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Elegir lo valioso

El valor de elegir

FERNANDO SAVATER

Ariel, Barcelona, 176 págs.

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Dice el propio autor de esta su última obra que la imagina «como el núcleo esencial de cuanto he escrito». Probablemente lo corroboraría su lectura comparada con La tarea del héroe, Invitación a la ética , Ética como amorpropio o Ética para Amador, por citar algunos títulos principales de tan larga progenie. Lo seguro es que en El valor de elegir disfrutamos de uno de los ensayos de Fernando Savater no sólo más apretado y sintético, sino también más animado de un propósito didáctico; quiero decir, más práctico. Prueba de ello sería la misma disposición de sus partes. La primera, una «antropología de la libertad», indaga de la mano de Aristóteles en la naturaleza activa del hombre a fin de situar esa libertad precisamente como la marca específica de lo humano. La segunda, que vendría a modo de aplicación de la anterior, se atreve a ofrecer unos «ejercicios de libertad» o –para llamar al combate– a exhibir un catálogo de «elecciones recomendadas», si siempre recomendables, más aún en el momento presente.

EN EL PRINCIPIO ESTÁ LA ACCIÓN

No es el origen del hombre lo que más interesa, sino su principio, y éste exige definirlo como el ser capaz de actuar. Con mayor exactitud, el ser que tiene que actuar si quiere compensar su inespecialización y responder a su menesterosidad ante lo imprevisto. Es el forzoso proponerse de este animal simbólico, cuya esencial apertura lo obliga a decidir e inventar a cada paso su conducta, el rasgo que lo distingue del resto de los animales meramente biológicos, en cuyo instinto se halla el programa de su vida entera. Si nuestras diferencias cuantitativas con otros seres vivos son tan mínimas, será –concluye Savater– que «la dotación genética no es lo más decisivo en el establecimiento de la condición humana». La fuerza del hombre proviene paradójicamente de su fragilidad, de la misma manera que el único animal imperfecto por inacabado resulta asimismo el único que puede y debe concebir la perfección como meta y estar en incesante perfeccionamiento.

Pero entonces al hombre se le impone la tarea de pensar la vida con vistas a enjuiciar y resolver sus quehaceres. Eso hace de la ética un «arte de vivir»; algo, pues, que no ha de entenderse como una ciencia ni como sometimiento a un código universal de conducta, sino como la adquisición de esa habilidad de discernir en cada caso entre diversas alternativas. Una vez más en la estela aristotélica, ese arte viene a confundirse con la prudencia que pondera cada circunstancia de la acción y, a falta de reglas, prefiere ofrecer modelos ejemplares a la mirada del agente. Eso sí, antes que valorar, al sujeto moral le toca primero aprender a valorar. Aquí no caben sólo juicios acerca de lo favorable o desfavorable, de lo conveniente o perjudicial; tratándose del hombre, de su acción consciente y libre, son imprescindibles los calificativos de bueno y malo. Nuestra responsabilidad rechaza lo mismo la dimisión del sujeto, escudada en el «determinismo parcial», que el absurdo del amor fati. Todo sea para cultivar esa ética del amor propio, que medita sobre el modo de atender al reconocimiento de la humanidad de nuestros semejantes para que ellos confirmen a su vez la nuestra.

EL VALOR DE ELEGIR BIEN

El elegir humano es ya valioso por contraposición al estar determinado animal. Pero si elegir es en nosotros necesario y la libertad estriba más bien en preferir esto o aquello, entonces elegir es propiamente un valor cuando elegimos bien; o, para decirlo en otro sentido, se requiere valor para escoger lo que vale. Resulta entonces de provecho recomendar unas elecciones por delante de otras, algo que sonará a atrevimiento a muchos oídos contemporáneos. Y es que elegir no significa apostar , según recita la muletilla periodística del día, como si nuestras opciones tuvieran por fundamento la ley de probabilidades; ni todas las elecciones son igual de respetables, como repite la más necia de las falsas tolerancias. Por si fuera poco, un pensamiento que se quiere práctico, y no académico, sólo puede hallar satisfacción en el compromiso de animar a comprometerse con la búsqueda del bien, tal como había anticipado el autor de la Ética nicomaquea cuando sostenía que su estudio no era teórico porque «investigamos no para saber qué es la virtud, sino para ser buenos» (II, 1103 b 26). Y a eso mismo se apresta Savater con su entusiasmo acostumbrado.

Para ser buenos, por de pronto, hay que elegir la verdad. Bien sabemos que existen tantos «campos de la verdad» cuantos de realidad y que en unos será factible alcanzar lo verdadero, mientras en otros habrá que conformarse con lo verosímil o con verdades más imprecisas y aproximadas. Pero «que no toda verdad pueda fundarse del mismo modo no equivale a que la pretensión de verdad sea siempre infundada». Hasta cabría sospechar con nuestro filósofo que escepticismos y relativismos de nuestros días, al desentenderse de lo verdadero, fueran modos de rehuir la realidad y síntomas, más que de no creer en nada, de una inclinación a creer cualquier cosa. Que a estas alturas todavía haya que invitar a elegir la política sugiere que el sujeto moral aún no se concibe ciudadano, lo que tanto puede plasmarse en la suspicacia temerosa o arrogante suficiencia del individuo frente a su sociedad civil como en la identificación con su real o presunta comunidad natural. Si en el primer caso se encuentran las múltiples formas que adopta en nuestro tiempo la apatía liberal, en el segundo incurre a las claras en esa etnomanía nacionalista que lleva años alentando –con la inestimable contribución de parte de la «progresía» española– el enfrentamiento civil en el País Vasco.

Nada más valioso entre nosotros, entonces, que escoger la educación cívica, la única opción colectiva que Savater recomienda y sin duda una de las más descuidadas por el poder público. «El auténtico problema de la democracia –escribe, y uno desea rubricarlo– no consiste en el habitual enfrentamiento entre una mayoría silenciosa y una minoría reivindicativa o locuaz, sino en el predominio general de la marea de la ignorancia.» No parece que esta ignorancia vaya a curarse mediante vacuas llamadas pedagógicas a la transversalidad y cosas por el estilo. Esa simultánea aptitud para gobernar y ser gobernado –así resume la ciudadanía el Estagirita– exigiría hoy cursar al menos dos asignaturas, a cual más chocante y sin demasiados maestros dispuestos a (y capaces de) enseñarlas. De un lado, y frente a esa extendida creencia que reduce la democracia a puro método de adopción de decisiones por mayoría, hacerse demócrata implica aprender a deliberar y a persuadir o a dejarse persuadir mediante los mejores argumentos. Del otro, y contra tanta afición a blanduras nihilistas, se trata de cultivar esa virtud de la tolerancia que no por evitar el fanatismo se rinde en cuerpo y alma al relativismo. Lo que significa: que respeta a los opinantes, pero no siempre ni por igual sus opiniones; que proclama el derecho a la diferencia, pero no la diferencia de derechos; que se atreve a jerarquizar el valor de las culturas según cómo amparen los derechos de sus miembros…

Hay que elegir, en fin, lo contingente; o tal vez mejor: desde lo contingente, porque sólo su transitoriedad e incertidumbre confieren a lo humano su valor más propio. La hondura y la urgencia de nuestras elecciones radican en que son las propias de y para morituri, seres que vamos a morir y que lo sabemos; según dejó escrito Borges, seres a un tiempo preciosos y patéticos, y tanto más lo uno cuanto más lo otro. Si merecemos compasión y admiración, es porque la menor de nuestras desgracias prefigura la pérdida irreparable y porque toda excelencia merece superar los límites de su caducidad. Tal sería el principal cometido de esta ética de la finitud: recordarnos que la justicia posible ha de procurarse aquí y ahora, que el reconocimiento recíproco entre los hombres no puede esperar. Abrazar la contingencia prohíbe hacerse ilusiones, pero inspira una ética de la alegría. Y ésta es sobre todo la de Savater, para quien nunca celebraremos bastante el inmenso regalo de ser y de estar siendo nada menos que humanos.

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Ficha técnica

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