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Elija: ser o no ser

Hamlet en la holocubierta. El futuro de la narrativa en el ciberespacio

JANET H. MURRAY

Paidós, Barcelona, 330 págs.

Trad. de Susana Pajares

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Las Nuevas Tecnologías de la Información no se limitan a abrir cauces a la comunicación sino que, además, están posibilitando la búsqueda de nuevas formas de expresión artística. Este fenómeno no es nuevo. Ha sucedido así anteriormente, por ejemplo, con la fotografía o el cine, nacidos como medios técnicos de registro y que serán aprovechados pronto en su dimensión estética. Somos capaces de expresarnos a través de diferentes soportes y tecnologías y estamos siempre a la búsqueda de nuevos medios expresivos que nos permitan abrir nuevas fronteras en eso que llamamos Arte.

El libro de Janet H. Murray Hamleten la holocubierta. El futuro de la narrativa en el ciberespacio, publicado en 1997 en su versión inglesa, aparece traducido ahora al español. La autora es profesora de Ficciones interactivas en el MIT, uno de los centros neurálgicos de la investigación en estas áreas y allí fue directora de algo que aquí todavía no se entiende muy bien –o, si se quiere, se considera casi incompatible–: un Centro de Tecnología para las Humanidades.

Quizá lo primero que haya que explicar a los lectores qué es la holocubierta (holodeck en su original inglés). El término proviene de la conocida serie televisiva Star Treck. La próxima generación. Hace referencia a un dispositivo holográfico que permite representar ficciones; como lo describe la misma autora, la holocubierta «es una máquina de fantasía universal abierta a una programación personalizada» (pág. 27). Y de esto es de lo que trata su obra, de las posibilidades de una narrativa virtual en la que los sujetos puedan vivir experiencias virtuales tal y como los navegantes de la serie hacían en sus horas de aburrimiento interestelar.

Lo primero que se percibe en la obra es la diferencia –casi una zanja insalvable– que existe entre los teóricos americanos en este terreno. Si contrastamos la obra de Murray con la de otros investigadores o teóricos estadounidenses, percibimos claramente la distinción entre dos grupos. El primero puede ser definido como el de los «teóricos», cuyo enfoque proviene de las corrientes literarias y filosóficas críticas de raíz europea, en las que se mezclan (como el caso de George Landow) desde J. Derrida hasta M. Bajtín, pasando por W. Benjamin, con salpicaduras de Borges y Joyce. Este grupo es el más radical en sus planteamientos, especialmente porque su definición del hipertexto se basa en su contraste con la textualidad convencional, la que se vincula con el libro como dispositivo de almacenamiento de conocimientos. El hipertexto es una nueva forma de conocimiento que destruye las limitaciones y restricciones propias del texto-libro. El texto es un dispositivo limitado, centrado, secuencial, autorial y autoritario. El hipertexto, por el contrario, se ve como un dispositivo abierto, sin centro, no lineal, multiautorial y antiautoritario. El hipertexto es visto como una estructura rizomática («rizoma» es una palabra que les encanta. Proviene de G. Deleuze, otro de los santones hipertextuales), es decir, una maraña de relaciones asociativas con mayor riqueza expresiva que las que se derivan de una estructura secuencial efecto-causa. En la narrativa convencional la estructura suele ser lineal, una sucesión de efectos y causas, de acciones y reacciones; por el contrario las estructuras hipertextuales permiten otros tipos de estructuras multilineales (sobre esto también hay discusión teórica: para unos permite la multilinealidad, para otros la no-linealidad).

El otro grupo, en el que podemos encuadrar a Janet H. Murray, está más próximo al modelo que se desarrolla no desde el hipertexto, sino desde los juegos de ordenador o los videojuegos. Donde unos citan filósofos deconstruccionistas o posmodernos, Murray cita series televisivas como La ley del revólver o Maverick; donde otros citan a Joyce, Murray cita Harold and the Purple Crayon, un libro ilustrado para niños. Unos están empapados de sesudos trabajos estructuralistas, Janet Murray cuenta sus primeras experiencias con los juegos de ordenador disparando contra vaqueros ficticios en las pantallas de los salones recreativos.

Las dos posiciones –la de los teóricos duros y la recreativa de Murray– son complementarias y las dos tienen razón en lo que la tienen y pecan de lo mismo según su propio programa. Si los teóricos duros tienen el problema de estar teorizando sobre algo todavía por producir –los más radicales hablan hasta de una revolución cognitiva–, Murray peca por la debilidad de algunos de sus fundamentos teóricos.

Esta debilidad tiene su origen en dos puntos: el primero es su concepto de «narrativa» –problema que se arrastra a lo largo de casi toda la obra– y el segundo, derivado del primero, algunos de los apoyos que elige en momentos concretos de su argumentación –como su recurso a la teoría formularia de Parry-Lord.

El problema principal, el fundamento teórico del concepto de narrativa, se plantea por la confusión entre los modos narrativos y los dramáticos. El modelo que Murray quiere ver desarrollado, un modelo en el que los usuarios interactúen plenamente en un entorno virtual choca con el concepto de narrativa mismo. Es obvio que existen unas grandes diferencias entre una narración, una novela, por ejemplo, y una obra de teatro. El papel del lector novelesco es recorrer imaginativamente una sucesión de escenarios que se le ofrecen a través del lenguaje mediante el discurso de un narrador. La ley básica de la narrativa es que sin narrador no hay narración. Nosotros no somos los narradores. El papel del lector es dejarse llevar por el discurso hasta el final de la historia. Este fatalismo negativo que los teóricos ven en la clausura del texto es uno de los principales motivos de conflicto entre los viejos y los nuevos modos ficcionales, entre los textuales y los virtuales.

En el modo dramático, por el contrario, no tenemos lectores sino espectadores. El espectador no imagina, contempla un mundo que surge ante sus ojos. El teatro moderno ha tratado de involucrar al espectador, de buscar su participación rompiendo de muy diversas formas la barrera de cristal que separa los dos mundos, el del patio de butacas y la burbuja ficcional que representa el escenario.

Lo que Janet Murray llama «narrativa» es en realidad una especie de teatro virtual con un componente nuevo. No se le pide al espectador que asista a una representación (para eso ya está también el cine), sino que se le pide que participe. La participación, en este caso, no tiene nada que ver con algunas de las solicitudes del teatro de vanguardia. Lo que se le solicita es que se convierta en el eje de la representación a través de un proceso de animación de uno de los personajes del universo ficticio. No se trata de que yo me identifique con un personaje, sino de que ese personaje sólo actúa en función de mis deseos. Soy su alma. Curiosamente, se deja de lado el ejemplo más próximo de este tipo de actividad: las marionetas. Las posibilidades de la marioneta, animada por los movimientos y voluntad del manipulador, son similares a las de los entornos virtuales.

Uno de los aspectos más interesantes de la obra es precisamente la insatisfacción constante que Murray manifiesta ante el desarrollo de este tipo de prácticas virtuales. El texto está salpicado de lamentaciones por el alto grado de inmadurez que los programas actuales manifiestan. Janet Murray reclama complejidad ––la llegada de ese Hamlet–, altura en las situaciones que saque este tipo de actividad del mundo de los juegos de acción.

Sin embargo, el problema que se plantea es interesante desde el punto de vista de lo que consideramos «creación». En el arte convencional, la creación, la genialidad está reservada al autor, que ofrece su obra cerrada. En un entorno interactivo, lo que hacen los creadores es proponer escenarios y unas tramas que deben ser lo suficientemente elásticas –Murray habla de «gozar de la sensación de la transformación infinita» (pág. 187)– como para posibilitar también la creación del manipulador mediante sus decisiones. En una nota a pie de página, sin comentario, se reproduce una frase de Umberto Eco en la que afirma que «un hipertexto nunca puede resultar satisfactorio porque «el encanto de un texto es que te fuerza a enfrentarte con el destino»» (pág. 190). Quizá aquí esté la clave de la confrontación entre una narrativa que fuerza, como bien señala Eco, a enfrentarse con lo que no puede ser cambiado, ante lo que asistimos impotentes, y una nueva forma de insoportable levedad que nos traslada la dolorosa responsabilidad de tener que decidir en cada situación. Pasamos de espectadores desolados, pero purificados, a sujetos responsables, es decir, a la capacidad de experimentar la culpa por nuestras acciones.

Pongamos un ejemplo. Si tomamos el momento en el que Raskolnikov, el protagonista de Crimen y castigo, se encuentra frente a la puerta de la vieja usurera dudando sobre si entrará y realizará su crimen o, si por el contrario, debe dar media vuelta y marcharse y lo trasladamos a un entorno interactivo, ¿qué nos queda? ¿Decidir nosotros si debemos entrar y asesinar con el hacha que llevamos bajo nuestro abrigo virtual a la anciana? ¿Debemos nosotros también pensar que es un parásito social y merece ser eliminada de la faz de la tierra? ¿En qué nos convertimos si decidimos hacerlo? Los griegos sabían algo de esto y pensaban que la catarsis se producía precisamente porque era otro el que tomaba la decisión.

La complejidad que Murray reclama se acerca a este tipo de decisiones. En los juegos actuales las decisiones están circunscritas a un universo de pocas posibilidades: o eliminas o te eliminan. Si aumentamos la complejidad moral de este universo y nos convertimos en el sujeto decisor de lo que sucede en él, eliminamos uno de los valores principales del arte: su capacidad liberadora mediante la transferencia. Recuerdo cómo un pintor se preguntaba hace unos años qué tenía el Arte que nos permite quedarnos extasiados contemplando un cuadro como Los fusilamientos de Goya, admirarlo, cuando si hubiéramos estado allí contemplando aquella escena nos hubiéramos sentido horrorizados. ¿Se imaginan si Goya se dirigiera a nosotros preguntándonos: les hago disparar o no?

El problema –o la serie de problemas– que plantea Janet Murray es, en última instancia éste: ¿ante qué tipo de arte nos encontramos? ¿Debemos medirlo con los parámetros convencionales? Creo, más bien, que nos encontramos ante un nuevo tipo de construcciones que deben ser medidas con su propio rasero. Plantean problemas teóricos, estéticos, éticos y clasificatorios específicos, muy diferentes a los que nos tenemos que enfrentar en otros terrenos. El intento de J. Murray –no es la única– es tratar de convencernos de la seriedad del medio, pedir un poco de tiempo para que se superen las evidentes simplezas de una nueva forma que emerge con fuerza de los salones recreativos y de los juegos caseros, pedir tiempo para que el desarrollo tecnológico posibilite la aparición de las condiciones creativas.

La autora escribe –y esto se repite en varias ocasiones– lo que es casi un ruego desesperado: «Necesitamos encontrar sustitutos del acto de disparar una pistola que ofrezcan la misma inmediatez de efecto, pero permitan que la historia tenga un contenido más complejo y atractivo. Necesitamos encontrar formas de identificar al jugador con el punto de vista del personaje, de manera que un cambio de posición haga surgir cuestiones morales importantes. Necesitamos aprovechar el simbolismo dramático de la lucha para crear suspense y tensión argumental sin centrarnos en la adquisición de una habilidad mecánica» (pág. 160).

Anoche tuve una experiencia que me enseñó algo sobre esto. Mis hijos me habían pedido que instalara una demo de la última versión de Tomb Raider, uno de los juegos de moda. Preferí verla yo antes. En la pantalla de mi ordenador Lara Croft inició su carrera por los estrechos pasillos subterráneos y dos esqueletos armados le salieron al paso con sus espadas amenazantes. Como no tenía instalado un joystick y desconocía las teclas de mando, lo único que podía hacer era desplazarla por los corredores, pero no podía realizar disparos. Los dos esqueletos nos perseguían. Nos arrinconaron y comenzaron a golpearnos certeramente con sus espadas. Saltaban manchas rojas de la sangre de Lara y yo oía impotente sus quejidos al sentir los tajos en la espalda. Lara fue cayendo lentamente mientras los esqueletos seguían golpeando con saña. Yo no podía hacer nada. He visto miles de muertes en el cine; he leído cientos de pasajes similares en las novelas. Nunca me sentí tan mal. Y todo porque yo –yo– no podía hacer nada.

La obra de Janet Murray tiene el valor de ser un constante y consciente preguntarse por cuestiones que afectan al nacimiento de una nueva forma artística –sea ésta la que sea–. Independientemente de las cuestiones teóricas que se puedan plantear en su desarrollo hay que reconocerle el mérito de enfrentarse a esos nuevos problemas y tratar de aventurarse en el difícil camino de la predicción del futuro. Pero hay algo que uno aprende en campos que se desarrollan a gran velocidad: el futuro está justo al otro lado de la esquina, escondido, esperando para robarnos las ideas que llevemos encima.

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