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En memoria de Fouad Ajami

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Fouad Ajami falleció el pasado 22 de junio a los sesenta y ocho años. Ajami es un desconocido en España. Ni en Amazon ni en la Casa del Libro se encuentran traducciones al castellano de ninguna de sus obras. Y, sin embargo, quienes busquen un hilo sólido del que tirar para comprender el laberinto en que se ha convertido el Oriente Próximo, siempre encontrarán solaz en la erudición y en la inteligencia que rebosan sus escritos.

Ajami provenía de una familia chiíta emigrada de Tabriz a mediados del siglo XIX. Ajami, su nombre de familia, significa «persa» en árabe. Los Ajami de su clan, como tantos otros chiítas, se marcharon de Irán a la busca de mejor suerte en el Levante –otro antiguo nombre para el Líbano–, que, en su caso, estaba a poniente. Allí se establecieron en Arnoun, un pueblo del sur cercano al río Litani, el Leontes de los griegos, a los pies del castillo de Beaufort que levantaran los cruzados en el siglo XII, y se dedicaron a plantar tabaco. En la generación de su padre, en 1945, los Ajami, ya prósperos, se mudaron a Beirut para que los hijos pudiesen obtener una buena educación. A los dieciocho años, Fouad marchó a Estados Unidos para realizar sus estudios universitarios y allí se quedó para los restos. Tras una rápida estancia en Princeton, en 1980 se convirtió en director del programa de estudios graduados para Oriente Próximo en la Johns Hopkins y en 2011 pasó a la Hoover Institution, un distinguido centro de ciencias sociales en la Universidad de Stanford. La Hoover se mantiene dignamente al margen del oleaje multiculti y posmoderno que ha anegado y entontecido a muchas de las grandes universidades estadounidenses.

Como tantos árabes y no árabes de su generación, Ajami encontró durante muchos años en la causa de la autodeterminación palestina su razón de ser como intelectual. En 1978, en debate con Benjamín Netanyahu, repetía, como siguen manteniéndolo hoy tantos, que la suerte de los palestinos y el trato que les dispensaba Israel eran la causa fundamental, en realidad la única causa, de la inestabilidad, el atraso y el autoritarismo en la zona. Pero, posiblemente, algo que pugnaba por salir a flote desde el fondo de su cerebro, algo más difícil de roer, debía estar empujándolo ya por entonces a hacer cábalas menos ortodoxas. Por esas fechas, Ajami andaba ya rumiando el que iba a ser su primer gran libro (The Arab Predicament: Arab Political Thought and Practice since 1967, Cambridge, Cambridge University Press, 1981; nueva edición ampliada en 1993) y se planteaba la más incómoda de las preguntas: ¿por qué es la libertad una planta que no consigue germinar en esta parte del mundo? La historiografía nacionalista de los árabes siempre había buscado la respuesta en el exterior, acusando a los demás, ya fueran los otomanos, ya los europeos, ya los judíos, de sus desdichas. Pero tras los desastres de 1967 (la guerra de los Seis Días) y de 1973 (la guerra de Yom Kipur) esa ensoñación resultaba ya insostenible. Ahora las heridas se revelaban autoinfligidas. La división del mundo árabe era real y totalmente suya; no se debía a la existencia de fronteras artificiales ni a trucos coloniales para dividir y vencer. Quienes oprimían y mutilaban no eran extraños: «El látigo lo empuñaban nuestras propias manos».

Un segundo libro de Ajami (The Dream Palace of the Arabs. A Generation’s Odissey, Nueva York, Vintage Books, 1999), tal vez el mejor en su obra, recuerda la evolución intelectual de los movimientos políticos árabes tras la colonia, a partir del suicidio de Jalil Hawi, un profesor de la American University de Beirut, en la tarde del 6 de junio de 1982. Hawi era un personaje difícil y complejo que había salido de una abyecta pobreza para obtener un título universitario, pasar por Cambridge y doctorarse y, luego, convertirse en uno de los grandes poetas de su generación.

Hawi provenía de una familia de griegos ortodoxos. En un país que, como Líbano, era realmente un mosaico multicultural, los griegos ortodoxos influyeron sobremanera en la causa del nacionalismo árabe y fueron ellos los primeros en celebrar una ideología laica. Mientras otros cristianos, como los maronitas, habían confiado para su supervivencia en la protección de los coloniales franceses o, como las iglesias protestantes, en la fuerza de las misiones europeas y americanas, los ortodoxos griegos no tenían a quién acogerse. A la iglesia ortodoxa rusa se la habían llevado por delante los bolcheviques y su ahora huérfana feligresía buscaba seguridad en nuevos refugios ideológicos. Ortodoxos griegos eran George Antonius, un revolucionario y autor de un libro de influencia (El despertar árabe); Michel Aflaq, uno de los fundadores del movimiento baazista; y Constantine Zurayk, un incansable propagandista del nacionalismo árabe. Cuando Hawi engrosó sus filas no hacía, pues, sino reencontrarse con esa tradición. A sus quince años lo encandiló Anton Saadah, otro griego ortodoxo que acababa de volver a Líbano tras un mítico pasaje por América del Sur y prometía soluciones para todo en cuanto se crease una Gran Siria. Tras una serie de intentonas de hacer buena su revolución, Saadah fue ejecutado por el gobierno libanés en 1949.

Fouad AjamiLos años cincuenta trajeron la pleamar del panarabismo y Hawi cambió la Gran Siria de Saadah por una patria soñada, de Beirut a Rabat, en la que cabrían todos los árabes. Pero nada iba a ser sencillo. Tras la derrota de 1948 (la Catástrofe es el nombre que le dan los árabes), los palestinos se refugiaron en Beirut, llevando consigo la ideología izquierdista de la OLP, que buscaba enterrar al orden social y político libanés, despertando con ello la alarma de sus beneficiarios, principalmente la de los maronitas. Fueron aquéllos tiempos de bonanza para la elite palestina, muy jaleada a la sazón por la mayoría de los árabes. También de soledad y angustia para Hawi, que se resistía a aceptar que su suelo nativo se convirtiese en el escenario de un conflicto árabe-israelí que las grandes potencias árabes no estaban dispuestas a disputar en sus propias tierras. Al tiempo, le resultaba imposible echar su suerte con los defensores del poder tradicional. Ni siquiera el puesto de profesor en la American University de Beirut que tanto ansiaba y finalmente había conseguido podía traer la paz a su ánimo. Debajo del barniz de la prestigiosa institución estadounidense se adivinaba la impronta de las clases de que se nutría. La American University era la acrópolis de la gran burguesía local, para la que Hawi nunca dejaría de ser un advenedizo. A medida que avanzaba en su edad, Hawi se sentía cada vez más perdido. No añoraba la cultura clásica árabe, de la que nada podía esperar y, al tiempo, cada vez le resultaban menos soportables los modernistas que habían tratado de injertar en su cultura local los aspectos más superficiales y fungibles de la del Oeste. El despertar árabe no era para él sino otra hoja de parra con la que cubrir «el atraso integral de la sociedad árabe» y los modernistas habían sido incapaces de poner los fundamentos para un verdadero renacimiento. Su agitación no había dejado tras de sí más que las viejas «lealtades de las tribus, de las sectas, de los clanes». A la postre, la vergüenza pública que Hawi sentía acabaría por convertirse en vergüenza privada, su esperanza se tornaría en desesperación y la desesperación en suicidio. Un viaje a las tinieblas que ejemplifica, para Ajami, el trance por el que han pasado muchos otros árabes.

La modernidad, empero, no dejaba de filtrarse. Tras la derrota de Yom Kipur, los Estados del desierto la experimentarían a su aire. Su suelo estéril escondía el petróleo que iba a trasformar de arriba abajo su arcaica estructura económica. La primera víctima de esta nueva disposición del dinero y el poder fue el panarabismo. Algunos de sus más apasionados partidarios eran, como se ha dicho, árabes cristianos que buscaban un lugar al sol en un universo musulmán más amplio y también más ajeno, pues su identidad derivaba de la creciente hegemonía cultural del islam urbano y ortodoxamente sunita que había hecho de Palestina su bandera. Pero el panarabismo se asentaba sólo en Beirut, en Damasco, en Bagdad. El Cairo sólo se había unido a él de forma tardía, aunque fuera allí donde más lo celebraran sus intelectuales. También fueron los egipcios los primeros en abandonarlo cuando, al calor de las derrotas, Sadat y Mubarak buscaron un nuevo acomodo con la supremacía estadounidense e israelí.

Al sueño de la gran nación árabe lo suplantaron otras estrategias, todas ellas de menor ambición, más localistas: una reconstrucción del movimiento palestino; la hegemonía de los Estados conservadores petroleros y su intento de recomponer el antiguo orden social en el conjunto de la gran familia árabe; la revuelta chiíta. A su manera, cada uno de esos programas prometía solucionar el atraso y la impotencia de los musulmanes, aunque pronto revelasen todos ellos su incapacidad para hacer buenas esas promesas.

En su momento de esplendor, la causa palestina insistía en que la solución de su disputa con Israel mostraría el camino para resolver todos y cada uno de los aprietos del conjunto. Los palestinos proponían su «guerrilla», su «guerra de liberación nacional», su «revolución» como el modelo para librar a la sociedad árabe de la superstición y de su debilidad. El movimiento palestino hablaba de una sociedad nueva, libre del estancamiento secular. Muy pronto, los Estados más tradicionalistas se encargarían de poner punto final a esas ilusiones, al menos en el interior de sus territorios. En Jordania fue el ejército el encargado de meter en cintura a los palestinos; en el Líbano, en un acuerdo tácito, le dejaron esa tarea a Ariel Sharon.

La solución de los oligarcas del petróleo era la opuesta: un mundo árabe libre de radicalismos por el ensalmo del consumo. Las masas apoyarían al antiguo orden social si se les permitía mejorar su nivel de vida. El fiel del poder se desplazaría, así, de las ciudades radicales del Levante a los Estados conservadores del Golfo. Pronto, empero, la revolución islamista en Irán iba a revelar la desnudez de sus reyes, de sus sultanes y de sus emires. Al sha de Persia le tocó comprobar el primero la fatuidad de combinar la turath (tradición) con el consumismo.

Jomeini representó la revancha desorbitada de la turath, libre al fin de coberturas laicistas y de evasivas modernistas. Llegado era el Mahdi, el Mesías. Y al Mahdi no le resultó difícil convertirse en parte integrante de la política árabe, horra como lo estaba de soluciones. «La fuerza del milenarismo jomeinista radicó en su capacidad de aunar a todos los excluidos de la política árabe y en sacar a la luz la debilidad consustancial, el secreto prohibido del nacionalismo árabe, que no era otra cosa sino el dominio de los sunitas ahora vestido de paisano». Frente al laicismo panarabista aún defendido por la OLP, en contra de la descarada opulencia de las grandes familias del petróleo, relucía un nuevo hechizo: la vuelta a los orígenes, a la grandeza soñada del califato. La revuelta islámica dotó así de una nueva confianza, al tiempo que de asistencia material, a la calle árabe. O, al menos, a las minorías chiítas, en absoluto minúsculas, en Líbano, en Irak (aquí eran mayoría), en los Estados del Golfo. Aparecía, pues, otro conflicto intratable. Aplacar a las clases subalternas chiítas repartidas por los Estados árabes imponía un reajuste del contrato social del mundo árabe y una redistribución del poder. Los poderosos hubieran tenido que mostrarse próvidos, y los excluidos, pacientes y bien educados. Incluso en tiempos mejores, la solución se hubiera revelado endemoniadamente compleja, así que, a la postre, el pánico sunita iba a chocar con el sentimiento triunfal de los chiítas. Del panarabismo a los conflictos sectarios; de la gran patria islámica a las crisis regionales; de la casa de Saud a la clerigalla jomeinista. Y de ese laberinto de fuerzas encontradas y, al tiempo, transversales surgieron la guerra entre Irán e Irak, las guerras del Golfo, la expansión de Hezbolá en el Líbano, la división entre los palestinos, la primavera árabe.

La opinión occidental, incluso la que pasa por ilustrada, prefiere desconocer la complejidad de todo este proceso aún inconcluso. Los progresistas, tan influyentes en los medios y en las universidades, han comprado sin regateos el refrito panarabista que vendían los críticos del orientalismo. En Oriente Próximo, dicen, los conflictos de clase quedan represados por esa manipulación imperialista que se llama Israel. Salte ese dique y árabes y demás musulmanes, todos juntos y en unión, encontrarán pronto un camino hacia su liberación y hacia una vida mejor. Para los fabulistas del lugar, cualquier sutileza adicional es necesariamente una coartada sionista. Lógico, pues, que hayan tratado a Ajami como a un apestado. En 2003, en los debates sobre la intervención estadounidense en Irak, Edward Said, con su inigualada maestría para el insulto, lo había tildado de «inconfundiblemente racista». La necrológica que le dedicó The New York Times lo declaraba culpable por asociación, recordando su proximidad a Bernard Lewis y a Daniel Pipes; su descripción de las sociedades árabes como clánicas y atávicas; que Condoleezza Rice o Paul Wolfowitz le hubieran pedido consejo. Los fans de Obama no le perdonaban sus críticas a la política del presidente en Irak y en Siria.

Nunca se avergonzó Ajami de su decidida opción por la democracia en Oriente Próximo. «La guerra de Irak –anotaba– encarnó el sorprendente espectáculo –una verdadera reversión de la galaxia intelectual– de un presidente estadounidense y conservador que proclamaba la buena nueva de la libertad frente a unos progresistas relapsos en su sombría convicción de que la libertad no puede florecer en tierras musulmanas. [Por no hablar de los intelectuales europeos y árabes que] ahora propagaban la idea de que hay pueblos y naciones que están hechos para la democracia y otros que no» (The Foreigner’s Gift: The Americans, the Arabs and the Iraqis in Iraq, Nueva York, The Free Press, 2006). La cuestión, para Ajami, era otra: que, para todos los poderes hegemónicos en el mundo musulmán, un experimento verdaderamente democrático en la región es incompatible con el mantenimiento de su dominación. Ya fueran las dictaduras militares o civiles de Egipto, de Libia o de Siria, sus colegas de Pakistán o sus émulos palestinos; ya los monarcas y jeques absolutistas de Arabia Saudita y del Golfo; ya los ulemas chiítas o sus pares sunitas; todos ellos, cada cual por sus innombrables razones específicas, se sentían amenazados por igual por la intervención estadounidense en Afganistán y en Irak. Al cabo, ninguno de esos sistemas puede solucionar los problemas que atenazan a sus sociedades –la pobreza, el atraso cultural y tecnológico, y la exclusión de las mujeres– y todos ellos son, pues, enemigos jurados de cualquier cambio democrático.

La conclusión de Ajami era, pues, muy diferente de la que se ha impuesto en Estados Unidos y en Europa. Bush y los neoconservadores se arrugaron ante las enormes dificultades de una empresa para la que ni estaban cabalmente preparados ni podían, por tanto, preparar al pueblo estadounidense. En realidad, daban la impresión de no saber exactamente qué querían más allá de acabar con el gobierno de los talibanes afganos y con Saddam Hussein, y de la insensata ilusión de que todo se arreglaría una vez finalizado su paseo militar. Por su parte, los progresistas estadounidenses que votaron a favor de ambas guerras (conviene recordar que lo hizo una abrumadora mayoría de congresistas y senadores demócratas, aunque no Obama, porque a la sazón no formaba parte del Senado) nunca lo hicieron por otra convicción que la de no dejar impune la matanza del 11 de septiembre de 2001. Sólo después de 2006 pareció Bush haber comprendido que la victoria del proyecto sólo sería posible con un aumento de la presencia militar en Irak y que esa presencia iba a ser necesariamente muy larga y, para entonces, la paciencia de sus ciudadanos se resquebrajaba a toda prisa. El triunfo de Obama en 2008 sólo empeoró la situación. A partir de ese momento, el único proyecto estadounidense consistió en salir de Irak cuanto antes y sin condiciones, y abandonar la zona a su suerte, como así lo hizo el presidente en 2011.

La muerte le llegó a Ajami en medio de la inexorable debacle de esa estrategia derrotista. Una semana antes escribía su último artículo y allí recogía lo que indudablemente será el epitafio para la política de Obama en Oriente Próximo. «Hoy, con su rechazo del uso de la fuerza militar estadounidense para salvar a los niños sirios o incluso para impedir que Irak se despeñe hacia la guerra civil, el otrora líder del Mundo Libre está eligiendo, una vez más, mirar hacia otro lado» (The Wall Street Journal).

Descanse en paz Fouad Ajami.

Julio Aramberri es profesor visitante en DUFE (Dongbei University of Finance & Economics), en Dalian (China).

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