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Guardar la distancia

ELOGIO DE LA CORTESÍA

Eustaquio Barjau

La Balsa de la Medusa, Madrid

130 pp.

13 €

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Se diría que no corren buenos tiempos para la cortesía. Por tratarse de una manera que a menudo disimulaba relaciones de jerarquía, muchos la han estigmatizado como un símbolo infamante de dominación o, al menos, de desigualdad: quien se ha librado de la dominación o ha alcanzado la igualdad no quiere saber nada de ella, pues la sitúa en el campo de lo «superado»; y quien sigue dominado u ocupa un lugar jerárquico inferior (cosa que en nuestras sociedades cada vez se soporta peor), en vez de percibirla como un esfuerzo para hacer más llevadera su posición, la siente como un doloroso recordatorio de la inferioridad y, en consecuencia, la rechaza; finalmente, quien no está en ninguna de las dos situaciones anteriores, tiende a sospechar en quien se le acerca con ademanes corteses un aire de superioridad (¿qué se habrá creído éste?) o, como mínimo, de inautenticidad. Por eso el Elogio de la cortesía de Eustaquio Barjau, escrito a la vez con el tacto de un fenomenólogo y la intuición insustituible de un lingüista, viene oportunamente a recordarnos lo principal: que la cortesía no es eso con lo que a veces la confundimos. Que a menudo haya servido para encubrir relaciones de dominación –pero ni más ni menos que cualquier otro elemento del comportamiento o del lenguaje, que no tienen más remedio que contaminarse de las situaciones históricas que viven– no puede ser una excusa para reducir a semejante caricatura lo que constituye un fenómeno básico de estilización de la vida humana, un fenómeno sin el cual probablemente la existencia sería totalmente insoportable, o se reduciría al contacto directo de «distancia cero», el abrazo y el puñetazo (y ni siquiera esto, pues también hay ciertas «reglas de cortesía» en el abrazar y hasta en el pegar). Lo más sencillo, quizá, para comprender que la cortesía no es una antigualla reaccionaria es echar un vistazo a los «mundos sin cortesía» que Barjau describe en su ensayo: la camaradería del cuartel o del partido (en los dos sentidos del término), el compadreo voluntario del bromista pesado y el obligado de su hastiada víctima, o el rígido protocolo de los actos «oficiales», ámbitos todos ellos no menos susceptibles de ser calificados de «antiguallas» y no menos refugio potencial de hábitos reaccionarios. Hemos de pensar más bien la cortesía como el trazado de un espacio ficticio que crea distancias virtuales, que abre la posibilidad de una coexistencia fluida y hasta grata entre esos dos extremos de «inmediatez» que son la interior bodega de la que hablaba el poeta o el cuchillo con el que la Carmen de Merimée saldaba sus cuentas más urgentes. Al no existir en un espacio físico o geométrico, estos lugares de habitabilidad cortés sólo pueden existir como espacios implícitos, implicados en los gestos, en las posturas y, privilegiadamente, en la lengua (por ejemplo, la palabra es capaz de inventar una distancia allí donde no la hay al hacer que el hablante se dirija al oyente, no ya mediante un «usted» –que ensancha la distancia con respecto al «tú»–, sino incluso en tercera persona, abriendo así aún más la zona de rodeo entre ambos); vemos así toda una cartografía –o una topología– de caminos indirectos, bucles, trasfondos y escenarios creados por la invención cortés que diseña un paisaje, si no secreto, sí al menos discreto o reservado a la comunidad formada por quienes aceptan entrar en este juego y por el cual Barjau lleva al lector con la sabiduría y la perspicacia que requiere el recorrido de un territorio tan frágil. Lo esencial –y lo que, por tanto, distingue definitivamente a la cortesía de las formas impuestas como obligatorias por el rango o la falta de él, lo que impide confundirlo con un «encubrimiento» en el sentido peyorativo de este término– es que esta «entrada en el juego» es siempre facultativa: la cortesía forzada no es cortesía. Al tratarse de un espacio implícito que, por estar constituido por una relación, no puede ser unipersonal, el otro con quien se juega, aunque «en la realidad» sea «un inferior» o «un superior», al menos en el juego de la cortesía, en su localidad ficticia, ha de ser necesariamente un cómplice (la implicitud es aquí co-implicitud, complicidad), nunca un súbdito o un tirano, un amo o un esclavo; nada más sencillo, por otra parte, que librarse de este lazo si a uno le aprieta demasiado: basta con no aceptar el juego para quedar liberado de sus constricciones sin necesidad de renuncia explícita y sin sanción expresa. Se diría que la cortesía pertenece a esas «artes de sí mismo» que, en sus últimos textos, Michel Foucault describía como las elegidas libremente por un sujeto para modelar su propia subjetividad, para crearse una «estética de la existencia». El parentesco con las artes está aquí asegurado porque, como el espacio cortés mismo, las reglas que rigen sus dilataciones y contracciones son solamente normas tácitas, no prohibiciones ni deberes patentes, exactamente igual que sucede con lo que podríamos llamar «las reglas» de la pintura, de la música o de la literatura. Y esto es, probablemente, lo que hace difícil la pervivencia de la cortesía en nuestras sociedades: tras haber padecido la suprema perversión de que una conducta ideada para preservar el espacio del otro de un contacto demasiado directo que pudiera dañar su êthos haya terminado interpretándose (y a veces utilizándose) para proteger el propio espacio de toda posible intrusión por parte del otro, la cortesía se soporta mal en un mundo en el cual todo tiene que ser explícito, contante y sonante, y lo ficticio tiene difícil la competencia con una realidad que, no solamente lo supera, sino que se ha convertido en espectáculo y penaliza la conducta artística, sustituyendo la invención de espacios de habitabilidad que requieren de la creatividad y la implicación de sus habitantes por las normas oficializadas de la corrección política, o por el compadreo vergonzante que se jacta de ir siempre al grano o de no andarse por las ramas; como si vivir como hombres no fuera necesariamente dar rodeos antes de ir a ese grano que, al menos para no­so­tros, no tiene otro sabor que el de la muerte. 

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