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Nobel a Príapo

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La concesión del último Premio Nobel de medicina a los investigadores norteamericanos Furchgott, Ignarro y Murad por sus trabajos acerca del monóxido nitroso –o nítrico: no estoy seguro–, que han conducido indirectamente a la puesta a punto del "milagro Viagra", no puede dejar indiferentes a quienes esperamos que el final de milenio se llene de contenido simbólico. Que la Fundación Nobel, plenamente consciente de su papel ante la Historia, haya aceptado el envite, está llevando a no pocos a disculpar algunos de sus pasados errores. Quede dicho: en lo que a mí respecta, nunca más le reprocharé lo de Cela, lo de Pearl S. Buck, lo de Carducci o Echegaray, por limitarme al campo de la literatura. Pelillos a la mar. Porque lo cierto es que pocas veces el premio sueco ha sancionado tan urbi et orbi una aspiración colectiva como en esta ocasión. Después de la inflación sin precedentes del discurso del sexo a escala planetaria provocada por los avatares del monicagate en la metrópoli del Imperio, la retórica médico-sexual puesta en marcha a partir del descubrimiento y difusión del Viagra encuentra el terreno más que abonado. El acontecimiento bioquímico del fin de siglo, dotado de un poder de atracción mediática del que nunca gozó la penicilina, amplifica ese discurso vinculándolo a las obsesiones de una sociedad falocratizada para la que goce sexual y "pene" constituyen todavía un binomio inseparable. El Viagra ("el", o "la": veremos qué género le adjudica Lázaro Carreter), con su promesa de remendar la disfunción eréctil, viene a colmar un milenario anhelo masculino: desde las figurillas itifálicas prehistóricas a la magnífica banana que Andy Warhol plantó en la carátula de un inolvidable vinilo de Nico & Velvet Underground, o a las lustrosas mangueras de ébano fotografiadas por Mapplethorpe, el arte de todos los tiempos (al menos el arte creado por la mitad masculina de la humanidad) se ha hecho eco de la obsesión.

El Viagra –que, me apresuro a decirlo, tiene muchas más aplicaciones que las que aquí simplifico– viene, además, a sancionar una práctica extendida de la farmacología del fin de siglo. Es como si, llevados por el culto universal a la imagen, los laboratorios hubieran dimitido parcialmente de su tarea terapéutica para adentrarse de lleno en la mucho más rentable farmacología cosmética. Se crean constantemente medicamentos para que los seres humanos sean menos gordos (lo que, querido lector, me afecta personalmente), menos tímidos, menos calvos, menos feos (lo que puede afectar a algunos de ustedes). Específicos destinados al narcisismo de los ricos, aquellos a quienes esas disfunciones puede crear enfermedades del espíritu, complejos, neurosis. La casa Pfizer, responsable del Viagra, declara que, coincidiendo con la difusión del invento, su cifra de negocios ha aumentado un 25% en relación al mismo período del año anterior. Y no les digo nada de algunos pedidos ya en marcha: el Pentágono anuncia una inversión de más de cincuenta millones de dólares para el próximo año destinada a aprovisionar del fármaco de las maravillas a oficiales en activo y a los seniors en la reserva.

El Viagra exhibe, con respecto a las "medicinas" que en el pasado se utilizaron para conseguir el pene ideal, una cualidad muy políticamente correcta. A diferencia del ginseng, de la yohimbina, del hongbin (cuerno de rinoceronte), de los injertos de silicona o del extracto de lingam de tigre, el nuevo producto no funciona sin deseo. La molécula de sildenafil, base del Viagra, actúa sobre las trabéculas y arteriolas de los cuerpos cavernosos situados en los (decaídos) miembros provocando un aumento del flujo sanguíneo preciso para la erección: pero sólo si existe el deseo. Como explicaba hace poco la sexóloga norteamericana Mariann Dunn: "Con los otros medicamentos un hombre podía mirar a su perro y tener una erección. Para las mujeres era humillante, no se sentían implicadas". Ahora, gracias al Viagra, el sistema falocrático no corre peligro: sexo y pene, pene y sexo continúan inextricablemente unidos. Fuera del pene no hay salvación. Viva Viagra.

La difusión y el consumo de Viagra va a acarrear importantes transformaciones. No todas positivas, me temo. Una de las más temibles afectará de modo muy especial a la estructura y comportamiento de las parejas de edad. Justo cuando la incontenible urgencia de la juventud va abriendo camino a la ternura y el cariño que se predican del simultáneo envejecimiento y de la experiencia compartida, el Viagra supone una especie de torpedo disparado a la línea de flotación de la estabilidad conyugal. Imagínense los trastornos, las acuciantes urgencias, los aquí te veo aquí te mato a edades en las que la convivencia parecía destinada a transcurrir por cauces menos abruptos: la estética apolínea de la moderación sustituida por el vértigo del vodevil barato, la quietud del estanque sustituida por el fragor del torrente, cuando no de la cascada. La impotencia, que en nuestra falocrática organización funcionaba como vacuna contra el adulterio tardío, ya no garantiza nada.

La otra transformación, para mí más preocupante, tiene que ver con la casi segura desaparición de uno de los más fecundos motivos literarios: la del senex amator. Desde la Aulularia de Plauto o la nueva comedia romana, pasando por el riquísimo conjunto dramático del renacimiento y barroco (Cervantes, Shakespeare y los isabelinos, Molière), de la Commedia dell'Arte y el teatro del setecientos (Goldoni, Fernández de Moratín), hasta incorporarse plenamente, a través del Fausto, a la gran novela europea del XIX (Balzac, Dickens, Galdós), el personaje del anciano enamorado, del viejo rijoso se muestra vivo y coleando (discúlpenme el atrevimiento). Con algunas cumbres en el siglo XX: el profesor Unrat de El ángel azul (Heinrich Mann) o, con más vigor, el cuarentón Humbert Humbert de Lolita. El senex amator es un tipo tragicómico: una sombra de sí mismo, a veces mezquina, a veces grotesca, que anhela vigor y juventud. La literatura casi siempre lo perdona o, al menos, lo compadece. Con los viejos que vienen (que vamos a ser) ese consuelo está perdido. Ya nacerán otros.

Se me ocurre, y ya acabo, que uno de ellos puede estar en la serena frecuentación de los libros bellos. Las memorias de Casanova, por ejemplo, de cuya muerte se cumplen ahora doscientos años, y cuya edición en La Pléiade permanece agotada hace ya demasiados. Por cierto que, en un libro recientemente aparecido en Francia, Philippe Sollers recuerda que el admirable libertino ostentaba una herramienta de trabajo de 21,6 centímetros (no dice en qué estado), a tenor de una funda de tela ligera y transparente que se había mandado hacer con propósito de abrigo o, quizás, como escudo venéreo. O, mejor aún, volver a disfrutar con la lectura de The Decline and Fall of the Roman Emipire, de Gibbon, publicado por vez primera en 1776 y uno de los más grandes monumentos literarios de todos los tiempos, un libro al que volver siempre que la melancolía o el hastío (político) se apodera del ánimo: como ahora. En el capítulo VI de la primera parte, el sabio historiador británico traza un magnífico perfil del Imperio en la época de Heliogábalo. La corrupción estaba entonces tan arraigada que el afeminado emperador, entregándose a los más groseros placeres con furia ingobernable, podía permitirse el lujo de elegir a sus ministros enormitate membrorum. Aquí les dejo.

REFERENCIAS

Página web de Viagra: www.viagra.com.
PHILIPPE SOLLERS, Casanova, l'admirable. Plon. París.
EDWARD GIBBON, The Decline and Fall of the Roman Empire. 3 vols. Penguin. Londres.

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