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La enésima invasión de los bárbaros

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La facilidad de las comunicaciones, el automóvil propio, la fe ciega en que el viajar ilustra, y no en último término el hecho mismo de disponer de una cierta cantidad de días en calidad de vacaciones pagadas, todo ello, y muchas otras causas más que dejo reservadas a los sociólogos, ha fomentado en nuestros tiempos el fenómeno del turismo. Hasta volverlo masivo.

Si queremos ser metódicos a la hora de acercarnos a esta masificación del turismo, tal vez fuese bueno que comenzásemos por saber de qué hablamos cuando empleamos el término. Pero… Según el Diccionario de la Real Academia, turista «(del ing. tourist)» es una «persona que recorre un país por distracción y recreo». Y doña María Moliner, con un acierto pleonásmico que nos deja patidifusos, la entomologiza en cambio como aquella «persona que viaja por un país por turismo», a continuación de lo cual define: «Turismo: Acción de viajar por placer. Móvil del que viaja así. Actividad y organización relacionada con los viajes de esa clase». En fin, un viaje léxico-turístico para el que no necesitábamos tales alforjas.

Porque de todos modos, y a despecho de las nomenclaturas tanto académicas como molineras (por muy honorables que ellas sean), lo cierto es que cuando hablamos del turismo y el turista todos partimos de un consenso conceptual más o menos universal. A gusto del consumidor se podría formular un par de definiciones más, entre ellas la variante japonesa, según la cual un turista es «alguien que por fin logra ver en su casa, gracias a las mil y una diapositivas que hizo, lo que tan sólo tuvo tiempo de fotografiar durante su viaje de vacaciones». Pero lo cierto y seguro es que si un espectador, digamos objetivo, se sienta en la terraza de un café frente a la torre de Pisa o la catedral de San Marcos de Venecia, no necesita diccionarios de ninguna especie para saber lo que es un turista: lo ve pasar a millares, y si es en verdad objetivo, lo ve pasar como al proverbial cadáver del enemigo.

Conviene asimismo distinguir entre al menos dos clases distintas de turistas. Los que siguen creyendo (vide supra & infra) que el viajar ilustra, y los que tan sólo tratan de descansar del entorno cotidiano trasladándose a otro sitio: generalmente asociamos con estos últimos las imágenes de unas multitudes heliofílicas y aspirantes al cáncer de piel en el microondas del sol mediterráneo. Los más sofisticados y/o pudientes, Áa van sans dire!, se tuestan, o calcinan, bajo el sol del Caribe y el de las Seichelles.

Para las tales multitudes, la cultura suele ser algo que en sus idiomas respectivos muchas veces se escribe con K, y a la que hay que tratar con tanto respeto que mejor ni siquiera se relaciona uno con ella. Por otra parte, a lo mejor (a lo peor) se verían en apuros para distinguir una catedral gótica de una románica. Después de todo, en la edición en idioma castellano del folleto turístico de la muy culta ciudad de Colonia, hasta hace poco, constaba que en la patria chica adoptiva de San Alberto Magno podían admirarse una docena de iglesias «románticas».

Y sobre todo, estos turistas no son los que nos interesan aquí. Por la sencilla razón de que si bien cambian el escenario natural de su día a día, aspiran desesperadamente a no alterar, por ejemplo, su régimen de comida. De modo y manera que incluso en las más abruptas playas de Mallorca, de Anatolia o de Corfú, de repente, como hongos, surgen los chiringuitos con expendio de salchichas de Turingia, chucrut de Alsacia o fish & chips. El famoso letrero balear («También se habla español») no es un guiño de complicidad bilingüe con Madrid, sino nada más, y nada menos, un acto de legítima defensa.

Olvidémonos, pues, de estos involuntarios jornaleros de la industria turística: esa sin chimeneas, según el decir de un amigo de Franco y Fidel Castro, y cuyo apellido también empieza por F. Dios los cría…

Otro concepto que habría que aclarar, antes de seguir adelante, es el de extranjero, por contraposición con el del turista. No encuentro mejor ejemplo para explicar este distingo que una atenta contemplación de las calles y los lugares públicos de Madrid y París.

París, por otras mil y una razones que también brindo a los sociólogos, se ha convertido a lo largo de los siglos en «La ciudad» por antonomasia. Con la consecuencia natural, desde el punto de vista considerado en estas reflexiones, que París vive, no importa en qué estación del año, una continua invasión de turistas. Tampoco importa en qué lugar de París nos encontremos. Fatal e irremisiblemente, un autobús atestado de turistas terminará cruzando nuestro camino. En algún momento de mi vida, atacado por la fiebre estadística y apoltronado en un cómodo sillón del Café de la Paix, pude comprobar cronómetro en mano que entre un autobús sight-seeing y el siguiente mediaba un intervalo de nada más que cinco minutos. Multiplicando por los distintos puntos de observación, y con descuento de los coeficientes de nocturnidad y alevosía, significa que uno ve en París, al cabo de una jornada, muchos más turista que parisinos. Y no estoy exagerando ni tanto así.

En Madrid, por el contrario, es bastante seguro que al cabo del día uno va a encontrarse con cientos si no miles de extranjeros: desde el combo de música andina que jamás quenó El cóndor pasa (¡ni se lo hubiesen permitido!) en el centro de Lima o La Paz, pasando por el mochilero australiano que quiere ganarse el salto al siguiente país ejerciendo congruentemente de canguro con una familia tetracaminera, hasta el docto holandés que investigará la más enrevesada de las etimologías del castellano: aquella por la cual la palabra neerlandesa «Sluis» (=esclusa) se transforma en «Inclusa» y da lugar al substantivo «inclusero». ¡Mas ojo!, todos ellos son extranjeros; no turistas.

Porque los turistas que vienen a Madrid acuden a ver, por este orden, el triángulo museal (Prado, Reina Sofía, Thyssen), El Escorial, Toledo, Aranjuez, el Valle de los Caídos, Segovia y La Granja. Siete metas de las que sólo una se encuentra en la Villa del Oso y el Madroño, un animal y un árbol absolutamente atípicos en los Madriles: otra de sus paradojas. Todo ello se traduce en que los millones de turistas que acuden anualmente al «rompeolas de las cuarenta y nueve provincias españolas», pues eso, no polucionan (perdón, pero no acierto con otro verbo que lo exprese mejor) la vida de la ciudad. Y usted puede pasearse tranquilamente por Alcalá y la Castellana y el Retiro seguro de que se cruzará con la mar de extranjeros, pero también de que casi con la misma seguridad no lo hará con ningún turista.

Y una vez aclarados todos los conceptos que van por delante, ahora la pregunta: ¿Por qué cada vez es más difícil, si no imposible, hacer un turismo verdaderamente cultural, uno que responde a los principios de los cuales partió?

Con independencia de los soldados napoleónicos, turistas a fortiori, fueron los ingleses, sin duda alguna, los primeros turistas de la historia: aislado como estaba el continente, por culpa del canal de la Mancha, decidieron alegrarlo con su presencia. Así lo hizo un famoso poeta, Lord Byron, entre 1812 y 1818, regresando luego a Londres con el manuscrito de La peregrinación de Childe Harold: y si se toman la molestia de leer el poema, comprobarán conmigo que es una especie de Guía Baedecker, digamos espiritual, de donde están excluidos elementos tan deleznables como el tiempo y el dinero.

Apenas diez años después, el editor de Goethe, Johann Friedrich Cotta, elevado a la nobleza por sus méritos como tal, lanza al mercado, desde Stuttgart, una publicación cuyo rótulo merece rancho aparte: El extranjero. Un diario de información sobre la vida espiritual y moral de los pueblos, con especial atención hacia aspectos similares en Alemania. La revista se dejó de imprimir recién en 1894, y fue, hasta donde he podido averiguar, durante sus casi siete décadas de existencia, una pionera en materia de información turística. En ella colaboraría Heine, con unas crónicas que anticipan el mejor Walter Benjamin.

Desde luego, el siglo pasado es en verdad el siglo donde se despierta la atención, en círculos cada vez más concéntricos, por lo que sucede culturalmente fuera de las propias fronteras. Es también el siglo en que, con harta consecuencia, se empieza a viajar al exterior por motivos de descanso, placer y cambio de aires. Hasta la industria hotelera –tal y como la concebimos hoy– echa sus raíces en ese siglo tan denostado. Childe Herold, si la venturosa suerte no le hace dormir en el palacio de algún parigual, todavía pernocta en ventas camineras que evocan el recuerdo del Caballero de la Triste Figura.

El itinerario del héroe de Byron lo podemos repetir hoy, pero sometido a la jibarización de las nuevas condiciones: el avión y los autobuses climatizados han sustituido a la diligencia, la tarjeta de crédito a las guineas de oro, las cadenas hoteleras con desayunos plásticos a la venta de Maritornes, y por si todo ello fuera poco, la iniciativa individual se refugia ahora en el instinto gregario. Sucede sin embargo lo siguiente: para que el viaje sea rentable, no sólo al viajero sino también a quien lo organiza, el Childe Herold de nuestros tiempos se pondrá en camino junto con cien o doscientas personas más. Aparece la horda turística, que al mismísimo Gengis Khan le haría morirse de envidia.

Hoy en día –no nos andemos por las ramas–, el turismo entendido como viaje de una «persona que recorre un país por distracción y recreo» es algo más o menos obsoleto. Por supuesto que aún existe, pero no sé si debiéramos seguir llamándolo turismo, considerando lo que se nombra actualmente así. Y no sólo lo que así se nombra, sino sus resultados en la práctica.

Reduciéndome a la materia por mí observada en Europa, carece de sentido ir a París a ver, pongamos por caso, una exposición de Zurbarán en el Grand Palais. La perspectiva de hacer cola durante dos o más horas no es tan descorazonante como la convicción de que quienes comparten esa cola contigo, con muy poquitas excepciones, no tienen ni la más remota idea de quién fue Zurbarán. Ah, pero eso sí: está en el programa de su agencia, es algo que «hay que verlo». Y luego, cuando por último logras entrar en el recinto de la exposición, con muchísima suerte (y la ayuda de una elevada estatura), lograrás ver cada cuadro a un promedio de cinco a diez segundos por barba. A todo esto, que conste que no quiero pecar de injusto: imaginemos que todos, absolutamente todos los integrantes de la cola, fuesen conocedores y admiradores de Zurbarán. El resultado sería todavía peor, porque al menos al colectivo «Hay Que Verlo» se le importa un reverendo pepino de Zurbarán: han ido allí solamente a cumplir una parte del programa del día. Si se quedan sin ver ni un solo Zurbarán a gusto, su frustración es mínima, y me apuesto lo que quieras a que los varones del Colectivo la compensan por la noche admirando las admirables y homologables piernas del cuerpo de baile, más bien clónico, del Lido.

La anterior situación se repite cuando se trata de imanes de atracción universal como pueden ser la Galería florentina de los Oficios, el Louvre parisino, el Prado madrileño, la National Gallery a un tiro de piedra del Támesis, el Museo Pérgamo en Berlín, el Imperial de Amsterdam. Yo peino tantas canas entretanto que he sido paseante a veces casi solitario por casi todos ellos. Pero me alcanzó la época en que se nos echaba encima la marabunta de la masificación. Un día, allá por 1970, entré a la sala de los españoles, en el Louvre, y me fui derecho, sin un solo instante de duda, al pequeño y maravilloso Velázquez (una infanta) que estaba al fondo. Alguien entró poco después y debió sentirse asimismo atraído. Doblemente: por el cuadro y por el abismamiento de mi atención. Sólo que cuando se estaba acercando, una sonora voz de inconfundible prosapia porteña lo increpó desde la puerta:

–¡Pero che, dónde vas, vení, acá hay uno mucho más grande!

Y menos mal que era un Goya.

Una vez más Walter Benjamin: nos encontramos en la época de la reproducción técnica de la obra de arte (pintores hay, de muchos humos, que viven de ello), y lo estamos en una medida que el suicida de Port-Bou jamás hubiese sido capaz de imaginar. La capacidad de reproducción virtual de los más sofisticados ordenadores puede acercarnos a nuestro cuarto de estar, con absoluta perfección y fidelidad, desde Las Meninas hasta La ronda nocturna pasando por la Venus de Milo, cuyos glúteos llegarán a acariciar los fetichistas (virtualmente, claro) cuando se desarrolle y comercialice la tercera dimensión: que está al caer.

Por supuesto, no es lo mismo disponer para uno solo de El jardín de las delicias en la comodidad del salón familiar, que llegar ante el tríptico en el Prado. Para empezar, no hay nadie que te moleste, no hay un batallón de estudiantes de secundaria que ese día la escuela los lleva de visita al museo y te impiden concentrarte en el obsesionante mundo de El Bosco, y que cuando por fin se van, dejando una estela de risas y comentarios cavernícolas, apenas has tenido tiempo de volver a poder concentrarte y ya apareció la horda nipona, o la gringa, con un guía que baja el paraguas e inicia sin más su memorizada retahila…, y adiós muy buenas.

¿Cómo comparar la intensidad de la vivencia de estar ante el cuadro, el auténtico, el de lienzo y óle, soportando estoicamente, heroicamente, a la humanidad que te impide gozarlo, una humanidad que –dicho sea de paso– se mira en ese cuadro en un espejo sin saberlo…, cómo comparar esa intensidad vivencial, digo y repito, con la asepsia de la reproducción virtual en tu pantalla, en tu casa, con calma, con el teléfono descolgado, con un buen trago a la mano? ¡¡¡y hasta pudiendo fumar, que es cosa que en ningún museo del mundo te lo permiten!!!

Ironías aparte, yo creo sinceramente que con los medios técnicos de que hoy disponemos, los amantes del arte deben dejarle el terreno, sin lucha, a las hordas. Teniendo en cuenta aquella doctrina que nos habla de la perfectibilidad del ser humano, hasta es posible que un día aprendan algo de la contemplación de veinte Goyas, aunque la hayan hecho a paso de carga, entendiendo a medias (en el mejor de los casos) las explicaciones del guía…, y perseguidas –cuando no azuzadas– por la horda siguiente.

De lo que llevo dicho, y de los términos que empleo para referirme a las masas turísticas de hogaño, quizás (y sin quizás) pudiera desprenderse la conclusión de que soy un elitista. Craso error. Aunque parezca un contrasentido, todavía me cuento en el número de esa izquierda cada vez más en vías de extinción que aspira a la universalización de los bienes culturales, a que todos y cada uno de los miembros del colectivo llamado humanidad tengan acceso –gratuito, además– a las obras de arte que nos legó el pasado. Pero si el camino para ello es el de las giras turísticas, los resultados están a la vista.

O cambiamos de signo el turismo, o el siglo XXI (que comienza el 1 de enero del año 2001, y no antes) asistirá a una revolución necesaria en materia de visitas a museos. Cada quien recibirá un billete con una franja magnética que le permitirá detenerse cinco, siete, máxime diez segundos, delante de cada uno de los cuadros colgados en las salas del edificio. Porque sólo así podrá despacharse, sin embotellamientos ni disturbios, a la muchedumbre de visitantes. Y si hay entre ellos algún recalcitrante que quiera dedicarle el doble del tiempo a un cuadro especialmente de su agrado, pues que se aguante y vuelva al día siguiente. Si puede.

Por otra parte, no nos hagamos ilusiones. Al español de a pie que viaja a París en las vacaciones de Semana Santa, y que inunda los bulevares y los bistrós metido en la nube de unas risas endogámicas y la fonetización de un francés macarrónico, las obras maestras de Cézanne y de Renoir le traen absolutamente sin cuidado. El ejemplo se repite con franceses en Roma, alemanes en Atenas e ingleses en Berlín. Lo de añadir un elemento cultural a ese auténtico turismo el que significa «recorrer un país por distracción y recreo» (RALE) o implica la «acción de viajar por placer» (MM), es tan sólo una coartada que se han buscado las agencias para rellenar un tiempo que de otro modo no sabrían cómo cubrir. Sin que quiera decir por esto que me parezca mal que hayan llegado a pensar en la cultura para cubrir el hueco, Dios me libre: podían haber pensado en otras cosas no tan nobles.

Pero sucede que en esa programación se ha deslizado un automatismo más bien prejuiciado: el de que no se puede volver de París sin haber visto el Louvre, ni de Berlín sin mirarle la nariz a Nefertiti, ni de Roma sin acudir al Museo Vaticano (que por cierto, ni está en Roma, sino –como su nombre claramente lo dice– en el Vaticano). Todo ello se ha hecho en función de que los programadores turísticos no le preguntaron jamás, que yo sepa, a los consumidores de su producto. Caso práctico: Imaginemos a un grupo que va a Amsterdam, y en cuyo programa se ofrece una exposición monográfica de Vermeer en el Rijksmuseum, el Museo Imperial, con la expectativa de pasarse dos horas de cola hasta penetrar en el bellísimo edificio y echar una ojeada dificultosa a las obras maestras del maestro de Delft. E imaginemos como alternativa, y casi por el mismo precio, que se ofrece al grupo el catálogo de la exposición sin necesidad de visitarla. Es un problema que brindo, ex abundantia cordis, a los simposios internacionales de agencias de turismo.

Lo que sigue ya lo he contado en estas mismas páginas (octubre 1998): Cuando visité por primera vez Santafé de Bogotá, al cabo de pocos días le comenté a los amigos que las agencias turísticas de la ciudad se estaban perdiendo un pingüe negocio: el de los trancones, como llaman allí a los embotellamientos del tráfico. Cualquier agencia con visión del negocio podría ofrecer a los turistas una gira titulada «No se pierda el trancón de la Carrera Séptima a la 1 p.m.». Durante esa gira, en autobuses climatizados y con canapés y buenos tragos, el turista tendría ocasión de conocer, a velocidad de caracol suizo (del cantón de Berna), el centro de la ciudad; y cuando el tránsito dejase de reptar centímetro a centímetro, desde el lugar donde ultimaron a Jorge Eliecer Gaitán hasta «la esquina del encanto con lo moderno» (¡todo un programa!), el autocar aparcaría en esa esquina, calle 19, para dejar salir a la horda de turistas en busca de aventuras mucho menos excitantes en la sabana santafereña.

Lo saco a colación, y me excuso por autocitarme, para dejar constancia de que la reflexión acerca del turismo es tarea que no me dejó en paz en ninguno de los lugares adonde me llevaron el destino y el azar, esos dos pseudónimos recíprocos.

A los turistas perseverantes en la falacia (o la verdad) de que el viajar ilustra, hay que ofrecerles alternativas «fuera del circuito». Pienso en el español que se decidiera a cruzar en dirección norte el puerto de Amsterdam, en unos transbordadores municipales que, además, son gratuitos, y al llegar allí echase a andar y llegara, sin hacer otra cosa que seguir el camino natural, a la Plaza de la Guerra Civil Española, con sus bancos y un monumento que ni en la propia España existe, y se sentiría en un mundo que nada tiene que ver con el que se divisa al otro lado de las aguas del puerto, y que es el único que conocen los turistas. Pienso en quienes descubren en Berlín el insólito encanto del Museo Die Brücke, construido expresamente para albergar las colecciones de los pintores alemanes de ese grupo; sólo que como es un museo out of area (para emplear la nomenclatura de la OTAN), no consta en los circuitos. Pienso en el turista que vaya a Hamburgo y se pierda en el semisótano del Museo de St. Pauli, donde no va a gozar del encanto mórbido del barrio de las putas, que es el mismo St. Pauli en su costado portuario: sino de la mayor y más hermosa colección de mascarones de proa que ningún otro museo le podrá ofrecer. Y puesto que está en Hamburgo, en vez de perder el tiempo haciendo un recorrido en barcaza por el puerto, que es cosa que puede repetir en Amberes o Rotterdam (y el resultado es intercambiable), mejor agarra el tren y se marcha a la desembocadura del Elba, a Cuxhaven, y visita el Museo del Naufragio, donde están amorosamente recogidos los restos de tantos de ellos, incluyendo, en el jardín que rodea el edificio, un minisubmarino de los usados para el espionaje. Pienso en quienes dejan a un lado el París del Louvre y el Folies Bergere, y alquilan un auto a escote y recorren el entorno de la ciudad visitando las casas donde vivieron Zola, Mallarmé, Turgeniev e tutti quanti: son también museos, pero, al igual que el de Antonio Machado en Segovia, ni los naturales del lugar los conocen como tales. Pienso en la islita de Torcello, al fondo de la laguna véneta, con su basílica de frescos bizantinos que regocijan el corazón y los sentidos. Y si vamos al caso, y para espanto y admiración de los turistas calvinistas que llegan a España, pienso por ejemplo en Madrid, la única ciudad donde existe un monumento al Diablo, un descubrimiento que le debo a Jardiel Poncela: naturalmente, se trata de la estatua de El ángel caído, en el Retiro. Nunca he sido turista. Jamás en la maldita vida he sentido el impulso grupal, la compulsión gregaria. Cuando he visitado un museo lo he hecho siguiendo la inspiración del instante (por ejemplo, cuando acudí la primera vez al por todas luces admirable Museo del Ferrocarril en la vieja estación madrileña de Delicias) o la nostalgia de una juventud en que un amigo pintor muy querido, y ya en el otro valle, me enseñó pacientemente la riqueza de la imaginación que se articula en colores y no en palabras (es mi caso con el Prado, al que voy rigurosamente siempre que visito Madrid, y a pesar de las hordas, pero en homenaje a la memoria de Alberto Vázquez).

Descreo de la ilustración que procuran los viajes, y vaya si he viajado. Pero, al mismo tiempo y bajo el mismo respecto (una hipótesis que escandalizaría a los escolásticos), casi todo lo que aprendí en esta vida se lo debo a las demoradas charlas con gente que he conocido durante esos viajes. Una tarde del otoño europeo, en Costa Rica era la estación de las lluvias, me aventuré en el jardín de Don Arroyo, el padre de Isabel Cristina, uno de los últimos combatientes del último ejército que hubo en su país, el único del mundo donde fueron abolidas las Fuerzas Armadas (perdón por las mayúsculas). Me senté a su lado en el banco donde estaba reposando del desyerbe, y por pura cortesía le pregunté:

–¿Y, qué tal, Don Arroyo, qué me cuenta?
–Pues ya ve usted, Don Ricardo: aquí, sacándole herrumbre al tiempo.

Ese octosílabo digno de Quevedo, «sacándole herrumbre al tiempo», es uno de los tesoros más preciosos que me he traído a casa de mis viajes. No está grabado en cinta magnetofónica, no hay ninguna foto que documente el instante en que lo escuché, nadie sino yo mismo fue su testigo. Ese es el secreto del verdadero turismo: la experiencia inintercambiable. Porque todo lo demás, todo lo demás, HAY QUE VERLO.

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