujeres y la erosión progresiva de la costumbre endogámica han promovido un cambio de mentalidad, el cual, a su vez, está modificando los patrones actuales de patrilinealidad y patrilocalidad. Del mismo modo, el descenso progresivo de los índices de fecundidad evidencia que, en contra de las interpretaciones de Dudley Sirk y otros demógrafos, la religión islámica no puede por sí sola imponer una natalidad elevada. Como todos los credos monoteístas, el islam aboga por una procreación fecunda; sin embargo, las penurias económicas y los dictados del modo de vida urbano acaban pesando más que las consignas religiosas.

Desde luego, los postulados de Courbage y Todd son sugerentes. En algunos casos, las tablas y los análisis elaborados a partir de los datos consignados resultan elocuentes y fortalecen los puntos de vista expuestos. Sí, la fecundidad está descendiendo en los países musulmanes y en muchos de ellos asistimos a una feroz pugna entre los valores tradicionales y la llamada modernidad. Y el hecho de que cada vez más personas sepan leer y escribir está contribuyendo a transformar las mentalidades y los enfoques vigentes. Pero, en otros casos, las proyecciones de los autores adolecen de un desmaño científico y un desbordado entusiasmo por las grandes verdades demográficas que poco o nada hacen por reivindicar las realidades palpables de las sociedades musulmanas. Hasta en el apartado donde mayor consistencia cabría esperar, las tablas de porcentajes, hallamos un desmañado ademán. En algunas, caso de las referentes al «Gran Oriente Medio no árabe», las estadísticas son antiguas, de 1999 para la India… ¡y diez años en demografía son muchos años, máxime si pretende hacerse un análisis contrastante! A veces las fuentes no aparecen citadas de forma precisa: bien se hace mención a «cálculos y censos recientes» (p. 56), bien se enumeran las referencias sin especificar más ni detallar la prioridad concedida a cada una de ellas (p. 132).

Asimismo, tenemos la insistencia en considerar el mundo musulmán como un bloque compacto con comportamientos y tendencias comunes. Cierto es que se reconoce que aquél «no sólo presenta especificidades, sino también diferencias fundamentales» (p. 47) y que el «unanimismo musulmán» es una «entelequia» (p. 165); empero, una y otra vez, se hace un esfuerzo ímprobo por poner en relación armónica las disparidades y divergencias y aportar una imagen más o menos homogénea. Incluso, cuando el lapso entre unos países y otros resulta más que evidente, los autores buscan argumentos para insertar tal excepcionalidad dentro de una ordenación común. Basta mirar la tabla final (pp. 172-173), que resume la parafernalia de porcentajes del libro, para calibrar la amplitud del foso: entre el país con mayor índice de natalidad, Guinea Bissau, y el menor, Bosnia, hay ¡seis puntos! Esto es, más del doble de lo que pueda haber entre cualquiera de los países europeos, norteamericanos y Japón-Corea del Sur. A nadie puede escapársele, por lo mismo, que hay contrastes obvios, en el plano económico, social e incluso religioso, entre los Estados de Asia Central y los del África subsahariana, o entre los Estados árabes del Golfo y Asia Oriental; no obstante, Courbage y Todd parecen conjurados a relativizar los puntos de desencuentro y subsumirlo todo en el hecho de que la natalidad está descendiendo en la gran mayoría de los países musulmanes. Pero ¿hay alguna región del planeta donde no sea así?

Los interrogantes suscitados, no tanto por el calibre de los números y cifras como por los análisis, conclusiones e hipótesis enunciados por los autores, son varios. Hoy por hoy, las áreas musulmanas ocupan los últimos lugares en las listas de desarrollo humano y democracia por bloques geográficos. La región del África subsahariana padece registros más que lamentables, y los veintidós países árabes –«el corazón del mundo islámico», en palabras de Courbage y Todd– no han experimentado avances notables en la materia desde hace lustros. Las desoladoras conclusiones del Informe sobre el Desarrollo Humano de los Estados árabes, de 2005, no dejan lugar a dudas: la lucha contra el analfabetismo y la pobreza no progresa al ritmo deseado y la opresión política y social, la corrupción y el autoritarismo campan por sus respetosPuede consultarse en http://arabstates.undp. org/contents/file/ArabHumanDevelopRep2005En.pdf. Los datos apuntan cierta mejoría en algunos apartados; sin embargo, si se compara la evolución de los mismos en otras regiones, América Latina, por ejemplo, cabe preguntarse por qué en el continente americano la natalidad, el analfabetismo y el despotismo político están descendiendo a un ritmo mucho mayor. Por lo mismo, el mundo musulmán alberga paradojas inquietantes: engloba el único bloque geográfico cuyos datos de natalidad permanecen al alza –África subsahariana– y no faltan los países, como Marruecos, donde la fecundidad por mujer desciende a despecho de un analfabetismo desbordado (más del 40%). En otros casos, como el Golfo Árabe, los períodos de bonanza económica derivados de la revalorización del petróleo fomentan la natalidad, circunstancia que invita a replantearse la fiabilidad de la ecuación desarrollo económico = descenso de natalidad.

Y puesto que las excepciones y aparentes contradicciones se multiplican, los autores se ven obligados a enjaretar razonamientos de todo tipo. Algunos, como los referentes a la elevada fecundidad de los palestinos, a pesar de su notable nivel cultural, están bien fundamentados: resistir la acción predadora y expansionista del proyecto sionista. Otros –la influencia cultural de la emigración a Francia y otros países europeos para explicar el menor número de nacimientos en el Magreb– necesitan una mayor elaboración. Y no digamos nada ya sobre la peliaguda cuestión de la disparidad entre chiismo y sunnismo («criterio explicativo más pertinente que la diferencia entre mundo musulmán y cristiano», p. 128) y la «evidencia» de que el primero sirve de acicate a la llamada «modernidad demográfica». Basándose en la mengua de nacimientos anuales en Estados de mayoría chií como Azerbaiyán o Irán, los autores abundan en la teoría expuesta por estudiosos como Dieter Senghaas en The Class Within Civilizations: Coming to Terms with Cultural Conflicts (Londres y Nueva York, Routledge, 2002) y aliñan la conclusión de que el chiismo ha desempeñado una función destacada, en contraste con la teoría sunní –más conservadora–, en este apartado. Dejando a un lado la aparente contradicción suscitada por el hecho de relativizar, desde el punto de vista demográfico, el protagonismo religioso del islam en su conjunto y potenciar el de sus escuelas confesionales, señalemos que las estadísticas, una vez más, no bastan por sí solas para explicar las cosas (en Líbano, los chiíes, mayoritarios, mantienen índices de natalidad superiores a sunníes y cristianos). Tampoco sirven para justificar juicios de valor apresurados y simplistas sobre la vitalidad y dinamismo de la sociedad iraní-chií frente a la turca-sunní. Nadie pone en duda que Irán, a pesar del poder corrupto y opresivo de los ayatolás, presenta una variedad de usos y percepciones singulares dentro del orbe islámico; y que su sistema político, sin llegar al umbral de la democracia real, engloba elementos de pluripartidismo y participación mucho más sólidos que un número destacable de Estados musulmanes (lo cual sirve para ilustrar la decadencia de éstos más que la excelencia de aquél). Pero de ahí a lanzar teorías (pp. 106-107) cuando menos peculiares sobre el secularismo y la modernidad en Turquía y afirmar que «Irán es más moderna» a tenor de los datos demográficos hay un trecho. No, un abismo: el que separa a los turcos y su potestad para expresar su opinión y vivir sus opciones religiosas y sexuales con un apreciable margen de libertad (incompleta y limitada, cierto, como demuestran el expediente kurdo, armenio y la interferencia de los militares) de la represión padecida por los iraníes.

Otra de las afirmaciones más relevantes del estudio, a saber, que el integrismo islámico constituye una respuesta a los aires de modernidad y secularismo aventados desde hace décadas, resultan, como poco, controvertidas. Los movimientos islamistas más radicales y violentos han visto la luz en sociedades –Argelia, Afganistán, el Irak actual, Egipto, Pakistán, Somalia, etc.– donde los valores seculares «verdaderos» ni siquiera estaban articulados. Suponer que regímenes como el egipcio, el argelino o el paquistaní –y no digamos nada del Irak ocupado– trataron en los años noventa y en el siglo XXI de desarrollar «auténticas» políticas seculares exige un gran ejercicio de imaginación. Y soslayar los factores sociales y políticos, y con ellos el hartazgo de la gente ante tanto crimen y desmán de Estado, también.

En fin, nuestras objeciones quizá partan de una divergencia conceptual en torno al significado de modernidad. Si los países musulmanes se acercan a los occidentales porque sus índices de natalidad bajan, y en eso consiste la modernidad, pues sí, son modernos. Pero para nosotros aquélla engloba numerosos vectores, desde los derechos humanos hasta la mejora del nivel de vida, pasando por el fomento de la democracia y el respeto de la pluralidad religiosa, étnica y sexual. Y ahí los datos y los números pertinentes no permiten augurar convergencia ninguna. Por lo menos, y por desgracia, no en un futuro inmediato.

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